Shirley Jackson
El doctor tenía un aire respetable y competente. La
señora Arnold se sintió vagamente aliviada con su presencia y su agitación
remitió un poco. Notó que el hombre advertía el temblor de su mano cuando se
inclinó hacia adelante para pedirle lumbre y le dirigió una sonrisa de
disculpa, pero el doctor le replicó con una mirada muy seria.
–Parece usted trastornada
–declaró en tono grave.
–Lo estoy, y mucho –asintió la
señora Arnold, esforzándose por hablar con voz pausada e inteligible–. Por eso
he venido a verlo a usted en lugar de acudir con el doctor Murphy, nuestro
médico habitual –el doctor frunció ligeramente el ceño–. Es por mi esposo
–continuó la señora Arnold–. No quiero que sepa que estoy preocupada y,
probablemente, el doctor Murphy consideraría necesario ponerlo al corriente.
La señora Arnold advirtió que el
médico asentía sin comprometerse.
–¿Cuál parece ser el problema?
La señora Arnold aspiró
profundamente e inquirió:
–Doctor, ¿cómo sabe una persona
si se está volviendo loca?
El médico alzó la vista.
–No es tan absurdo –continuó la
señora Arnold–. No pretendía decirlo de esa manera pero, de todos modos,
resulta bastante difícil explicarlo sin hacer que parezca tan dramático.
–La locura es más complicada de
lo que usted cree –declaró el doctor.
–Ya sé que es complicada
–replicó la señora Arnold–. Eso es lo único de lo que estoy realmente segura.
La locura es una de las cosas a las que me refiero.
–Disculpe, ¿cómo dice?
–Ése es mi problema, doctor.
La señora Arnold se acomodó en
la silla y sacó los guantes de debajo del bolso y los colocó cuidadosamente
encima del mismo. Después, volvió a agarrarlos y los puso debajo otra vez.
–Veamos si me lo cuenta usted
todo –dijo el doctor.
La señora Arnold emitió un
suspiro y explicó:
–Todos los demás parecen
entenderlo, y yo no. Verá… –adelantó el cuerpo e hizo un ademán con la mano
mientras hablaba–. No entiendo cómo vive la gente. Antes era todo muy sencillo.
Cuando era niña, vivía en un mundo donde también vivía un montón de gente más,
y todos vivían juntos y las cosas transcurrían sin agitaciones –miró al doctor,
que volvía a observarla con el ceño fruncido. Luego, alzando un poco más la
voz, la señora Arnold prosiguió–: Verá, ayer por la mañana mi marido se detuvo
a comprar el periódico camino de la oficina. Siempre compra el Times y
siempre se lo compra al mismo vendedor; pues bien, ayer el hombre no tenía
ningún Times para mi marido, y cuando volvió a casa por la noche, dijo
que el pescado estaba quemado y el postre demasiado dulce y se pasó toda la
velada murmurando entre dientes.
–Podría haber probado a
encontrar el periódico en otra parte –dijo el doctor–. Muchas veces, a los
vendedores del centro les quedan ejemplares más tarde que a los de barrio.
–No –replicó la señora Arnold,
pausada y nítidamente–, supongo que será mejor que empiece desde el principio.
Cuando era niña… –comenzó a decir, pero se detuvo –. Verá –continuó–, ¿había
entonces términos como “medicina sicosomàtica”, o “cárteles internacionales”, o
“centralización burocrática”?
–Bien… –balbuceó el doctor.
–¿Qué significan? –insistió la
señora Arnold.
–En un periodo de crisis
internacional –dijo el doctor en tono conciliador–, cuando se produce, por
ejemplo, una rápida disgregación de los patrones culturales…
–Crisis internacional… –murmuró
la señora Arnold–. Patrones… –se echó a llorar en silencio–. Decía que el
vendedor no tenía derecho a no guardarle un Times –añadió con voz
histérica, revolviendo el monedero en busca de un pañuelo–, y luego se puso a
hablar de planificación social a nivel local y de ingresos netos de recargos
tributarios y de conceptos geopolíticos y de inflación deflacionaria –la voz de
la señora Arnold se alzó hasta convertirse en un lamento–: ¡De veras lo dijo!
¡Inflación deflacionaria!
–Señora Arnold –dijo el doctor,
saliendo de detrás del escritorio–, así no vamos a conseguir que las cosas
mejoren.
–¿Y cómo vamos a conseguirlo?
–replicó la señora Arnold–. ¿De veras todo el mundo menos yo se ha vuelto loco?
–Señora –insistió el médico con
severidad–, le ruego que se controle. En un mundo desorientado como el actual,
la alienación de la realidad suele…
–Desorientado… –repitió la
señora Arnold, y se puso en pie–. Alienación… Realidad… –antes de que el doctor
pudiera detenerla, llegó hasta la puerta y la abrió –. Realidad… –murmuró, y
salió.
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