Antonio Skármeta
Mi hermano toma las dos correas y las cruza en la hebilla de la maleta
de cuero que compró especialmente para este viaje. La vieja me gritó desde la cocina
que le dijese que pusiera las galochas para la lluvia. Cuando se lo dije, me rechazó
con un manotazo indiferente.
–Sólo molestarían –dijo–. Además allá es verano. Allá
no llueve.
Fui a la cocina y me pidió que insistiera. Ella no cree
que haya un lugar donde no llueva. Mi vieja está siempre pendiente de que uno no
se enferme, todo el día anda con que tienes los calcetines mojados, que estás transpirado,
que cierra la puerta por la corriente. La mamá tiene tendencia a confundir el resfrío
con la leucemia.
Es como las viejujas que salen en las películas italianas,
buena para la cocina y regalona con los cabros. Mi viejo es también como los papás
de las películas, y es un viejo el descueve de bueno, con un corazón de este volado.
Mi viejo ha regalado varias veces su abrigo en invierno y después tiene que comprarse
otro a crédito. Flor de loco es mi papito.
Ya presiento que hoy día va a quedar la crema, porque
con todo lo italianos que son mis viejos es bien curioso que se hayan atrincherado
en la cocina y no quieran ir a despedirse de mi hermano. Mi viejo dijo que no se
despediría de él ni cagando porque anoche pelearon y la mamá me dijo que el viejo
le había dicho a mi hermano que él era un concha de su madre. Yo creo que por pura
solidaridad está atrincherada en la cocina, mientras mi hermano se acalora presionando
la otra maleta para poder cerrarla.
Nosotros lo miramos sentados en mi cama, fumando. Yo
paso todo el tiempo fumando. Esa es otra cosa que vuelve loca a mi mami. Dice que
me voy a quedar chico y pendejo y que no voy a ser como mi hermano, que es maceta
y pinteado y se compra las chaquetas en una tienda pijecita de Providencia. La mami
no me puede ver con el cigarrillo en el hocico. La otra que fuma a mi lado es Paula,
que viene a ser algo así como la novia de mi hermano. Estamos en mi pieza y no en
la de él porque a mi hermano no le gusta tirar en su dormitorio: dice que mi pieza
tiene más ambiente. Le llama ambiente a todos mis libros y discos y a los afiches
que puse en las paredes. Mi hermano piensa que los cuartos llenos de libros son
buenos para venir con minas. Él nunca ha comprado libros ni discos porque gasta
la plata en vestirse como un pendejo, con corbatas italianas y ternos fabricados
prácticamente sobre su propio lomo. Yo todo lo contrario, ando pililo y con un pelo
de este porte. El pelo es otra cosa que le jode la bilis a mi vieja.
Mi hermano cierra las valijas, les calcula el peso,
ajusta unas correas sueltas y luego las pone en el suelo, aparentemente conforme
con su trabajo. Yo creo que mi hermano está tan cagado con esto que le dijeron mis
padres que no van a despedirse de él, que le bajó por cultivarse. Por eso avanza
hacia el estante y revisa los libros pasando un dedo sobre ellos. Después saca uno,
le sacude el polvo golpeándolo contra un muslo, lo alza y hasta parece que lo estuviera
hojeando. Debe estar a punto de desmayarse del esfuerzo intelectual que está haciendo.
Se detiene en una página y hasta parece que leyera. A pesar de que no está muy claro
aquí dentro, me cacho chanchito que el libro ese rojo con títulos negros es Del
tiempo y del río, de Tomas Wolfe. Paula ha corrido levemente la persiana y mira
la calle. No es que yo esté comprobando desde aquí, pero no cabe duda que llueve.
Es que Paula parada allí tiene el cuello torcido como si lloviera.
–¿Leíste este?
Estoy a punto de decirle que no, para que no lo lleve.
Mi hermano es de esos que creen que cuando uno leyó un libro puede botarlo. Cree
que leer un libro es lo mismo que ir a ver una película. Además yo quiero ser escritor
y los colecciono. Mi vieja me dijo: melenudo, fumador, marihuanero y ahora escritor:
ecco un figlio maricone.
Finalmente no le digo que no. Trato de mirarlo a los
ojos para decirle que es un libro bueno, que es un libro sangrientamente bueno y
que a mí me importa aquí en los huevos que lo lea. Que no me importa que se lo lleve.
Pero este huevón nunca da los ojos a nadie. Está siempre semisonriéndose y consciente
de su nariz. No sé si será mucha cabeza de pescado decir que toda la cara le converge
en la nariz.
–Sí lo leí –le digo.
–¿Puedes prestármelo?
–Llévatelo.
Se sienta en una silla y recorre con la mirada las murallas
y el techo de la habitación. Es la décima vez en los últimos diez minutos que lo
veo mirar el reloj.
–Todavía falta –dice.
Nos quedamos los tres en silencio. Ojalá que no pase
una hormiga porque nos daría susto. Paula cambia de posición, abandona las persianas
y busca con la vista a mi hermano. Éste clava la mirada en la pared, y no veo por
dónde tenga intenciones de desviarla. Yo ya tengo otro pucho en las manos y lo enciendo.
Voy hasta la puerta. En el fondo lo único que quiero es pegarme el raje. Yo quisiera
que este día ya hubiera pasado. Me gustaría haberlo tarjado del calendario. Pero
me detiene en el umbral llamándome con mi nombre de cabro chico.
–Háblales de nuevo –me dice.
Me acerco un poco a ver si cuando dijo esto puso los
ojos. Si metió los ojos para pedírmelo. Me acerco para ver si me está viendo, si
me está mirando.
–Está bien –digo conformándome con su nuca agachada
sobre los cordones de los zapatos.
Voy hasta la puerta de la cocina y ya tengo listo el
pretexto. Entraré a tomar un vaso de agua.
Agarro la manilla, la giro y niente. La atrancaron
por dentro. Ahora resulta que uno ya ni siquiera puede servirse un vaso de agua.
–Papi, déjame entrar –le susurro por la ranura, sin
golpear la puerta.
Lo siento acercarse.
–¿Qué quiere?
–Un vaso de agua, papi.
Lo oigo respirar pesadamente. El viejo no debe aguantarse
a sí mismo en esta actitud que está tomando. Lo adivino con la oreja pegada a la
ranura y a la mami allá al fondo con las uñas en la boca.
–¡Qué vaso de agua ni qué mierda, figlio! ¡Usted
viene con recaditos, con mensajitos viene!
Pruebo otra vez la manilla.
–Ábrame la puerta, papi.
–Yo le voy a mandar un mensaje.
Remezco la puerta, siempre con la manilla agarrada.
–Dígale a su hermano que es un traidor.
–Abra la puerta viejo. Quiero tomar un vaso de agua.
La vieja debe estar estrujando un paño de cocina o rascándose
los pómulos. Se rasca los pómulos como una fanática cada vez que le da pena.
Ahora mi viejo tiene que haber encendido un cigarrillo.
–Dígale que es un reaccionario.
–Está bien, papi. Ahora ábrame la puerta.
–Dígale que no entiende nada. Que ésta es su casa. ¡Dígale
que yo no lo eduqué cinco años en la Universidad para que se mande a cambiar allá
a la isla de no sé qué puta madre!
Se me está acabando el pucho. Con la boca pegada a la
puerta aspiro el último conchito.
Ahora él remece la puerta como si me estuviera apretando
el cogote.
–¡Usted dígale a su hermano que no es hijo mío! Dígale
así, no más. Dígale que se vaya.
Me caga la leche no tener otro pucho a mano.
–Papi –le digo–, dele un abrazo y que se vaya. Usted
y yo somos revolucionarios, papi. Para qué se hace mala sangre.
Vuelve a menear la puerta y esta vez con muchas más
ganas. Me aparto un poco, por si las moscas.
–¡Usted no tiene nada de revolucionario! ¡Usted es un
pajero marihuanero! Dígale a su hermano que yo no lo eduqué cinco años…
–Sí sé, viejo.
–… cinco años en la Universidad para que se vaya a trabajar
no sé qué mierda de bencinera en Australia. Dígale…
Ahora yo golpeo con los puños en la puerta.
–¡No huevee, viejo! –le digo.
Aprovecho el silencio, para quemar el último cartucho.
–Dele un apretón de manos y buenas noches. Si no lo
hace se va a quedar toda la vida con la bala pasada. Dígale a la vieja que
abra la puerta. Él me pidió que se los dijera. Su hijo quiere verlo, papi. Dele
un apretón de manos, qué le cuesta papi.
Trato de oír con las cejas levantadas, de adivinar con
la nariz lo que está pasando. La mamá abriendo y cerrando la manilla, llenando por
las puras vasos de agua que se los llevará a la boca y los derramará sin probarlos.
–¡Jódanse! –digo, y avanzo por el corredor hacia mi
dormitorio.
Los encuentro arriba de mi cama, besándose. En el pelo
de ella, en el modo como le cae el pelo a ella, sé que están besándose de distinta
manera. Ella acompañando el beso con la mano sobre el pelo, él metiéndole una mano
bajo el sobaco, él buscándole el borde de la oreja con la lengua. Siento que estos
debieran besarse con un equipo de traductores.
Pienso: si la embarazó, ¿quién responde? La Paula estaba
nuevecita cuando vino por primera vez a esta pieza. Llegó con calcetines largos
de universitaria y la mini escocesa. La Paulita llegó con mi hermano a esta pieza
y yo me fui al cine igual que esos cabros pajeros que aparecen en los chistes. Yo
creo que la Paula vino con mi hermano por esa cosa medio huevona que tienen las
cabras que los giles como mi hermano se las drogan con bla-blá. Yo no sé cómo todavía
hay minas que se acuestan con gallos que se compran ternos en Juven’s y pasan la
mitad del día fumando delante del espejo.
Además ella está llorando. Los ojos verdes tienen un
relámpago despacito en el fondo, como si le saliera debajo de un agua. Mi hermano
debe haber ido a consolarla, y terminó metiéndole la mano. Cuando me ve se levanta
de un salto y va a buscar un cigarrillo. Me pasa la cajetilla y no me mira cuando
los enciende. Yo estoy también como colgado mirando a la Paula limpiarse la cara
con el dorso, mordiéndose el dorso.
–¿Qué te dijeron?
–No quieren verte.
–Jodidos los viejos.
Los dos chupamos los cigarrillos. Se arregla con la
mano el ondulado que tiene en la cabeza. Va hacia mi lámpara de velador y la enciende.
Es para ver la hora.
–Habrá que irse yendo.
Mi hermano se pone el sombrero y chifla despacito un
tema que yo también he oído en la radio, pero no me acuerdo quiénes lo cantan. Luego
se palpa el bolsillo sobre el trasero. Ahí constata que estén los dólares que acumuló
para el viaje. Dice que va a comenzar manejando camiones, que después se meterá
en una gasolinera.
–Anda a hablarle a los viejos –dice–. Diles que me voy
yendo.
–No quieren verte, huevón. No quieren verte.
Se rasca el cuello.
–El viejo es un dogmático –dice, avanzando hacia su
chaqueta.
Yo le digo:
–No digái huevadas.
Se da vuelta, y esta vez sí que me está mirando.
Me mira como quien hubiera visto entrar un animal a
la pieza. Un gato, pienso.
–Mejor será que vayas a hablar con el viejo.
Hundo las manos en los bolsillos y camino hacia la persiana.
La cierro y la abro. Justo al frente encienden el luminoso. La luz verde sobre la
acera húmeda es como una señal de algo. También la luz roja del semáforo. Hago un
nudo sobre la cinta que corre las persianas. Siento fríos los pies, y Paula está
sobre el lecho dispersa como una frazada. Mi hermano se arrodilla, le acaricia el
pelo y la besa en los labios. Ahora que lo veo, se ha puesto la chaqueta. Agarra
una maleta y me indica la otra con un gesto. La alzo.
–Parece que ya no llueve –comenta.
Ahora, con las anchas maletas enredándosenos en las
piernas, sentimos que el pasillo es estrecho. Camino encorvado sosteniendo la valija
delante. Mi hermano me sigue con el sombrero puesto y el ondulado cayéndole sobre
la mitad de la nariz. En la puerta de entrada el espacio se ensancha. Hay un perchero
y un espejo. Mi hermano avanza y saca la peineta con la celeridad con que a un gángster
se le ilumina de repente la navaja en la mano. Lentamente se aterriza el jopo. Levanta
una ceja y se pone de perfil, y todavía ladea más la cabeza para ver cómo le cuelga
el pelo sobre la espalda. Enseguida sacude el peine y lo hunde en el bolsillo del
pañuelo. Yo no sé de dónde salió este otro cigarrillo que tengo entre los dedos
con las motas de tabaco mordidas y una película roja en la punta. Coloco junto a
la puerta las dos valijas, como ordenábamos dos ejércitos de plomo simétricamente
cuando cabros. De repente se me ocurre que todavía somos cabros. Que todo esto es
un juego. Que la Paula no es la Paula sino la Chabela, la hija de la empleada. Se
me ocurre que esto es un juego. Que mi hermano dará una vuelta por la manzana, volverá
chascón y con los pómulos arañados y dirá: estuve en África.
Finalmente se coloca el impermeable blanco, y cogiendo
las solapas con las puntas de los dedos le pega unos golpecitos para ajustárselas.
Todo esto frente al espejo. Después se da vuelta para hablarme. Se dan vuelta su
cuerpo, su terno de tweed, su perfume Flaño, su impermeable James Bond, su
sombrero Sinatra, su corbata italiana, su peinado Yamil.
Pero a pesar de que esté vestido de figurín, la voz
le sale nasal y moquillenta como después de una lucha o un partido de fútbol.
–Háblales –me ruega.
Aspiro otra pitada y golpeo la puerta de la cocina que
está ahí mismo, al lado de la salida a la calle.
–Papá –le digo, absurdamente empinado sobre la punta
de mis pies y con la boca pegada a la ranura que desprende una luz delgadita–. Papá,
su hijo está aquí mismo. Quiere despedirse.
Ahora, en el lugar que antes puse la boca coloco la
oreja. La vista la tengo sobre los ojos de mi hermano, quien mira hacia arriba con
el cuello tenso, como si quisiera oír lo que pasa allá dentro con el cogote y no
con las orejas.
–Papá –repito, acelerado por un gesto de mi hermano–,
déjese de cuestiones y háblele. ¡Qué le cuesta!
Él también avanza hacia la ranura. Oímos primero un
murmullo de voces. La mamá con un grito contenido y él farfullando.
Mi hermano golpea la puerta, mirándola de frente, como
si la traspasara. Ya se le levantó la nariz decidida, una nariz que está siempre
adelante, orgullosa como un lanzazo, pidiendo cancha. Esas narices que se les ve
a los pijes tomando aperitivos en el Oriente o aguardando en sus Mercedes Benz la
luz verde de los semáforos.
Pienso: el viejo va a abrirle.
Pienso: el viejo se va a descerrajar la rabia de un
cuchillazo y va a abrir esta puerta.
A lo mejor toda esta mierda es una casualidad, una trampa.
Pienso que tal vez alguien se equivocó en la repartija
de hijos y de padres.
–Papá –dice mi hermano.
La voz se le suaviza. Susurra apretando el botón de
otra máquina. No quiere irse con la bala pasada, no acepta que le quede nada goteando
adentro de su esqueleto insolente.
–Papá –dice–. Hasta luego.
Y se aparta un paso como si ese movimiento estuviera
convenido por un director de teatro. Entre la puerta y él parece que el silencio
fuera una fiera. De pronto la luz de la cocina se derrama encima como un abrazo.
Me acuerdo de esos cuadros donde aparecen los apóstoles y les cae derechito sobre
la frente un rayo desde el cielo. Por un segundo se ve pálido. Por ese breve segundo
las narices se le han ensanchado y los hombros se le caen y desde la cintura se
le desempaqueta una breve panza.
Papá aparece en el vestíbulo, la camisa abierta con
el cuello doblado, los pelos canosos y la mirada húmeda y negra. Detrás sale mamá
con el paño cocinero estrujado en una mano.
–¿Ya se va, figlio? –le dice.
Mi hermano asiente. Luego agacha la cabeza y mira las
maletas.
–Déjeme que lo abrace, viejo.
Mamá toca la espalda de mi padre y es lo mismo que si
lo empujara.
Él se frota el párpado derecho y alarga los brazos cortos
y peludos. Agarra a mi hermano y lo aprieta casi como un mordisco, y lo afloja un
poco, y lo besa en la mejilla, y vuelve a presionarlo con los ojos cerrados. Mi
hermano le pasa los dos brazos por debajo de los sobacos y no le deja ir la cabeza
y le entierra todos los dedos de las dos manos entre el pelo canoso, y lo aprieta
más contra su cara.
–Que le vaya bien, figlio –dice el papi. Mi hermano
no lo larga.
–Gracias –le dice. Y yo apenas lo oigo.
Yo pienso: ¡suéltalo!, pero en vez de avanzar hacia
ellos me arrincono en la muralla.
Los dos se despegan sin mirarse. Mamá se adelanta, lo
agarra de la cabeza y se la mete en el hueco del hombro, y ensarta la cabeza entre
su hombro y la quijada, y suspira con los ojos cerrados y las manos le tiemblan
sobre su cabeza como si estuvieran enfermas.
Cuando afloja, mi hermano agarra una maleta sin mirar
a nadie y para mí es como si recibiera una orden y levanto la otra y le abro la
puerta para que salga. Y bajamos la escalera y ya estamos en la calle y las luces
patinan en el pavimento como cuchilladas. ¿De dónde saqué este cigarrillo que ahora
enciendo? Los autos pasan lentos y no alcanzan a levantar el cachito de agua que
ha caído desde la mañana. Mi hermano palpa su bolsillo trasero y camina hasta la
cuneta arrugando los ojos y empinándose a ver si descubre un taxi. Con la punta
de un dedo se levanta la punta de la manga izquierda y chequea el reloj. Infla la
boca y la aprieta, preocupado.
El Chevrolet que venía por la mitad de la calzada se
cierra cautelosamente hacia la cuneta. Tenemos que correr un poco porque el coche
queda más adelante. Mi hermano hunde la cabeza por la ventanilla y le explica que
al aeropuerto. Mete primero su valija sobre el asiento delantero, y luego me pide
la que yo sostengo sacudiéndose las manos. Se la paso y la arroja desordenadamente
en el asiento de atrás. Hay una fila de coches que esperan detrás nuestro. Es extraño
que no toquen las bocinas. Más raro todavía es que el silencio ha crecido con la
cercanía de la noche, como si toda la calle estuviera llena de pájaros muertos.
Mi hermano viene hacia mí y debajo del impermeable le
saltan los dos brazos largos y rápidos y me mira a los ojos y pide envolverme en
un abrazo.
Pero yo lo miro a los ojos y me agazapo.
Lo miro a los ojos y siento que mi cuello está hundido,
que me brillan los dientes.
Algo entonces detiene a mi hermano.
Se queda ahí un instante con las manos vacías y ambiciosas,
con los brazos repletos de aire, como un molino sin viento, como un barco sin agua.
Por fin baja los brazos, sonríe un poco, de costado,
y la nariz se le agudiza, se le perfila y se le eleva contra el fondo de edificios.
La sonrisa no lo deja cuando cierra desde adentro la puerta. Casi se le ve la sonrisa
en la nuca cuando el taxi se aleja mostrándome su espalda.
La puerta de la cocina está entreabierta y mis viejos
toman agua, callados. Me filtro por el corredor y llego a mi pieza. No sé qué pasa
hoy que todo está lleno de silencio, ni siquiera me sale una canción para tararearla.
En el fondo de la sombra se mueve lentamente el cuerpo de Paula. Se lleva la mano
a la frente para saludarme y yo avanzo hacia la lamparilla y la apago. Luego la
enciendo, y permanezco de pie raspándome el labio inferior con los dientes. Tengo
ganas de limpiarme la garganta, pero me adelanto al ruido del carraspeo y mejor
trago saliva lentamente. Alcanzo un libro del estante. Lo hojeo sin mirarlo.
Pienso: cuando sea grande voy a saber qué decir en estos
casos; voy a tener la jeta llena de palabras; dejaré de agazaparme como un gato,
de manosear los libros y la sombra.
Pero hablo. Como un pendejo, se me mueven los labios.
–Tengo que estudiar –dice mi boca–. Mañana es el examen.
Paula dice:
–Perdona.
Sale de la cama. Se alisa el pelo, se ajusta su falda
hundiendo los dedos en la cintura. Toma el impermeable. Agarra la cartera.
Me acerco, la tomo de un brazo y detengo su marcha hacia
la puerta.
–No te vayas –le digo–. No tienes por qué irte. Puedo
estudiar más tarde. Puedo no estudiar si me da la gana. Lo dije de huevón. Por decir
algo.
–De todas maneras.
Balancea su cartera y la siento pasar una y otra vez
sobre mi muslo.
–¡No te vayas!
Voy hacia ella y arqueo el lomo para recibirla. Lentamente
su cuerpo se mete en mi abrazo y enseguida yo la aparto un poco para mirarla. Y
sus ojos están dulces y su boca cansada, y sus pómulos me arden en las yemas. La
beso en el pelo, y después en los ojos. La beso en la boca. Y vuelvo a apretarla.
Y ella no dice nada. Y me besa. Y de su boca surge la lengua mojada y rápida y me
acaricia con ella el cuello y después me la mete dentro de la boca.
Yo la llevo hacia la cama, y nos tendemos abrazados
y nos apretamos fuertemente las cabezas y cada vez que nos soltamos es sólo para
besarnos. Y nos apretamos y nos soltamos y ella no dice nada y yo le abro la blusa
y yo no sé qué decirle y ella no sabe qué decirme y ahora ya solamente nos apretamos.
Y siento que con las lenguas nos buscamos las gargantas.
–Eres una mierda –le digo a mi hermano.
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