Javier Esteban Gayo
Imaginé la secuencia de acontecimientos en la
siguiente forma: Una chica en el suelo. Los restos a medio masticar de una
manzana. Siete enanos abren los ojos como platos al entrar. El mayor de todos –al
que sus compañeros se refieren simplemente como “el Viejo”– da unas órdenes
confusas para el lector que, no obstante, desembocan en la fabricación de un
ataúd de grueso vidrio. La ponen a ella dentro y lo arrastran hasta un claro en
el centro del bosque. Allí les espera una tosca plataforma de cincuenta pies de
alto. “No hay más remedio, no podemos hacer nada”, insiste el Viejo. Traen
consigo una relativamente ingente cantidad de barriles de pólvora. La mitad de
los enanos (+1) mueren calcinados. La otra mitad (-1) no encuentran suficientes
motivos para seguir vivos tras la hazaña. Unas millas al sur, el príncipe
contempla la furiosa estela del despegue. La Reina ríe amargamente. El féretro
no llega a alcanzar una órbita estable y cuatro días después cae envuelto en un
ramo de fuego sobre el Atlántico, para estupor de la tres raídas carabelas
comandadas por este genovés loco, quien inmediatamente procede a consignar tal
prodigio en su diario. Estamos a 15 de septiembre de 1492.
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