Alberto Sánchez Argüello
Hoy
hace demasiado calor para jugar. Todos se fueron a sus casas, a excepción de
Sara y Josué. La primera vez que los vi en el parque le pregunté sus nombres,
ella respondió sin mirarme y eso fue todo, no quiso que jugáramos. Se la pasan
apartados, Josué lanzando patadas mientras intenta subirse a los juegos más
peligrosos y Sara que lo pellizca y empuja cuando cree que nadie los mira.
Ahora podría acercarme y ayudarla a mecer
a Josué, que está dormitando por el sopor, pero ella está como ida, moviendo su
mano sin darse cuenta. Decido levantarme y buscar refugio en la glorieta, pero
me detengo al darme cuenta que Sara me mira. En el tiempo que me toma decidir
si debo saludar, ella toma el columpio de su hermano y lo lanza con la fuerza
suficiente para que el cuerpo de Josué vuele hacia el asfalto. Cierro los ojos,
no quiero ver la caída.
Cuando los abro, Sara no está y el cuerpo
de su hermanito está boca abajo en la calle. Su cabeza parece una tetera de
porcelana quebrada. Tiene un agujero del que empiezan a salir mariposas negras.
Se posan en los toboganes y columpios, en los árboles y las alcantarillas. Hay
una que se coloca en mi boca, mueve sus alas despacio e intenta entrar, estoy
demasiado mareado para evitarlo, así que la dejo.
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