Voltaire
Capítulo primero
Entre los genios que presiden los imperios del mundo, Ituriel
ocupa uno de los primeros rangos, y rige el departamento de la Alta Asia. Una
mañana descendió a la morada del escita Babuc, a orillas del Oxo, y le dijo:
“Babuc, las locuras y excesos de los persas han provocado nuestra cólera; ayer
se celebró una asamblea de genios de la Alta Asia para saber si habíamos de
castigar a Persépolis o si habíamos de destruirla. Ve a esa ciudad, examínalo
todo; volverás para darme fiel cuenta de todo ello y, por tu informe, me
decidiré a corregir la ciudad o a exterminarla.
–Pero, señor –dijo humildemente Babuc–, nunca he estado en
Persia, no conozco allí a nadie.
–Mejor –dijo el ángel–, así no serás parcial; del cielo has
recibido el discernimiento, y yo le añado el don de inspirar confianza; ve,
mira, escucha, observa y no temas nada; en todas partes serás bien recibido”.
Babuc montó en su camello y partió con sus sirvientes. Al
cabo de algunas jornadas encontró en las llanuras de Senaar al ejército persa
que iba a pelear contra el ejército indio. Se dirigió primero a un soldado que
encontró apartado. Le habló, y le preguntó el motivo de la guerra. “Por todos
los dioses”, dijo el soldado, “de eso nada sé. No es cosa mía; mi oficio es
matar y que me maten para ganarme la vida; no importa a quién sirvo. Incluso
mañana mismo podría pasarme al campamento de los indios, porque se dice que dan
a sus soldados casi medio dracma diario más de cobre de lo que nos dan en este
maldito servicio de Persia. Si quieres saber por qué se pelea, habla con mi
capitán”.
Después de hacer un pequeño regalo al soldado, Babuc entró al
campamento. Pronto entabló relación con el capitán y le preguntó el motivo de
la guerra: “¿Cómo quieres que lo sepa?”, dijo el capitán. “¿Y qué me importa a
mí el motivo? Vivo a doscientas leguas de Persépolis, oigo decir que se ha
declarado la guerra y al punto abandono mi familia y voy en busca, según
nuestra costumbre, de la fortuna o de la muerte, dado que no tengo nada que
hacer”.
–Y tus camaradas –dice Babuc–, ¿no saben algo más que tú?
–No –dijo el oficial–, sólo nuestros principales sátrapas
saben con precisión por qué nos degollamos.
Asombrado, Babuc llegó hasta los generales y se ganó su
confianza. Uno de ellos terminó diciéndole: “La causa de esta guerra que asola
Asia desde hace veinte años deriva, en su origen, de una disputa entre un
eunuco de una de las mujeres del gran rey de Persia y un empleado de una
oficina del gran rey de las Indias. Discutieron por un impuesto que equivalía
poco más o menos a la trigésima parte de un dárico. El primer ministro de las
Indias y el nuestro sostuvieron dignamente los derechos de sus amos. La disputa
se enconó. De uno y otro lado se puso en campaña un ejército de un millón de
soldados. Todos los años hay que aumentar la leva de ese ejército con más de
cuatrocientos mil hombres. Se multiplican las carnicerías, los incendios, las
ruinas, las devastaciones; el mundo sufre y el encarnizamiento sigue. Nuestro
primer ministro y el de los indios afirman con frecuencia que sólo se mueven
por la felicidad del género humano; y a cada afirmación siempre hay varias
ciudades destruidas y algunas provincias devastadas”.
Al día siguiente, cuando corrió el rumor de que iba a
concluirse la paz, el general persa y el general indio se dieron prisa a
celebrar una batalla: fue sangrienta. Babuc vio todos sus crímenes y todas sus
abominaciones; fue testigo de las maniobras de los principales sátrapas, que
hicieron cuanto estuvo en su mano para que su jefe saliera derrotado. Vio
oficiales muertos por sus propias tropas; vio soldados que acababan de degollar
a sus camaradas moribundos para arrancarles unos pocos andrajos llenos de sangre,
desgarrados y cubiertos de fango. Entró en los hospitales adonde trasladaban a
los heridos, que en su mayoría expiraban por la negligencia inhumana de los
mismos a quienes el rey de Persia pagaba precios altísimos para que los
socorrieran. “¿Son hombres éstos”, exclamó Babuc, “o bestias feroces? ¡Ay!, de
sobra veo que Persépolis será destruida”.
Preocupado con esta idea, pasó al campamento de los indios,
donde fue tan bien recibido como en el de los persas, según lo que le había
sido anunciado; pero allí vio los mismos excesos que lo habían llenado de
horror. “¡Ah, ah!”, se dijo para sus adentros, “si el ángel Ituriel quiere
exterminar a los persas, también deberá destruir a los indios el ángel de las
Indias”. Tras informarse luego con más detalle de lo que había ocurrido en uno
y otro ejército, tuvo conocimiento de acciones de generosidad, de grandeza de
alma y de humanidad que lo asombraron y dejaron encantado. “Inexplicables
humanos”, exclamó, “¿cómo pueden reunir tanta bajeza y tanta grandeza, tanta
virtud y tanto crimen?”.
Entretanto se declaró la paz. Sin haber conseguido la
victoria ninguno de los dos, los jefes de ambos ejércitos, que sólo por propio
interés habían hecho derramar la sangre de tantos hombres, semejantes suyos, se
fueron a solicitar recompensas a sus respectivas cortes. Se celebró la paz en
escritos públicos que no anunciaban más que la vuelta de la virtud y de la
felicidad a la tierra. “¡Loado sea Dios!”, dijo Babuc; “Persépolis será la
morada de la inocencia más pura; no será destruida, como querían esos infames
genios; corramos sin demora a esa capital del Asia”.
Capítulo II
Llegó a esa ciudad inmensa por la antigua entrada, que era completamente
bárbara y cuya repugnante rusticidad ofendía a la vista. Toda aquella parte de
la ciudad se resentía del tiempo en que había sido construida; porque, pese a
la terquedad de los hombres en alabar lo antiguo a expensas de lo moderno,
hemos de confesar que los primeros intentos siempre son bastos en todo.
Babuc se mezcló entre el gentío de un pueblo compuesto por
todo lo que de más sucio y más feo había en ambos sexos. Con aire embrutecido,
aquella muchedumbre corría hacia un recinto vasto y sombrío. Por el continuo
zumbido, por el movimiento que observó, por el dinero que algunas personas
daban a otras para tener derecho a sentarse, creyó estar en un mercado donde se
vendían sillas de paja; pero muy pronto, viendo que varias mujeres se ponían de
rodillas fingiendo mirar fijamente hacia adelante y mirando a los hombres de
soslayo, se dio cuenta de que estaba en un templo. Unas voces agrias, roncas,
salvajes y discordantes hacían resonar la bóveda con sonidos mal articulados
que producían el mismo efecto que los gruñidos de los onagros cuando en las
llanuras de los pictavos responden a la corneta que los llama. Se tapaba las
orejas, pero pronto quiso taparse también los ojos y la nariz cuando vio entrar
en aquel templo a unos obreros con picos y palas. Removieron una ancha losa y
arrojaron a derecha e izquierda una tierra que despedía un hedor apestoso;
luego, vinieron a depositar un muerto en aquella fosa, y de nuevo colocaron la
piedra encima.
“¡Vaya!”, exclamó Babuc, “estos pueblos entierran a sus
muertos en los mismos sitios donde adoran a la Divinidad. ¡Vaya! ¡Sus templos
están empedrados de cadáveres! Ya no me extrañan esas enfermedades pestilentes
que afligen a menudo a Persépolis. La podredumbre de los muertos, y la de
tantos vivos juntos y hacinados en el mismo lugar, es capaz de envenenar el
globo terrestre. ¡Ah, qué ciudad tan infame es Persépolis! Sin duda los ángeles
quieren destruirla para edificar otra más bella y poblarla de habitantes menos
sucios y que canten mejor. La Providencia puede tener sus razones; dejémosla
actuar”.
Capítulo III
Mientras tanto el sol se acercaba desde lo alto de su
carrera. Babuc debía ir a comer al otro extremo de la ciudad, a casa de una
dama para la cual su marido, oficial del ejército, le había dado unas cartas.
Antes dio varias vueltas por Persépolis; vio otros templos mejor edificados y
mejor adornados, concurridos por gente más selecta, en los que resonaba una
música armoniosa; vio fuentes públicas que, aunque mal situadas, sorprendían la
vista por su belleza; y plazas donde parecían respirar en bronce los mejores
reyes que habían gobernado Persia; en otras plazas oía al pueblo exclamar:
“¿Cuándo veremos aquí al dueño que amamos?”. Admiró los magníficos puentes
elevados sobre el río, los soberbios y cómodos muelles, los palacios
construidos a derecha e izquierda, una casa inmensa donde millares de viejos
soldados heridos y vencedores todos los días daban gracias al Dios de los
ejércitos. Finalmente, entró en casa de la dama que lo esperaba para comer en
compañía de varias personas de calidad. La mansión estaba limpia y llena de
adornos, la comida era deliciosa, la dama joven, bella, ingeniosa y atractiva,
y sus acompañantes dignos de ella; y en todo momento Babuc se decía a sí mismo:
“El ángel Ituriel se burla del mundo cuando quiere destruir una ciudad tan
encantadora”.
Capítulo IV
Sin embargo, advirtió que la dama, que había empezado por
pedirle amorosamente noticias de su marido, hablaba más amorosamente todavía,
al final de la comida, con un joven mago. Vio a un magistrado que, en presencia
de su mujer, acariciaba sin disimulo a una viuda, mientras esta viuda
indulgente pasaba una mano por el hombro del magistrado y tendía la otra a un
joven ciudadano muy guapo y muy modesto. La mujer del magistrado fue la primera
en levantarse de la mesa para ir a un gabinete cercano y allí hablar con su
director espiritual, que se había retrasado y al que habían esperado para
comer; y el director espiritual, hombre elocuente, habló con ella en aquel
gabinete con tanta vehemencia y unción que, cuando regresó, la dama tenía los
ojos húmedos, las mejillas encendidas, el paso poco seguro y la voz temblorosa.
Entonces Babuc empezó a temer que tuviese razón el genio
Ituriel. El don que poseía de granjearse la confianza le hizo conocer ese mismo
día los secretos de la dama, que le confesó su inclinación por el joven mago y
le aseguró que, en todas las casas de Persépolis, encontraría lo mismo que
había visto en la suya. Babuc llegó a la conclusión de que una sociedad así no
podía subsistir; de que los celos, la discordia y la venganza debían llevar la
aflicción a todos los hogares; de que las lágrimas y la sangre debían correr a
diario; de que a buen seguro los maridos matarían a los galanes de sus mujeres,
o serían muertos por ellos; y, por último, de que Ituriel hacía muy bien
destruyendo de una vez una ciudad entregada a continuos desórdenes.
Capítulo V
Se hallaba sumido en estas funestas ideas cuando en la puerta
se presentó un hombre grave, envuelto en una capa negra, que humildemente pidió
hablar con el joven magistrado. Sin levantarse, sin mirarlo siquiera, éste le
entregó con altivez y aire distraído unos papeles y lo despidió. Babuc preguntó
quién era aquel hombre. La dueña de la casa le dijo en voz muy baja: “Es uno de
los mejores abogados de la ciudad; hace cincuenta años que estudia las leyes.
Este otro señor, que sólo tiene veinticinco años y que es sátrapa de ley desde
hace dos días, le encarga el extracto de un proceso que debe juzgar y que
todavía no ha examinado”.
–Este joven atolondrado obra con prudencia, –dijo Babuc–,
pidiendo consejo a un anciano; pero ¿por qué no es este viejo el juez?
–¿Bromeas? –le dijeron–. Los que han echado canas en puestos
laboriosos y subalternos nunca terminan alcanzando las dignidades. Este joven
tiene un gran cargo porque su padre es rico y porque el derecho a hacer
justicia se compra como un cortijo.
–¡Oh, costumbres! ¡Oh, desventurada ciudad! –exclamó Babuc–.
¡He ahí el colmo del desorden! Quienes así han comprado el derecho a juzgar
venden sin duda sus juicios; aquí no veo más que abismos de iniquidad.
Cuando de esta suerte subrayaba su dolor y su sorpresa, un
joven guerrero, que había vuelto del ejército ese mismo día, le dijo: “¿Por qué
no quieres que se compren los empleos de la toga? Yo mismo he comprado el
derecho a enfrentarme a la muerte al frente de los dos mil hombres que mando;
este año me ha costado cuarenta mil dáricos de oro el derecho a dormir sobre el
suelo treinta noches seguidas en casaca roja, y recibir luego dos buenas
heridas de flecha de las que todavía me resiento. Si me arruino por servir al
emperador persa, a quien nunca he visto, bien puede el señor sátrapa togado
pagar algo por tener el placer de dar audiencia a los litigantes”. Indignado,
Babuc no pudo dejar de condenar dentro de su corazón a un país donde se
subastaban las dignidades de la paz y de la guerra; con cierta ligereza llegó a
la conclusión de que debían ignorarse por completo la guerra y las leyes, y
que, en caso de que Ituriel no exterminara aquellos pueblos, ellos perecerían
por sí mismos debido a su detestable administración.
Su mala opinión aumentó incluso con la llegada de un hombre
gordo que, tras saludar con gran familiaridad a todos los reunidos, se acercó
al joven oficial y le dijo: “Sólo puedo prestarte cincuenta mil dáricos de oro
porque, en realidad, las aduanas del imperio no me han producido este año más
que trescientos mil”. Babuc se informó sobre quién era aquel hombre que se
quejaba de ganar tan poco; supo que en Persépolis había cuarenta reyes plebeyos
que tenían en arriendo el imperio de Persia, y que pagaban al monarca algo de
esa renta.
Capítulo VI
Después de comer se fue a uno de los templos más espléndidos
de la ciudad; se sentó en medio de una muchedumbre de mujeres y hombres que
habían ido allí a pasar el rato. En una máquina elevada apareció un mago que
habló mucho tiempo del vicio y la virtud. Aquel mago dividió en varias partes
lo que no tenía ninguna necesidad de ser dividido; probó metódicamente todo lo
que estaba claro y enseñó todo lo que ya se sabía. Se apasionó fríamente y
terminó sudando a mares y sin resuello. Entonces toda la gente se despertó y
creyó haber asistido a una clase. Babuc dijo: “He ahí un hombre que ha hecho
cuanto ha podido para aburrir a doscientos o trescientos conciudadanos suyos; pero
su intención era buena, y no hay motivo en ello para destruir Persépolis”.
Al salir de aquella asamblea lo llevaron a ver una fiesta
pública que se daba todos los días del año; era en una especie de basílica, al
fondo de la cual se veía un palacio. Las más bellas ciudadanas de Persépolis y
los más importantes sátrapas, colocados ordenadamente, formaban un espectáculo
tan bello que al principio Babuc creyó que se trataba de la fiesta. Dos o tres
personas que parecían reyes y reinas aparecieron al punto en el vestíbulo de
aquel palacio; su lenguaje era muy distinto del lenguaje del pueblo; era
mesurado, armonioso y sublime. Nadie dormía, todos escuchaban en un profundo
silencio que sólo interrumpían los testimonios de la sensibilidad y la
admiración pública. El deber de los reyes, el amor a la virtud y los peligros
de las pasiones se expresaban con rasgos tan vivos y tan conmovedores que Babuc
se echó a llorar. No tuvo duda alguna de que aquellos héroes y aquellas
heroínas, aquellos reyes y aquellas reinas a los que acababa de oír, eran los
predicadores del imperio; y decidió incluso convencer a Ituriel para que llegara
a escucharlos, seguro de que semejante espectáculo había de reconciliarlo para
siempre con la ciudad.
Cuando esa fiesta terminó, quiso ver a la principal reina,
que había declamado en aquel bello palacio una moral tan noble y tan pura; se
hizo presentar a Su Majestad; lo llevaron por una escalerita al segundo piso, a
un aposento mal amueblado, donde encontró una mujer mal vestida que le dijo con
aire noble y patético: “Este oficio no me da para vivir; uno de los príncipes
que viste me hizo un hijo; pronto daré a luz; no tengo dinero, y sin dinero no
se da a luz”. Babuc le dio cien dáricos de oro diciendo: “Si no hubiera cosas
peores en la ciudad, mal haría Ituriel en enfadarse tanto”.
De allí fue a pasar la velada a casa de unos mercaderes de
magnificencias inútiles. Lo llevó un hombre inteligente con el que había
trabado conocimiento: compró las cosas que halló de su gusto, y se las
vendieron amablemente por mucho más de lo que valían. De vuelta a casa, su
amigo le hizo ver que lo habían engañado. Babuc anotó en sus tablillas el
nombre del mercader, para que el día del castigo de la ciudad Ituriel pudiera
señalarlo. Cuando estaba escribiendo, llamaron a su puerta: era el mercader en
persona que venía a devolverle la bolsa, olvidada por Babuc encima de su
mostrador. “¿Cómo es posible, exclamó Babuc, que seas tan fiel y generoso
después de haber tenido la desvergüenza de venderme las baratijas cuatro veces
más caras de lo que valen?”
–No hay comerciante algo conocido en la ciudad –le respondió
el mercader–, que no hubiera venido a devolverte tu bolsa; pero te engañan al
decirte que te había vendido lo que compraste en mi tienda a un precio cuatro
veces mayor de lo que vale: te lo vendí a un precio diez veces mayor, y esto es
tan verdad que, si dentro de un mes quieres revenderlas, no obtendrás siquiera
esa décima parte. Pero no hay nada más justo: es la fantasía de los hombres la
que pone precio a estas cosas frívolas; es esa fantasía la que permite vivir a
cien obreros a los que doy trabajo, es ella la que me consigue una hermosa
casa, un coche cómodo, caballos, y es ella la que anima la industria, la que
mantiene el buen gusto, la circulación y la abundancia. Vendo a las naciones
vecinas las mismas bagatelas a precio mucho más caro que a ti, y de esta forma
soy útil al imperio.
Después de meditar un rato, Babuc tachó al mercader de sus
tablillas.
Capítulo VII
Sin saber ya qué debía pensar de Persépolis, Babuc decidió
visitar a los magos y a los eruditos, porque unos estudian la sabiduría y los
otros la religión; y se jactó de que éstos obtendrían gracia por el resto del
pueblo. A la mañana siguiente se trasladó a un colegio de magos. El
archimandrita le confesó que tenía cien mil escudos de renta por haber hecho
voto de pobreza, y que ejercía un poder muy amplio en virtud de su voto de
humildad; tras lo cual dejó a Babuc en manos de un lego que le hizo los
honores.
Mientras aquel lego le mostraba las magnificencias de aquella
casa de penitencia, se difundió el rumor de que había ido para reformar todas
aquellas casas. Al punto recibió memoriales de cada una de ellas; y, en
sustancia, todos aquellos memoriales decían lo mismo: “Consérvennos a nosotros
y destruyan a todos los demás”. De dar crédito a sus apologías, todas aquellas
sociedades eran necesarias. De prestar oídos a sus acusaciones recíprocas,
todas merecían ser aniquiladas. Se admiraba Babuc de no encontrar ninguna que,
para dar ejemplo al universo, no quisiera dominarlo. En eso se presentó un
hombrecillo que era un semimago y que le dijo: “Veo que la gran obra va a
realizarse, porque Zerdust ha vuelto a la tierra; las niñas profetizan,
aplicándose tenazas al rojo vivo por delante y haciéndose dar latigazos por
detrás. Por eso solicitamos tu protección contra el Gran Lama.
–¿Cómo? –dijo Babuc–, ¿contra ese pontífice-rey que vive en Tíbet?
–Contra ese mismo.
–¿Le han declarado la guerra y reclutan ejércitos contra él?
–No, pero dice que el hombre es libre, y nosotros no lo
creemos; escribimos contra él unos libritos que él no lee; apenas ha oído
hablar de nosotros, pero nos ha hecho condenar del mismo modo que un amo ordena
matar las orugas de los árboles de sus huertos.
Babuc quedó pasmado ante la locura de aquellos hombres que
hacían profesión de sabiduría, ante las intrigas de quienes habían renunciado
al mundo, ante la ambición y la codicia orgullosa de quienes enseñaban la
humildad y el desinterés, llegando a la conclusión de que Ituriel tenía buenas
razones para destruir toda aquella ralea.
Capítulo VIII
Una vez retirado a su casa, envió en busca de libros nuevos
para templar su pena e invitó a cenar a varios eruditos para entretenerse.
Vinieron dos veces más de los que había invitado, como avispas atraídas por la
miel. Aquellos parásitos se afanaban en comer y en hablar; elogiaban a dos
clases de personas: a los muertos y a sí mismos, nunca a sus contemporáneos,
salvo al dueño de la casa. Si alguno decía una frase ingeniosa, los demás
bajaban los ojos y se mordían el labio de rabia por no haberla dicho ellos.
Tenían menos disimulo que los magos, porque los objetos de su ambición no eran
tan grandes. Cada uno de ellos pretendía un puesto de criado y una reputación
de hombre de calidad; se decían a la cara cosas insultantes, que tomaban por
rasgos de ingenio. Tenían algún conocimiento de la misión de Babuc. Uno de
ellos le rogó en voz baja exterminar a un autor que, hacía cinco años, no le
había dedicado suficientes elogios. Otro pidió la perdición de un ciudadano que
nunca se había reído con sus comedias. Un tercero solicitó la extinción de la
Academia, porque nunca había conseguido ser admitido en ella. Acabada la cena,
cada cual se fue solo por su lado, porque en toda aquella tropa no había dos
personas que pudieran soportarse, ni hablarse siquiera, salvo en casa de los
ricos que los sentaban a su mesa. Babuc consideró que no sería muy grande la
pérdida cuando toda aquella chusma pereciera en la destrucción general.
Capítulo IX
Tras librarse de ellos, se puso a leer algunos libros nuevos.
Reconoció en sus páginas el ingenio de sus invitados. Vio con indignación,
sobre todo, aquellas gacetillas de la maledicencia, aquellos archivos del mal
gusto dictados por la envidia, la bajeza y el hambre; aquellas cobardes sátiras
donde se respetaba al buitre y se despedazaba a la paloma; aquellas novelas
faltas de imaginación donde se ven tantos retratos de mujeres que el autor no
conoce.
Arrojó al fuego todos aquellos escritos detestables y salió
por la tarde para ir de paseo. Le presentaron a un viejo literato que no había
ido a engrosar el número de sus parásitos. Aquel literato rehuía siempre las
muchedumbres, conocía a los hombres, hacía uso de ese conocimiento y se
comunicaba con discreción. Babuc le habló dolorido de cuanto había leído y
visto.
“Has leído cosas muy despreciables”, le dijo el sabio
literato; “pero en todo tiempo, y en todo país, y en todo género, lo malo
abunda y lo bueno escasea. Has recibido en tu casa a la hez de la pedantería,
porque en todas las profesiones lo más indigno de mostrarse es siempre lo que
se presenta con mayor impudor. Los verdaderos sabios viven, entre sí, retirados
y tranquilos; todavía hay entre nosotros hombres y libros dignos de tu atención”.
Mientras así hablaba se les unió otro literato; sus palabras fueron tan
agradables e instructivas, se elevaban tanto por encima de los prejuicios y
eran tan conformes con la virtud que Babuc confesó no haber oído nunca nada
parecido. “He aquí unos hombres”, se decía en voz baja, “a quienes el ángel
Ituriel no se atreverá a tocar; en caso contrario sería muy despiadado”.
Reconciliado con los literatos, no por ello seguía menos
enojado con el resto de la nación. “Eres extranjero”, le dijo el hombre
juicioso que le hablaba; “los abusos se presentan a tus ojos en tropel, y el
bien, que está escondido y que en ocasiones deriva de esos abusos mismos, se te
escapa”. Entonces supo que entre los literatos había algunos que no eran
envidiosos, y que entre los magos mismos los había llenos de virtud. En última
instancia comprendió que esos grandes colectivos, que parecían preparar, con
sus enfrentamientos, su ruina común, eran en el fondo instituciones saludables;
que cada sociedad de magos suponía un freno para sus rivales; que, si estos
émulos diferían en algunas opiniones, todos enseñaban la misma moral, que
instruían al pueblo y vivían sometidos a las leyes, como preceptores que
vigilan al hijo de la casa mientras el amo los vigila a ellos. Trató a varios,
y encontró almas celestiales. Supo incluso que entre los locos que pretendían
declarar la guerra al Gran Lama había habido grandísimos hombres. Sospechó, por
último, que bien podría ocurrir con las costumbres de Persépolis como con los
edificios: unos le habían parecido dignos de lástima, y otros lo habían
embelesado de admiración.
Capítulo X
Le dijo a su literato: “Sé de sobra que esos magos a los que
tan peligrosos había creído son en realidad muy útiles, sobre todo cuando un
gobierno prudente les impide volverse demasiado necesarios; pero al menos me
concederás que sus jóvenes magistrados, que compran un cargo de juez en cuanto
han aprendido a montar a caballo, deben ostentar en los tribunales la más
ridícula de las impertinencias y la más perversa de las iniquidades; más
valdría, sin duda, conceder esas plazas de forma gratuita a esos viejos
jurisconsultos que han pasado toda su vida sopesando los pros y los contras”.
El literato le contestó: “Has visto nuestro ejército antes de
llegar a Persépolis; y sabes que nuestros jóvenes oficiales se baten muy bien,
aunque hayan comprado sus cargos; tal vez veas que nuestros jóvenes magistrados
no juzgan mal, aunque hayan pagado para juzgar”.
Al día siguiente lo llevó al tribunal supremo, donde debía
pronunciarse una importante sentencia. Todo el mundo conocía la causa. Todos
aquellos viejos abogados que hablaban de ella se mostraban vacilantes en sus
opiniones: alegaban cien leyes, aunque ninguna podía aplicarse al fondo de la
cuestión; miraban el asunto por cien lados, aunque ninguno venía al caso; los
jueces resolvieron mucho más deprisa que los abogados. Su juicio fue casi
unánime; juzgaron bien porque seguían las luces de la razón, mientras que los
otros habían opinado mal porque sólo habían consultado sus libros.
Babuc llegó a la conclusión de que a menudo había cosas
buenísimas en los abusos. Ese mismo día vio que las riquezas de los
financieros, que tanto lo habían sublevado, podían producir un efecto
excelente; porque, teniendo el rey necesidad de dinero, en una hora lo encontró
gracias a ellos, cosa que no habría conseguido en seis meses por las vías
ordinarias; comprendió que aquellos gruesos nubarrones, henchidos del rocío de
la tierra, le devolvían en forma de lluvia cuanto de él recibían. Además, los
hijos de aquellos advenedizos, mejor educados a menudo que los de las familias
más antiguas, valían a veces mucho más, porque nada impide ser buen juez,
valiente guerrero o hábil estadista cuando se ha tenido un buen previsor por
padre.
Capítulo XI
Sin darse cuenta, Babuc perdonaba la avidez del financiero,
que en el fondo no es más ávido que el resto de los hombres, y que es
necesario. Disculpaba la locura de arruinarse por juzgar y por luchar, locura
que produce grandes magistrados y héroes. Perdonaba la envidia de los
literatos, entre los que había hombres que esclarecían al mundo; se
reconciliaba con los magos ambiciosos e intrigantes, entre los que había más
dotados de grandes virtudes que de pequeños vicios; pero le quedaban no pocas
quejas, sobre todo contra las zalamerías de las damas, y la desolación que
debía ser su secuela lo llenaba de inquietud y espanto.
Como pretendía examinar todas las condiciones humanas, se
hizo guiar al despacho de un ministro; pero de camino seguía temiendo que
alguna mujer fuera asesinada en su presencia por el marido. Una vez llegado al
despacho del hombre de Estado, permaneció dos horas en la antecámara sin ser
anunciado, y dos horas más después de haberlo sido. Durante ese tiempo se
juraba que recomendaría a los cuidados del ángel Ituriel tanto al ministro como
a sus insolentes ujieres. La antecámara estaba llena de damas de toda condición,
de magos de todos los colores, de jueces, comerciantes, oficiales y pedantes;
todos se quejaban del ministro. El avaro y el usurero decían: “Es evidente que
este hombre expolia las provincias”; el caprichoso le reprochaba ser
extravagante; el sensual decía: “Sólo piensa en sus placeres”; el intrigante se
jactaba de que ya lo veía perdido por las intrigas de una cábala; las mujeres
esperaban que pronto les nombraran a un ministro más joven.
Babuc oía sus palabras y no pudo dejar de decir: “¡Qué hombre
tan feliz! Tiene a todos sus enemigos en la antecámara y aplasta con su poder a
cuantos lo envidian; ve a sus pies a cuantos lo detestan”. Al fin entró: vio a
un viejecito encorvado bajo el peso de los años y de los problemas, pero
todavía vivaz y lleno de inteligencia.
Babuc le agradó, y a Babuc el ministro le pareció hombre
amable. La conversación se volvió interesante. El ministro le confesó que era
un hombre muy desgraciado, que pasaba por rico cuando era pobre, que lo creían
todopoderoso cuando siempre le llevaban la contraria, que había hecho favores
sólo a ingratos y que, durante un trabajo continuado de cuarenta años, apenas
había tenido un momento de consuelo. Babuc quedó conmovido y pensó que si aquel
hombre había cometido yerros, y si el ángel Ituriel quería castigarlo, no era
menester exterminarlo; bastaba con dejarle seguir en su puesto.
Capítulo XII
Mientras estaba hablando con el ministro, entra bruscamente
la hermosa dama en cuya casa había cenado Babuc. En sus ojos y sobre su frente
se veían los síntomas del dolor y la rabia. La mujer estalló en reproches
contra el hombre de Estado, lloró, se quejó amargamente de que habían negado a
su marido un cargo al que su cuna le permitía aspirar y que sus servicios y
heridas merecían; se expresó con tanta energía, puso tanta gracia en sus
quejas, destruyó las objeciones con tanta habilidad e hizo valer con tanta
elocuencia sus razones que no salió del aposento sin haber obtenido la fortuna
de su esposo.
Babuc le dio la mano. “¿Es posible, señora”, le dice, “que se
haya tomado tanto trabajo por un hombre al que no ama y del que tanto tiene que
temer?”
–¿Un hombre al que no amo? –exclamó ella–. Sepa que mi marido
es el mejor amigo que tengo en el mundo, que no hay nada que yo no sacrificaría
por él, salvo mi amante, y que él haría cualquier cosa por mí, salvo dejar a su
querida. Quiero presentársela: es una mujer encantadora, muy inteligente y con
el mejor carácter del mundo; esta noche cenamos juntas con mi marido y mi
pequeño mago; ¿por qué no viene a compartir nuestra alegría?.
La dama llevó a Babuc a su casa. El marido, que por fin había
llegado sumido en el dolor, volvió a ver a su mujer con transportes de alegría
y gratitud; abrazaba uno tras otro a su mujer, a su amante, al pequeño mago y a
Babuc. La unión, la alegría, el ingenio y los donaires fueron el alma de
aquella cena: “Ha de saber”, le dijo la hermosa dama en cuya casa cenaba, “que
aquéllas a quienes a veces se tacha de mujeres deshonestas casi siempre tienen
el mérito de un hombre muy honesto; y para que se convenza, venga mañana a
comer conmigo a casa de la hermosa Teone. Algunas viejas vestales la critican,
pero ella hace más el bien que todas las demás juntas. No cometería la menor
injusticia por el más grande de los intereses; únicamente da a su amante
consejos generosos, y sólo se preocupa de su gloria; y él se ruborizaría ante
ella si dejara escapar una ocasión de hacer el bien, porque nada anima mejor
las acciones virtuosas que tener por testigo y juez de la conducta propia a una
amada cuya estima se quiere merecer”.
No faltó Babuc a la cita. Vio una casa en la que reinaban
todos los placeres; y sobre ellos reinaba Teone, que sabía hablar a cada uno su
lenguaje. Su ingenio natural dejaba explayarse el de los demás; agradaba casi
sin quererlo, era tan amable como benefactora, y muy hermosa, aumentando así el
valor de todas sus bellas cualidades.
Por más escita y por más mensajero de un genio que Babuc fuera,
se dio cuenta de que, si se quedaba más tiempo en Persépolis, Teone lo haría
olvidarse de Ituriel. Iba tomando cariño a la ciudad, cuyos habitantes eran
corteses, amables y bienhechores, aunque ligeros, maledicentes y vanidosos.
Temía que Persépolis fuera condenada; temía incluso el informe que debía
escribir.
Y la forma en que se las arregló para
hacer ese informe fue la siguiente: encargó al mejor fundidor de la ciudad una
pequeña estatua hecha de todos los metales, las tierras y las piedras más
preciosas y más viles; se la llevó a Ituriel: “¿Romperás esta hermosa
estatuilla”, le dijo, “porque no toda es de oro y diamantes?”. Ituriel
comprendió la alusión y decidió no intentar siquiera corregir a Persépolis, y
dejar que el mundo siguiera tal “como va”. Porque, “si no todo está bien, todo
es pasable”. Así pues, se dejó que Persépolis subsistiera; y a Babuc no se le
ocurrió quejarse, al contrario que Jonás, que se enfadó porque Nínive no fue
destruida. Y es que, cuando uno ha pasado tres días dentro de una ballena, no
está de tan buen humor como cuando ha estado en la ópera y en el teatro, y ha
cenado en buena compañía.
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