sábado, 18 de enero de 2025

Así va el mundo. Visión de Babuc, escrita por él mismo

Voltaire

 

Capítulo primero

Entre los genios que presiden los imperios del mundo, Ituriel ocupa uno de los primeros rangos, y rige el departamento de la Alta Asia. Una mañana descendió a la morada del escita Babuc, a orillas del Oxo, y le dijo: “Babuc, las locuras y excesos de los persas han provocado nuestra cólera; ayer se celebró una asamblea de genios de la Alta Asia para saber si habíamos de castigar a Persépolis o si habíamos de destruirla. Ve a esa ciudad, examínalo todo; volverás para darme fiel cuenta de todo ello y, por tu informe, me decidiré a corregir la ciudad o a exterminarla.

–Pero, señor –dijo humildemente Babuc–, nunca he estado en Persia, no conozco allí a nadie.

–Mejor –dijo el ángel–, así no serás parcial; del cielo has recibido el discernimiento, y yo le añado el don de inspirar confianza; ve, mira, escucha, observa y no temas nada; en todas partes serás bien recibido”.

Babuc montó en su camello y partió con sus sirvientes. Al cabo de algunas jornadas encontró en las llanuras de Senaar al ejército persa que iba a pelear contra el ejército indio. Se dirigió primero a un soldado que encontró apartado. Le habló, y le preguntó el motivo de la guerra. “Por todos los dioses”, dijo el soldado, “de eso nada sé. No es cosa mía; mi oficio es matar y que me maten para ganarme la vida; no importa a quién sirvo. Incluso mañana mismo podría pasarme al campamento de los indios, porque se dice que dan a sus soldados casi medio dracma diario más de cobre de lo que nos dan en este maldito servicio de Persia. Si quieres saber por qué se pelea, habla con mi capitán”.

Después de hacer un pequeño regalo al soldado, Babuc entró al campamento. Pronto entabló relación con el capitán y le preguntó el motivo de la guerra: “¿Cómo quieres que lo sepa?”, dijo el capitán. “¿Y qué me importa a mí el motivo? Vivo a doscientas leguas de Persépolis, oigo decir que se ha declarado la guerra y al punto abandono mi familia y voy en busca, según nuestra costumbre, de la fortuna o de la muerte, dado que no tengo nada que hacer”.

–Y tus camaradas –dice Babuc–, ¿no saben algo más que tú?

–No –dijo el oficial–, sólo nuestros principales sátrapas saben con precisión por qué nos degollamos.

Asombrado, Babuc llegó hasta los generales y se ganó su confianza. Uno de ellos terminó diciéndole: “La causa de esta guerra que asola Asia desde hace veinte años deriva, en su origen, de una disputa entre un eunuco de una de las mujeres del gran rey de Persia y un empleado de una oficina del gran rey de las Indias. Discutieron por un impuesto que equivalía poco más o menos a la trigésima parte de un dárico. El primer ministro de las Indias y el nuestro sostuvieron dignamente los derechos de sus amos. La disputa se enconó. De uno y otro lado se puso en campaña un ejército de un millón de soldados. Todos los años hay que aumentar la leva de ese ejército con más de cuatrocientos mil hombres. Se multiplican las carnicerías, los incendios, las ruinas, las devastaciones; el mundo sufre y el encarnizamiento sigue. Nuestro primer ministro y el de los indios afirman con frecuencia que sólo se mueven por la felicidad del género humano; y a cada afirmación siempre hay varias ciudades destruidas y algunas provincias devastadas”.

Al día siguiente, cuando corrió el rumor de que iba a concluirse la paz, el general persa y el general indio se dieron prisa a celebrar una batalla: fue sangrienta. Babuc vio todos sus crímenes y todas sus abominaciones; fue testigo de las maniobras de los principales sátrapas, que hicieron cuanto estuvo en su mano para que su jefe saliera derrotado. Vio oficiales muertos por sus propias tropas; vio soldados que acababan de degollar a sus camaradas moribundos para arrancarles unos pocos andrajos llenos de sangre, desgarrados y cubiertos de fango. Entró en los hospitales adonde trasladaban a los heridos, que en su mayoría expiraban por la negligencia inhumana de los mismos a quienes el rey de Persia pagaba precios altísimos para que los socorrieran. “¿Son hombres éstos”, exclamó Babuc, “o bestias feroces? ¡Ay!, de sobra veo que Persépolis será destruida”.

Preocupado con esta idea, pasó al campamento de los indios, donde fue tan bien recibido como en el de los persas, según lo que le había sido anunciado; pero allí vio los mismos excesos que lo habían llenado de horror. “¡Ah, ah!”, se dijo para sus adentros, “si el ángel Ituriel quiere exterminar a los persas, también deberá destruir a los indios el ángel de las Indias”. Tras informarse luego con más detalle de lo que había ocurrido en uno y otro ejército, tuvo conocimiento de acciones de generosidad, de grandeza de alma y de humanidad que lo asombraron y dejaron encantado. “Inexplicables humanos”, exclamó, “¿cómo pueden reunir tanta bajeza y tanta grandeza, tanta virtud y tanto crimen?”.

Entretanto se declaró la paz. Sin haber conseguido la victoria ninguno de los dos, los jefes de ambos ejércitos, que sólo por propio interés habían hecho derramar la sangre de tantos hombres, semejantes suyos, se fueron a solicitar recompensas a sus respectivas cortes. Se celebró la paz en escritos públicos que no anunciaban más que la vuelta de la virtud y de la felicidad a la tierra. “¡Loado sea Dios!”, dijo Babuc; “Persépolis será la morada de la inocencia más pura; no será destruida, como querían esos infames genios; corramos sin demora a esa capital del Asia”.

 

Capítulo II

Llegó a esa ciudad inmensa por la antigua entrada, que era completamente bárbara y cuya repugnante rusticidad ofendía a la vista. Toda aquella parte de la ciudad se resentía del tiempo en que había sido construida; porque, pese a la terquedad de los hombres en alabar lo antiguo a expensas de lo moderno, hemos de confesar que los primeros intentos siempre son bastos en todo.

Babuc se mezcló entre el gentío de un pueblo compuesto por todo lo que de más sucio y más feo había en ambos sexos. Con aire embrutecido, aquella muchedumbre corría hacia un recinto vasto y sombrío. Por el continuo zumbido, por el movimiento que observó, por el dinero que algunas personas daban a otras para tener derecho a sentarse, creyó estar en un mercado donde se vendían sillas de paja; pero muy pronto, viendo que varias mujeres se ponían de rodillas fingiendo mirar fijamente hacia adelante y mirando a los hombres de soslayo, se dio cuenta de que estaba en un templo. Unas voces agrias, roncas, salvajes y discordantes hacían resonar la bóveda con sonidos mal articulados que producían el mismo efecto que los gruñidos de los onagros cuando en las llanuras de los pictavos responden a la corneta que los llama. Se tapaba las orejas, pero pronto quiso taparse también los ojos y la nariz cuando vio entrar en aquel templo a unos obreros con picos y palas. Removieron una ancha losa y arrojaron a derecha e izquierda una tierra que despedía un hedor apestoso; luego, vinieron a depositar un muerto en aquella fosa, y de nuevo colocaron la piedra encima.

“¡Vaya!”, exclamó Babuc, “estos pueblos entierran a sus muertos en los mismos sitios donde adoran a la Divinidad. ¡Vaya! ¡Sus templos están empedrados de cadáveres! Ya no me extrañan esas enfermedades pestilentes que afligen a menudo a Persépolis. La podredumbre de los muertos, y la de tantos vivos juntos y hacinados en el mismo lugar, es capaz de envenenar el globo terrestre. ¡Ah, qué ciudad tan infame es Persépolis! Sin duda los ángeles quieren destruirla para edificar otra más bella y poblarla de habitantes menos sucios y que canten mejor. La Providencia puede tener sus razones; dejémosla actuar”.

 

Capítulo III

Mientras tanto el sol se acercaba desde lo alto de su carrera. Babuc debía ir a comer al otro extremo de la ciudad, a casa de una dama para la cual su marido, oficial del ejército, le había dado unas cartas. Antes dio varias vueltas por Persépolis; vio otros templos mejor edificados y mejor adornados, concurridos por gente más selecta, en los que resonaba una música armoniosa; vio fuentes públicas que, aunque mal situadas, sorprendían la vista por su belleza; y plazas donde parecían respirar en bronce los mejores reyes que habían gobernado Persia; en otras plazas oía al pueblo exclamar: “¿Cuándo veremos aquí al dueño que amamos?”. Admiró los magníficos puentes elevados sobre el río, los soberbios y cómodos muelles, los palacios construidos a derecha e izquierda, una casa inmensa donde millares de viejos soldados heridos y vencedores todos los días daban gracias al Dios de los ejércitos. Finalmente, entró en casa de la dama que lo esperaba para comer en compañía de varias personas de calidad. La mansión estaba limpia y llena de adornos, la comida era deliciosa, la dama joven, bella, ingeniosa y atractiva, y sus acompañantes dignos de ella; y en todo momento Babuc se decía a sí mismo: “El ángel Ituriel se burla del mundo cuando quiere destruir una ciudad tan encantadora”.

 

Capítulo IV

Sin embargo, advirtió que la dama, que había empezado por pedirle amorosamente noticias de su marido, hablaba más amorosamente todavía, al final de la comida, con un joven mago. Vio a un magistrado que, en presencia de su mujer, acariciaba sin disimulo a una viuda, mientras esta viuda indulgente pasaba una mano por el hombro del magistrado y tendía la otra a un joven ciudadano muy guapo y muy modesto. La mujer del magistrado fue la primera en levantarse de la mesa para ir a un gabinete cercano y allí hablar con su director espiritual, que se había retrasado y al que habían esperado para comer; y el director espiritual, hombre elocuente, habló con ella en aquel gabinete con tanta vehemencia y unción que, cuando regresó, la dama tenía los ojos húmedos, las mejillas encendidas, el paso poco seguro y la voz temblorosa.

Entonces Babuc empezó a temer que tuviese razón el genio Ituriel. El don que poseía de granjearse la confianza le hizo conocer ese mismo día los secretos de la dama, que le confesó su inclinación por el joven mago y le aseguró que, en todas las casas de Persépolis, encontraría lo mismo que había visto en la suya. Babuc llegó a la conclusión de que una sociedad así no podía subsistir; de que los celos, la discordia y la venganza debían llevar la aflicción a todos los hogares; de que las lágrimas y la sangre debían correr a diario; de que a buen seguro los maridos matarían a los galanes de sus mujeres, o serían muertos por ellos; y, por último, de que Ituriel hacía muy bien destruyendo de una vez una ciudad entregada a continuos desórdenes.

 

Capítulo V

Se hallaba sumido en estas funestas ideas cuando en la puerta se presentó un hombre grave, envuelto en una capa negra, que humildemente pidió hablar con el joven magistrado. Sin levantarse, sin mirarlo siquiera, éste le entregó con altivez y aire distraído unos papeles y lo despidió. Babuc preguntó quién era aquel hombre. La dueña de la casa le dijo en voz muy baja: “Es uno de los mejores abogados de la ciudad; hace cincuenta años que estudia las leyes. Este otro señor, que sólo tiene veinticinco años y que es sátrapa de ley desde hace dos días, le encarga el extracto de un proceso que debe juzgar y que todavía no ha examinado”.

–Este joven atolondrado obra con prudencia, –dijo Babuc–, pidiendo consejo a un anciano; pero ¿por qué no es este viejo el juez?

–¿Bromeas? –le dijeron–. Los que han echado canas en puestos laboriosos y subalternos nunca terminan alcanzando las dignidades. Este joven tiene un gran cargo porque su padre es rico y porque el derecho a hacer justicia se compra como un cortijo.

–¡Oh, costumbres! ¡Oh, desventurada ciudad! –exclamó Babuc–. ¡He ahí el colmo del desorden! Quienes así han comprado el derecho a juzgar venden sin duda sus juicios; aquí no veo más que abismos de iniquidad.

Cuando de esta suerte subrayaba su dolor y su sorpresa, un joven guerrero, que había vuelto del ejército ese mismo día, le dijo: “¿Por qué no quieres que se compren los empleos de la toga? Yo mismo he comprado el derecho a enfrentarme a la muerte al frente de los dos mil hombres que mando; este año me ha costado cuarenta mil dáricos de oro el derecho a dormir sobre el suelo treinta noches seguidas en casaca roja, y recibir luego dos buenas heridas de flecha de las que todavía me resiento. Si me arruino por servir al emperador persa, a quien nunca he visto, bien puede el señor sátrapa togado pagar algo por tener el placer de dar audiencia a los litigantes”. Indignado, Babuc no pudo dejar de condenar dentro de su corazón a un país donde se subastaban las dignidades de la paz y de la guerra; con cierta ligereza llegó a la conclusión de que debían ignorarse por completo la guerra y las leyes, y que, en caso de que Ituriel no exterminara aquellos pueblos, ellos perecerían por sí mismos debido a su detestable administración.

Su mala opinión aumentó incluso con la llegada de un hombre gordo que, tras saludar con gran familiaridad a todos los reunidos, se acercó al joven oficial y le dijo: “Sólo puedo prestarte cincuenta mil dáricos de oro porque, en realidad, las aduanas del imperio no me han producido este año más que trescientos mil”. Babuc se informó sobre quién era aquel hombre que se quejaba de ganar tan poco; supo que en Persépolis había cuarenta reyes plebeyos que tenían en arriendo el imperio de Persia, y que pagaban al monarca algo de esa renta.

 

Capítulo VI

Después de comer se fue a uno de los templos más espléndidos de la ciudad; se sentó en medio de una muchedumbre de mujeres y hombres que habían ido allí a pasar el rato. En una máquina elevada apareció un mago que habló mucho tiempo del vicio y la virtud. Aquel mago dividió en varias partes lo que no tenía ninguna necesidad de ser dividido; probó metódicamente todo lo que estaba claro y enseñó todo lo que ya se sabía. Se apasionó fríamente y terminó sudando a mares y sin resuello. Entonces toda la gente se despertó y creyó haber asistido a una clase. Babuc dijo: “He ahí un hombre que ha hecho cuanto ha podido para aburrir a doscientos o trescientos conciudadanos suyos; pero su intención era buena, y no hay motivo en ello para destruir Persépolis”.

Al salir de aquella asamblea lo llevaron a ver una fiesta pública que se daba todos los días del año; era en una especie de basílica, al fondo de la cual se veía un palacio. Las más bellas ciudadanas de Persépolis y los más importantes sátrapas, colocados ordenadamente, formaban un espectáculo tan bello que al principio Babuc creyó que se trataba de la fiesta. Dos o tres personas que parecían reyes y reinas aparecieron al punto en el vestíbulo de aquel palacio; su lenguaje era muy distinto del lenguaje del pueblo; era mesurado, armonioso y sublime. Nadie dormía, todos escuchaban en un profundo silencio que sólo interrumpían los testimonios de la sensibilidad y la admiración pública. El deber de los reyes, el amor a la virtud y los peligros de las pasiones se expresaban con rasgos tan vivos y tan conmovedores que Babuc se echó a llorar. No tuvo duda alguna de que aquellos héroes y aquellas heroínas, aquellos reyes y aquellas reinas a los que acababa de oír, eran los predicadores del imperio; y decidió incluso convencer a Ituriel para que llegara a escucharlos, seguro de que semejante espectáculo había de reconciliarlo para siempre con la ciudad.

Cuando esa fiesta terminó, quiso ver a la principal reina, que había declamado en aquel bello palacio una moral tan noble y tan pura; se hizo presentar a Su Majestad; lo llevaron por una escalerita al segundo piso, a un aposento mal amueblado, donde encontró una mujer mal vestida que le dijo con aire noble y patético: “Este oficio no me da para vivir; uno de los príncipes que viste me hizo un hijo; pronto daré a luz; no tengo dinero, y sin dinero no se da a luz”. Babuc le dio cien dáricos de oro diciendo: “Si no hubiera cosas peores en la ciudad, mal haría Ituriel en enfadarse tanto”.

De allí fue a pasar la velada a casa de unos mercaderes de magnificencias inútiles. Lo llevó un hombre inteligente con el que había trabado conocimiento: compró las cosas que halló de su gusto, y se las vendieron amablemente por mucho más de lo que valían. De vuelta a casa, su amigo le hizo ver que lo habían engañado. Babuc anotó en sus tablillas el nombre del mercader, para que el día del castigo de la ciudad Ituriel pudiera señalarlo. Cuando estaba escribiendo, llamaron a su puerta: era el mercader en persona que venía a devolverle la bolsa, olvidada por Babuc encima de su mostrador. “¿Cómo es posible, exclamó Babuc, que seas tan fiel y generoso después de haber tenido la desvergüenza de venderme las baratijas cuatro veces más caras de lo que valen?”

–No hay comerciante algo conocido en la ciudad –le respondió el mercader–, que no hubiera venido a devolverte tu bolsa; pero te engañan al decirte que te había vendido lo que compraste en mi tienda a un precio cuatro veces mayor de lo que vale: te lo vendí a un precio diez veces mayor, y esto es tan verdad que, si dentro de un mes quieres revenderlas, no obtendrás siquiera esa décima parte. Pero no hay nada más justo: es la fantasía de los hombres la que pone precio a estas cosas frívolas; es esa fantasía la que permite vivir a cien obreros a los que doy trabajo, es ella la que me consigue una hermosa casa, un coche cómodo, caballos, y es ella la que anima la industria, la que mantiene el buen gusto, la circulación y la abundancia. Vendo a las naciones vecinas las mismas bagatelas a precio mucho más caro que a ti, y de esta forma soy útil al imperio.

Después de meditar un rato, Babuc tachó al mercader de sus tablillas.

 

Capítulo VII

Sin saber ya qué debía pensar de Persépolis, Babuc decidió visitar a los magos y a los eruditos, porque unos estudian la sabiduría y los otros la religión; y se jactó de que éstos obtendrían gracia por el resto del pueblo. A la mañana siguiente se trasladó a un colegio de magos. El archimandrita le confesó que tenía cien mil escudos de renta por haber hecho voto de pobreza, y que ejercía un poder muy amplio en virtud de su voto de humildad; tras lo cual dejó a Babuc en manos de un lego que le hizo los honores.

Mientras aquel lego le mostraba las magnificencias de aquella casa de penitencia, se difundió el rumor de que había ido para reformar todas aquellas casas. Al punto recibió memoriales de cada una de ellas; y, en sustancia, todos aquellos memoriales decían lo mismo: “Consérvennos a nosotros y destruyan a todos los demás”. De dar crédito a sus apologías, todas aquellas sociedades eran necesarias. De prestar oídos a sus acusaciones recíprocas, todas merecían ser aniquiladas. Se admiraba Babuc de no encontrar ninguna que, para dar ejemplo al universo, no quisiera dominarlo. En eso se presentó un hombrecillo que era un semimago y que le dijo: “Veo que la gran obra va a realizarse, porque Zerdust ha vuelto a la tierra; las niñas profetizan, aplicándose tenazas al rojo vivo por delante y haciéndose dar latigazos por detrás. Por eso solicitamos tu protección contra el Gran Lama.

–¿Cómo? –dijo Babuc–, ¿contra ese pontífice-rey que vive en Tíbet?

–Contra ese mismo.

–¿Le han declarado la guerra y reclutan ejércitos contra él?

–No, pero dice que el hombre es libre, y nosotros no lo creemos; escribimos contra él unos libritos que él no lee; apenas ha oído hablar de nosotros, pero nos ha hecho condenar del mismo modo que un amo ordena matar las orugas de los árboles de sus huertos.

Babuc quedó pasmado ante la locura de aquellos hombres que hacían profesión de sabiduría, ante las intrigas de quienes habían renunciado al mundo, ante la ambición y la codicia orgullosa de quienes enseñaban la humildad y el desinterés, llegando a la conclusión de que Ituriel tenía buenas razones para destruir toda aquella ralea.

 

Capítulo VIII

Una vez retirado a su casa, envió en busca de libros nuevos para templar su pena e invitó a cenar a varios eruditos para entretenerse. Vinieron dos veces más de los que había invitado, como avispas atraídas por la miel. Aquellos parásitos se afanaban en comer y en hablar; elogiaban a dos clases de personas: a los muertos y a sí mismos, nunca a sus contemporáneos, salvo al dueño de la casa. Si alguno decía una frase ingeniosa, los demás bajaban los ojos y se mordían el labio de rabia por no haberla dicho ellos. Tenían menos disimulo que los magos, porque los objetos de su ambición no eran tan grandes. Cada uno de ellos pretendía un puesto de criado y una reputación de hombre de calidad; se decían a la cara cosas insultantes, que tomaban por rasgos de ingenio. Tenían algún conocimiento de la misión de Babuc. Uno de ellos le rogó en voz baja exterminar a un autor que, hacía cinco años, no le había dedicado suficientes elogios. Otro pidió la perdición de un ciudadano que nunca se había reído con sus comedias. Un tercero solicitó la extinción de la Academia, porque nunca había conseguido ser admitido en ella. Acabada la cena, cada cual se fue solo por su lado, porque en toda aquella tropa no había dos personas que pudieran soportarse, ni hablarse siquiera, salvo en casa de los ricos que los sentaban a su mesa. Babuc consideró que no sería muy grande la pérdida cuando toda aquella chusma pereciera en la destrucción general.

 

Capítulo IX

Tras librarse de ellos, se puso a leer algunos libros nuevos. Reconoció en sus páginas el ingenio de sus invitados. Vio con indignación, sobre todo, aquellas gacetillas de la maledicencia, aquellos archivos del mal gusto dictados por la envidia, la bajeza y el hambre; aquellas cobardes sátiras donde se respetaba al buitre y se despedazaba a la paloma; aquellas novelas faltas de imaginación donde se ven tantos retratos de mujeres que el autor no conoce.

Arrojó al fuego todos aquellos escritos detestables y salió por la tarde para ir de paseo. Le presentaron a un viejo literato que no había ido a engrosar el número de sus parásitos. Aquel literato rehuía siempre las muchedumbres, conocía a los hombres, hacía uso de ese conocimiento y se comunicaba con discreción. Babuc le habló dolorido de cuanto había leído y visto.

“Has leído cosas muy despreciables”, le dijo el sabio literato; “pero en todo tiempo, y en todo país, y en todo género, lo malo abunda y lo bueno escasea. Has recibido en tu casa a la hez de la pedantería, porque en todas las profesiones lo más indigno de mostrarse es siempre lo que se presenta con mayor impudor. Los verdaderos sabios viven, entre sí, retirados y tranquilos; todavía hay entre nosotros hombres y libros dignos de tu atención”. Mientras así hablaba se les unió otro literato; sus palabras fueron tan agradables e instructivas, se elevaban tanto por encima de los prejuicios y eran tan conformes con la virtud que Babuc confesó no haber oído nunca nada parecido. “He aquí unos hombres”, se decía en voz baja, “a quienes el ángel Ituriel no se atreverá a tocar; en caso contrario sería muy despiadado”.

Reconciliado con los literatos, no por ello seguía menos enojado con el resto de la nación. “Eres extranjero”, le dijo el hombre juicioso que le hablaba; “los abusos se presentan a tus ojos en tropel, y el bien, que está escondido y que en ocasiones deriva de esos abusos mismos, se te escapa”. Entonces supo que entre los literatos había algunos que no eran envidiosos, y que entre los magos mismos los había llenos de virtud. En última instancia comprendió que esos grandes colectivos, que parecían preparar, con sus enfrentamientos, su ruina común, eran en el fondo instituciones saludables; que cada sociedad de magos suponía un freno para sus rivales; que, si estos émulos diferían en algunas opiniones, todos enseñaban la misma moral, que instruían al pueblo y vivían sometidos a las leyes, como preceptores que vigilan al hijo de la casa mientras el amo los vigila a ellos. Trató a varios, y encontró almas celestiales. Supo incluso que entre los locos que pretendían declarar la guerra al Gran Lama había habido grandísimos hombres. Sospechó, por último, que bien podría ocurrir con las costumbres de Persépolis como con los edificios: unos le habían parecido dignos de lástima, y otros lo habían embelesado de admiración.

 

Capítulo X

Le dijo a su literato: “Sé de sobra que esos magos a los que tan peligrosos había creído son en realidad muy útiles, sobre todo cuando un gobierno prudente les impide volverse demasiado necesarios; pero al menos me concederás que sus jóvenes magistrados, que compran un cargo de juez en cuanto han aprendido a montar a caballo, deben ostentar en los tribunales la más ridícula de las impertinencias y la más perversa de las iniquidades; más valdría, sin duda, conceder esas plazas de forma gratuita a esos viejos jurisconsultos que han pasado toda su vida sopesando los pros y los contras”.

El literato le contestó: “Has visto nuestro ejército antes de llegar a Persépolis; y sabes que nuestros jóvenes oficiales se baten muy bien, aunque hayan comprado sus cargos; tal vez veas que nuestros jóvenes magistrados no juzgan mal, aunque hayan pagado para juzgar”.

Al día siguiente lo llevó al tribunal supremo, donde debía pronunciarse una importante sentencia. Todo el mundo conocía la causa. Todos aquellos viejos abogados que hablaban de ella se mostraban vacilantes en sus opiniones: alegaban cien leyes, aunque ninguna podía aplicarse al fondo de la cuestión; miraban el asunto por cien lados, aunque ninguno venía al caso; los jueces resolvieron mucho más deprisa que los abogados. Su juicio fue casi unánime; juzgaron bien porque seguían las luces de la razón, mientras que los otros habían opinado mal porque sólo habían consultado sus libros.

Babuc llegó a la conclusión de que a menudo había cosas buenísimas en los abusos. Ese mismo día vio que las riquezas de los financieros, que tanto lo habían sublevado, podían producir un efecto excelente; porque, teniendo el rey necesidad de dinero, en una hora lo encontró gracias a ellos, cosa que no habría conseguido en seis meses por las vías ordinarias; comprendió que aquellos gruesos nubarrones, henchidos del rocío de la tierra, le devolvían en forma de lluvia cuanto de él recibían. Además, los hijos de aquellos advenedizos, mejor educados a menudo que los de las familias más antiguas, valían a veces mucho más, porque nada impide ser buen juez, valiente guerrero o hábil estadista cuando se ha tenido un buen previsor por padre.

 

Capítulo XI

Sin darse cuenta, Babuc perdonaba la avidez del financiero, que en el fondo no es más ávido que el resto de los hombres, y que es necesario. Disculpaba la locura de arruinarse por juzgar y por luchar, locura que produce grandes magistrados y héroes. Perdonaba la envidia de los literatos, entre los que había hombres que esclarecían al mundo; se reconciliaba con los magos ambiciosos e intrigantes, entre los que había más dotados de grandes virtudes que de pequeños vicios; pero le quedaban no pocas quejas, sobre todo contra las zalamerías de las damas, y la desolación que debía ser su secuela lo llenaba de inquietud y espanto.

Como pretendía examinar todas las condiciones humanas, se hizo guiar al despacho de un ministro; pero de camino seguía temiendo que alguna mujer fuera asesinada en su presencia por el marido. Una vez llegado al despacho del hombre de Estado, permaneció dos horas en la antecámara sin ser anunciado, y dos horas más después de haberlo sido. Durante ese tiempo se juraba que recomendaría a los cuidados del ángel Ituriel tanto al ministro como a sus insolentes ujieres. La antecámara estaba llena de damas de toda condición, de magos de todos los colores, de jueces, comerciantes, oficiales y pedantes; todos se quejaban del ministro. El avaro y el usurero decían: “Es evidente que este hombre expolia las provincias”; el caprichoso le reprochaba ser extravagante; el sensual decía: “Sólo piensa en sus placeres”; el intrigante se jactaba de que ya lo veía perdido por las intrigas de una cábala; las mujeres esperaban que pronto les nombraran a un ministro más joven.

Babuc oía sus palabras y no pudo dejar de decir: “¡Qué hombre tan feliz! Tiene a todos sus enemigos en la antecámara y aplasta con su poder a cuantos lo envidian; ve a sus pies a cuantos lo detestan”. Al fin entró: vio a un viejecito encorvado bajo el peso de los años y de los problemas, pero todavía vivaz y lleno de inteligencia.

Babuc le agradó, y a Babuc el ministro le pareció hombre amable. La conversación se volvió interesante. El ministro le confesó que era un hombre muy desgraciado, que pasaba por rico cuando era pobre, que lo creían todopoderoso cuando siempre le llevaban la contraria, que había hecho favores sólo a ingratos y que, durante un trabajo continuado de cuarenta años, apenas había tenido un momento de consuelo. Babuc quedó conmovido y pensó que si aquel hombre había cometido yerros, y si el ángel Ituriel quería castigarlo, no era menester exterminarlo; bastaba con dejarle seguir en su puesto.

 

Capítulo XII

Mientras estaba hablando con el ministro, entra bruscamente la hermosa dama en cuya casa había cenado Babuc. En sus ojos y sobre su frente se veían los síntomas del dolor y la rabia. La mujer estalló en reproches contra el hombre de Estado, lloró, se quejó amargamente de que habían negado a su marido un cargo al que su cuna le permitía aspirar y que sus servicios y heridas merecían; se expresó con tanta energía, puso tanta gracia en sus quejas, destruyó las objeciones con tanta habilidad e hizo valer con tanta elocuencia sus razones que no salió del aposento sin haber obtenido la fortuna de su esposo.

Babuc le dio la mano. “¿Es posible, señora”, le dice, “que se haya tomado tanto trabajo por un hombre al que no ama y del que tanto tiene que temer?”

–¿Un hombre al que no amo? –exclamó ella–. Sepa que mi marido es el mejor amigo que tengo en el mundo, que no hay nada que yo no sacrificaría por él, salvo mi amante, y que él haría cualquier cosa por mí, salvo dejar a su querida. Quiero presentársela: es una mujer encantadora, muy inteligente y con el mejor carácter del mundo; esta noche cenamos juntas con mi marido y mi pequeño mago; ¿por qué no viene a compartir nuestra alegría?.

La dama llevó a Babuc a su casa. El marido, que por fin había llegado sumido en el dolor, volvió a ver a su mujer con transportes de alegría y gratitud; abrazaba uno tras otro a su mujer, a su amante, al pequeño mago y a Babuc. La unión, la alegría, el ingenio y los donaires fueron el alma de aquella cena: “Ha de saber”, le dijo la hermosa dama en cuya casa cenaba, “que aquéllas a quienes a veces se tacha de mujeres deshonestas casi siempre tienen el mérito de un hombre muy honesto; y para que se convenza, venga mañana a comer conmigo a casa de la hermosa Teone. Algunas viejas vestales la critican, pero ella hace más el bien que todas las demás juntas. No cometería la menor injusticia por el más grande de los intereses; únicamente da a su amante consejos generosos, y sólo se preocupa de su gloria; y él se ruborizaría ante ella si dejara escapar una ocasión de hacer el bien, porque nada anima mejor las acciones virtuosas que tener por testigo y juez de la conducta propia a una amada cuya estima se quiere merecer”.

No faltó Babuc a la cita. Vio una casa en la que reinaban todos los placeres; y sobre ellos reinaba Teone, que sabía hablar a cada uno su lenguaje. Su ingenio natural dejaba explayarse el de los demás; agradaba casi sin quererlo, era tan amable como benefactora, y muy hermosa, aumentando así el valor de todas sus bellas cualidades.

Por más escita y por más mensajero de un genio que Babuc fuera, se dio cuenta de que, si se quedaba más tiempo en Persépolis, Teone lo haría olvidarse de Ituriel. Iba tomando cariño a la ciudad, cuyos habitantes eran corteses, amables y bienhechores, aunque ligeros, maledicentes y vanidosos. Temía que Persépolis fuera condenada; temía incluso el informe que debía escribir.

Y la forma en que se las arregló para hacer ese informe fue la siguiente: encargó al mejor fundidor de la ciudad una pequeña estatua hecha de todos los metales, las tierras y las piedras más preciosas y más viles; se la llevó a Ituriel: “¿Romperás esta hermosa estatuilla”, le dijo, “porque no toda es de oro y diamantes?”. Ituriel comprendió la alusión y decidió no intentar siquiera corregir a Persépolis, y dejar que el mundo siguiera tal “como va”. Porque, “si no todo está bien, todo es pasable”. Así pues, se dejó que Persépolis subsistiera; y a Babuc no se le ocurrió quejarse, al contrario que Jonás, que se enfadó porque Nínive no fue destruida. Y es que, cuando uno ha pasado tres días dentro de una ballena, no está de tan buen humor como cuando ha estado en la ópera y en el teatro, y ha cenado en buena compañía.

 

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