martes, 30 de septiembre de 2025

Abigaíl

Surlay Farlay Gómez

 

Por fin Abigaíl se había convertido en mariposa y no esperó a cenar para escaparse de su casa. Pasó toda la noche rondando en una lámpara del alumbrado público. Al llegar la aurora, su madre, en el antejardín, lloraba por la ausencia de Abigaíl, y no tenía la conciencia tranquila, pues nunca respondió amablemente aquella cotidiana pregunta de repetidas noches: “Mamá, ¿qué es una mariposa?”.

 

Azabache

Silvina Ocampo

 

Soy argentino. Me enganché en un barco. Conseguí en Marsella que un médico firmara un documento certificando que yo estaba loco. No le costó nada porque él estaba tal vez loco. De ese modo pude abandonar el barco, pero me encerraron en un manicomio y no tengo esperanza de que ningún ser humano pueda sacarme de aquí.

Ésta fue mi historia: por huir de mi tierra me enganché en un barco, y por huir del barco me encerraron en un manicomio. Al huir de mi tierra y al huir del barco pensé que huía de mis recuerdos, pero cada día revivo la historia de mi amor, que es mi cárcel. Dicen que por odio a las mujeres elegantes me enamoré de Aurelia, pero no es cierto. La amé como no amé a ninguna otra mujer en mi vida. Aurelia era una sirvienta; apenas sabía escribir, apenas sabía leer. Sus ojos eran negros, su pelo negro y lacio como las crines de los caballos. En cuanto terminaba de limpiar las cacerolas o los pisos tomaba un lápiz y un papel y se iba a un rincón para dibujar caballos. Era lo único que sabía dibujar: caballos al galope, saltando, sentados, acostados; a veces eran rosillos, otras veces zainos, colorados, bayos, negros, azulejos, blancos; a veces los pintaba con tiza (cuando encontraba tiza), otras veces con lápices de colores, cuando alguien le regalaba lápices; otras veces con tinta y otras veces con tintura. Todos tenían un nombre: el preferido era Azabache, porque era negro y arisco.

Cuando por las mañanas me traía el desayuno, durante unos instantes oía su risa, como un relincho, antes que entrara en mi dormitorio, dando una patada nerviosa contra la puerta. No pude educarla, no quise educarla. Me enamoré de ella.

Tuve que irme de la casa de mis padres y me fui a vivir con ella a Chascomús, en las afueras del pueblo. Pensé que las paredes multiplicadas de una ciudad labran nuestra desdicha. Con alegría vendí todas mis cosas, mi automóvil y mis muebles, para arrendar aquel pequeñísimo campo donde viví pobremente, ilusionado por aquel amor imposible. En un remate compré algunas vacas y una tropilla de caballos que me eran necesarios para trabajar el campo.

Al principio fui feliz. ¡Qué importaba no tener baño, ni luz eléctrica, ni heladera, ni ropa limpia de cama! El amor lo reemplaza todo. Aurelia me había hechizado. ¡Qué importaba que las plantas de sus pies fuesen ásperas, que sus manos estuvieran siempre rojas y que sus modales no fuesen finos: yo era su esclavo!

Le gustaba comer azúcar. En la palma de mi mano, yo colocaba terrones de azúcar, que ella tomaba con su boca. Le gustaba que le acariciaran la cabeza: durante horas yo se la acariciaba.

A veces la buscaba todo el día, sin encontrarla en ninguna parte. ¿Cómo podía en aquel campo tan llano y sin árboles encontrar un escondite? Volvía descalza y con el pelo tan enmarañado, que ningún peine podía desenredarlo. Le advertí que a lo largo de la costa, no muy lejos, se extendían los cangrejales.

Algunas veces la hallaba conversando con los caballos. Ella, que era tan silenciosa, hablaba incesantemente con ellos. La rodeaban, la querían. Su preferido se llamaba Azabache. Algunas personas hablaron de mí como de un degenerado: otros, me compadecían, pero fueron los menos. Me vendían carne mala, y en el almacén trataban de cobrarme dos veces las mismas cuentas, creyendo que yo era un distraído. Vivir en aquella soledad enemiga me hacía daño.

Me casé con Aurelia para que en la carnicería me dieran mejor carne; así lo dijeron mis enemigos, pero yo podría asegurarles que lo hice para vivir respetablemente. Aurelia se divertía besando la nariz de los caballos; trenzaba su pelo a las crines de los caballos. Estos juegos denotaban su corta edad y la ternura de su corazón. Era mía, como no había sido aquella horrible mujer elegante, con las uñas pintadas, de la cual me había enamorado años atrás.

Una tarde encontré a Aurelia con un vagabundo, hablando de caballos. No entendí nada de lo que hablaban. Tomé a Aurelia del brazo y la llevé a casa, sin decirle una palabra. Aquel día cocinó de mala gana y rompió una puerta a patadas. La encerré con llave y le dije que era la penitencia que le infligía por hablar con extraños. Pareció no entenderme. Durmió hasta que la perdoné.

Para que no volviera a aventurarse lejos de la casa le conté cómo morían la gente y los animales, que se hundían devorados por los cangrejos. No me oyó. La tomé del brazo y le grité al oído. Se puso de pie y salió de la casa con la cabeza erguida, encaminándose hacia la costa.

–¿Adónde vas? –le pregunté.

Siguió caminando sin mirarme. La retuve del vestido, forcejeó hasta que se rompió. La volteé, la lastimé en mi desesperación. Se puso de pie y siguió caminando. Yo la seguí. Cuando llegamos a la proximidad del río, le supliqué que no siguiera adelante porque allí se extendían los cangrejales, con un inmundo olor a barro. Siguió caminando. Tomó un camino angosto, entre los cangrejales. La seguí. Nuestros pies se hundían en el barro y oíamos el grito innumerable de los pájaros. No se veía ningún árbol y los juncos tapaban el horizonte. Llegamos a un lugar donde el camino se desviaba y vimos a Azabache, el caballo negro, hundido hasta la panza en el cangrejal. Aurelia se detuvo un instante sin asombro. Rápida, de un salto, entró en el cangrejal y comenzó a hundirse. Mientras ella trataba de acercarse al caballo, yo trataba de acercarme a ella para salvarla. Me acosté, me deslicé, como un reptil, en el cangrejal. La tomé del brazo y comencé a hundirme con ella. Durante algunos momentos creí que yo iba a morir. Le miré los ojos y vi esa luz extraña que tienen los ojos agonizantes: vi el caballo reflejado en ellos. Le solté el brazo. Esperé hasta el alba, deslizándome como un gusano sobre la superficie asquerosa del cangrejal, el final, sin fin para mí, de Aurelia y de Azabache, que se hundieron.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

lunes, 29 de septiembre de 2025

Berenice

Andrés Caicedo

 

Y te ibas a ir después de que Guillermo había vendido todos los objetos de plata que pudo encontrar en baúles, armarios y demás recovecos familiares. Después de que el tablero de la clase permanecía empapelado con las letras de tu nombre a dos colores, y los muchachos nos preguntaban qué quiere decir eso, ¿es el nombre de una hembra?

No, ¿cuál hembra?, respondíamos siempre, es solamente un juego. Te ibas a ir después de haber protagonizado el simple hecho de conocernos, después de haber juntado y exprimido nuestros cuerpos por quién sabe cuántas oportunidades y esperar a que llegara el otro día en el cual repasábamos todo lo anterior como si nunca hubiéramos estado contigo.

Esa era la verdad, amor: te olvidábamos. Y en esa verdad estribaba la razón de tu maravilla: no dejabas nada para recordar, no se podía.

 

(Tomado de www.tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com)

 

Campeona

Alfonso Reyes

 

Cuando el presidente del Club de Natación y los Síndicos de París –chisteras, abultados abdómenes, bandas tricolores sobre el pecho– vieron acercarse a la triunfadora, prorrumpieron en aplausos y entusiastas exclamaciones:

–¡Si parece un delfín!

–Querrá usted decir una sirena.

–No, una náyade.

–¡Una oceánida, una “oceánida ojiverde”, como dijo el poeta!

La triunfadora, francesita comestible que hablaba con dejo italiano para más silbar las sibilantes y mejor suspenderse en un pie sobre las dobles consonantes, comenzó a coquetear:

Non, mais vous m’accablez! Mon Dieu, que je suis confuse! Et une naiade, encore! C’est pas de ma faute, vous savez? Si j’avais sû…!

Y todo aquello de:

–Toque usted; sí, señor. No hay nada postizo. Eso también me lo dio mi madre con lo demás que traje al mundo, etcétera.

–Vamos a ver, señorita –interrumpió, profesional, el señor presidente, poniendo fin a esos desvaríos con una tosecilla muy al caso–. ¡Ejem! ¡Ejem! Para llenar este diploma hacen falta algunos datos. Decline usted sus generales.

–¿Aquí, en público?

Risas. El presidente, protector:

–Su nombre, su edad… ¿En qué trabaja usted, cuál es su oficio?

–Mi oficio es muy modesto, señores. Porque, sin agraviar a nadie, yo, como decimos los del pueblo, soy puta.

Pánico. Silencio seguido de rumores.

–¿Ha dicho usted…?

–Puta.

¡………………………………………………….!

Dominando la estupefacción general, monsieur Machin, siempre analítico, interroga:

–Pero, entonces, delfín o sirena, náyade, oceánida o demonio… sin faldas, ¿quiere usted decirnos cómo, cuándo, dónde adquirió usted esa agilidad y esa gracia en el nadar, esa perfección deportiva, ese dominio extraordinario del… de la… de los… de las…

Y la oceánida, cándidamente, le ataja:

C’est que… vous savez? Avant de venir ici je faisais le trottoir à Venise.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

domingo, 28 de septiembre de 2025

Bajo el arco iris

Pablo Avelino Galerna

 

La lluvia empezó a medio día. Hubo relámpagos y mi madre nos dijo que apagáramos las luces y cubriéramos los espejos. A mí no me espantan los truenos, pero mamá se pone muy nerviosa con las tormentas. “Anden, vayan a la cama mientras pasa el agua”, nos ordena, y ella también se va a su cuarto con un rosario en la mano.

Poncho sí le tiene miedo a los rayos, por eso hoy me quedé con él hasta que terminó de tronar el cielo. Yo le he explicado muchas veces lo que nos dice el profesor en la escuela, que los rayos no caen en las casas así como así. Pero él se preocupa y pega brincos cuando los escucha. Como hoy, que cayó uno muy cerca y se oyó como si un ejército con tambores viniera bajando del cerro. Poncho se asustó tanto que corrió a esconderse bajo las sábanas. Cuando la tormenta paró, él ya no quiso salir de la cama. Yo le decía que fuéramos a tirar barcos de papel en el arroyo que se forma en la calle, pero dijo que se sentía mal. Mamá vino entonces, le tocó la frente y anunció que Ponchito tenía calentura. Él se quedó en cama y mamá le ofreció té con galletas. Pensé entonces que a veces conviene tenerle miedos a los rayos.

Mientras mamá arropaba a Poncho, le pedí permiso para ir a ver cómo había quedado la calle después de la lluvia. Tuve que insistir mucho, pero al fin aceptó. “Pobre de ti si te mojas”, me advirtió suavecito. Yo le contesté que no se preocupara, con tono de quien obedece siempre.

La verdad es que yo deseaba ver si Graciela había salido de su casa. No he podido verla desde que entramos a vacaciones. A ella también le gusta estar en la calle después de la lluvia, aunque su mamá no le da permiso de salir tan fácilmente. Pareciera que todas las mamás fueran iguales, aunque sabemos cómo convencerlas.

Y sí, ahí estaba, con los demás, jugando en el charco de la esquina de su casa. De verdad que el charco estaba grande y hondo. A Graciela el agua le llegaba arriba de las rodillas; yo creo que hasta se podía nadar. Cuando ella me vio gritó: “¡Ven! ¡Métete!”, yo contesté que no, que mamá había dicho que no me mojara. Los demás también me invitaban a entrar, pero preferí mirarlos desde la banqueta. Estaban Paco, Lucy, Arturo, Mariela y Totó. Graciela corría de un lado a otro del charco, como si estuviera jugando con las olas en la playa. Se veía bien bonita.

Muchas veces, en el recreo, he tenido ganas de darle un beso. Pero no sabría cómo pedírselo. Me conformo con estar cerquita de ella, por ahora. Pero un día de estos le voy a pedir que sea mi novia. Y cuando diga que sí, la llevaré de paseo a donde ella quiera. Le voy a dedicar canciones por radio y, seguramente, me dirá que le gustan las melodías que le mande tocar.

A lo mejor no tenemos edad para andar así. Aunque este año ya entraremos a tercero grado, y eso quiere decir que casi somos grandes. Hasta he soñado que Graciela y yo nos vamos a vivir lejos, en una casa junto a la playa; que pasamos todo el tiempo en el agua y sin que su mamá y la mía nos digan nada. Una vez le platiqué mi sueño y ella se rio mucho, dijo que le parecía chistoso.

Yo creo que por acordarme de lo soñado me dieron muchas ganas de estar junto a Graciela y jugar con ella en el charco. Aunque también pensé en el regaño que me esperaría cuando volviera a casa con la ropa húmeda. Pero no me importó. Me quité los zapatos, arremangué mis pantalones y entré. El agua estaba tibia y casi transparente.

Cuando llegué a su lado, Graciela me puso una mano sobre el hombro y me pidió que mirara al cielo. “¡Mira! ¡Mira!”, decía mientras señalaba hacia la cima del cerro. Todos volteamos a ver: se había puesto el arco iris. A mí ese momento me pareció lindo. Fue cuando sentí otra vez las ganas de besarla y no me aguanté.

Le planté un beso en el cachete mientras los demás estaban distraídos mirando el arco iris. Por eso no se dieron cuenta cuando Graciela se apartó y me aventó con todas su fuerzas. Caí de espaldas; ella salió del charco y se fue corriendo. Los demás se rieron al verme panza arriba en el agua. Me dio mucho coraje. No porque ella me hubiera aventado, sino porque mientras me levantaba los demás hacían escándalo, como los changos cuando se trepan a los árboles,

Volví a casa con la ropa estilando. Mamá me regañó delante de Poncho y él también se rio al ver cómo había llegado. Desde su cama hacía gestos y se burlaba de mí. Entonces grité que cuando volviera a llover le caería un rayo. A mamá no le gustó que le dijera eso a Poncho y que se enoja. Me agarró del cabello y me llevó a cambiar de ropa. Yo no lloré, a lo mejor eso la puso más turulata. Me desvistió y siguió regañándome. Luego me puso este feo vestido amarillo. Yo protesté, le pedí, le rogué que por favorcito no me lo pusiera. “¡Las niñas deben andar siempre con vestido!”, me dijo.

Fue entonces cuando se me acabaron las fuerzas. Ya no pude más y me solté a llorar por lo que me había hecho Graciela.

 

(Tomado de www.ficticia.com)

 

Doblaje

Julio Ramón Ribeyro

 

En aquella época vivía en un pequeño hotel cerca de Charing Cross y pasaba los días pintando y leyendo libros de ocultismo. En realidad, siempre he sido aficionado a las ciencias ocultas, quizás porque mi padre estuvo muchos años en la India y trajo de las orillas del Ganges, aparte de un paludismo feroz, una colección completa de tratados de esoterismo. En uno de estos libros leí una vez una frase que despertó mi curiosidad. No sé si sería un proverbio o un aforismo, pero de todos modos era una fórmula cerrada que no he podido olvidar: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”.

Si la frase me interesó fue porque siempre había vivido atormentado por la idea del doble. Al respecto había tenido solamente una experiencia y fue cuando al subir a un ómnibus tuve la desgracia de sentarme frente a un individuo extremadamente parecido a mí. Durante un rato permanecimos mirándonos con curiosidad hasta que al fin me sentí incómodo y tuve que bajarme varios paraderos antes de mi lugar de destino. Si bien este encuentro no volvió a repetirse, en mi espíritu se abrió un misterioso registro y el tema del doble se convirtió en una de mis especulaciones favoritas.

Pensaba, en efecto, que dado los millones de seres que pueblan el globo, no sería raro que por un simple cálculo de probabilidades algunos rasgos tuvieran que repetirse. Después de todo, con una nariz, una boca, un par de ojos y algunos otros detalles complementarios no se puede hacer un número infinito de combinaciones. El caso de los “sosías” venía, en cierta forma, a corroborar mi teoría. En esa época estaba de moda que los hombres de Estado o los artistas de cine contrataran a personas parecidas a ellas para hacerlas correr todos los riesgos de la celebridad. Este caso, sin embargo, no me dejaba enteramente satisfecho. La idea que yo tenía de los dobles era más ambiciosa; yo pensaba que a la identidad de los rasgos debería corresponder identidad de temperamento y a la identidad de temperamento –¿por qué no?– identidad de destino. Los pocos “sosías” que tuve la oportunidad de ver unían a una vaga semejanza física –complementada muchas veces con la ayuda del maquillaje– una ausencia absoluta de correspondencia espiritual. Por lo general, los “sosías” de los grandes financistas eran hombres humildes que siempre habían sido aplazados en matemáticas. Decididamente, el doble constituía para mí un fenómeno más completo, más apasionante. La lectura del texto que vengo de citar contribuyó no solamente a confirmar mi idea sino a enriquecer mis conjeturas. A veces, pensaba que en otro país, en otro continente, en las antípodas, en suma, había un ser exactamente igual a mí, que cumplía mis actos, tenía mis defectos, mis pasiones, mis sueños, mis manías, y esta idea me entretenía al mismo tiempo que me irritaba.

Con el tiempo la idea del doble se me hizo obsesiva. Durante muchas semanas no pude trabajar y no hacía otra cosa que repetirme esa extraña fórmula esperando quizás que, por algún sortilegio, mi doble fuera a surgir del seno de la tierra. Pronto me di cuenta que me atormentaba inútilmente, que si bien esas líneas planteaban un enigma, proponían también la solución: viajar a las antípodas.

Al comienzo rechacé la idea del viaje. En aquella época tenía muchos trabajos pendientes. Acababa de empezar una madona y había recibido, además, una propuesta para decorar un teatro. No obstante, al pasar un día por una tienda de Soho, vi un hermoso hemisferio exhibiéndose en una vitrina. En el acto lo compré y esa misma noche lo estudié minuciosamente. Para gran sorpresa mía, comprobé que en las antípodas de Londres estaba la ciudad australiana de Sidney. El hecho que esta ciudad perteneciera al Commonwealth me pareció un magnífico augurio. Recordé, asimismo, que tenía una tía lejana en Melbourne, a quien aprovecharía para visitar. Muchas otras razones igualmente descabelladas fueron surgiendo –una insólita pasión por las cabras australianas– pero lo cierto es que a los tres días, sin decirle nada a mi hotelero, para evitar sus preguntas indiscretas, tomé el avión con destino a Sidney.

No bien había aterrizado cuando me di cuenta de lo absurda que había sido mi determinación. En el trayecto había vuelto a la realidad, sentía la vergüenza de mis quimeras y estuve tentado a tomar el mismo avión de regreso. Para colmo, me enteré que mi tía de Melbourne hacía años que había muerto. Luego de un largo debate decidí que al cabo de un viaje tan fatigoso bien valía la pena de quedarse unos días a reposar. Estuve en realidad siete semanas.

Para empezar, diré que la ciudad era bastante grande, mucho más de lo que había previsto, de modo que en el acto renuncié a ponerme en la persecución de mi supuesto doble. Además ¿cómo haría para encontrarlo? Era en verdad ridículo detener a cada transeúnte en la calle a preguntarle si conocía a una persona igual a mí. Me tomarían por loco. A pesar de esto, confieso que cada vez que me enfrentaba a una multitud, fuera a la salida de un teatro o en un parque público, no dejaba de sentir cierta inquietud y contra mi voluntad examinaba cuidadosamente los rostros. En una ocasión, estuve siguiendo durante una hora, presa de una angustia feroz, a un sujeto de mi estatura y mi manera de caminar. Lo que me desesperaba era la obstinación con que se negaba a volver el semblante. Al fin, no pude más y le pasé la voz. Al volverse me enseñó una fisonomía pálida, inofensiva, salpicada de pecas que, ¿por qué no decirlo?, me devolvió la tranquilidad. Si permanecí en Sidney el monstruoso tiempo de siete semanas no fue seguramente por llevar adelante estas pesquisas, sino por otras razones: porque me enamoré. Cosa rara en un hombre que ha pasado los treinta años, sobre todo en un inglés que se dedica al ocultismo.

Mi enamoramiento fue fulminante. La chica se llamaba Winnie y trabajaba en un restaurante. Sin lugar a dudas, ésta fue mi experiencia más interesante en Sidney. Ella también pareció sentir por mí una atracción casi instantánea, lo que me extrañó, desde que yo he tenido siempre poca fortuna con las mujeres. Desde un comienzo aceptó mis galanterías y a los pocos días salíamos a pasear juntos por la ciudad. Inútil describir a Winnie; sólo diré que su carácter era un poco excéntrico. A veces me trataba con enorme familiaridad; otras, en cambio, se desconcertaba ante alguno de mis gestos o de mis palabras, cosa que lejos de enojarme me encantaba. Decidido a cultivar esta relación con mayor comodidad, resolví abandonar el hotel, y, hablando por teléfono con una agencia, conseguí una casita amoblada en las afueras de la ciudad.

No puedo evitar un poderoso movimiento de romanticismo al evocar esta pequeña villa. Su tranquilidad, el gusto con que estaba decorada, me cautivaron desde el primer momento. Me sentía como en mi propio hogar. Las paredes estaban decoradas con una maravillosa colección de mariposas amarillas, por las que yo cobré una repentina afición. Pasaba los días pensando en Winnie y persiguiendo por el jardín a los bellísimos lepidópteros. Hubo un momento en que decidí instalarme allí en forma definitiva y ya estaba dispuesto a adquirir mis materiales de pintura, cuando ocurrió un accidente singular, quizá explicable, pero al cual yo me obstiné en darle una significación exagerada.

Fue un sábado en que Winnie, luego de ofrecerme una tenaz resistencia, resolvió pasar el fin de semana en mi casa. La tarde transcurrió animadamente, con sus habituales remansos de ternura. Hacia el anochecer, algo en la conducta de Winnie comenzó a inquietarme. Al principio yo no supe qué era y en vano estudié su fisonomía, tratando de descubrir alguna mudanza que explicara mi malestar. Pronto, sin embargo, me di cuenta que lo que me incomodaba era la familiaridad con que Winnie se desplazaba por la casa. En varias ocasiones se había dirigido sin vacilar hacia el conmutador de la luz. ¿Serían celos? Al principio fue una especie de cólera sombría. Yo sentía verdadera afección por Winnie, y si nunca le había preguntado por su pasado fue porque ya me había forjado algunos planes para su porvenir. La posibilidad que hubiera estado con otro hombre no me lastimaba tanto como que aquello hubiera ocurrido en mi propia casa. Presa de angustia, decidí comprobar esta sospecha. Yo recordaba que curioseando un día por el desván, había descubierto una vieja lámpara de petróleo. De inmediato pretexté un paseo por el jardín.

–Pero no tenemos con qué alumbrarnos –murmuré.

Winnie se levantó y quedó un momento indecisa en medio de la habitación. Luego la vi dirigirse hacia la escalera y subir resueltamente sus peldaños. Cinco minutos después apareció con la lámpara encendida.

La escena siguiente fue tan violenta, tan penosa, que me resulta difícil revivirla. Lo cierto es que monté en cólera, perdí mi sangre fría y me conduje de una manera brutal. De un golpe derribé la lámpara, con riesgo de provocar un incendio, y precipitándome sobre Winnie, traté de arrancarle a viva fuerza una imaginaria confesión. Torciéndole las muñecas, le pregunté con quién y cuándo había estado en otra ocasión en esa casa. Sólo recuerdo su rostro increíblemente pálido, sus ojos desorbitados, mirándome como a un enloquecido. Su turbación le impedía pronunciar palabra, lo que no hacía sino redoblar mi furor. Al final, terminé insultándola y ordenándole que se retirara del lugar. Winnie recogió su abrigo y atravesó a la carrera el umbral.

Durante toda la noche no hice otra cosa que recriminarme mi conducta. Nunca creí que fuera tan fácilmente excitable y en parte atribuía esto a mi poca experiencia con las mujeres. Los actos que en Winnie me habían sublevado me parecían a la luz de la reflexión completamente normales. Todas esas casas de campo se parecen unas a otras y lo más natural era que en una casa de campo hubiera una lámpara y que esta lámpara se encontrara en el desván. Mi explosión había sido infundada, peor aún, de mal gusto. Buscar a Winnie y presentarle mis excusas me pareció la única solución decente. Fue inútil: jamás pude entrevistarme con ella. Se había ausentado del restaurante y cuando fui a buscarla a su casa, se negó a recibirme. A fuerza de insistir salió un día su madre y me dijo de mala manera que Winnie no quería saber absolutamente nada con locos.

¿Con locos? No hay nada que aterrorice más a un inglés que el apóstrofe de loco. Estuve tres días en la casa de campo tratando de ordenar mis sentimientos. Luego de una paciente reflexión, comencé a darme cuenta que toda esa historia era trivial, ridícula, despreciable. El origen mismo de mi viaje a Sidney era disparatado. ¿Un doble? ¡Qué insensatez! ¿Qué hacía yo ahí, perdido, angustiado, pensando en una mujer excéntrica a la que quizá no amaba, dilapidando mi tiempo, coleccionando mariposas amarillas? ¿Cómo podía haber abandonado mis pinceles, mi té, mi pipa, mis paseos por Hyde Park, mi adorable bruma del Támesis? Mi cordura renació; en un abrir y cerrar de ojos hice mi equipaje, y al día siguiente estaba retornando a Londres.

Llegué entrada la noche y del aeródromo fui directamente a mi hotel. Estaba realmente fatigado, con unos enormes deseos de dormir y de recuperar energías para mis trabajos pendientes. ¡Qué alegría sentirme nuevamente en mi habitación! Por momentos me parecía que nunca me había movido de allí. Largo rato permanecí apoltronado en mi sillón, saboreando el placer de encontrarme nuevamente entre mis cosas. Mi mirada recorría cada uno de mis objetos familiares y los acariciaba con gratitud. Partir es una gran cosa, me decía, pero lo maravilloso es regresar.

¿Qué fue lo que de pronto me llamó la atención? Todo estaba en orden, tal como lo dejara. Sin embargo, comencé a sentir una viva molestia. En vano traté de indagar la causa. Levantándome, inspeccioné los cuatro rincones de mi habitación. No había nada extraño pero se sentía, se olfateaba una presencia, un rastro a punto de desvanecerse…

Unos golpes sonaron en la puerta. Al entreabrirla, el botones asomó la cabeza.

–Lo han llamado del Mandrake Club. Dicen que ayer ha olvidado usted su paraguas en el bar. ¿Quiere que se lo envíen o pasará a recogerlo?

–Que lo envíen –respondí maquinalmente.

En el acto me di cuenta de lo absurdo de mi respuesta. El día anterior yo estaba volando probablemente sobre Singapur. Al mirar mis pinceles sentí un estremecimiento: estaban frescos de pintura. Precipitándome hacia el caballete, desgarré la funda: la madona que dejara en bosquejo estaba terminada con la destreza de un maestro y su rostro, cosa extraña, su rostro era de Winnie.

Abatido caí en mi sillón. Alrededor de la lámpara revoloteaba una mariposa amarilla.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

sábado, 27 de septiembre de 2025

Espacio vital

Isaac Asimov

 

Clarence Rimbro no ponía más objeciones al hecho de vivir en la única casa de un planeta deshabitado de las que pondría cualquier otra persona entre el trillón de habitantes de la Tierra.

Si alguien le hubiera preguntado respecto a sus posibles objeciones, habría mirado desconcertado a su interlocutor. Sin duda, su casa era mucho más espaciosa que ninguna de la Tierra, y mucho más moderna. Contaba con abastecimiento independiente de aire y de agua y guardaba gran cantidad de alimentos en sus frigoríficos. Estaba aislada del planeta sin vida al cual la fijaba un campo de fuerza, pero las habitaciones se alzaban junto a una granja de dos hectáreas (bajo cristales, desde luego), la cual, gracias a la benéfica luz solar, daba flores para el placer y vegetales para la salud. Hasta criaba unos cuantos pollos. Procuraba a la señora Rimbro alguna labor para las tardes y significaba un lugar para que los dos pequeños Rimbro jugaran cuando se cansaban de estar encerrados.

Además, si se deseaba volver a la verdadera Tierra, si se insistía en ello, si se quería de verdad tener gente y aire alrededor, así como agua para nadar, sólo se precisaba cruzar la puerta delantera de la casa.

Entonces, ¿dónde estaba la dificultad?

Tampoco hay que olvidar que en el planeta sin vida sobre el que se hallaba emplazada la casa de Rimbro, el silencio era total, excepto en caso de viento o lluvia, con sus monótonos efectos. Y el aislamiento, completo, así como cabal la sensación de absoluta propiedad respecto a los tres millones de kilómetros cuadrados de la superficie planetaria.

Clarence Rimbro apreciaba todo aquello a su distante manera. Era contador, hábil en el manejo de modelos de computadoras muy perfeccionadas, preciso en sus modales e indumentaria, no muy dado a la sonrisa bajo su breve y bien recortado bigote y debidamente consciente de su propio valor. Cuando iba del trabajo a casa pasaba por el lugar que hubiera ocupado su vivienda en la verdadera Tierra. Jamás dejaba de mirarlo con cierta presunción.

Bueno, por razones de negocios o trabajo, o por una especie de perversión mental, había quien vivía aún en la verdadera Tierra. Mala cosa. Después de todo, el suelo de la Tierra tenía que proporcionar los minerales y abastecer del básico alimento a su trillón de habitantes (en cincuenta años, llegarían a dos trillones). En esas condiciones, el espacio suponía un premio. Las casas de la Tierra no podían ser mayores, y a las personas que vivían en ellas no les quedaba más remedio que someterse al hecho.

Incluso el proceso de regresar a la suya encerraba un suave placer. Penetraba en el disco comunitario que le estaba asignado (y que semejaba más bien, como todos ellos, un achaparrado obelisco) e invariablemente hallaba a otros que esperaban para utilizarlo. Y aún llegarían más, antes de que él alcanzara el extremo de la línea. Se trataba de una época sociable.

“¿Cómo es su planeta?” ¿Y cómo es el suyo?” La acostumbrada charla intrascendente. A veces, alguien tropezaba con problemas. Averías en la maquinaria o tormentas que alteraban desfavorablemente el terreno. Pero no a menudo.

Así pasaba el tiempo, y Rimbro llegaba a la cabeza de la fila. Metía su llave en la ranura, componía la debida combinación y entraba en una nueva pauta de probabilidad, la suya particular, la que se le había asignado cuando se casó y se convirtió en ciudadano productor, una pauta de probabilidad en la cual la vida no se desarrollaba nunca en la Tierra. Y girando hacia su particular Tierra sin vida, penetraría en su propio hogar.

Simplemente así.

Jamás se preocupaba de las demás probabilidades. ¿A santo de qué? No les concedía ni un solo pensamiento. Había un número infinito de posibles Tierras, cada una de las cuales existía en su propio nicho, en su propia pauta de probabilidad. Puesto que, en un planeta como la Tierra, había según los cálculos alrededor de un cincuenta por ciento de posibilidades de que se desarrollara la vida, la mitad de las posibles Tierras (infinitas, puesto que la mitad de infinito es igual a infinito) poseían vida, y la otra mitad (asimismo infinita) no la poseían. Y el vivir sobre unos trescientos billones de Tierras desocupadas suponía la existencia de trescientos billones de familias, cada una de ellas con su propia y magnífica casa, equipada con la energía suministrada por el sol de esa probabilidad, y cada una de ellas en paz y seguridad. El número de Tierras así ocupadas se incrementaba en millones a diario.

Cierto día, cuando Rimbro regresó al hogar, su esposa, Sandra, le dijo al entrar:

–Oí un ruido de lo más peculiar.

Las cejas de Rimbro se alzaron, en tanto miraba inquisitivo a su mujer. Aparte de cierto temblor en sus delgadas manos y cierto decaimiento reflejado en las comisuras de su apretada boca, parecía normal.

–¿Ruido? ¿Qué ruido? Yo no oigo nada.

Se detuvo, con el abrigo a medio camino del criado mecánico, que lo esperaba pacientemente.

–Ya cesó –explicó Sandra–. Era como un golpeteo sordo o como un retumbar. Se oía un rato y luego se detenía, para volver de nuevo y cesar otra vez. Jamás había oído nada por el estilo.

Rimbro colgó el abrigo y dijo:

–Pero eso es completamente imposible…

–Te digo que lo oí.

–Examinaré la maquinaria –murmuró él–. Puede que algo funcione mal.

Sin embargo, sus ojos expertos no descubrieron nada en ella. Encogiéndose de hombros se fue a cenar. Escuchó el zumbido de los criados mecánicos entregados a sus diversas tareas, se detuvo a contemplar al que secaba los platos y ordenaba la cubertería y comentó, frunciendo los labios:

–Acaso alguno de estos artilugios esté mal ajustado. Lo repasaré.

–No fue nada semejante a eso, Clarence.

Rimbro se acostó sin preocuparse más por la cuestión. Se despertó al sentir la mano de su mujer que le sacudía por el hombro. Tendió la suya hacia el conmutador que conectaba la iluminación de las paredes.

–¿Qué sucede? ¿Qué hora es?

Ella meneó la cabeza.

–¡Escucha! ¡Escucha!

“¡Santo Dios! –pensó Rimbro–. En efecto, hay un ruido”. Un rumor sordo o una especie de ronquido que se intensificaba y se desvanecía.

–¿Un temblor de tierra? –murmuró.

Desde luego, pensó, de vez en cuando se producía alguno en todos los planetas, aunque por regla general se evitaban las zonas expuestas a ellos.

–¿Hubiera durado todo el día? –preguntó malhumorada Sandra–. Me parece que se trata de algo distinto –y luego manifestó el secreto terror de toda ama de casa nerviosa–: creo que hay alguien en el planeta con nosotros. Este mundo está habitado.

Rimbro hizo lo único que lógicamente cabía hacer. Al llegar la mañana llevó a su esposa e hijos a casa de su suegra. Y en cuanto a él, se tomó también un día para ir a la Oficina de Alojamiento del sector.

Aquella cuestión lo tenía muy fastidiado.

 

Bill Ching, de la Oficina de Alojamiento, era de baja estatura, jovial y orgulloso de su ascendencia en parte mongólica. Pensaba que las pautas de probabilidad habían solucionado hasta el último de los problemas. Alec Mishnoff, de la misma oficina, creía en cambio que significaban un cepo en el que había sido atrapada la humanidad de modo irremediable. En su juventud se había especializado en arqueología, estudiando una serie de temas antiguos, de los que continuaba atiborrada su delicadamente equilibrada cabeza. Su rostro lograba parecer sensitivo a pesar de sus espesas cejas. Acariciaba una idea que hasta entonces no se había atrevido a compartir con nadie, aunque su preocupación por ella lo había apartado de la arqueología y metido en la cuestión del alojamiento.

A Ching le gustaba decir: “¡Al diablo con Malthus!” Venía a ser su marca de fábrica.

–Sí, al diablo con Malthus –dijo una vez más–. Probablemente hemos llegado al límite de la superpoblación. Por muy deprisa que nos dupliquemos y redupliquemos, el homo sapiens forma siempre un número finito. Y los mundos deshabitados son infinitos. Por lo demás, no hay razón para construir sólo una casa en cada planeta; podemos construir cien, mil, un millón. Contamos con mucho espacio y mucha energía para cada probabilidad solar.

–¿Más de una casa en cada planeta? –repitió Mishnoff en tono desabrido.

Ching sabía muy bien a qué se refería. Cuando se habían establecido las pautas de probabilidad, la propiedad exclusiva de un planeta constituyó un poderoso incentivo para los primeros colonizadores. Era una idea atrayente para el esnobismo y la tendencia al despotismo que existían en cada cual. “No hay hombre tan pobre –rezaba el eslogan publicitario– como para no poseer un imperio tan grande como Gengis Kan”. Anunciar una colonización múltiple supondría una afrenta para todo aquel que se estimara en algo.

Ching se encogió de hombros.

–Bueno, requeriría una preparación sicológica previa. Es lo único que se precisa para poner en marcha todo el asunto.

–¿Y la alimentación?

–Ya sabe que estamos instalando explotaciones hidropónicas y plantas de cultivo de levaduras en otras pautas de probabilidad. Y de necesitarlo, podríamos cultivar su suelo.

–Usando ropa especial e importando oxígeno.

–Nos cabe el recurso de reducir el dióxido de carbono mediante el oxígeno, hasta que las plantas prendan y actúen por sí mismas.

–Calcule un millón de años.

–Mishnoff, el problema con usted es que lee demasiados libros de historia antigua. Eso le inspira tendencias obstruccionistas.

Pero Ching tenía demasiada buena pasta para decir aquello en serio, y Mishnoff continuó con sus libros y sus preocupaciones. Anhelaba que llegara el día en que, tras reunir el valor necesario, acudiría al director de la sección para exponerle sin rodeos, como un escopetazo, lo que le causaba tanta desazón.

Ahora, se enfrentaban a un tal señor Clarence Rimbro, ligeramente sudoroso y muy enojado por el hecho de haber necesitado las horas más provechosas de dos días para llegar hasta esa oficina.

El punto culminante de su exposición consistía en lo siguiente:

–Digo que ese planeta está habitado. Por lo tanto, me niego a quedarme en él.

Una vez que hubo escuchado su relato por completo, Ching recurrió al método suave de la diplomacia.

–Un ruido como ése se debe sin duda alguna a un fenómeno natural.

–¿Qué clase de fenómeno natural? –preguntó Rimbro–. Deseo una investigación. Si se trata de un fenómeno natural, quiero saber su origen. Afirmo que el lugar está habitado. Hay vida en él, puedo jurarlo. No pago mi renta por compartir el planeta. Y menos con dinosaurios, a juzgar por el jaleo que arman.

–Veamos, señor Rimbro, ¿cuánto tiempo lleva viviendo en su mundo?

–Quince años y medio.

–¿Y ha habido siempre una evidencia de vida?

–La hay ahora. Y como ciudadano con tarjeta de producción de categoría A-1, pido una investigación.

–Desde luego que investigaremos, señor. Sólo deseamos convencerlo de que todo está en orden. ¿Se da cuenta del cuidado con que seleccionamos nuestras pautas de probabilidad?

–Soy experto en estadística. Se supone que debo estar bastante enterado de eso –respondió al punto Rimbro.

–Entonces sabrá a buen seguro que nuestros ordenadores no pueden fallar. Jamás eligen una probabilidad que haya sido elegida antes. Les resulta imposible. Y se hallan programados para escoger pautas de probabilidad en las que la Tierra tenga una atmósfera de dióxido de carbono y en las cuales, por lo tanto, no se ha desarrollado nunca la vida vegetal y menos aún la animal. Si las plantas hubieran evolucionado, el dióxido de carbono se habría reducido a oxígeno. ¿Lo comprende?

–Lo comprendo muy bien. No he venido aquí para escuchar conferencias. Deseo que procedan ustedes a una investigación, nada más. Es realmente humillante pensar que comparto mi mundo, mi propio mundo, con alguien más. No estoy dispuesto a soportarlo.

–No, desde luego que no –masculló Ching, evitando la sardónica ojeada de Mishnoff–. Nos presentaremos allí antes de la noche.

Y con todo el equipo necesario, se dirigieron al lugar de viraje.

–Quería preguntarle algo –le dijo Mishnoff a Ching–. ¿A qué viene esa rutina de “no hay que preocuparse, señor”? Siempre se preocupan. ¿Qué consigue con eso?

–Debo intentarlo. No debieran preocuparse –respondió Ching con petulancia–. ¿Ha oído hablar alguna vez de un planeta con atmósfera de dióxido de carbono que estuviera habitado? Además, Rimbro pertenece al tipo de los que expanden rumores. Los huelo. Si se le anima un poco, terminará por decir que su sol se transformó en nova.

–Sucede a veces.

–¿Y qué? Desaparece una casa y muere una familia. Oiga, usted es un obstruccionista. En los antiguos tiempos, esos que tanto le gustan, había una inundación en China o en otra parte cualquiera y miles de personas perecían, pese a que la población no excedía de un despreciable billón o dos.

–¿Cómo sabe usted que el planeta de Rimbro no tiene vida? – murmuró Mishnoff.

–Atmósfera de dióxido de carbono.

–Pero suponga… –no, aquello no serviría. No podía decirlo. Terminó débilmente–: suponga que se desarrolla una vida vegetal y animal capaz de subsistir a base de dióxido de carbono.

–Jamás ha sido observada.

–En un número infinito de mundos todo puede suceder –y añadió en un murmullo–: todo debe suceder.

–Las probabilidades son de una entre un duodecillón –respondió Ching, encogiéndose de hombros.

Llegaron al punto de viraje y, utilizando el dispositivo de giro de su vehículo –para enviarlo al área de almacenamiento de Rimbro– penetraron en la pauta de probabilidad de éste. Ching tomó la delantera, siguiéndolo Mishnoff.

–Magnífica casa –manifestó Ching con satisfacción–. Bonito modelo. Muy buen gusto.

–¿Oye algo? –preguntó Mishnoff.

–No.

Ching entró en el huerto.

–¡Vaya! –gritó–. ¡Gallinas rojas de Rhode Island!

Mishnoff lo siguió, mirando el techo de cristal. El sol presentaba el mismo aspecto que el de un trillón de otras Tierras. Dijo con aire ausente:

–Tal vez haya vida vegetal naciente. Tal vez la concentración de dióxido de carbono empiece a disminuir. El ordenador no lo advertiría.

–Y habrían de transcurrir millones de años antes de que la vida animal se organizara y algunos millones más antes de que emergiera del mar.

–¿Y por qué tendría que seguir ese proceso?

Ching pasó un brazo por los hombros de su compañero.

–Rumia usted demasiado –lo reconvino–. Algún día me dirá lo que realmente le preocupa, en vez de sólo sugerirlo. Entonces lo solucionaremos.

Mishnoff se desprendió del brazo, frunciendo el entrecejo, incómodo. La tolerancia de Ching se le hacía siempre difícil de soportar.

–¡Déjese de sicoterapias…! –comenzó. Y se detuvo casi al punto, para cuchichear–: ¡escuche!

Se oyó un ruido sordo y lejano. Y se volvió a oír.

Colocaron el sismógrafo en el centro de la habitación, activaron el campo energético que penetraba hacia abajo y lo fijaron rígidamente al lecho rocoso, quedándose en contemplación de la oscilante aguja.

–Sólo ondas de superficie –dijo Mishnoff–. Muy superficial. Nada subterráneo.

Ching se ensombreció un tanto.

–¿Qué es entonces? –preguntó.

–Será mejor que busquemos afuera. –El rostro de Mishnoff estaba gris de aprensión–. Hemos de colocar un sismógrafo en otro punto para determinar la posición del foco.

–Naturalmente –asintió Ching–. Yo saldré con el otro sismógrafo. Espéreme aquí.

–No –exclamó Mishnoff con gran energía–. Iré yo.

Se sentía aterrorizado, pero no tenía otra alternativa. Si era lo que temía, había que prepararse. Él estaba prevenido. Enviar fuera a un Ching que nada sospechaba sería desastroso. Y no podía avisar a Ching. Seguro que no le creería.

Pero como Mishnoff no tenía madera de héroe, temblaba al revestir el traje autónomo. Manoseó nervioso el interruptor, intentando disolver localmente el campo de fuerza, a fin de dejar libre la salida de urgencia.

–¿Hay algún motivo para que desee ir usted? –preguntó Ching, contemplando las ineptas manipulaciones de su compañero–. Que conste que no me opongo.

–Todo va bien. Ya salgo –contestó Mishnoff con la garganta seca.

Atravesó la puerta que conducía a la desolada superficie de un mundo sin vida. Un mundo presuntamente sin vida.

 

El panorama no le era desconocido. Lo habla visto docenas de veces. Roca pelada, erosionada por el viento y la lluvia, encostrada y cubierta de arena en los barrancos. Un arroyo batía ruidoso contra su lecho de piedra. Todo pardo y gris, sin muestra alguna de verdor. Ni el menor sonido de vida.

Sin embargo, el sol era el mismo y, al caer la noche, las constelaciones serían las mismas también.

El lugar de habitación se hallaba situado en la región que en la verdadera Tierra corresponde a El Labrador. De hecho, también se trataba aquí de El Labrador. Se había calculado que aproximadamente sólo en una entre un cuatrillón de Tierras se daban cambios importantes en el desarrollo geológico. Los continentes se reconocían muy bien, salvo por muy pequeños detalles.

A pesar de la situación y de la época del año –octubre–, la temperatura resultaba pegajosamente elevada, debido al efecto de almacenamiento del dióxido de carbono en la atmósfera de aquel mundo muerto.

Metido en su traje, y a través del visor transparente, Mishnoff lo contemplaba todo con ojos sombríos. Si el epicentro del ruido se encontraba próximo, bastaría ajustar el segundo sismógrafo a cosa de kilómetro y medio para la fijación. En caso contrario, tendría que traerse un patín aéreo. Bien, comenzaría por asumir la hipótesis de menor complicación.

Metódicamente, echó a andar por la ladera de un cerro rocoso, con la intención de instalarse en la cima. Al llegar a ella, jadeante y muy molesto por el calor, descubrió que no necesitaba ninguna instalación. El corazón le aporreaba con tal fuerza en el pecho que apenas alcanzaba a oír su propia voz al aullar en el micrófono instalado ante su boca:

–¡Eh, Ching, hay una construcción en marcha!

–¿Qué?

La exclamación del otro restalló en sus oídos. No cabía error alguno. El suelo estaba siendo nivelado. Había maquinaria en pleno funcionamiento, y la roca volaba a causa de los explosivos.

–Están efectuando voladuras. A eso se debe el ruido –vociferó Mishnoff.

–¡Pero eso es imposible! –gritó de nuevo Ching–. El ordenador no habría elegido dos veces la misma pauta de probabilidad. No puede.

–Usted no comprende… –comenzó Mishnoff.

Pero Ching seguía su propio proceso mental.

–Vaya allí, Mishnoff. Yo salgo también.

–¡No, maldita sea! ¡Quédese donde está! –gritó Mishnoff alarmado–. Manténgase en contacto por radio conmigo. Y por el amor de Dios, permanezca dispuesto a salir volando hacia la Tierra tan pronto como le avise.

–¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?

–Aún no lo sé. Deme una oportunidad para descubrirlo.

Ante su propia sorpresa, notó que sus dientes castañeteaban.

Mascullando jadeantes maldiciones contra el ordenador, las pautas de probabilidad y la necesidad insaciable de espacio vital por parte de un trillón de seres humanos que se expandían como una bocanada de humo, Mishnoff dio unos pasos vacilantes hacia el otro lado del declive, haciendo rodar las piedras, que despertaron peculiares ecos.

 

Un hombre salió a su encuentro, vestido asimismo con un traje estanco, diferente en muchos detalles del de Mishnoff, pero destinado con toda evidencia al mismo propósito, llevar oxígeno hasta los pulmones.

Mishnoff jadeó sin aliento en su micrófono:

–¡Atención, Ching! Un hombre viene hacia mí. Mantenga el contacto.

Notó que los latidos de su corazón se incrementaban y el ritmo de sus pulmones se hacía más lento. Los dos hombres se miraban ahora mutuamente con fijeza. El otro era rubio, de facciones afiladas. Su sorpresa era demasiado patente para ser fingida.

El recién llegado dijo con voz dura:

Wer sind Sie? Was machen Sie hier? (¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?)

Mishnoff se sintió apabullado. Había estudiado el alemán antiguo durante dos años, en la época en que esperaba dedicarse a la arqueología, y comprendió la pregunta, pese a que la pronunciación difería de la que le enseñaran.

Tartamudeó estúpidamente:

Sprechen Sie Deutsch? (¿Habla usted alemán?)

Y acto seguido hubo de murmurar algo tranquilizador con destino a Ching, cuya agitada voz preguntaba qué significaba aquel galimatías.

El hombre que hablaba alemán no respondió a su pregunta, sino que repitió:

Wer sind Sie? (¿Quién es usted?) –y añadió con impaciencia–: Hier ist für einen verrückten Spass keine Zeit. (No tenemos tiempo para bromas estúpidas).

Tampoco a Mishnoff le daba la impresión de enfrentarse a una broma particularmente estúpida. Sin embargo, volvió a preguntar:

Sprechen Sie Planetisch? (¿Habla usted planetario?)

No conocía la palabra alemana correspondiente a “lenguaje corriente planetario”. Demasiado tarde pensó que debía haber dicho “inglés”.

El otro hombre lo miró con ojos desorbitados y barbotó:

Sind Sie wahnsinnig? (¿Está usted loco?)

Mishnoff se sentía casi dispuesto a concederlo. En débil autodefensa, dijo:

–¡No estoy loco, maldita sea! Quiero decir… Auf der Erde woher Sie gekom… (De la Tierra de donde usted ha veni…)

Se detuvo al no recordar las palabras germanas adecuadas. Pero una idea le roía la mente. Tenía que hallar algún medio de comprobarla. Continuó desesperado:

Welches Jahr ist es jetzt? (¿En qué año estamos?)

Seguro que el forastero, que dudaba ya de que estuviera en sus cabales, quedaría convencido de su demencia ante su pregunta.

Bueno, al menos Mishnoff conocía el alemán suficiente para formularla.

El otro murmuró algo que sonó como un claro juramento germano, pero acabó por contestar:

Es ist doch zweitausenddreihundervierundsechzig, und warum… (Pues en el dos mil trescientos sesenta y cuatro. ¿Por qué…?)

Siguió un torrente de palabras en un alemán incomprensible por completo. En todo caso, aquello le bastaba por el momento. Si había traducido de manera correcta, el año era el 2364, que equivalía a unos dos mil en el pasado. ¿Cómo podía ser?

Zweitausenddreihundervierundsechzig? (¿Dos mil trescientos sesenta y cuatro?) –murmuró.

Ja, ja –corroboró el otro con manifiesto sarcasmo–. Zweitausenddreihundervierundsechzig. Der ganze Jahr lang ist es so gewesen. (Sí, sí. Dos mil trescientos sesenta y cuatro. Así ha sido durante todo el año).

Mishnoff se encogió de hombros. La manifestación de que todo el año lo había sido suponía una floja agudeza incluso expresada en alemán, y no ganaba nada con la traducción. Se quedó pensativo.

Su interlocutor acentuando su tono irónico, prosiguió:

Zweitausenddreihundervierundsechzig nach Hitler. Hilft das Ihnen vielleicht? Nach Hitler! (Dos mil trescientos sesenta y cuatro después de Hitler. ¿Le sirve eso de algo? ¡Después de Hitler!)

Mishnoff lanzó un aullido de alegría:

–¡Pues claro que me sirve! Es hilft! Horen Sie, bitte… (¡Sirve! Escuche, por favor…) –y siguió con sus briznas de alemán–: Um Gottes Willen…! (¡Por el amor de Dios…!)

El 2364 después de Hitler significaba una gran diferencia.

Recurrió desesperado a todos sus conocimientos de alemán, intentando explicarse.

El otro frunció el entrecejo y permaneció caviloso. Alzó su mano enguantada como para darse un golpe en la mandíbula u otro gesto equivalente, la pasó por el visor transparente que cubría su cara, y la dejó posada allí, sin bajarla, mientras seguía meditando. De pronto, dijo:

Ich heisse George Fallenby. (Me llamo George Fallenby.)

A Mishnoff le dio la impresión de que el nombre era de origen anglosajón, si bien el cambio en el sonido de las vocales, tal como las pronunciaba el otro le daba un aire teutónico.

Guten Tag –respondió con torpeza–. Ich heisse Alec Mishnoff

Y súbitamente se dio cuenta del origen eslavo de su propio nombre.

Kommen Sie mit mir, Herr Mishnoff. (Venga usted conmigo, señor Mishnoff.)

Mishnoff le siguió con sonrisa forzada, murmurando en su transmisor:

–Todo va bien, Ching. Todo va bien.

 

De regreso a la Tierra, Mishnoff se entrevistó con el director de la Oficina de Alojamiento del sector, quien había envejecido en el servicio. Cada uno de sus cabellos grises significaba un problema resuelto, y cada uno de sus cabellos perdidos, un problema soslayado. Era un hombre alto, con los ojos brillantes aún y la dentadura incólume. Se llamaba Berg.

–¿Y hablan alemán, dice? –Meneó la cabeza–. Pero el alemán que usted estudió fue el de hace dos mil años…

–Cierto –asintió Mishnoff–. Pero el inglés empleado por Hemingway tiene asimismo una antigüedad de dos mil años, y el planetario es idóneo para que cualquiera pueda leerlo.

–¡Humm! ¿Y quién es ese Hitler?

–Fue una especie de jefe de tribu en épocas antiguas. Condujo a la tribu germánica a una de las guerras del siglo XX, justamente hacia el comienzo de la era atómica, en que principió también la verdadera historia.

–¿Antes de la Devastación, quiere usted decir?

–Exacto. Hubo una serie de guerras entonces. Los anglosajones vencieron. Supongo que a eso se debe que en la Tierra se hable el planetario.

–¿Cree usted que, si Hitler y sus germanos hubiesen vencido, se hablaría el alemán?

–Vencieron en el mundo de Fallenby, señor, y en él se habla alemán.

–Y señalan sus fechas con la mención “después de Hitler”, en lugar de “después de la Devastación”, ¿no es eso?

–Así es. Supongo que existirá también algún mundo en el que vencieron las tribus eslavas y en el que se hablará el ruso.

–De todos modos –opinó Berg–, me parece que debimos haberlo previsto. Sin embargo nadie lo hizo, que yo sepa. Después de todo, existe un número infinito de mundos deshabitados y sin duda no somos los únicos que decidieron resolver el problema de la población siempre en aumento mediante la expansión en los mundos probables.

–Exacto –convino Mishnoff–. En mi opinión, debe haber innumerables mundos habitados que lo están haciendo así. Seguramente se dan múltiples ocupaciones en los trescientos billones de mundos de que nosotros disponemos. Dimos con éste por pura casualidad, porque decidieron construir a kilómetro y medio de la vivienda que emplazamos en él. Habrá que comprobarlo.

–¿Sugiere que examinemos todos nuestros mundos…?

–Sí, señor. Hemos de establecer algún arreglo con los demás mundos habitados. Al fin y al cabo, hay lugar suficiente para todos, y la expansión sin previo convenio puede dar como resultado una serie de desazones y conflictos.

–Tiene razón –afirmó pensativo Berg–. Estoy de acuerdo con usted.

 

Clarence Rimbro miró con suspicacia el arrugado rostro de Berg, en el que se pintaba ahora una expresión de benevolencia.

–¿Está seguro?

–Por completo –manifestó el director–. Sentimos que se viera usted obligado a aceptar un alojamiento temporal durante las dos últimas semanas.

–Más bien tres.

–Tres semanas. Pero se le compensará.

–¿Y qué era aquel ruido?

–Puramente geológico. Una roca desprendida que se desequilibré y que a causa del viento establecía de vez en cuando contacto con las que había en la ladera del cerro. Ya la hemos desplazado y examinado la zona para asegurarnos de que nada semejante vuelva a ocurrir.

Rimbro recogió su sombrero.

–Bien, gracias por haberse tomado la molestia.

–No se merecen, se lo aseguro, señor Rimbro. Es nuestro trabajo.

Una vez que Rimbro se despidió, Berg se volvió a Mishnoff, quien había esperado en plan de espectador a que se solventara el asunto.

–Menos mal que los germanos se pusieron a tono –dijo Berg.

–Admitieron que teníamos prioridad y despejaron el terreno. Hay espacio para todos, dijeron. Naturalmente, resultó que habían construido cierto número de viviendas en cada mundo desocupado… Y ahora existe el proyecto de explorar otros mundos y establecer convenios similares con quienes encontremos en ellos. Esto es estrictamente confidencial, claro. No puede ponerse en conocimiento del público sin una preparación previa… Pero no era de esto de lo que quería hablarle…

–¿Ah, no?

El desarrollo de los acontecimientos no le había alegrado de manera visible. Seguía preocupándole su propio fantasma.

Berg le sonrió.

–Comprenderá usted, Mishnoff, que en este departamento, y también en el gobierno planetario, se ha apreciado la rapidez de pensamiento y su comprensión de la situación. De no haber sido por usted, la cuestión podría haber evolucionado de manera muy trágica. Y este aprecio tomará forma tangible.

–Gracias, señor.

–Sin embargo, como ya he dicho, se trata de algo en lo que muchos de nosotros debimos haber pensado antes. ¿Cómo se le ocurrió…? Hemos repasado un poco sus antecedentes. Su compañero Ching, nos dijo que ya en otras ocasiones había sugerido usted que algún grave peligro amenazaba nuestro sistema de pautas de probabilidad y que insistió en salir al encuentro de los germanos, a pesar de hallarse evidentemente atemorizado. Preveía con lo que se iba a encontrar, ¿no es eso? ¿Cómo lo descubrió?

–No, no –respondió confuso Mishnoff–. No era eso lo que había en mi mente. En absoluto. Me cogió de sorpresa. Yo…

Se irguió de pronto. ¿Por qué no ahora…? Le estaban agradecidos. Había demostrado ser un hombre con el que había que contar. Algo inesperado había sucedido ya…

–Se trata de algo muy distinto –dijo con firmeza.

–¿Ah, sí?

¿Cómo empezar?

–No hay vida alguna en el sistema solar, a excepción de la Tierra.

–Exacto –asintió Berg en tono benévolo.

–Y la probabilidad de que se desarrolle alguna forma de viaje interestelar es tan baja como para resultar infinitesimal.

–¿Adónde pretende llegar?

–¡A que todo eso es cierto en esta probabilidad! Pero ha de haber algunas pautas de probabilidad en que existan en el sistema solar otras formas de vida o en las cuales los moradores de otros sistemas hayan desarrollado los viajes interestelares.

Berg frunció el entrecejo.

–Teóricamente…

–Y en una de esas probabilidades, la Tierra podría ser visitada por tales inteligencias. Si se da el caso en una pauta de probabilidad en que la Tierra se halle habitada, no nos afectaría, pues no tendrían conexión con nuestra propia Tierra. Pero si establecen una especie de base en un mundo deshabitado, pueden elegir al azar uno de nuestros lugares de habitación.

–¿Y por qué uno de los nuestros y no de los germanos, por ejemplo? – preguntó con sequedad Berg.

–Porque nosotros sólo emplazamos una vivienda en cada mundo, y los alemanes no. Muy pocos lo harán. La ventaja a nuestro favor es de billones a uno. Y si los extraterrestres encuentran tal vivienda, investigarán y hallarán la ruta hasta la Tierra, a un mundo sumamente desarrollado y vivo.

–No, si desviamos el lugar de viraje.

–Una vez que conozcan la existencia de tales lugares, construirán el suyo propio –adujo Mishnoff–. Una raza lo bastante inteligente para viajar por el espacio será capaz de hacerlo. Y por el equipo y el mobiliario de la vivienda de que se apoderen, deducirán nuestra probabilidad… Y en tal caso, ¿cómo manejaríamos a los extraterrestres? No son germanos, ni otra clase de terrestres. Tendrían una sicología extraña a la nuestra y otras motivaciones. Y ni siquiera estamos en guardia. Seguimos asentándonos cada vez en más mundos. Cada día que pasa aumenta la posibilidad de que…

Su voz se había alzado a causa de la excitación. Berg lo atajó diciendo con voz fuerte:

–¡Tonterías! Todo eso es ridículo.

Sonó el teléfono, y la pantalla se iluminó mostrando el rostro de Ching, cuya voz dijo:

–Siento interrumpir, pero…

–¿Qué sucede? –preguntó furioso Berg.

–Hay un hombre aquí que no sé cómo despachar. Se queja de que su casa está rodeada por cosas que miran a través del techo de cristal de su jardín.

–¿Cosas? –gritó Mishnoff.

–Unas cosas de color púrpura, con grandes venas rojas, tres ojos y una especie de tentáculos en vez de cabello. Tienen…

Pero Mishnoff y Berg no oyeron el resto. Se miraban con fijeza, inmovilizados en un estupefacto horror.

 

(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos. Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)