Antonio Skármeta
Wednesday morning
at five o’clock
As the day begins.
THE BEATLES
Cuando la abuela tropezó en la cocina
y la azucarera de loza se astilló en el piso y los pedacitos se repartieron por
ahí, mi madre, que tostaba el pan del desayuno sobre el gas, apagó el fuego. Se
puso las manos en las caderas y apretando la mandíbula, silbó:
–¡Por Dios, mamá!
La vieja bufó sin que le salieran
palabras. Estaba como recitando los restos de un ataque de asma. Yo sabía que en
las orejas de la abuela unos agudos dientes trituraban fruiciosamente las palabras
que le decían y que luego, como toda respuesta, escupía unos generosos salivazos
sobre el patio de tierra atrayendo la atención de los pollos picotones.
Sabía por sobre todas las cosas que
su asma era un océano que le subía en el estómago cuando la nuera la apodaba “mamá”.
En verdad estaban empatados en los últimos minutos y se daban mucha leña por debajo
de las canillas. Yo mordisqueé con las cejas levantadas la cáscara de una marraqueta
añeja.
A medida que recopilaba con la vista
el desperdicio, mamá iba abasteciéndose de rabia. Así era mi mamá. Se le calentaba
el motor de a poquito. Uno nunca podía saber hasta dónde podía hundir la pata mamá
cuando se le calentaba el motor.
Con un pie apartó el asa de la azucarera,
que se había desprendido casi entera, y se agachó a recogerla.
–¿Por qué no se va a la pieza, mamá?
–dijo.
Vi que a la vieja se le movían los
anteojos agarrados a la nuca por un elástico negro. Le pegué una mascada al pan
y lo mordí ampliamente, amasándolo en la boca, y con los ojos bien abiertos.
–¡Váyase a la pieza, mamá! Yo le
llevaré el desayuno a usted y al nono.
Mamá estaba recogiendo los pedazos
de a uno, y la abuela opinó:
–Es mejor barrerlo con la escoba.
Las erres yugoslavas se le
arrastraban suavecitas. Agarró la escoba detrás de la puerta e intentó comenzar
a barrer. Mamá se levantó del suelo y le arrebató la escoba sin mirarla.
–¿Cómo se le ocurre ponerse a barrer
cuando estoy preparando el desayuno? –dijo–. Francamente me tiene la cabeza así,
mamá.
Y se puso las dos manos tiritando
a cada lado de la cabeza como si le hubieran tirado un paquete de electricidad.
Hundí un par de dedos en la marraqueta
y le arranqué una miga. La vieja comenzó a balancear la cabeza. Tendría setenta
años, uno nunca sabe la edad de las abuelas.
–Tú estás en tu casa –dijo la vieja.
Fue al lavaplatos, abrió la canilla
y echó a correr el agua.
–Mamá –dijo mi madre–. ¿Qué está
haciendo?
–Usted está en su casa –repitió ahora
la abuela.
Estaba agarrando todos los vasos
del lavaplatos como si ordenara un rompecabezas.
Mamá la miró y le vi la vena de la
garganta hincharse.
–¿Qué está haciendo, señora? –dijo.
–Yo tenía mi casa –dijo la abuela–.
Estábamos tranquilos y felices los viejos en mi casa.
Agarró la tetera y la puso bajo la
llave. Pisaba los pedazos de la azucarera rota con esas piernas gordas cubiertas
de vendas debajo de las medias oscuras.
–Yo no tengo edad. Yo no tengo salud
–dijo.
Cerró la llave del agua y llevó la
tetera hacia la cocina de gas.
–Mamá, váyase a su pieza –dijo mi
madre–. Yo les prepararé el desayuno.
La vieja intentó tomar la caja de
fósforos, pero estaba demasiado nerviosa. Los palillos se derramaron por el suelo.
Miré por la ventana soleada hacia el patio y puse la mano sobre la manilla pensando
en ir a tenderme, a la silla de playa.
–Hasta cuándo jode, señora –dijo
mi madre.
–Hasta cuándo jode –repitió
separando las sílabas.
La vi clavarle la mirada azul. Su
arrugada piel blanca no alcanzaba a agarrarle la rabia que tendría.
–No va a joder más esta vieja –dijo,
avanzando hacia el pasillo–. Me iré con mi viejo ahora mismo.
Con la punta del zapato oculté algunos
de los trozos rotos bajo el aparador. Mamá salió detrás de ella, y le gritó hacia
su pieza:
–¡Haga lo que quiera, ñora!
Volvió a la cocina. Después de quebrar
un fósforo, logró encender el segundo y puso a calentar la pava. Papá apareció en
camiseta bajo el dintel. Estaba recién afeitado y debajo de las orejas le salía
un poco de espuma de jabón. Traía la camisa en la mano, y los músculos blancos le
inflaban la camiseta de mangas cortas.
–¿Qué pasa? –preguntó cortante, mirándome
a mí, pero obviamente preguntándole a mamá.
–¿Qué va a ser? –exclamó mi madre
sin mirarlo–. Otra vez la abuela.
Papá me miró un rato más y luego
se le entretuvo la vista en el fuego. Se pasó la mano por la barbilla comprobando
la eficacia de la afeitada. Volví a hundir los dedos en el pan y le arranqué un
grueso montón de migas.
–¡Jode, jode y jode! –agregó mamá,
con la voz confidencial, pero en verdad gritándolo.
Papá levantó las cejas.
–Bueno –dijo.
Se oyeron en el silencio los gruñidos
imprecisos de la vieja. Parecía estar corriendo los muebles. Yo oí hablar al abuelo.
“Mierda”, le oí decir. Y no oí el resto, pero lo supuse. Siempre que decía “mierda”,
agregaba “yanqui, sifilítico, fantástico”. Al final decía “pollo culeado”. Cuando
el viejo tenía sus piernas salía al patio a alimentar a las gallinas ponedoras,
ocasión en que se le metían al gallinero los pollos jóvenes sueltos en el patio
a picotearles los granos. Entonces les tiraba patadas encumbradoras y les decía
eso que dije. No le tenía ninguna simpatía a los pollos. Tampoco le tenía simpatía
a los yanquis.
La verdad es que una vez se le pasó
el toperol y descerrajó un pollo y se le asomaron las tripas y todo. La abuela agarró
el ave agonizante, y metiéndole las tripas le cosió la piel con hilo negro. Entonces
le dijo esa frase al abuelo de la que debe haber querido olvidarse. Le dijo: “Dios
te va a castigar por andarle pateando el culo a los pollos”. Digo eso porque después
al abuelo le vino la gangrena y le cortaron una pierna. Y después le cortaron la
otra. Dos meses después le cortaron la otra. Y ahora el nono está viejito en su
sillón de ruedas y mira todos los programas de la televisión y yo a veces lo saco
a dar una vuelta por la Costanera y hablamos de caballos.
En cuanto al pollo, lo comimos meses
después al horno. La abuela dijo: “Este es el pollo que pateó el viejo”.
Ahora la abuela entró en grave silencio
a la cocina. Fue hasta el aparador y sacó dos grandes platos de loza checoslovaca
que tenía desde el día de su matrimonio. Sacó también dos tenedores y dos cuchillos.
Sacó dos cucharas. Luego se dio vuelta y fue hasta su dormitorio.
–¿Qué hace? –preguntó papá, apoyándose
en el refrigerador.
–Dice que se va –contestó mi madre,
abriendo los brazos.
–¿Qué le dijiste?
–Qué quieres que le diga. Dijo que
se va. Quebró el azucarero.
Avancé hasta el corredor y me quedé
por ahí acariciando el trozo de pan. Papá se asomó a la puerta del dormitorio de
los viejos y se puso bajo el dintel. El abuelo estaba despeinado, con el pelo blanco
y florecido, esperando el desayuno con la bandeja vacía apoyada sobre las sábanas.
Papá siguió estudiándose con los
dedos la afeitada sobre la comisura del labio derecho. Yo me instalé a su lado y
nos pusimos a ver todo el ajetreo.
La abuela había abierto el baúl,
y tiraba sobre la cama el traje a rayas azul del nono. Yo había visto abrir ese
ropero los días domingos, cuando la abuela sacaba el rosario, el tul negro y el
vestido ancho y con encajes. Pero hoy era viernes y puso sobre la cama el traje
ese del abuelo. Era un traje que también salía sólo los domingos, pero hace dos
años. Quiero decir que es un traje con las piernas y todo. El abuelo se vestía de
gala para ir a las carreras con el traje ese. “Príncipe”, le decía la vieja cuando
el viejo se ponía el terno y caminaba lentamente la calle principal abajo buscando
la micro hacia el hipódromo. De eso me acordé apoyado en el marco de la puerta junto
a mi padre. Me acordé también de Juan Rivera ganando estrecho en fallo fotográfico
y que nos fuimos a jugar bochas a lo del Turco y mi abuelo tenía así tanto de plata
de lo del caballo del Juan y compramos un lechón asado y una garrafa y lo comimos
esa noche en casa, antes que el abuelo se viniera a esta casa que es la de mis padres,
y el almacén se fuera a la cresta.
“La enfermedad”, decía el viejo,
secándose una lágrima verde y deslavada por la pared de la nariz ganchuda.
“Los burros”, decía la vieja, mirándote
por encima de los anteojos que ya usaba para tejer.
El nono tragaba saliva ahora con
las manos sobre la frazada y hacía chasquear la lengua preocupado, mirando hacia
la ventana. La abuela le habló algo en yugoslavo, y el viejo hizo sonar otra vez
la lengua y siguió mirando la ventana.
Mi padre se escarbó la oreja con
un dedo.
–¿Se puede saber qué está haciendo,
mamá?
La vieja seguía vaciando el ropero.
Había aparecido el traje de gala. Me gustaba cómo olía ese traje. Olía a viejo y
a bien. A veces pensaba en qué tetas formidables habría tenido la abuela cuando
joven.
–Nos vamos, mijito –dijo, secándose
la primera transpiración de la frente. Era dulce y gorda mi nona. También pálida.
Gorda y pálida. Mi abuelo era en cambio flaco y pálido. Nunca los tocaba el sol,
y a veces, si se me olvidaba un rato el abuelo en el patio cuando me entretenía
leyendo, la pelusita de la cara se le crispaba, y se miraba al espejo y se arrancaba
los pelitos chamuscados.
Lo que pasa es que a los viejos no
se los puede tocar ni con el pétalo.
Mi papá se había entusiasmado quedamente
con lo del dedo en la oreja.
–¿Adónde se va, mamá?
–Vamos a buscar una pieza.
Papá asintió y sentí que me miraba
de costado.
–¿En qué pensión, mamá?
–Yo sabré hijo. Mientras pueda trabajar.
Papá carraspeó, sin moverse.
–No hay ninguna pensión cerca. Tendría
que ir al centro. En ese caso no va a poder subir a la micro con la silla de ruedas.
La abuela se acercó al nono para
sacarle el pijama. El viejo miraba altivamente hacia el ventanal. Ahora que era
más tarde los rayos del sol se metían rasantes sobre la colcha. Con la pura mirada
sentí que la cama se estaba calentando.
–¿Oyó lo que le dije, mamá?
Estaba colocándole la camisa; una
buena camisa con cuello volador y estrechas franjas azules sobre el fondo blanco.
La verdad es que el abuelo había enflaquecido y la camisa lo inundaba. Tenía una
cara de pájaro sorprendido.
–Vamos a ir caminando, hijito. Mientras
la nona tenga piernas…
Papá le dio la espalda y caminó al
comedor. Ahora me di cuenta que el desayuno estaría servido porque el pan tostado
desprendía aroma y mamá le estaría poniendo mantequilla. Claro que mamá no avisaba
nada. Hoy había que adivinar que el desayuno estaba servido.
Ya habían abierto las cortinas y
se veía lindo el mantel de cuadros rojos con la panera repleta, el café humeante
y la mermelada. Me senté en el puesto del medio frente a mi madre, de espaldas al
pasillo que nos comunicaba con los dormitorios. Papá se rascó fuertemente la cabellera
y se hicieron una mueca suspirada con mi madre. Yo me llevé el pan crujidor a la
boca y me puse a mirarlos lo callado que estaban masticando. Papá humedecía la marraqueta
en el café con leche, la dejaba gotear sobre la taza y luego la sorbía mirando por
la ventana. Pero mirando en forma muy curiosa. Como en la luna. Mamá también estaba
ida, pero en vez de mirar por la ventana daba vueltas la cucharilla adentro del
café.
Qué tanto revolverla, pensé, si lo
toma sin azúcar.
Pasó un rato más o menos. Mientras
tanto me aprendí de memoria las manchas del mantel. Agarramos el azucarero y lo
pusimos al lado de la tetera. Agarramos la tetera y la colocamos al lado de la leche,
le sacamos la tapa al azucarero. Papá silbó una marcha, la del río Kwai, y mi madre
se enrulaba el pelo con la cabeza apoyada sobre una mano. Lo que me fascinaba era
el azucarero reemplazante. Tenía unos gordos ángeles azules en la loza rosa. Justamente
el azucarero de los días domingos. Estaba todo dispuesto como si esperáramos visita.
De pronto un ruido en el pasillo,
el inconfundible y rechinante andar de la silla de ruedas mal aceitada, captó la
atención de mi padre hacia la derecha. Yo, que estaba de espaldas, torcí el cogote,
y luego, apoyándome en la esquina de la mesa, giré el cuerpo entero. Papá sorbía
la taza, sin mirarla, pendiente de que se abriera la puerta.
Y en efecto, la puerta se abrió.
Pero no apareció la abuela. Apareció
el abuelo encajado en la silla de ruedas rodando hacia la puerta de salida. El vehículo
se detuvo mucho antes de llegar a estrellarse contra el portón. En el medio de la
sala justamente.
Yo ahora di vuelta toda la silla
y me miré al abuelo enterito. El cuello de la camisa a rayas se lo habían amarrado
con una corbata ancha y azul. Lisa. Y encima, la chaqueta del terno, hombruda y
fácilmente entierrada. En cuanto al pantalón, se veía la mano práctica de la abuela.
Había procedido a doblar todo lo que sobraba debajo del cojín de la silla. Lo que
venía a ser poco más o menos arriba de las rodillas. Pero lo que me haría volar
la mirada sobre la cabeza del abuelo, como si yo fuera un pájaro rondando el nido,
era el impecable sombrero de ala corta que le habían implantado sobre la desordenada
frente. Ese sombrero yo se lo había codiciado en furtivas incursiones al clóset
de los viejos, bajo su cubierta nylon. Pero también una vez lo había sacado y había
metido toda mi mano adentro palpando con dedos intrigados la etiqueta. “Stetson,
Londres”, decía. Ahora, debajo de esa perfilada negrura, la nariz le saltaba abrupta,
pálida. También moquillenta.
Sólo una vez nos miró en el largo
rato que la vieja dejó la silla clavada en el centro casi como un puñal metido en
la madera, como un saco de naranjas derramado. Nos miró con los ojos verdes y acuosos,
pero sin tocarnos con la mirada. Nos miró mudamente, si puede decirse. Sin tocarnos
con la mirada. Como si un viento le hubiera torcido el cuello hacia nosotros. Y
enseguida (digo enseguida pero está mal, fue todo junto, rápido y sin que se notara)
puso una mano sobre la otra, las dos huesudas calmas e inútiles, y derramó los ojos
sobre el patio.
Miré a mamá.
Cuando ella sintió mi mirada y me
miró, yo agarré la mantequillera, le encajé el cuchillo, y empecé a raspar un poco
de manteca sobre el pan.
Papá se había puesto la camisa, y
ahora se desdoblaba las mangas casi profesionalmente.
Me acordé, mientras untaba la helada
mantequilla en el pan ya frío, en los amigos del barrio. Me acordé de ellos, de
cuando intercambiábamos revistas de historietas y yo dejaba al viejo bajo la sombra
de un kiosko hasta terminar de leerlas. Y también el día ese en que guardé un par
de revistas en la silla, y al volver encontré al viejo riéndose de los dibujos.
Más que nada me acordé de lo que me decían cuando sacaba a pasear al abuelo. Me
decían: “Qué linda está tu guagua”.
Y claro, el nono era un pedazo chiquito
de abuelo sin sus piernas. Con una mirada pequeña una sonrisa linda y desdentada.
Y los ojos sin fuerza pero cómodos. Como un espejo.
Cuando la vieja apareció, traía una
maleta pequeña pero ancha y un canasto del que se asomaban una sartén, un cucharón
sopero y el tarro grande de mostaza inglesa Colman. También se le asomaba el crucifijo
de plata que tenía sobre la cabecera, la Biblia y los rosarios. Cada vez se movía
más pesadamente, y el ruido que le silbaba en el pecho se le hizo más asmático.
Los anteojos le colgaban sobre el pecho amarrados al elástico negro.
–Toma –le dijo al abuelo, pasándole
la maleta.
Enseguida la equilibró sobre las
rodillas del viejo, y cuando hubo armado una sólida plataforma, depositó encima
el canasto.
Si no lo tuviese de perfil, habría
perdido al abuelo. El cucharón le tapaba la nariz, y el mango de la canasta le sobrevolaba
el tonguito negro. Parecía un carrito del mercado la silla de ruedas. Pensé que
el nono, así como iba, no podría ver el paisaje. Menos mal, pensé al tiro, que la
canasta le va a tapar la luz del sol. Tendrían el sol de frente y hacia arriba porque
las pensiones baratas quedaban en el centro. Y la abuela no tendría mucho dinero
en su bolsa negra tejida a crochet.
Papá se acercó al abuelo, y le apartó
el cucharón hacia el lado izquierdo.
–¿Cómo está, nono? –le dijo.
Le dijo “nono”, pero él es el papá.
Sólo porque yo existo, todo el mundo le dice nono al abuelo. Era un gran jugador
de caballos de carreras y todavía se divierte la mañana de los domingos manoseando
los pronósticos. Ahora mi papá le dice nono a su propio padre.
El viejo estaba quietecito como una
foto. Como si lo hubieran pintado de repente. Papá le levantó un poco el sombrero
y le limpió con la servilleta del desayuno unas pelusas negras y un poco de tierra
que le habían quedado como marcas en la frente.
–¿Adónde van, nono? –preguntó.
–Sifilítico, fantástico –dijo el
abuelo.
Mi madre se acercó a la silla en
el preciso momento en que la abuela, bañada en su ancho vestido negro aparecía en
la puerta y avanzaba hacia el viejo para agarrar el mango de la silla. Siempre que
pasaba eso, el abuelo se cargaba un poco adelante y él mismo corría la palanca del
picaporte. Yo hubiera querido ayudar, pero se me ocurrió que si les abría la puerta,
sería como si yo fuera cómplice de algo.
Así que me quedé ahí mismo, revolviendo
el concho del café con la cucharilla.
La vieja tuvo que ir a abrir la puerta.
Al volver nos miró sin ninguna intención, casi como si en verdad ella fuera una
visita nuestra, una visita con casa instalada, jardín y teléfono, que hubiera sido
invitada a tomar el desayuno y que ahora volvía a su lujosa rutina.
En la puerta pareció que rumiaba
una frase. A lo mejor un final de fiesta. Uno de esos versos rimados y sorpresivos
con que se acaban los poemas patrióticos. O los de Amado Nervo. Nosotros nos callamos
más y más, y apretamos y apretamos y apretamos el silencio.
Los cinco parecíamos un bosque de
noche, sin brisa, y con todos los pájaros durmiendo. Yo sentí que el chirriar de
las ruedas yéndose por el patio era como un lento puñal dentado que fuera aserrando
una piel, una daga deslizándose por el estómago.
Cuando quedamos los tres solos me
di cuenta que papá se había puesto la corbata. Me di cuenta que mamá estaba llorando,
aunque no había ningún ruido. Mi padre agarró El Mercurio y se puso a hojearlo
encima de los restos del desayuno. Mamá extrajo un trapo de franela del delantal
y empezó a sacudir las migas.
Como quien no quiere la cosa, salí
al antejardín acomodándome un palo de fósforo entre los dientes. Nuestra casa queda
en la calle empinada, y había que subir para llegar al centro. De modo que me senté
en un escalón callejero y desde ahí miré trepar la ancha espalda de la vieja que
se confundía con los bordes de la silla. Los dos parecían un solo animal. Un burro
viejo y lleno de tiña, al que se le caen pelos como señas tontas para nadie. Me
acordé del cuento ese de Pulgarcito, cuando el huevón va botando las migas y vienen
los pájaros cabrones y se las comen. No sé por qué, mientras los nonos llegaban
a la esquina, me parecía que se iban cayendo a pedacitos, que el sol los hacía vibrar
con una electricidad negra que les iba aflojando aun más las carnes, que al secársele
el sudor de la frente a la vieja se le iría borrando la cara, que el negro sombrero
Stetson se devoraría al abuelo. Creía ver sus ojos verdes gastados y lejanos.
Cuando desaparecieron, me amarré
los cordones de las zapatillas de basketball y eché a correr por la cuesta. A los
pocos metros sentí que el sol estaba picador, acezante. Hacía una cosquilla desagradable,
sucia. No tardé en llegar a la esquina. La calle que la cruzaba era plana, llena
de manchas de petróleo y agujeros discretos. Trizaduras que el sol hacía en el viejo
cemento. Desde aquel momento, me les pegué a los viejos a media cuadra de distancia,
como los perros que acompañan a los buques maniceros, a los carretones de verdura,
moviendo la cola.
Los vi en medio de los violentos
parpadeos que el sol blanco, derramado como fulgurante leche en las aceras, le imponía
a mis ojos. Los vi bambolearse rumbo a una esquina que siempre se alejaba. Los vi
sobre el asfalto pegajoso deslizando las ruedas y las piernas, exangües. La ciudad
estaba llena de casas de madera verdes con los marcos café. Pintaban las casas verdes
porque no había árboles. Las pocas plantas laterales que brotaban surgían a punta
de orinadas, de viejitas tiernas con tarros de duraznos oxidados regándolas. Pero
eran plantas sin sombra, flacas. Algún día yo me mandaría a cambiar de ese pueblo.
Viajaría al sur y me comería un melón helado bajo un árbol ancho. Me imaginaba los
árboles como toros. Aquí no veía animales. Las polillas que taladraban las maderas
de los almacenes. Las ratas.
¡Pero háganme el favor las ratas
y las polillas animales! ¡Los gatos animales!
Los vi a los viejos doblar la esquina
y tuve que correr para no perderlos un instante. Ahora iban más despacio. Se estaban
como marchitando en el aire claro y espeso. Era temprano de mañana, y sin embargo
el sol picaba, sin dar vida, marchitante. Lo mismo que si pones una tetera a calentar
sin agua y se te hace mierda la tetera. Tuve ganas de dejar que los abuelos se marchitaran
solos. Que fueran una sola melaza negra y vieja abandonándose en las calles baldías.
Podría irme a los Baños Municipales. Nadar hasta la balsa, jugar con las chicas
del barrio a hundirlas bajo el agua y sumergirme con ellas y agarrarlas de la cintura
y rozarles los senos, y montarlas un poco sobre las rocas.
Los vi a los viejos perder vuelo,
como un solo trompo enorme cucarreando. Igualito que un borracho cayendo junto al
poste lentamente, orgulloso, con la jeta abierta. Los vi aplastarse sobre la acera.
La vieja ya no empujaba el carro, se había acostado sobre el carro. ¡La vi dentro
del carro! A menos que, dije. Y atravesé la vereda para agarrarles el perfil.
Pegado a las murallas del frente,
fue cuando vi lo que hacía el viejo.
Vi que la abuela estaba como desmayada,
toda su gordura sobre la silla, y el viejo empujaba las ruedas con las dos manos,
como si la silla fuera un barco, un bote espeso, y él la estuviera remando. Y sus
brazos iban para atrás y los codos se los adivinaba hinchándole la chaqueta.
Vieja linda, pensé. Hasta las últimas
consecuencias, vieja de mierda. Quiere que el viejo reviente el hígado vestido como
un príncipe negro, como un ángel oscuro.
Los vi a los viejos hechos un nudo,
un ovillo, trastabillando. Tal vez con espuma en la boca, ¡cómo podía saberlo! ¡Ah
los viejos una nube negra un pájaro triste y grandote revolcado en la tierra de
la ciudad yerta! ¡Ah los viejos una mala nube expulsada de la galaxia derribadita
para que me la mearan los perros los gatos las polillas las ratas!
Tenía el corazón hecho un puñetazo.
Así traca traca joder joder joder y mierda mierda me tiraba para atrás y adelante,
agazapado como en un baile.
Lo vi al viejo, le vi los brazos
unas lanzas flacas y pujantes, lo vi el motor de una máquina de ferrocarriles desgastado,
lo vi sin sus dos piernas pero con el corazón aguantando fuerte esas patadas que
le iban propinando los brazos. Vi de repente, orillando la muralla polvorienta,
una galera de esclavos en los sótanos de la nave con las venas trizándoles los músculos,
y arriba de todo, como pájaros pomposos, los capitanes ingleses, jóvenes, de narices
indiferentes, protegiéndose con el pañuelo una leve espuma que el viento suavizaba
en cubierta. Y abajo los remeros, sucios, con moscas en el cogote. La ciudad era
la prolongación de una duna y al viejo los codos se le iban rezagando. Un baldío
la ciudad. Como esta constelación. Lo mismo que un mal sueño en una tarde dominical,
una pesadilla bajo el sol a las cuatro de la tarde. El viejo giraba ahora en un
mismo espacio. Había encontrado una puerta que no pasaba. El espacio inmóvil y deshabitado
lo paralizaba con la cara de pájaro estrellado. Yo pensé: ésta es su casa.
Yo pensé ahí se van a quedar dormidos,
en la calle blanca y despoblada, y los rayos del sol les caerán verticales, el sol
los irá chupando como una esponja caliente.
De pronto ya no se movieron.
En verdad pasaban buses allá y ahora
que lo pienso hay gente en los zaguanes, comerciantes con maletines negros y corbatas
deslumbradoras, empleadas cobrizas, madres jóvenes con las tetas al aire y las guaguas
sobre ellas refunfuñándoselas. Y entre ellos, los viejos muertos como un árbol.
Igual que un río insignificante que se hubiera deshilachado y la última gota la
absorbiera un pedruzco podrido, por las puras.
Ahí se quedaron los viejos, pintados
en un mal cuadro, la vieja asmática convulsionándosele el hombro, el nono petrificado
en la acera con los ojos dulces.
Me les acerqué con las manos en los
bolsillos del bluejean y me les puse al lado mirándoles los pechos expandirse
y apretarse como pulmones heridos, muelle y ancho el de la vieja, de plumas dispersas
y desesperadas. El del viejo eléctrico y pálido. Me miraron mirarlos sin sorpresa,
casi ausentes. La vieja izó levemente su espinazo doblado y clavó los mofletudos
dedos en la barra para empujar la silla. El nono se sacó las manos del corazón y
las cruzó sobre la cacerola que se asomaba del canasto, levantándolas. A los diez
metros había una parada de bus, y nos fuimos a jadear bajo su sombra. Y ahí estuvimos
lentamente hasta que el cuerpo se les fue concentrando. Estuvimos como media hora
viendo pasar a la gente, y siguiéndola con los ojos mientras detrás de ellos se
les ensanchaba la sombra. También yo miraba irse los buses y pasaba una cosa rara.
A la altura del poste de alumbrado, las sombras de los buses pasaban adelante y
luego se derramaban rápidamente como un agua negra. Y mis nonos también eran una
sombra. Pero ploma. Como un agua de algo. Y también miré mi sombra. Y era como un
árbol.
De repente el viejo habló.
–Tengo hambre –dijo.
La nona se me acercó por encima y
con un pañuelo le limpió los párpados mojados de sudor. Tenía seca la frente.
La abuela me miró y empujó fácilmente
el carro.
–Vamos –dijo.
En la esquina me di cuenta que iban
a completar la vuelta de manzana. En cuanto giró, se detuvo frente al casero que
vendía pescado dentro de las canastas con hielo envuelto en sacos. Pescó un congrio
colorado de la cola y lo balanceó al sol buscándole los reflejos. Se veía linda
la bestia. El casero la pesó en la balanza portátil y la vieja dijo que se lo diera
así, que no lo despellejara, que no lo trozara.
Le dijo al casero que lo quería enterito.
Me extendió el pescado envuelto en
el suplemento de El Mercurio.
–Llévalo –me dijo.
Ahora era el camino de bajada y la
nona tenía que ir parando el vuelo del carrito. El pavimento se accidentaba en ese
tramo, y cuando un cascajo levantó la silla, el abuelo estuvo a punto de perder
el sombrero. Finalmente lo agarró a la altura del cogote y se lo puso. Pero no se
lo puso derecho y encasquetado en la frente como lo había establecido la abuela.
Se lo puso acostado sobre la oreja izquierda y más bien caído sobre la frente. Y
entonces simuló con un par de dedos un grueso toscano, e hizo como que lo llevaba
a la boca, y supuso que echaba humo en redondelas. Me miró levantando las cejas
y dijo:
–Humphrey Bogart.
Y después le sacudió las cenizas
como paleteando una bola de ping-pong y dijo:
–Yanqui, sifilítico, fantástico.
Era mucho más fácil entrar la silla
al living que salir de él. Bastaba empujar la barra hacia abajo para que
el coche se acomodara solo en el peldaño. Papá se había ido al trabajo y mi madre
cocía unos alborotadores tallarines al fuego lento. El viejo quedó instalado en
el comedor, junto a los ventanales, y la nona vino a unírseme a la cocina.
–¿Qué trae ahí, mamá? –preguntó mi
madre. La vieja desenvolvió el congrio y lo sacudió espaciosamente desde la cola.
–Le compré este congrio al casero
–dijo–. Voy a hacerlo cocido y con el pellejo.
–Así le gusta al nono –dijo mi madre.
Yo me fui al patio a leer una de
historietas. Es cierto que me gusta revolotear por la cocina y mirar lo que hace
la gente. Verdad que tengo pasión por mirar a la gente trabajando. Pero esta vez
me fui ansioso por leer las historietas. Leí Barbarella, un Barrabases
viejo, y hojeé los aprontes de los caballos para el domingo.
Calculo que pasó todo un rato, porque
cuando la abuela me llamó levanté la vista y vi que ninguna de las cosas alrededor
tenía sombra. Estaban solas y tiradas.
Yo sabía mi misión. Fui hasta el
escaparate de vidrios y saqué la servilleta en forma de babero. Avancé hasta el
nono y se lo colgué del cuello.
–La guagua –dijo el viejo.
Se lo amarré por detrás y luego di
la media vuelta para ver a la abuela colocarle el plato humeante sobre la bandeja
yugoslava. El nono hundió la cuchara y sopló el primer bocado torrencialmente. Enseguida
abrió la boca y se lo echó dentro amasándolo sin prisa. Cuando lo engulló, los labios
se le abrieron largos y horizontales y entonces se pasó la lengua por las encías
despobladas. Después se guardó la lengua y sonrió.
Yo me fui a dar una vuelta por ahí
porque no soporto el pescado.
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