Juan Gracia Armendáriz
Algo no marchaba bien, y Ana lo
sabía. Hasta aquella tarde de agosto –Gabriel y Andrés estaban lejos, de
vacaciones inglesas– sus padres la habían mantenido al margen de los
acontecimientos familiares que al final del verano adquirieron el cariz de lo
inapelable, igual que se barrunta la tormenta en la humedad del viento
levantado: las llamadas telefónicas a medianoche, la venta urgente de la casa,
las conversaciones de sus padres en el comedor del abuelo, las visitas del
abogado… fueron indicios suficientes para que Ana, pequeña aún, relegada al
espacio límbico de la infancia, supiera que los hechos se precipitarían sobre
todos ellos con la contundencia de lo inevitable.
Hasta esa tarde, la habían
entretenido con largos paseos por la playa, por el espigón del puerto o tomando
la barca de la isla hacia la posibilidad de un día atrapando cangrejos entre
las rocas y bebiendo limonada en el embarcadero. Y Ana, silenciosa y amable, se
había dejado convencer por el decorado de la normalidad, anulando en sus padres
un nuevo frente de temor. Y así lo hizo, esbozando una sonrisa con los ojos,
cuando aquella tarde la auparon sobre la grupa de un caballito, en medio de la
feria. Hasta ese instante –sus padres seguían detrás, cogidos de la mano, los
pasos del caballo de Ana– su vida había transcurrido con cierta y engañosa
placidez en el pueblo. Sus hermanos, modelos a imitar entonces, se tornaban
poco a poco en sombras: Andrés, lejano en edad con un pie ya en la
adolescencia, y Gabriel, su cómplice en ocasiones, su enemigo en otras.
Ana tenía una mancha cárdena en
medio de la palidez de la frente, mácula de los rigores de un parto difícil,
que se encendía con el fulgor de la ira cuando sus hermanos la excluían de los
juegos, especialmente de los torneos medievales organizados en la cochera y que
con el paso de la tarde degeneraban en un combate paleolítico y sin reglas de
honor… o cuando le impedían ir a cazar jilgueros con cimbel, liga y cardo. En
la marginación había cultivado el silencio.
Acaso esta infancia
transcurrida bajo el influjo lúdico de la masculinidad, explique el hecho de
que Ana expresara, ante el horror materno, su deseo de hacer la primera
comunión vestida de Sandokán, con un sable malayo en el cinto y el tatuaje de
la Perla de Labuán en el virginal hombro, o que durante mucho tiempo, su ideal
de hombre fuera un trampero del Canadá o un leñador de los Pirineos con quien
compartía una cabaña construida con troncos recios de haya en lo más profundo
del bosque y un perro mastín que vigilara frente a la chimenea sus sueños de
amazona en las noches de invierno…
Cuando acabó el paseo, la
bajaron del pony, los tres tomaron una ración de churros y un fotógrafo los
retrató de espaldas a la bahía. Luego su padre desapareció en un taxi.
Muchos años después, en esa
fotografía en blanco y negro y de bordes dentados, Ana fecharía el día en que
acabó su infancia.
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