Antonio Skármeta
J’ai tiré ma rouloure
de vie au milieu des sables.
Samuel Beckett,
En attendant Godot
Jugueteé con el dólar de plata presionando el pulgar en el relieve. Por un momento tuve la
idea de decirle al mexicano: “Trae mala suerte. La vieja en Biloxi dijo que traía
mala suerte”. Abrí la canilla y bebí agua de la llave chorreándome el cuello.
–Trae mala suerte
–dije.
El mexicano
pateó el cajón. Detrás tenía un afiche de la Virgencita de Guadalupe desteñido por
todas partes. Volví la vista a la mesa y quise releer el anuncio del periódico.
El mexicano se despegó de la pared y pude verle la camisa roja mojada hasta la cintura.
Cuando quise limpiarme el agua de la barbilla, ya estaba confundida con la humedad.
Lo oí carraspear, e instintivamente apreté el dólar hasta que me dolieron las uñas.
–Hermanito –me
dijo el mexicano–, seamos razonables. Platiquémoslo suavemente.
Con toda delicadeza
levantó el cajón metiendo la mano en la abertura, y sin despegarme la vista lo arrimó
hasta la mesa y se sentó suspirando.
–Punto uno –dijo
tratando de parecer racional, aunque mascaba las palabras–. Tú dices que trae mala
suerte.
A estas alturas,
había cambiado de opinión. Casi adivinaba el argumento que venía. Se lo dije:
–Ya sé lo que
vas a argumentarme. Vas a decir: ¿y cómo le llamas a esto?
Mexicancityboy
se rascó la sien.
–Vas por buen
camino. ¿Cuál es la respuesta?
–No sé cómo
llamarlo. Pero estamos jodidos.
–¿Podríamos
estar más jodidos?
–Difícilmente.
–Luego…
Le indiqué el
aviso.
–Hay un problema
–dije.
El mexicano
se puso alerta con las cejas. Sentí ganas de beber más agua.
–Aquí dice “precio
según el grupo”. ¿Qué es eso?
–Es muy fácil.
Hay grupos a be ce de o uno dos tres cuatro. También erre hache negativo. Ese lo
pagan mejor porque andan escasos.
–¿Y?
–Si tienes erre
hache, te pagan el doble. Es por la ley de la oferta y la demanda, ¿comprendes?
Pero a ti te pagarán quince.
Me acaricié
el brazo.
–¿Cuánto te
dieron a ti?
–Diez. Pero
yo soy mexicano.
–¿Y por qué
a mí me habrían de dar más? Yo también soy latino.
–Pero eres castaño.
Yo estoy chingado por la piel. Si me tostara un poco más al sol, podría veranear
en Harlem.
Me rasqué una
oreja.
–Se van a dar
cuenta por el acento.
El mexicano
se puso de pie.
–Tienes razón
–dijo–. Vamos a tener que ensayarlo. Levántate.
Dejé que me
condujera hasta la puerta sin hacerle resistencia.
–Ahora golpeas,
te acercas a mí y me dices lentamente: Ai laik tu sel sam blad.
Entreabrí la
puerta, di un paso en la habitación y dije:
–Ai laik
tu sel sam blad.
–Perfecto. Eso
es todo.
–Espérate –le
dije–. Suponte que me pregunta algo. Suponte que me pregunta de qué grupo es mi
sangre.
–Te haces el
idiota hermanito, sonríes y dices: Ai dont nou. Repitamos todo.
Entreabrí la
puerta y avancé un paso en el cuarto:
–Ai laik
tu sel sam blad.
–¿Wats yuar
grup?
–Ai dont
nou.
El mexicano
comenzó a ajustarse la corbata.
–Ponte el saco.
Yo te esperaré en la puerta.
Puse el dólar
en el bolsillo perro, y antes de tirarme encima la chaqueta, la aplanché con las
palmas sobre el colchón. Le eché un poco de escupito a la vieja mancha de chianti,
de cuando la chaqueta y yo conocíamos días mejores. Al apretarme el nudo, sentí
que la humedad me haría reventar en cualquier momento. En cuanto tuviera plata cambiaría
los cigarrillos por un cartón de leche. Uno puede entrar a los cafés y ningún borracho
le niega un cigarrillo. Pero a veces cuesta encontrar quien convide con un vaso
de leche. Uno se siente mal de pedirlo. No es lo mismo que el cigarro.
Salimos a la
calle Diez, y no habría en la cuadra más de quince holgazanes, acunados en los zaguanes
con latas de cerveza en las manos. Nos fuimos caminando hasta Stuyvesant Place para
conseguir un bus directo.
–Antes que nada
–dije de repente–, planifiquemos nuestra vida.
Avanzábamos
tratando de conseguir la sombra delgada que caía sobre la mitad de la acera.
–Tenemos algunas
deudas –abrí el tema.
El mexicano
asintió.
–¿Rubros?
–¿Excluidos
los restaurantes?
–Yo creo.
–Debemos ocho
en el almacén.
–Pagar cuatro.
Nos conviene mantener el crédito abierto.
Carraspeé lúgubremente.
Hasta el tranco se me anduvo atragantando.
–Nos quedan
once.
El otro también
tragó saliva.
–Once –repitió
ido. Y luego sólo un poco más recuperado–: Bueno, es algo, ¿no?
Tuve que admitirlo.
–Planifiquémoslo.
–Arroz –dijo
Frontierboy–. Un saquito de arroz, es barato y alimenta.
Yo tenía algunas
dudas porque todos los chinos que conocía eran flacos chicos e ictericios. En todo
caso el arroz llenaba. Lo que había que evitar después de todo era esa sensación
en el estómago como si te estuvieran sacando el aire con una cuerda.
–Fréjoles –agregué–.
Es barata la libra. Además si mezclamos el arroz con los fréjoles, tendríamos algo
así como un menú, ¿comprendes?
El mexicano
se limpió los labios con la muñeca.
–Hay que balancear
la dieta –dictaminó–. Aunque nos duela en el alma, tendremos que adquirir salchichas.
Tragué saliva.
–Diez a un daim
cada una, hacen un dólar. Un dólar de fréjoles y un dólar de arroz: tres. Pagamos
cuatro al almacén. Nos quedan ocho. Ocho dólares.
Me miró la desolación
en el rictus de la boca y se limpió las narices. Siempre se daba coraje sonándose
los mocos.
–No está mal
–dijo–. Considera que podremos comer durante quince días.
–Veinte –proclamé–.
Veinte a razón de media salchicha diaria.
Nos pusimos
de perfil al pasar frente a la pizzería Martini. Cuando se aprestaba a hacer parar
un bus, lo retuve de la manga.
–Hay un problema
–dije.
–¿Qué pasó?
Ese es el bus al San Lucas.
–Hay un problema.
El dólar de plata.
–¿Qué hay con
él?
Me palpó el
bolsillo constatando su existencia.
–Estaba pensando
–dije–. Tal vez el chófer del bus no lo acepte. Tal vez piense que nos estamos burlando
de él. En fin, no sé.
–Tienes razón
–murmuró Frontier–. Podríamos ahorrarnos el dólar e ir caminando. Son solamente
cincuenta cuadras.
Miramos los
patios de cemento de Stuyvesant Oval que ahora deberíamos cruzar, y la verdad que
en toda la zona no había sombra ni para cubrirse una uña. Echamos a andar, pensando
en una sola cosa. Pensando en cerveza.
El mexicano
a las veinte cuadras se puso metafísico.
–¿Cómo hemos
podido descender tanto? –dijo.
A mí me extrañó
la pregunta, no tanto porque adulterara nuestra situación, la definía categóricamente,
sino porque nunca habíamos estado demasiado arriba para que descendiéramos “tanto”.
Por un momento tuve la encantadora sospecha de que el mexicano tuviera un pasado
esplendoroso. Yo también había tenido mi día de gloria como quien dice, pero hacía
dos años en Santiago, lo que no era gracia.
–¿Qué quieres
decir? –pregunté, haciéndome incluso el ofendido.
Frontierboy
no se limpió esta vez las narices. Señal que vendría un rato amargo, tanguero. Era
la voluntad que ya no funcionaba. Si las cosas andaban tan mal, qué más daba un
moco más o menos en la mejilla.
–¿Acaso has
estado mucho mejor? –lo apuré.
–Mucho mejor
–asintió gravemente–. Estuve desde septiembre hasta junio con una beca. Ciento veinte.
Ciento veinte dólares mensuales me daban. Nau finished. Ouver, manito.
De súbito me
invadió un pavor innombrable.
–¿El arriendo?
–pregunté–. Estamos en agosto, ¿cuánto hace que no pagas el arriendo?
–Nou problem
–dijo Mexicancityboy–. El propietario finished. Ouver el propietario.
Nuestras conversaciones
solían parar allí. Yo preguntaba, él respondía un par de cosas, y se clausuraba
el tema. Pero quedaban unas treinta cuadras, y me entró un interés inusitado por
lo del propietario. Antes de hablar hice una especie de buche con el montón de saliva
que había juntado mientras iba pensando.
–¿Qué quieres
decir? –pregunté–. Nou mor en el planeta. ¿Gud bai?
–Nou mor,
hermanito. Emigró.
–¿Cómo murió?
–No chingues,
fajita. Se murió y eso es todo. A qué vienes a ponerte romántico ahora. Uno se muere,
nada más.
“Como un turista”,
pensé. “Uno es de otro país y viene de paso. Después vuelve a casa”.
–¿Pero lo rajaron?
¿Le trabajaron cuchilla o algo?
El mexicano
se metió el pañuelo por debajo del cuello de la camisa. Lo sacó mojado, después
lo estrujó sin mirarlo, y luego lo echó al aire azotándolo entre los dedos como
“Pilato, Pilato”.
–Se murió de
viejo –informó–. ¿Tú te das cuenta de la figura, supongo?
Sacudí la cabeza.
–¿Cómo?
–Es lo mismo
que la pregunta de los mil dólares, coño. Lo aprendí en el bachillerato. El único
animal que anda en tres patas es el hombre. Al viejo se le rompió el bastón y se
estrelló la frente contra la cuneta. Ouver.
Me puse a silbar
“Cuesta abajo en mi rodada las ilusiones pasadas”.
–¿Y nuestro
departamento? –dije por último.
Mexicancityboy
se sobó las manos sobre los pantalones.
–A menos que
vengan a demolerlo por insalubre, puedes morir en él el verano del ochenta y ocho,
y no pagarás un centavo. Lo único que la policía sabe del viejo es que se llama
Rispieri. Aquí nadie conoce a nadie. Cuando te mueras, no tendrás preocupaciones.
Ninguna preocupación, ciertamente.
Lástima que
el manito ignorara el efecto que me hacía el lenguaje. No se daba cuenta de cómo
me trabajaba la cabeza. Ya me veía con mansa jeringa chupándome la sangre en el
San Lucas, y una enfermera rubia, con el delantal bien ajustado sobre los pechitos,
diciéndole al médico: “No resiste, doctor. Se va yendo”. Y el médico: “Bueno, no
perdamos material fresco. Sórbale todo y después bájelo a la morgue. Llamen por
teléfono a sus parientes”. Y la enfermera: “Parece que no es de aquí. Lo está esperando
un pocho en el pasillo”.
–Tengo hambre
–dije.
–Pues estamos
empate, mano.
Se hizo un masaje
sobre el estómago, y agregó:
–Y además, si
seré huevón, date cuenta. Un poco enamorado he andado.
“Chínguenlo”,
pensé.
–Pos, bonita
bonita no es. Es rolliza, ¿entiendes?
–Gordita –dije.
–Pos, tanto
como gordita… Rolliza. De buen carácter.
–Todas las gordas
tienen buen carácter.
–Pos esta no
es gorda, boy. Es solo carnecita. Aquí también.
Se puso las
manos sobre los corazones.
–¿Y lo otro?
–pregunté.
Se llevó las
manos a la barriga. Allí les dio unas vueltas sobre el pellejo. Andaba más hambriento
que enamorado.
–It never
japen –dijo–. Quedé de llamarla por teléfono, imagínate.
“Imagínate”
significaba: un daim la llamada, tri baks el cine, cáple of dólars
el sándwich. Suspiró tan fuerte mientras me hablaba que logró secarme el sudor sobre
la frente. Pongámosle que faltaran unas quince cuadras. O me tiraba a falluto o
a romántico:
–Tengo hambre
–comuniqué. (Romántico)–. Me da no sé qué eso de que me saquen sangre. (Falluto).
–Con plata se
compran huevos –dijo Frontierboy, pero estaba pensando en otra cosa. Estaba pensando
en la muchacha rolliza con la cual la cosa andaba pero never japen–. Medio
enamorado he estado.
Yo opero por
contagio. También tenía mi amorcito, pero medio espirituoso, así artístico. Yo estaba
enamorado de… de Ella Fitzgerald. Soy un jazzista. Mahometano, no más. Me la pegó
el mexicano. Me puse a suspirar que era un escándalo. Esa noche la negra tenía una
salida en el Basin Street East, y se necesita esmoquin o algo, para entrar. Me puse
a silbar, desolado.
–Es bonita la
muchacha, ¿sabes? Cubana.
Interrumpí sólo
cinco segundos la melodía.
–Tráela al departamento,
y sesionamos las Naciones Unidas, carajo.
–Es cubana por
todos lados. Por aquí…
El mexicano
se palmoteó una nalga. Era como que se había acordado de algo importante.
–Fidelista,
mano. Revolucionaria.
Por un segundo
tuve la sensación de que mi boca había parado la producción de saliva. Me acordé
de una disertación que había dado un expedicionario chileno sobre los camellos.
Había atravesado el desierto y los camellos tenían algo así como un estanque de
agua. Como un chuico de agua, digamos.
–Deberíamos
irnos de aquí –dije.
Frontierboy
se limpió las narices. Señal de que le atribuía cierta dignidad al sabyect.
–¿Qué podríamos
hacer en otra parte?
Íbamos doblando
la esquina, y ahí mismo estaba el hospital.
–Lo mismo que
aquí, cabezotas.
–¿Es decir?
–Echar aire,
respirarlo, comer, dormir, y buenas noches. Nosotros…
–… “que nos
queremos tanto…” –tarareó Mexicale Rose.
–… estamos jodidos.
Ouver.
La vista del
hospital era para Manos-Mexicanas-Que-Labran-La-Tierra como la visión del águila
sobre billetes crujientes. Su risa se le anduvo saliendo.
–Lo que tenemos
que hacer…
“Lo que tenemos
que hacer”, pensé con algo de pavor.
–Lo que tenemos
que hacer es irnos –sentenció el cuate.
A mí se me mudó
la color, como dicen en las historietas. No hacía ni dos semanas que había estado
en lo del cónsul tirándole la manga y leyendo los diarios.
–Tú eres el
que tiene que hacer que pasen las cosas –dijo Vivaméxico.
Yo con mi estómago
como una alcancía en víspera de pascua, patriotero empedernido, sentimental, iba
a hacer que pasaran cosas.
En el San Lucas
había un negro de recepcionista. Nos sentimos mejor. Hay una cosa solidaria entre
todos los jodidos en Nueva York. Lo que no quita que en cualquier momento te mueras
de hambre, por ejemplo. Mexicancityboy se encargó del blá-blá.
–Ji want
tu sel sam blad –dijo.
–¿Wat cólor?
–dijo el negro, sacando los dientes para adelante.
El mexicano
se me acercó angustiado.
–¿Qué pasa?
–le dije.
–De qué color
–preguntó–. Dice que de qué color.
Lo pensé un
segundo.
–Cálmate –le
ordené–. El morocho aquí presente quiso hacernos un chiste. Tu sentido del humor,
hermanito.
Sonrió. Avanzó
hasta donde el morocho.
–Red
–dijo–. Ji want tu sel sam red blad. ¿Digmi?
–Ah yes
–exclamó el negro–. Régular blad.
–Yes. Régular.
Gud yang red blad. Absolutily régular.
El negro escribió
minuciosamente en un libraco. Allí anotó mi nombre, mi edad (le dije veintidós por
si las moscas) y puso que no había estado enfermo. Yo callé lo de la pulmonía. Ya
bastante jodida tendría la sangre con la cerveza como para ponerme exquisito. Detrás
del mesón, le ordenó a una enfermera morenita que se hiciera cargo. Yo le vi cara
así media latina, y le hablé en castellano confidencialmente.
–¿Sacan mucho?
–pregunté.
Se dio vuelta
extrañada de oírme español. En realidad tengo un poco cara de gringo bolsiflay
a veces.
–¿Cómo mucho?
¿Qué tú me estás preguntando, chico?
Le vi maniobrar
la jeringa. Enchufó un tubo de vidrio en el otro, y lo fue aplastando hasta botarle
el aire hecho burbujas. Y entonces la muchacha dijo algo tremendo de filosófico
que yo recordé para la historia.
–Así es nuestra
vida –dijo–, puras burbujas. Viene un aire un día y se las lleva.
Carraspeé que
era una fiesta. Pensé en un bolero en la playa de Acapulco bebiendo gin con
jugo de coco tendido sobre una balaustrada. Yo tenía en casa el libro de un argentino
famoso. Borges, le llamaban. Le tiré sin más un filosofeo abracadabrante.
–Tanta vanidad
la del hombre y para lo único que sirve es para juntar moscas.
La morena untó
con un algodón húmedo la jeringa.
–¿Qué tú dices?
Me rocé levemente
los dedos de la izquierda delante de mis ojos.
–Burbujas –dije–.
Y de repente, ¡plaf!
Fue a comprobar
si las patas de la camilla estaban en orden.
–Acuéstate aquí.
La obedecí tanteando
la superficie, con la misma cautela con que uno se mete despacito en el mar por
si falta fondo. ¿Qué hago aquí?, me dije. A esta hora estaría saliendo de clases
en el Conservatorio rumbo al departamento del viejo, y todo sería invierno en Santiago,
y mamá habría cocinado picarones, quizá hubiera llovido, y mi hermano chico pichanguearía
en la calle con sus amigos, y me podría meter en la cama, calentita, y encender
el pick-up, y oír el Rondeau à la turk de Brubeck, y después llamar
por teléfono a alguna pololita.
–¿Qué tú eres?
–me preguntó la muchacha–. ¿Argentino?
Me había ayudado
a arremangarme.
–Soy chileno.
Pero anota ahí que soy de Dallas, Texas.
Pareció alegrarse.
–Yo oigo los
discos de Lucho Gatica, ¿lo conoces?
Lucho Gatica
estaría calentito en su casa en México, jugando con sus hijos y Mapita Cortés. O
estaría alegremente ensayando algo con la orquesta de José Sabre Marroquín en los
estudios de la Odeón. En mi vida lo había visto.
–Lucho Gatica
–murmuré–. Somos íntimos –añadí más fuerte–. Uña y carne. Yo y Lucho.
Comenzó a fregarme
el brazo, y después me pellizcó la piel buscando la vena.
–¿Tienes novio?
–le pregunté.
La chica asintió
con los ojos, sin mover un músculo.
–Yo no –le informé–,
no tengo novia. Ni para muestra. Názing.
Me había defraudado
que no le apasionara mi amistad con Gatica. De algún modo presentía que sería más
suave con la aguja si… Y en el momento que se disponía a clavarme, recordé los días
en que había estado enfermo y me sacaban sangre a cada rato para llevarla a los
laboratorios. No dolía, me acordé que no dolía. Era otra cosa lo que me llevaba
a meterme las uñas de la mano libre a la boca y a mascarlas. Era que me sentía como
una puta, perdonen la palabra.
Aproveché el
envión de los dedos hacia la boca para taparme los ojos a la disimulada. Después
me sobé fuertemente las narices. Pa’peor: la procesión se me fue adentro.
–Relájate, chico.
Solté el cuerpo
de una suspirada. La muchacha tenía eso que las mamás llaman una mano de ángel.
De un viaje repletó la jeringa, e hizo que me sujetara un algodón sobre el brazo.
Fue hasta la mesa y escribió algo en un papel.
–Entrégale esto
al negro para que te pague.
Me ahorró la
dificultad de recoger el paletó, colgándomelo sobre un hombro.
–Gracias –dije,
ruborizándome.
El mexicano
se mantuvo a la distancia, pendiente de la operación. Quince, me pagaron. Uno de
a diez y faif backs. Se me juntó en el pasillo y salimos a la calle. Yo aún
sostenía el dinero entre los dedos y la chaqueta se me resbalaba de los hombros.
Mexicancityboy, solícito como una madre, me la acomodó de vuelta. Le mostré los
billetes.
–Hermanito –dijo–.
Te portaste como un héroe. Ahora vamos a una dragstore a comernos un sándwich.
Arrojé el algodón
a la calle y desdoblé el brazo.
–No tengo hambre
–dije.
Se limpió con
la manga las narices. La plata lo había vuelto un ser civilizado y todo. Se la echó
en un bolsillo, y tarareó algo.
–¿Qué te pasa?
–preguntó.
Ya había sombra
en la cuneta izquierda. Pero la humedad no aflojaba.
–Nada. Vamos
a comernos un sándwich.
Elegimos un
boliche italiano donde servían tallarines con abundante queso y boloña. Por cinco
centavos extras, se tenía derecho a un chianti transparente y desabrido. Nos sentamos
en el mesón para ahorrarnos la propina.
–Hermano –dijo
Frontierboy.
–¿Qué?
Enroscó pensativamente
los fideos sobre el tenedor. Primero tragó saliva, y luego se repletó el buche y
masticó todo asintiendo como un sacerdote.
–¿Sabes lo que
nos pasa?
Le dirigí la
mirada sospechosa.
–Estamos pasando
por una crisis moral.
De reojo probó
el efecto de su frase mientras untaba el pan con queso rallado. Los italianos dan
el parmesano gratis. Echarle el queso era como birlarse un sándwich. Mañas de pobre.
Lo imité.
–¡Ajá! –dije.
–Una fuerte
crisis moral –asintió gravemente, pasándose la lengua por las encías.
–Hm.
–Una crisis…
Grave. “Grave” –repitió saboreando la palabra junto con los spaghettis.
Me miré en el
espejo frente al mesón y decidí ordenarme el pelo.
–Sí –dije.
–Somos jóvenes,
¿captas? Nos falta… ¿Cómo explicártelo, chamaco?… ¡Divertirnos!
Cualquier día
como en un cuento maravilloso me aterrizaría un pájaro en la melena y construiría
allí su nido.
–Cierto –dije.
Mexicancityboy
se lamió las comisuras.
–Salir con muchachas,
por ejemplo.
–Yes, oh
yes.
–Tomarnos unos
tragos.
–Cierto.
–Etcétera.
Acabé con el
chianti. Pedí la cuenta.
–Vamos a casa
–dije.
El mexicano
frunció la frente y se miró el destino en el espejo. La arruga en la piel oscura
se le puso tristona. Como la de un cachorro, pongámosle.
–María –recitó–.
María trabaja en Macy’s.
Lo miré imperturbable.
–Tiene una amiga.
July.
–Gringa.
–Simpática.
Morocha, como te gustan.
Recibí la cuenta.
Sin darle importancia saqué dólar twenty.
–¿Habla español?
–Pos ese es
un detalle, hermano.
–¿Habla español?
–insistí.
Se enruló pensativo
la vegetación sobre las patillas.
–Tengo que ser
honesto contigo –declaró.
Apoyé el codo
en el mesón y fruncí los labios frente a mi imagen.
Entonces pasó
lo que en ese momento no tenía que haber pasado. Un adolescente había metido la
ficha en el Wurlitzer y empezó a sonar “Downtown” cantado por Petula Clark. En aquella
semana había dos canciones que me sacaban de quicio. La otra era “King of the road”
por Roger Williams.
–Tienes razón
–dije–. Nos falta divertirnos. Las chicas salían de la tienda a las seis. Fui yo
mismo, como quien no quiere la cosa, el que hizo parar el taxi en la esquina. Con
una intuición bárbara, el mexicano se fue durante todo el trayecto chiflando suavecito
el tema. Era más combustible de lo tolerable.
Sacamos unos
Chester de la máquina de la tienda, y los fumamos como galanes de Broadway entrecerrando
los ojos y escupiendo algunas motitas de tabaco con la punta de la lengua. Aplastamos
las colillas antes de montar en la escalera mecánica, y enseguida Frontierboy se
condujo diestramente hacia la sección juguetes.
Ahora bien,
como no era Navidad ni nada por el estilo, lo único que había en la zona era una
pareja de argentinos viejos y ricachones comprándole un trencito eléctrico a los
nenes. Cuando María nos divisó, se le subió toda la color a los cachetes. No cabía
duda que el panizo para Frontier estaba armado. Nos hizo una seña para que nos apartáramos
hacia la sección de discos infantiles e hiciéramos la de los giles, como que buscáramos
La Cenicienta por Mary Poppins, o algo. Yo le eché una mirada a la otra dependiente,
que me sonrió cuando se nos cruzaron los ojos. Vaya uno a saber por qué. Porque
Dios es grande, supongo. Pero era rubia como una cerveza Budweisser y con una cintura
nada de peor y con los dientes grandes. Quiero decir que si uno no la hubiera visto
antes, y se la topara en la calle, uno decidiría que la rucia probablemente trabajaba
en una tienda de juguetes.
–¿La conoces?
–le codeé a Mexican, que ya iba acabando otro Chester.
Alzó la vista
de los discos y volvió a bajarlos discretamente.
–July –dijo,
tragando saliva.
Empecé a respirar
más fuerte.
–¿No habla español,
dijiste?
Se encegueció
al despedir la bocanada mirando hacia abajo.
–Ni mierda.
Tragué medio
litro de saliva, sobándome con desesperación el hueso de atrás de la cabeza. Esta
vez no había alternativa: estaba enamorado de July y además era un gran pelota.
Bajé una mano al corazón y me lo sobajeé intensamente, falto de aire, sintiendo
problemas entre las piernas, y luego me agarré uno a uno los dedos de las manos
y les fui apretando los huesitos hasta que sonaban.
–¡Luk! –le advertí
a Mexican, haciéndome el interesado en La ballena que canta.
María y July
venían a pararse delante de nuestras propias narices. Olían bellamente a jabón de
pino o algo. Se habían lavado recién y las dos usaban una capa de maquillaje de
este volado. A mí lo único que me quedaba era retardar el punto de cocción lo más
posible, y sonreír asintiendo, cuestión con la que uno queda como gil o baboso.
Pero de repente la pillé; la agarré al vuelo, como quien dice. Justo en el momento
que tenía que sonreír, abrir el hocico, y murmurar para que nadie en el mundo me
oyese plis tu mit yu, se me encendió la phillips, compita. Adelanté levemente
la mandíbula y, sin chús ni mús, la miré seco al fondo de los ojos y al fondo de
todas las cosas con fondo, y le fui diciendo todas las cosas en chileno pero sólo
con la mirada. Cosas tales como “mijita rica”, “amorcito”, “ve cómo la quiero, miamor”.
Algo tiene que haber pasado entonces, porque fue la primera vez en la historia del
mundo que una gringa baja la vista al decir jau duyudú.
Era así de rubia,
brillosita y cálida. Ese tipo de muchacha que parece que aún viene levantándose
del lecho y a uno le dan ganas de meterse en la cama tibia que acaba de dejar y
refregar suspirando las narices contra la almohada.
Noches de Mazatlán
no lo hacía casi nada de distinto con María. Sólo que ellos hablaban no sé qué cresta,
pero con varios silencios entre paréntesis. La rubia no hallaba dónde meterse, así
que me espikió in inglish de repente.
–¿Wat yur
neim? –dijo.
–Fernando –contesté
sin pestañear y con un vozarrón y una intencionada que quería decir “te necesito
desesperadamente”.
–Fernando –dijo
ella, y me miró a los ojos y después se puso a estudiarse los zapatos.
Ai sed “yes”.
–Mai neim is July –dijo entonces
mirándome un poco más arriba de los ojos, por ahí por la frente.
–Ai laikit –le concedí. Y
para no parecer inhumano, dibujé una mueca que podía saber a sonrisa llegado el
caso.
María se dio vuelta hacia mí y se
puso a arreglarme el cuello de la camisa. En mala hora; era el mero chiquero, como
decía Frontierboy.
–¿Dónde quieres ir? –preguntó.
Era lindo sentir las uñas de una
damita rozándote el pescuezo. Mexican me advirtió con la mirada que no me precipitase.
–Si no te parece mal –dijo luego–,
¿podríamos ir a un dancing?
Miré a July buscando afectarla en
la misma parte en que le había achuntado antes.
–No –dije.
–¿Wat’s rong?
–Tú dices lo del dancing pero
se te olvida, hermano…
–¡Cómo que se me olvida! ¿Qué se
me olvida? –Yo me subrayé el brazo con un dedo a ver si le caía la teja. Con la
mano pegada al muslo hice el gesto del money–. En el dancing tienen
funcionando el aire refrigerado y no sirven trago –agregué–. Podríamos…
Casi lloro de gusto cuando se me
ocurrió. Esa cuestión que le llaman conciencia me dijo: “Échale pa’ delante”.
–¿Podríamos…? –me invitó el mexicano.
Le agarré un Chester tratando de
que no me temblara la mano.
–Podríamos –dije lentamente–. Ir
al Basin Street East a oír a Ella Fitzgerald.
Las chicas se consultaron juntando
las frentes, y Mexican comenzó a rascarse el diente del medio.
María sacudió el pelo echándoselo
sobre un hombro.
–Tendríamos que cambiarnos de ropa
–dijo–. Es un lugar elegante, ¿sabes?
–Vamos así no más. Es elegante pero
oscuro. Tú le dices a July que pida los tragos en inglés y con eso basta.
El mexicano le echó el brazo a la
cintura de María y se fue andando un poco adelante. Sólo que el tranco se le había
puesto acangrejado. Se le iban quedando las piernas.
–Hermano –me dijo–. Tú sabrás.
–Y Dios también –repliqué.
En cuanto salimos de la tienda, pasé
el brazo sobre los hombros de July, y la chica tuvo un gesto así como de quien va
a apoyar la cabellera en el pecho de uno, y Nueva York estaba hecho un solo lío,
y me gustó el asunto, y me puse a tararear “Downtown”, y mis piernas se habían puesto
elásticas y bailarinas, y cuando July comenzó a hablarme hasta entendí lo que decía.
Es decir, mi cuerpo entendía lo que decía. Yo también chapurreé sam inglish
disparando los brazos como aspas de molino, y los cuatro tuvimos una caminata extensa
y alborotadora, y no dejamos transeúnte sin estrellarlo debidamente.
Estuvimos haciendo hora hasta las
ocho dándole al scotch en un bar irlandés, y las chicas le habían comprado
maní a un ambulante y dejamos la inmundicia de cáscaras adonde echáramos ancla.
Finalmente quedó en claro que July sería bailarina, y que andando el tiempo yo podría
tocar la trompeta en algún club de jazz provinciano. Ella tenía un tío jugador
que en algún momento se había agenciado una fortuna apostando a los sulkies
de Yonkers, y yo tenía una frustrada inclinación por el juego. Al filo del segundo
copetín, empezamos a meter monedas en el Wurlitzer y a acurrucarnos en un rincón
sombreado. Yo me puse a decirle lindezas a la rucia y María iba traduciendo, y a
veces traducía el mexicano y le agregaba cosas de su propia cosecha, aunque de repente
se iba de lengua y se me ponía poético.
A las ocho habíamos agotado el maní
en un taxi, y bajábamos la escalera del Basin Street East, con aire de grandes señores.
Era la hora del cóctel y en casi todas las mesas había viejitas un poco pechugonas
con un declive bárbaro. El mozo nos anduvo calando y nos instaló en una mesa de
segunda o tercera clase detrás de una balaustrada.
Al lado teníamos dos negritos silenciosos
que de tarde en tarde se echaban un sorbo de whiskey y que eran los únicos
en todo el local que no tenían cigarrillos entre los dedos. Pensé que serían cantantes.
Nunca fuman y toman los tragos sin hielo. En el estrado, un trío dirigido por un
pianista con el pelo grisáceo estaba fantaseando los temas de Cole Porter, a la
Liberace, aunque no tan amariconado. July había identificado a un escritor corpulento,
con un ojo herido y la calavera repleta de rulos. Dijo que lo había visto en la
portada de una revista y que se llamaba Norman Mailer, y que le fallaba. Dijo que
una vez había matado a una mina. Yo le dije al mexicano que le informara a July
que yo había leído un libro de un norteamericano que se llamaba Saroyan y que le
preguntara si alguna vez había salido en la portada de una revista, y el mexicano
dijo que July decía que no, pero que en otra revista había salido una foto de un
coreógrafo, Jeffrey, y que a ella le gustaría estudiar baile con él, hasta que al
final salió un enano al estrado, y el Liberace ese se metió con sus músicos al baño,
y al enano le coronaron la melena plateada con un foco rosa, y dijo que se sentía
muy praud de presentar a la señorita Ella Fitzgerald, y mientras tanto un
trío de blancos comenzó a pizzicatear Camina derechito y de repente salió
muy emperifollada la señorita Fitzgerald y yo procedí a homenajearme con la mitad
del contenido del vaso. July, María y Mexicali Rose aplaudieron no tan discretamente
como el resto de los parroquianos, y de ahí en adelante durante media hora la boite
se llenó de gorjeos, susurros, montañas rusas, columpios, actos de amor, electricidades,
risas que subían como pájaros y reventaban en las botellas, y los amplios pechos
de la señorita Fitzgerald fueron consumiendo imperceptiblemente el aire del local
hasta que uno no hallaba qué hacer para bombearle un poco de aire a los pulmones,
uno no veía cómo ni con qué derecho se existía en el mismo planeta que esa mujer,
uno era lo mismo que una silla, que un reloj descompuesto frente a ella, uno era
una triste cosa con las mejillas ardientes, y sólo porque Ella existía, existía
Frontierboy, y María y July, y mis padres en Santiago, y el escritor con rulos,
y el libro que había leído de Saroyan, y el coreógrafo, y los almacenes Macy’s,
y todas las sangres y los hospicios, y porque ella existía se moría la gente, y
había millonarios, y era bueno beber hasta perder la conciencia, y la negra cantaba
Amor en venta…
Y de pronto todo se redujo a una
forma simple. Ella se introdujo al baño ese, subió el enano al estrado, taim
to dans dijo, y de vuelta el Liberace con el pelo gris y las manos delicadas,
y el contrabajista negro, y el baterista yendo chá-chá con las plumillas, y las
señoras pechugonas encendieron más cigarros, y los señores chasquearon los dedos
pidiendo la cuenta, y después el salón fue despoblándose, y comenzó a llegar la
gente para la cena. Saqué los doce dólares, se los extendí al mozo, y esta vez no
le pasé el brazo por los hombros a July. Esta vez la apreté de la cintura, dejé
caer mi mejilla sobre su cabeza, y salimos a la calle.
Caminamos unas ocho cuadras hasta
que pasó lo que tenía que pasar tarde o temprano. Tenía que pasar alguna vez que
el mexicano se detuviera a esperarnos y dijera “bueno”…
Saqué el último Chester y estrujé
el cartón con mi mano izquierda. Esa era la ciudad y el final. Había obras formidables
en Broadway, bares elegantes para hacer la trasnochada, buses que la gente montaba
para visitar amigos, jazz en el Village Vanguard, hoteles elegantes
donde hacer el amor, escritores furiosos y divertidos, pintores latinoamericanos
becados, marihuana a dólar el cigarrillo, museos, un parque zoológico en Broadway,
programas de televisión con Ben Gazzara, bailongos de puertorriqueños, carreras
nocturnas en Yonkers, automóviles, había gente.
–Bueno, bueno, bueno –dijo el mexicano.
Yo sonreí hundiéndome las manos en
el bolsillo.
Frontierboy se arregló el nudo de
la corbata.
–Iré a dejar a María –anunció.
Yo me palpé las moneditas en el bolsillo.
A vuelo de elefante habría unos setenta centavos. Subway para dos, treinta.
Subway para uno de vuelta, quince. Haber: veinticinco centavos.
–Perfecto –dije–. Perfectamente.
July me tenía tomado de la cintura.
–Ji’l teik ker of yu –le dijo
María.
Bajaron la escalera del subterráneo,
y nos dejaron allí como dos buzones más en la calle, como dos carteles de propaganda.
Como dos grifos de mierda nos dejaron.
–Well –dije.
Saqué las monedas y las examiné a
la luz del farol. Ochenta centavitos secos. El excedente podría invertirlo en café.
En dos cafés parados en el mesón de una fuente de soda.
–¿Want cófi? –le pregunté.
La chica me miró a los ojos. Levantó
suavemente sus hombros.
Le di una vuelta a mi cabeza a ver
si había algo más que pudiera ofrecerle. En Santiago de Chile hubiera sido más simple.
Habría dicho “Vamos a mi departamento” y la chica hubiera dicho “No, llévame a casa”.
Pero aquí uno tenía que ser derrotado en inglés y todo. Carecía hasta de fichas
para hacer la jugada mínima.
–¿Mai joum? –dije, señalando
ridículamente hacia el río Hudson.
La muchacha se puso a mirarse los
zapatos.
–¿Mai joum? –insistí, aleteando
desesperadamente los codos, con la boca seca. La jeta me temblaba. No soplaba viento
ni para arrastrar un envoltorio de caramelo.
Necesitaba con urgencia que alguien
me sacara de esta película en que me había metido. Que me cambalacheara el decorado.
Que pusiera un ángel consueta que me soplara versos de Shakespeare en el oído. Tragué
saliva.
–Vamos –dijo la muchacha. Así en
español lo dijo.
La carreta en el expreso subterráneo
la gasté memorizando las frases de los carteles de propaganda. Menos mal que me
quedaban algunos maníes sueltos en el bolsillo de la chaqueta, y pude ofrecérselos.
Los mordisqueamos con la punta de los dientes, a ver si duraban una estación cada
uno. Al segundo maní, yo inauguré eso de quitarle la cascarilla roja, y sacudírsela
de los dedos interminablemente. Y después del último poroto, empecé a morder las
cáscaras. Íbamos sentados en las butacas de mimbre, en el centro del carro, y a
nadie le importábamos. Yo me puse a tararear “Downtown”, y la chica sacó un pañuelo
de la cartera y me pidió con gestos que ayudara a atárselo. Entonces me sonrió como
en una cagona película romántica con Gregory Peck y Audrey Hepburn. Y no era que
la escena fuera podrida de mala ni nada de eso, sino que se suponía que yo debía
decir algo tan tremendo al estilo de ai lav yu madli, y la joda era que no
me hallaba en personaje. Por lo demás hacía rato que venía sospechando que esto
no era un musical en technicolor que terminaría con Doris Day embarazada en una
casa del suburbio, un trabajo de mil mensuales, e hijos rubios con ojos azules,
sino más bien una de esas modernas italianas donde todo termina en la misma mierda,
y los giles se van por una callejuela de piedras, en un día nublado, fumando un
puchito y muertos de frío.
Una sola ventaja tenía nuestro departamento
comparado con los del vecindario. No olía tanto a orina ni lavaplatos, como a pintura
o diluyente de las estructuras que trabajaba el mexicano. Le había dado por hacer
cajas coloreadas, que algún día se las compraría el agente del Museo de Arte Moderno
o alguna millonaria filántropa. Yo me movía como murciélago en la oscuridad, y antes
de dar vuelta la ampolleta arrojé mi poncho mapuchino sobre las sábanas grises.
En una película el galán habría tirado delicadamente de una lamparilla china con
luz indirecta, y habría sacado cubos de hielo y una botella del santo. Para amenizar
mis nervios, me puse a silbar “Downtown”. Prendí no más la luz, qué iba a hacerle.
La chica parpadeó frente a la desprovista
ampolleta, y la vi rosada y limpia. Sonreí como pidiéndole perdón por mis estúpidas
manos hundidas en los bolsillos. Y después me sentí celoso del mexicano, porque
se acercó a sus cajones y dijo biutiful. Mi única gracia era la trompeta
de bronce arriba de la cama, pero cualquier milico de pacotilla podía soplarla mejor
que yo. Además estaba poniéndose de moda la banda de Herb Alpert, y no había adolescente
que no supiera distinguir entre un rebuzno cualquiera y la música. Por un momento
llegué a pensar que había venido porque estaba borracha como un cochero irlandés.
Me senté en la cama, apoyando la
cabeza en la muralla. Ella se despojó del pañuelo y vino a ubicarse a mi lado. Le
pasé el brazo por los hombros y me puse a mirar la pared. Sentí las piernas temblorosas
y los labios partidos. Comencé a transpirar como un pollo en la horqueta.
Entonces le acerqué la boca a su
mejilla, y luego la pasé sobre sus labios, y palpé con la lengua el gusto de su
piel transpirada. Advertí que la chica suavemente me iba llevando una mano a la
cadera y que extendía su lengua tibia entre los labios y lamía mi lóbulo izquierdo
y luego la sien, y después iba cruzándome la cara a lengüetazos y bajaba a lamerme
los pelillos del pecho mientras mi mano se mojaba entre sus muslos calientes.
–Weit –dijo, en un susurro.
Tiró de los calzones y el corpiño, y arrodillándose sobre el poncho acercó sus senos
pequeños a mis labios. Cuando yo me incliné a besárselos, a hundir mis narices en
la tibia cavidad que dejaban, ella comenzó a besarme el pelo y la frente.
Lentamente me fue cayendo la chaucha.
Era fantástico. Estábamos lamiéndonos uno al otro.
–Ai felt sou lounly –dijo
July, yendo por mi espalda desnuda con la boca llena de saliva. Yo estaba con los
ojos entrecerrados buscándole el vientre para besárselo. La enredé de la cintura,
y quedamos con las caras sobre las almohadas mirándonos.
–Entendí lo que dijiste –le dije,
apretándole la nuca–. Dijiste que te sentías sola. ¿Me entiendes?
Asintió con las pestañas y una sonrisa.
Tierna, pero caliente también.
–Ahora estás conmigo –le dije, acentuándome
el pecho con la barbilla. Le tomé los senos y puse mi rodilla entre sus piernas–.
¿Me entiendes?
–Sí –contestó.
–Puedes quedarte aquí toda la noche.
–Sí.
Empujé lentamente mi miembro entre
sus muslos, y la penetré. Estaba todo bien: el olor del diluyente, las cajas de
Frontier, la aspereza del poncho.
Ahí sí que hicimos el amor. Primero
moviéndonos casi imperceptibles, como intercambiándonos regalos de Navidad, recuerdos,
ella con la lengua jadeando despacito, yo mudo.
Luego tiré del cordón de la lámpara,
y nos acariciamos hasta dormirnos. Antes aprendí mucho de su espalda, y de sus muslos,
y del suave vértigo de la curva de su trasero. Ella había palpado con insistencia
mis piernas. Y mi mandíbula.
Cuando desperté, la luz había traspasado
las hojas de los periódicos que cubrían el único ventanal. Estaba todo en la pieza
en un desorden que no me era ajeno. La trompeta a un costado de la almohada, las
cajas del mexicano derramadas en el piso, la mano de July fláccida sobre mi cadera.
Me erguí en silencio, y me puse sonriendo los pantalones. Del bolsillo perro extraje
el dólar de plata, y me jugué el destino a un cara y sello. Separé las palmas y
estudié la moneda casi sin darle importancia al resultado. Peinándome las mechas
contra el ventanal, humedecí mis labios resecos con la lengua. Luego abroché los
botones de la camisa y salí a la calle.
Compré un cartón de leche, un pan
francés al que le mordí la punta, y dos cartuchos de té. El vuelto lo invertí en
un plástico con mermelada de durazno. Sería un día más caluroso que ayer: hasta
los pájaros parecían atontados.
July despertó cuando tropecé en la
puerta. Me miró mirarla y se cubrió con el poncho hasta las cejas. Yo fui a la cocinilla
y puse a hervir la leche contemplando la llama. Enjuagué meticulosamente las dos
únicas tazas, y unté con mermelada las rebanadas de pan, en silencio. Aunque no
estuviera mirando, podía sentir cómo July se iba poniendo cada una de sus prendas.
Nos sentamos en el lecho, y saboreamos
la leche caliente y dulce, sin hablarnos. Luego July tomó su bolso, se acomodó el
cabello sobre su frente, abriéndoselo levemente con los dedos, y carraspeó antes
de hablar.
–Work –dijo.
Me levanté a abrirle la puerta.
–Tu casa –le dije.
E indiqué los muros resquebrajados
por la humedad.
La miré alejarse hacia la bajada
del subterráneo, y enseguida me senté sobre el escaño a mirar los edificios del
frente. En la mano aún me quedaba un cacho de pan francés, y la abundante mermelada
se le iba chorreando por las márgenes. Me eché el trozo a la boca, y me quedé todo
el rato masticándolo, hasta sentirlo cruzarme la garganta y depositarse en el fondo
de mi estómago.
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