J. M. Machado de Assis
Una
señora propietaria de un ingenio, en Bahía, allá por el año de mil setecientos
y pico, estando reunida con algunos íntimos alrededor de su mesa, anunció a uno
de sus invitados, famoso por su glotonería, un postre muy especial. Él quiso
saber de inmediato de qué se trataba; la dueña de casa le pidió que supiera
refrenar su curiosidad. No fue necesario nada más para que poco después todos
estuvieran discutiendo acerca de la curiosidad, si era masculina o femenina, y
si la responsabilidad de la pérdida del paraíso debía recaer sobre Eva o sobre
Adán. Las señoras decían que sobre Adán, los hombres que sobre Eva, menos el
juez que nada decía, y Fray Bento, carmelita, quien al ser interrogado por la
dueña de casa, doña Leonor, respondió sonriendo:
–Yo, señora mía, toco violín –y no mentía, porque era
insigne en el violín y en el arpa, no menos que en la teología.
Consultado, el juez respondió que no habla, en rigor,
sobre qué opinar, ya que las cosas, en el paraíso, ocurrieron de modo diferente
a como estaba narrado en el primer libro del Pentateuco, que es apócrifo.
Asombro general, carcajada del carmelita, que conocía al juez como uno de los
hombres más piadosos de la región, y que sabía que era también jovial e
inventivo, y hasta amigo de las mentiras, desde que fueran oportunas y
piadosas; en las cosas graves, en cambio, era gravísimo.
–Fray Bento –le dijo doña Leonor–, haga callar al
señor Veloso.
–No lo hago callar –afirmó el fraile–, porque sé que
de su boca ha de salir todo con buena intención.
–Pero la Escritura… –empezó a decir el hacendado João
Barboza.
–Dejemos en paz la Escritura –interrumpió el
carmelita–. Naturalmente, el señor Veloso conoce otros libros…
–Conozco el auténtico –insistió el juez, recibiendo
la porción del postre que doña Leonor le ofrecía–, y estoy listo para decir lo
que sé, si no ordenan lo contrario.
–Vamos, empiece.
–Las cosas ocurrieron así. En primer lugar, al mundo
no lo creó Dios, sino el Diablo…
–¡Santo Cielo! –exclamaron las señoras.
–No pronuncie ese nombre –le pidió doña Leonor.
–Sí, pareciera que… –empezó a decir Fray Bento.
–Sea. Lo llamaremos el Tiñoso. Al mundo lo creó el
Tiñoso; pero Dios, que leyó su pensamiento, sólo dejó en libertad sus manos,
corrigiendo o atenuando la obra, a fin de que ni el propio mal desesperara de
la salvación o del perdón. Y la acción divina no tardó en evidenciarse ya que
habiendo el Tiñoso creado las tinieblas, Dios creó la luz, y así surgió el
primer día. Al segundo día, durante el cual fueron creadas las aguas, nacieron
las tempestades y los huracanes; pero las brisas de la tarde bajaron del pensamiento
divino. Al tercer día fue hecha la tierra, y en ella brotaron las plantas, pero
sólo los vegetales sin flor ni fruto, los espinosos, las hierbas que matan como
la cicuta; Dios, empero, creó los árboles frutales y los vegetales que nutren o
encantan. Y habiendo el Tiñoso cavado abismos y cavernas en la tierra, Dios
hizo el sol, la luna y las estrellas; tal fue la obra del cuarto día. Al quinto
se crearon los animales de la tierra, del agua y del aire. Llegamos al sexto
día, y aquí pido que redoblen la atención.
No era necesario que lo pidiese; toda la mesa estaba
con los ojos fijos en él, absorta.
Veloso prosiguió diciendo que en el sexto día fue creado
el hombre, y en seguida la mujer; ambos bellos, pero sin alma, ya que el Tiñoso
no podía dárselas, y sólo con instintos perversos. Dios les infundió el alma,
con un soplo, y con otro los sentimientos nobles, puros y grandes. No cesó allí
la misericordia divina; hizo brotar un jardín de delicias, y a él los condujo,
poniéndolo todo en sus manos. Uno y otro cayeron a los pies del Señor,
derramando lágrimas de gratitud. “Viviréis aquí”, les dijo el Señor, “y
comeréis de todos los frutos, menos el de este árbol, que es el de la ciencia
del Bien y del Mal”.
Adán y Eva oyeron sumisos; y una vez solos, se
miraron uno al otro, fascinados; no parecían los mismos. Eva, antes que Dios le
infundiese los buenos sentimientos, pensaba tenderle una trampa a Adán, y Adán
sentía ganas de golpearla. Ahora, empero, embebíanse en la contemplación
recíproca o en la observación de la naturaleza, que era espléndida. Nunca hasta
entonces habían visto aires tan puros, ni aguas tan frescas, ni flores tan
lindas y perfumadas, ni había otros sitios donde el sol derramara aquellos torrentes
de claridad. Y tomados de la mano recorrieron todo, riéndose mucho, en los
primeros días, porque hasta entonces no habían aprendido a reír. No tenían la
sensación del tiempo. No sentían el peso del ocio; vivían inmersos en la
contemplación. Al atardecer iban a ver morir el sol y nacer la luna, y a contar
las estrellas, y raramente llegaban a mil; el sueño los invadía y se dormían
como dos ángeles.
Naturalmente, el Tiñoso se puso furioso cuando supo
lo que había ocurrido. No podía ir al paraíso, donde todo le era hostil, ni
tampoco intentaría luchar con el Señor; pero oyendo un rumor en el suelo, entre
hojas secas, miró y vio que era la serpiente. La llamó alborozado.
–Ven aquí, sierpe, fiel rastrera, ponzoña de
ponzoñas, ¿quieres tú ser la embajadora de tu país, para reconquistar las obras
de tu padre?
La serpiente hizo con la cola un movimiento vago, que
parecía afirmativo; pero el Tiñoso le dio el habla, y ella respondió que sí,
que iría donde él se lo ordenase; a las estrellas, si le diese las alas del
águila; al mar, si le confiase el arte de respirar en el agua; al fondo de la
tierra, si la dotase del talento de la hormiga. Y hablaba la maligna, cómo
hablaba, sin parar, contenta y pródiga en palabras; pero el diablo la
interrumpió:
–Nada de eso, ni al aire, ni al mar, ni a la tierra,
sino únicamente al jardín de las delicias; allí están viviendo Adán y Eva.
–¿Adán y Eva?
–Sí, Adán y Eva.
–¿Dos hermosas criaturas que vimos tiempo atrás,
caminando altas y rectas como palmeras?
–Exactamente.
–¡Oh! ¡Los detesto! Me basta verlos para sufrir
indeciblemente. No querrás que les haga mal…
–Eso es justamente lo que quiero.
–¿Sí? Entonces cuenta conmigo. Iré, haré todo lo que
desees, mi señor y padre. Anda, dime rápido qué quieres que haga. ¿Que muerda
el talón de Eva? Lo morderé…
–No –interrumpió el Tiñoso–. Quiero justamente lo
contrario. En el jardín hay un árbol, que es el de la ciencia del Bien y del
Mal; ellos tienen prohibido tocarlo y comer de sus frutos. Ve, entra, enróscate
en el árbol, y cuando uno de ellos pase por allí, llámalo en voz baja, arranca
una fruta y ofrécesela diciendo que es la más sabrosa del mundo; si te responde
que no, tú insistirás, diciéndole que basta probarla para conocer el mismísimo
secreto de la vida. Ve, anda…
–Sí, mi señor; pero no me dirigiré a Adán sino a Eva.
Ya estoy en marcha. ¿O sea que el mismísimo secreto de la vida, no?
–Exactamente, el mismísimo secreto de la vida. Ve,
sierpe de mis entrañas, flor del mal, y si sabes cumplir, juro que tendrás la
mejor parte entre las presas que te ofrece la creación, que es la parte humana,
porque tendrás mucho talón de Eva para morder, mucha sangre de Adán en la que
inocular el virus del mal… Anda, anda, no te olvides…
¿Olvidar? Ya todo estaba perfectamente memorizado.
Llegó al paraíso, penetró en él, alcanzó arrastrándose el árbol del Bien y el
Mal, se enroscó y esperó. Al rato, apareció Eva, caminando sola, esbelta, con
el aplomo de una reina segura de que nadie le arrancará la corona. La
serpiente, mordida por la envidia, ya estaba a punto de traer la ponzoña a su
lengua, cuando recordó que estaba allí a las órdenes del Tiñoso y, con voz de
miel, la llamó. Eva se estremeció.
–¿Quién me llama?
–Soy yo, aquí estoy saboreando esta fruta…
–¡Desgraciada, es el árbol del Bien y del Mal!
–Lo sé. Ahora conozco todo, el origen de las cosas y
el enigma de la vida. Acércate, prueba y serás dueña de grandes poderes en la
tierra.
–¡Pérfida! ¡No lo haré!
–¡Necia! ¿Por qué rechazas el resplandor de los
tiempos? Escúchame, haz lo que te digo, y serás legión, fundarás ciudades y te
llamarás Cleopatra, Dido, Semíramis; engendrará héroes tu vientre, y serás
Cornelia; oirás la voz del cielo, y serás Débora; cantarás y serás Safo. Y un
día, si Dios quiere bajar a la tierra, elegirá tus entrañas y te llamarás María
de Nazaret. ¿Qué más puedes querer? Realeza, poesía, divinidad, todo lo cambias
por una tonta obediencia. Y no sólo tendrás lo que te he dicho. Hay más. Toda
la naturaleza te hará bella y más bella. Colores de las hojas verdes, colores
del cielo azul, vivos o pálidos, colores de la noche, han de reflejarse en tus
ojos. La misma noche, en pugna con el sol, vendrá a jugar en tus cabellos. Los
hijos de tu seno tejerán para ti las mejores vestiduras, compondrán los más
finos aromas, y las aves te darán sus plumas, y la tierra sus flores, todo,
todo, todo…
Eva escuchaba impasible; entonces llegó Adán, los oyó
y confirmó la respuesta de Eva; nada valía la pérdida del paraíso, ni la
ciencia, ni el poder, ni ninguna de las demás ilusiones de la tierra. Luego de
decir esto, se tomaron de las manos, y se alejaron de la serpiente, que partió
presurosa a informar al Tiñoso…
Dios que oyera todo, dijo a Gabriel:
–Ve, arcángel mío, desciende al paraíso terrestre
donde viven Adán y Eva, y tráelos a la eterna bienaventuranza que merecen por
la repulsión que manifestaron ante las instigaciones del Tiñoso.
Y el arcángel, tras encasquetarse el yelmo de
diamantes, que centellea como un millón de soles, cruzó instantáneamente los
aires, llegó hasta Adán y Eva y les dijo:
–Salve, Adán y Eva. Venid conmigo al paraíso
celestial, al que os habéis hecho acreedores por la repulsión que
manifestasteis ante las instigaciones del Tiñoso.
Uno y otro, atónitos y confusos, se curvaron en señal
de obediencia; entonces Gabriel los tomó de las manos, y los tres ascendieron
hasta la morada eterna, donde miríadas de ángeles los esperaban, cantando:
–Entrad, entrad. La tierra que dejasteis, ha sido
entregada a las obras del Tiñoso, a los animales feroces y maléficos, a las
plantas dañinas y ponzoñosas, al aire impuro, a la vida de los pantanos.
Reinará en ella la serpiente que se arrastra, babea y muerde, ninguna criatura
igual a vosotros pondrá entre tanta abominación la nota de la esperanza y de la
piedad.
Y así fue como Adán y Eva entraron al cielo, al son
de todas las cítaras que unían sus notas en un himno a los dos egresados de la
creación…
…Cuando terminó de hablar, el juez extendió el plato
a doña Leonor para que le sirviera más postre, mientras los demás comensales se
miraban unos a otros, boquiabiertos; en vez de oír una explicación, habían
escuchado una narración enigmática o, por lo menos, sin sentido aparente. Doña
Leonor fue la primera en hablar:
–Bien decía yo que el señor Veloso estaba bromeando
con nosotros. No fue eso lo que le pedimos que nos contara, ni nada de eso
sucedió ¿no es cierto, Fray Bento?
–El señor juez lo sabe perfectamente –respondió el
carmelita sonriendo.
Y el juez llevándose a la boca una cucharada de
postre:
–Pensándolo bien, creo que nada de eso ocurrió; pero
además, doña Leonor, si hubiese ocurrido, no estaríamos aquí saboreando este
postre, que es, en verdad, algo delicioso. ¿Sigue trabajando para usted aquella
vieja repostera de Itapagipe?
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