Héctor de Mauleón
La carta que recibí esa
tarde cerraba con una nota nostálgica que me dolió, pues no correspondía con el
carácter ligero de Romelia: “Ayer, mientras manejaba por el centro de Milán,
las hojas temblaron bajo un cielo sombrío. No sé por qué, pero detuve el coche
y empecé a llorar. Ahora entiendo la causa: extraño la Navidad de México, los
santacloses de vinil, la iluminación del Zócalo, los Reyes Magos de la Alameda,
con los que cada año me retrataba de niña. Quiero pedirte eso: que salgas a la
calle y me envíes un pedazo de México, un trozo de diciembre, algo que me
caliente el alma en estas afueras frías batidas por la nieve, golpeadas por el
viento”.
Fue así como una tarde fría de diciembre me
encontré caminando por las calles del centro con la pequeña grabadora en que me
disponía a guardar, para mi amiga, las ondas sonoras de la vieja Ciudad de
México. Creía prever esa crónica: detenerme ante el Santa Clos mecánico que
hace medio siglo ríe guturalmente en el aparador central del Sears de
Insurgentes; realizar una diatriba contra la explosión demográfica, centrada en
un lugar tan obvio como la estación Bellas Artes del Metro; marchar por Avenida
Juárez hacia ninguna parte, registrando el correr de los autos, el grito de los
vendedores, la música de los stands donde los Reyes Magos menesterosos y los
santacloses paupérrimos arrancan muecas nerviosas a los niños que posan entre
caballos de cartón, focos de colores y trineos de plástico. Sentarme en alguna
banca de la Alameda para capturar, bajo un fresno centenario, los diálogos
entrecortados que atravesaran el parque; leer en esa misma banca un fragmento
de la crónica que Manuel Gutiérrez Nájera publicó en El Partido Liberal
la Navidad de 1890, y que Romelia y yo encontramos, con furia estudiantil, en
los amarillos diarios de una hemeroteca: “He salido a flanear un rato por las
calles y en todas partes el fresco olor a lama, el bullicio de las plazas y la
alharaca de los pitos, me hablan de la Noche Buena. A cada paso tropiezo con
acémilas humanas, cargadas de canastones, por cuyas orillas asoman los brazos
de una rama de cedro, o las hebras del heno (…) Los cajones permanecen abiertos
y con los aparadores iluminados hasta muy entrada la noche. Apenas es posible
transitar por las aceras. Junto al cristal de cada aparador se agrupan los
curiosos… ¡Tristes de aquellos que corren las calles con un gabán abotonado!
¡Tristes de aquellos que no tienen un árbol de Noel!”. Sí. Entregarle como un
beso triste la postal auditiva de un mundo perdido hacía ¿cinco, seis años? el
verano en el que, con una mochila en la espalda y la promesa de reaparecer el
otoño siguiente, viajó a Italia para conocer en persona a un hombre con el que
se había enredado a través de los misteriosos tentáculos de la internet.
Nunca volvió. En venganza contra el avance
tecnológico que me robaba a la única amiga que había rescatado a mi paso por la
facultad, me rehusé a comunicarme con ella por computadora y comencé a
escribirle largas cartas decimonónicas que ella contestaba con tintero y
manguillo, y remitía lacradas con espectaculares sellos venecianos. Nada del
otro mundo: sus hallazgos de turista (“en Florencia siento como si el aire
iluminado por la luna rebosara de secretos de los grandes maestros”), sus
deslumbramientos jamesianos (“Salí del hotel sin perder tiempo para rendir
homenaje a los objetos sagrados que guarda el Palacio Vecchio”), sus avances
amorosos (“Te encantará, como a mí, conocer a Fabrizio”), sus entusiasmos
poéticos (“En Milán tengo tiempo y vino rosso”), sus ocurrencias de
siempre (“aquí todos los quesos terminan en vocal, y en enfermedades coronarias”).
Y ahora, por primera vez en cuarenta cartas: “No sé por qué, pero detuve el
coche y empecé a llorar”.
Por eso estuve caminando aquella tarde por el
Centro. Cien años después de Gutiérrez Nájera, continuaba siendo imposible
transitar por las aceras: junto al cristal de cada aparador se agrupaban los
curiosos. ¿A qué suena la ciudad? Un ciego no podría saber si en el rostro de
su esposa hay sufrimiento o algo mejor: al oír la cinta guardada en mi
grabadora, apenas lograba diferenciar la explosión de ruidos que se
entremezclan, se funden, se pierden, se oponen. Todo bajo un estruendo dominado
por el motor de los autos, las alarmas electrónicas, el retumbar de los micros,
el aullar de los camiones; todo bajo el grito insistente de los vendedores
ambulantes, del martillear de los radios, del infierno de esta ciudad que
convirtió los diálogos en apagados rumores. Recordé esa crónica de Monsiváis: “A
ciertas horas, digamos de las seis de la mañana a las nueve de la noche, arde
en las calles la música involuntaria, la propia de los cláxones y los frenazos
y los arrancones y las exclamaciones que integran una sola gigantesca mentada
de madre”. Entonces, agobiado por el tráfago de las tres de la tarde, Ulises
aterrado por el canto bestial de las sirenas, me alejé de las zonas más vivas
del centro para hundirme en las grandes y ruinosas vecindades, los viejos
palacios del dieciocho donde la ciudad monstruosa sigue manteniendo, demediado,
un poco de su antiguo ritmo.
A un costado del Templo Mayor tropecé con un
zaguán oscuro; pude ver desde la calle el reducido patio de cantera, las
escaleras de piedra, la tarde que caía sobre los barandales, iluminando macetas
de helechos. Crucé la puerta. En la pared de la derecha, pintada con letras
negras que el tiempo había deslucido, me recibió esta leyenda: “Que nadie pase
por este umbral sin que jure por su vida que María fue concebida sin la culpa
original”. Un gato salió de pronto de entre las macetas, trepó los peldaños
gastados y desapareció tras las ruinas de una puerta. No existía en la vivienda
más señal de movimiento. Avancé hasta el centro del patio, encendí la grabadora
y dije una cosa estúpida:
–Romelia, estoy en una parte de México que
desaparecerá, una parte que tal vez conociste, y que aún suena a viejo.
Dejé correr la cinta.
Esa noche, al volver a mi casa, antes de meter el
cassette en un sobre y pegar con la lengua las estampillas del correo aéreo,
quise revivir mi odisea auditiva. La grabación comenzaba con la risa mecánica
del Santa Clos de Insurgentes y terminaba en la vecindad donde, después de mi
voz, se había registrado el silencio: una isla de calma que se evaporó de
pronto cuando un murmullo que vino de lejos estampó en la cinta, sólo en la
cinta, estas palabras:
–Nosotros estamos muertos, nosotros vivimos.
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