martes, 21 de enero de 2025

Pescado

Antonio Skármeta

 

Wednesday morning at five o’clock
As the day begins.

THE BEATLES

 

Cuando la abuela tropezó en la cocina y la azucarera de loza se astilló en el piso y los pedacitos se repartieron por ahí, mi madre, que tostaba el pan del desayuno sobre el gas, apagó el fuego. Se puso las manos en las caderas y apretando la mandíbula, silbó:

–¡Por Dios, mamá!

La vieja bufó sin que le salieran palabras. Estaba como recitando los restos de un ataque de asma. Yo sabía que en las orejas de la abuela unos agudos dientes trituraban fruiciosamente las palabras que le decían y que luego, como toda respuesta, escupía unos generosos salivazos sobre el patio de tierra atrayendo la atención de los pollos picotones.

Sabía por sobre todas las cosas que su asma era un océano que le subía en el estómago cuando la nuera la apodaba “mamá”. En verdad estaban empatados en los últimos minutos y se daban mucha leña por debajo de las canillas. Yo mordisqueé con las cejas levantadas la cáscara de una marraqueta añeja.

A medida que recopilaba con la vista el desperdicio, mamá iba abasteciéndose de rabia. Así era mi mamá. Se le calentaba el motor de a poquito. Uno nunca podía saber hasta dónde podía hundir la pata mamá cuando se le calentaba el motor.

Con un pie apartó el asa de la azucarera, que se había desprendido casi entera, y se agachó a recogerla.

–¿Por qué no se va a la pieza, mamá? –dijo.

Vi que a la vieja se le movían los anteojos agarrados a la nuca por un elástico negro. Le pegué una mascada al pan y lo mordí ampliamente, amasándolo en la boca, y con los ojos bien abiertos.

–¡Váyase a la pieza, mamá! Yo le llevaré el desayuno a usted y al nono.

Mamá estaba recogiendo los pedazos de a uno, y la abuela opinó:

–Es mejor barrerlo con la escoba.

Las erres yugoslavas se le arrastraban suavecitas. Agarró la escoba detrás de la puerta e intentó comenzar a barrer. Mamá se levantó del suelo y le arrebató la escoba sin mirarla.

–¿Cómo se le ocurre ponerse a barrer cuando estoy preparando el desayuno? –dijo–. Francamente me tiene la cabeza así, mamá.

Y se puso las dos manos tiritando a cada lado de la cabeza como si le hubieran tirado un paquete de electricidad.

Hundí un par de dedos en la marraqueta y le arranqué una miga. La vieja comenzó a balancear la cabeza. Tendría setenta años, uno nunca sabe la edad de las abuelas.

–Tú estás en tu casa –dijo la vieja.

Fue al lavaplatos, abrió la canilla y echó a correr el agua.

–Mamá –dijo mi madre–. ¿Qué está haciendo?

–Usted está en su casa –repitió ahora la abuela.

Estaba agarrando todos los vasos del lavaplatos como si ordenara un rompecabezas.

Mamá la miró y le vi la vena de la garganta hincharse.

–¿Qué está haciendo, señora? –dijo.

–Yo tenía mi casa –dijo la abuela–. Estábamos tranquilos y felices los viejos en mi casa.

Agarró la tetera y la puso bajo la llave. Pisaba los pedazos de la azucarera rota con esas piernas gordas cubiertas de vendas debajo de las medias oscuras.

–Yo no tengo edad. Yo no tengo salud –dijo.

Cerró la llave del agua y llevó la tetera hacia la cocina de gas.

–Mamá, váyase a su pieza –dijo mi madre–. Yo les prepararé el desayuno.

La vieja intentó tomar la caja de fósforos, pero estaba demasiado nerviosa. Los palillos se derramaron por el suelo. Miré por la ventana soleada hacia el patio y puse la mano sobre la manilla pensando en ir a tenderme, a la silla de playa.

–Hasta cuándo jode, señora –dijo mi madre.

Hasta cuándo jode –repitió separando las sílabas.

La vi clavarle la mirada azul. Su arrugada piel blanca no alcanzaba a agarrarle la rabia que tendría.

–No va a joder más esta vieja –dijo, avanzando hacia el pasillo–. Me iré con mi viejo ahora mismo.

Con la punta del zapato oculté algunos de los trozos rotos bajo el aparador. Mamá salió detrás de ella, y le gritó hacia su pieza:

–¡Haga lo que quiera, ñora!

Volvió a la cocina. Después de quebrar un fósforo, logró encender el segundo y puso a calentar la pava. Papá apareció en camiseta bajo el dintel. Estaba recién afeitado y debajo de las orejas le salía un poco de espuma de jabón. Traía la camisa en la mano, y los músculos blancos le inflaban la camiseta de mangas cortas.

–¿Qué pasa? –preguntó cortante, mirándome a mí, pero obviamente preguntándole a mamá.

–¿Qué va a ser? –exclamó mi madre sin mirarlo–. Otra vez la abuela.

Papá me miró un rato más y luego se le entretuvo la vista en el fuego. Se pasó la mano por la barbilla comprobando la eficacia de la afeitada. Volví a hundir los dedos en el pan y le arranqué un grueso montón de migas.

–¡Jode, jode y jode! –agregó mamá, con la voz confidencial, pero en verdad gritándolo.

Papá levantó las cejas.

–Bueno –dijo.

Se oyeron en el silencio los gruñidos imprecisos de la vieja. Parecía estar corriendo los muebles. Yo oí hablar al abuelo. “Mierda”, le oí decir. Y no oí el resto, pero lo supuse. Siempre que decía “mierda”, agregaba “yanqui, sifilítico, fantástico”. Al final decía “pollo culeado”. Cuando el viejo tenía sus piernas salía al patio a alimentar a las gallinas ponedoras, ocasión en que se le metían al gallinero los pollos jóvenes sueltos en el patio a picotearles los granos. Entonces les tiraba patadas encumbradoras y les decía eso que dije. No le tenía ninguna simpatía a los pollos. Tampoco le tenía simpatía a los yanquis.

La verdad es que una vez se le pasó el toperol y descerrajó un pollo y se le asomaron las tripas y todo. La abuela agarró el ave agonizante, y metiéndole las tripas le cosió la piel con hilo negro. Entonces le dijo esa frase al abuelo de la que debe haber querido olvidarse. Le dijo: “Dios te va a castigar por andarle pateando el culo a los pollos”. Digo eso porque después al abuelo le vino la gangrena y le cortaron una pierna. Y después le cortaron la otra. Dos meses después le cortaron la otra. Y ahora el nono está viejito en su sillón de ruedas y mira todos los programas de la televisión y yo a veces lo saco a dar una vuelta por la Costanera y hablamos de caballos.

En cuanto al pollo, lo comimos meses después al horno. La abuela dijo: “Este es el pollo que pateó el viejo”.

Ahora la abuela entró en grave silencio a la cocina. Fue hasta el aparador y sacó dos grandes platos de loza checoslovaca que tenía desde el día de su matrimonio. Sacó también dos tenedores y dos cuchillos. Sacó dos cucharas. Luego se dio vuelta y fue hasta su dormitorio.

–¿Qué hace? –preguntó papá, apoyándose en el refrigerador.

–Dice que se va –contestó mi madre, abriendo los brazos.

–¿Qué le dijiste?

–Qué quieres que le diga. Dijo que se va. Quebró el azucarero.

Avancé hasta el corredor y me quedé por ahí acariciando el trozo de pan. Papá se asomó a la puerta del dormitorio de los viejos y se puso bajo el dintel. El abuelo estaba despeinado, con el pelo blanco y florecido, esperando el desayuno con la bandeja vacía apoyada sobre las sábanas.

Papá siguió estudiándose con los dedos la afeitada sobre la comisura del labio derecho. Yo me instalé a su lado y nos pusimos a ver todo el ajetreo.

La abuela había abierto el baúl, y tiraba sobre la cama el traje a rayas azul del nono. Yo había visto abrir ese ropero los días domingos, cuando la abuela sacaba el rosario, el tul negro y el vestido ancho y con encajes. Pero hoy era viernes y puso sobre la cama el traje ese del abuelo. Era un traje que también salía sólo los domingos, pero hace dos años. Quiero decir que es un traje con las piernas y todo. El abuelo se vestía de gala para ir a las carreras con el traje ese. “Príncipe”, le decía la vieja cuando el viejo se ponía el terno y caminaba lentamente la calle principal abajo buscando la micro hacia el hipódromo. De eso me acordé apoyado en el marco de la puerta junto a mi padre. Me acordé también de Juan Rivera ganando estrecho en fallo fotográfico y que nos fuimos a jugar bochas a lo del Turco y mi abuelo tenía así tanto de plata de lo del caballo del Juan y compramos un lechón asado y una garrafa y lo comimos esa noche en casa, antes que el abuelo se viniera a esta casa que es la de mis padres, y el almacén se fuera a la cresta.

“La enfermedad”, decía el viejo, secándose una lágrima verde y deslavada por la pared de la nariz ganchuda.

“Los burros”, decía la vieja, mirándote por encima de los anteojos que ya usaba para tejer.

El nono tragaba saliva ahora con las manos sobre la frazada y hacía chasquear la lengua preocupado, mirando hacia la ventana. La abuela le habló algo en yugoslavo, y el viejo hizo sonar otra vez la lengua y siguió mirando la ventana.

Mi padre se escarbó la oreja con un dedo.

–¿Se puede saber qué está haciendo, mamá?

La vieja seguía vaciando el ropero. Había aparecido el traje de gala. Me gustaba cómo olía ese traje. Olía a viejo y a bien. A veces pensaba en qué tetas formidables habría tenido la abuela cuando joven.

–Nos vamos, mijito –dijo, secándose la primera transpiración de la frente. Era dulce y gorda mi nona. También pálida. Gorda y pálida. Mi abuelo era en cambio flaco y pálido. Nunca los tocaba el sol, y a veces, si se me olvidaba un rato el abuelo en el patio cuando me entretenía leyendo, la pelusita de la cara se le crispaba, y se miraba al espejo y se arrancaba los pelitos chamuscados.

Lo que pasa es que a los viejos no se los puede tocar ni con el pétalo.

Mi papá se había entusiasmado quedamente con lo del dedo en la oreja.

–¿Adónde se va, mamá?

–Vamos a buscar una pieza.

Papá asintió y sentí que me miraba de costado.

–¿En qué pensión, mamá?

–Yo sabré hijo. Mientras pueda trabajar.

Papá carraspeó, sin moverse.

–No hay ninguna pensión cerca. Tendría que ir al centro. En ese caso no va a poder subir a la micro con la silla de ruedas.

La abuela se acercó al nono para sacarle el pijama. El viejo miraba altivamente hacia el ventanal. Ahora que era más tarde los rayos del sol se metían rasantes sobre la colcha. Con la pura mirada sentí que la cama se estaba calentando.

–¿Oyó lo que le dije, mamá?

Estaba colocándole la camisa; una buena camisa con cuello volador y estrechas franjas azules sobre el fondo blanco. La verdad es que el abuelo había enflaquecido y la camisa lo inundaba. Tenía una cara de pájaro sorprendido.

–Vamos a ir caminando, hijito. Mientras la nona tenga piernas…

Papá le dio la espalda y caminó al comedor. Ahora me di cuenta que el desayuno estaría servido porque el pan tostado desprendía aroma y mamá le estaría poniendo mantequilla. Claro que mamá no avisaba nada. Hoy había que adivinar que el desayuno estaba servido.

Ya habían abierto las cortinas y se veía lindo el mantel de cuadros rojos con la panera repleta, el café humeante y la mermelada. Me senté en el puesto del medio frente a mi madre, de espaldas al pasillo que nos comunicaba con los dormitorios. Papá se rascó fuertemente la cabellera y se hicieron una mueca suspirada con mi madre. Yo me llevé el pan crujidor a la boca y me puse a mirarlos lo callado que estaban masticando. Papá humedecía la marraqueta en el café con leche, la dejaba gotear sobre la taza y luego la sorbía mirando por la ventana. Pero mirando en forma muy curiosa. Como en la luna. Mamá también estaba ida, pero en vez de mirar por la ventana daba vueltas la cucharilla adentro del café.

Qué tanto revolverla, pensé, si lo toma sin azúcar.

Pasó un rato más o menos. Mientras tanto me aprendí de memoria las manchas del mantel. Agarramos el azucarero y lo pusimos al lado de la tetera. Agarramos la tetera y la colocamos al lado de la leche, le sacamos la tapa al azucarero. Papá silbó una marcha, la del río Kwai, y mi madre se enrulaba el pelo con la cabeza apoyada sobre una mano. Lo que me fascinaba era el azucarero reemplazante. Tenía unos gordos ángeles azules en la loza rosa. Justamente el azucarero de los días domingos. Estaba todo dispuesto como si esperáramos visita.

De pronto un ruido en el pasillo, el inconfundible y rechinante andar de la silla de ruedas mal aceitada, captó la atención de mi padre hacia la derecha. Yo, que estaba de espaldas, torcí el cogote, y luego, apoyándome en la esquina de la mesa, giré el cuerpo entero. Papá sorbía la taza, sin mirarla, pendiente de que se abriera la puerta.

Y en efecto, la puerta se abrió.

Pero no apareció la abuela. Apareció el abuelo encajado en la silla de ruedas rodando hacia la puerta de salida. El vehículo se detuvo mucho antes de llegar a estrellarse contra el portón. En el medio de la sala justamente.

Yo ahora di vuelta toda la silla y me miré al abuelo enterito. El cuello de la camisa a rayas se lo habían amarrado con una corbata ancha y azul. Lisa. Y encima, la chaqueta del terno, hombruda y fácilmente entierrada. En cuanto al pantalón, se veía la mano práctica de la abuela. Había procedido a doblar todo lo que sobraba debajo del cojín de la silla. Lo que venía a ser poco más o menos arriba de las rodillas. Pero lo que me haría volar la mirada sobre la cabeza del abuelo, como si yo fuera un pájaro rondando el nido, era el impecable sombrero de ala corta que le habían implantado sobre la desordenada frente. Ese sombrero yo se lo había codiciado en furtivas incursiones al clóset de los viejos, bajo su cubierta nylon. Pero también una vez lo había sacado y había metido toda mi mano adentro palpando con dedos intrigados la etiqueta. “Stetson, Londres”, decía. Ahora, debajo de esa perfilada negrura, la nariz le saltaba abrupta, pálida. También moquillenta.

Sólo una vez nos miró en el largo rato que la vieja dejó la silla clavada en el centro casi como un puñal metido en la madera, como un saco de naranjas derramado. Nos miró con los ojos verdes y acuosos, pero sin tocarnos con la mirada. Nos miró mudamente, si puede decirse. Sin tocarnos con la mirada. Como si un viento le hubiera torcido el cuello hacia nosotros. Y enseguida (digo enseguida pero está mal, fue todo junto, rápido y sin que se notara) puso una mano sobre la otra, las dos huesudas calmas e inútiles, y derramó los ojos sobre el patio.

Miré a mamá.

Cuando ella sintió mi mirada y me miró, yo agarré la mantequillera, le encajé el cuchillo, y empecé a raspar un poco de manteca sobre el pan.

Papá se había puesto la camisa, y ahora se desdoblaba las mangas casi profesionalmente.

Me acordé, mientras untaba la helada mantequilla en el pan ya frío, en los amigos del barrio. Me acordé de ellos, de cuando intercambiábamos revistas de historietas y yo dejaba al viejo bajo la sombra de un kiosko hasta terminar de leerlas. Y también el día ese en que guardé un par de revistas en la silla, y al volver encontré al viejo riéndose de los dibujos. Más que nada me acordé de lo que me decían cuando sacaba a pasear al abuelo. Me decían: “Qué linda está tu guagua”.

Y claro, el nono era un pedazo chiquito de abuelo sin sus piernas. Con una mirada pequeña una sonrisa linda y desdentada. Y los ojos sin fuerza pero cómodos. Como un espejo.

Cuando la vieja apareció, traía una maleta pequeña pero ancha y un canasto del que se asomaban una sartén, un cucharón sopero y el tarro grande de mostaza inglesa Colman. También se le asomaba el crucifijo de plata que tenía sobre la cabecera, la Biblia y los rosarios. Cada vez se movía más pesadamente, y el ruido que le silbaba en el pecho se le hizo más asmático. Los anteojos le colgaban sobre el pecho amarrados al elástico negro.

–Toma –le dijo al abuelo, pasándole la maleta.

Enseguida la equilibró sobre las rodillas del viejo, y cuando hubo armado una sólida plataforma, depositó encima el canasto.

Si no lo tuviese de perfil, habría perdido al abuelo. El cucharón le tapaba la nariz, y el mango de la canasta le sobrevolaba el tonguito negro. Parecía un carrito del mercado la silla de ruedas. Pensé que el nono, así como iba, no podría ver el paisaje. Menos mal, pensé al tiro, que la canasta le va a tapar la luz del sol. Tendrían el sol de frente y hacia arriba porque las pensiones baratas quedaban en el centro. Y la abuela no tendría mucho dinero en su bolsa negra tejida a crochet.

Papá se acercó al abuelo, y le apartó el cucharón hacia el lado izquierdo.

–¿Cómo está, nono? –le dijo.

Le dijo “nono”, pero él es el papá. Sólo porque yo existo, todo el mundo le dice nono al abuelo. Era un gran jugador de caballos de carreras y todavía se divierte la mañana de los domingos manoseando los pronósticos. Ahora mi papá le dice nono a su propio padre.

El viejo estaba quietecito como una foto. Como si lo hubieran pintado de repente. Papá le levantó un poco el sombrero y le limpió con la servilleta del desayuno unas pelusas negras y un poco de tierra que le habían quedado como marcas en la frente.

–¿Adónde van, nono? –preguntó.

–Sifilítico, fantástico –dijo el abuelo.

Mi madre se acercó a la silla en el preciso momento en que la abuela, bañada en su ancho vestido negro aparecía en la puerta y avanzaba hacia el viejo para agarrar el mango de la silla. Siempre que pasaba eso, el abuelo se cargaba un poco adelante y él mismo corría la palanca del picaporte. Yo hubiera querido ayudar, pero se me ocurrió que si les abría la puerta, sería como si yo fuera cómplice de algo.

Así que me quedé ahí mismo, revolviendo el concho del café con la cucharilla.

La vieja tuvo que ir a abrir la puerta. Al volver nos miró sin ninguna intención, casi como si en verdad ella fuera una visita nuestra, una visita con casa instalada, jardín y teléfono, que hubiera sido invitada a tomar el desayuno y que ahora volvía a su lujosa rutina.

En la puerta pareció que rumiaba una frase. A lo mejor un final de fiesta. Uno de esos versos rimados y sorpresivos con que se acaban los poemas patrióticos. O los de Amado Nervo. Nosotros nos callamos más y más, y apretamos y apretamos y apretamos el silencio.

Los cinco parecíamos un bosque de noche, sin brisa, y con todos los pájaros durmiendo. Yo sentí que el chirriar de las ruedas yéndose por el patio era como un lento puñal dentado que fuera aserrando una piel, una daga deslizándose por el estómago.

Cuando quedamos los tres solos me di cuenta que papá se había puesto la corbata. Me di cuenta que mamá estaba llorando, aunque no había ningún ruido. Mi padre agarró El Mercurio y se puso a hojearlo encima de los restos del desayuno. Mamá extrajo un trapo de franela del delantal y empezó a sacudir las migas.

Como quien no quiere la cosa, salí al antejardín acomodándome un palo de fósforo entre los dientes. Nuestra casa queda en la calle empinada, y había que subir para llegar al centro. De modo que me senté en un escalón callejero y desde ahí miré trepar la ancha espalda de la vieja que se confundía con los bordes de la silla. Los dos parecían un solo animal. Un burro viejo y lleno de tiña, al que se le caen pelos como señas tontas para nadie. Me acordé del cuento ese de Pulgarcito, cuando el huevón va botando las migas y vienen los pájaros cabrones y se las comen. No sé por qué, mientras los nonos llegaban a la esquina, me parecía que se iban cayendo a pedacitos, que el sol los hacía vibrar con una electricidad negra que les iba aflojando aun más las carnes, que al secársele el sudor de la frente a la vieja se le iría borrando la cara, que el negro sombrero Stetson se devoraría al abuelo. Creía ver sus ojos verdes gastados y lejanos.

Cuando desaparecieron, me amarré los cordones de las zapatillas de basketball y eché a correr por la cuesta. A los pocos metros sentí que el sol estaba picador, acezante. Hacía una cosquilla desagradable, sucia. No tardé en llegar a la esquina. La calle que la cruzaba era plana, llena de manchas de petróleo y agujeros discretos. Trizaduras que el sol hacía en el viejo cemento. Desde aquel momento, me les pegué a los viejos a media cuadra de distancia, como los perros que acompañan a los buques maniceros, a los carretones de verdura, moviendo la cola.

Los vi en medio de los violentos parpadeos que el sol blanco, derramado como fulgurante leche en las aceras, le imponía a mis ojos. Los vi bambolearse rumbo a una esquina que siempre se alejaba. Los vi sobre el asfalto pegajoso deslizando las ruedas y las piernas, exangües. La ciudad estaba llena de casas de madera verdes con los marcos café. Pintaban las casas verdes porque no había árboles. Las pocas plantas laterales que brotaban surgían a punta de orinadas, de viejitas tiernas con tarros de duraznos oxidados regándolas. Pero eran plantas sin sombra, flacas. Algún día yo me mandaría a cambiar de ese pueblo. Viajaría al sur y me comería un melón helado bajo un árbol ancho. Me imaginaba los árboles como toros. Aquí no veía animales. Las polillas que taladraban las maderas de los almacenes. Las ratas.

¡Pero háganme el favor las ratas y las polillas animales! ¡Los gatos animales!

Los vi a los viejos doblar la esquina y tuve que correr para no perderlos un instante. Ahora iban más despacio. Se estaban como marchitando en el aire claro y espeso. Era temprano de mañana, y sin embargo el sol picaba, sin dar vida, marchitante. Lo mismo que si pones una tetera a calentar sin agua y se te hace mierda la tetera. Tuve ganas de dejar que los abuelos se marchitaran solos. Que fueran una sola melaza negra y vieja abandonándose en las calles baldías. Podría irme a los Baños Municipales. Nadar hasta la balsa, jugar con las chicas del barrio a hundirlas bajo el agua y sumergirme con ellas y agarrarlas de la cintura y rozarles los senos, y montarlas un poco sobre las rocas.

Los vi a los viejos perder vuelo, como un solo trompo enorme cucarreando. Igualito que un borracho cayendo junto al poste lentamente, orgulloso, con la jeta abierta. Los vi aplastarse sobre la acera. La vieja ya no empujaba el carro, se había acostado sobre el carro. ¡La vi dentro del carro! A menos que, dije. Y atravesé la vereda para agarrarles el perfil.

Pegado a las murallas del frente, fue cuando vi lo que hacía el viejo.

Vi que la abuela estaba como desmayada, toda su gordura sobre la silla, y el viejo empujaba las ruedas con las dos manos, como si la silla fuera un barco, un bote espeso, y él la estuviera remando. Y sus brazos iban para atrás y los codos se los adivinaba hinchándole la chaqueta.

Vieja linda, pensé. Hasta las últimas consecuencias, vieja de mierda. Quiere que el viejo reviente el hígado vestido como un príncipe negro, como un ángel oscuro.

Los vi a los viejos hechos un nudo, un ovillo, trastabillando. Tal vez con espuma en la boca, ¡cómo podía saberlo! ¡Ah los viejos una nube negra un pájaro triste y grandote revolcado en la tierra de la ciudad yerta! ¡Ah los viejos una mala nube expulsada de la galaxia derribadita para que me la mearan los perros los gatos las polillas las ratas!

Tenía el corazón hecho un puñetazo. Así traca traca joder joder joder y mierda mierda me tiraba para atrás y adelante, agazapado como en un baile.

Lo vi al viejo, le vi los brazos unas lanzas flacas y pujantes, lo vi el motor de una máquina de ferrocarriles desgastado, lo vi sin sus dos piernas pero con el corazón aguantando fuerte esas patadas que le iban propinando los brazos. Vi de repente, orillando la muralla polvorienta, una galera de esclavos en los sótanos de la nave con las venas trizándoles los músculos, y arriba de todo, como pájaros pomposos, los capitanes ingleses, jóvenes, de narices indiferentes, protegiéndose con el pañuelo una leve espuma que el viento suavizaba en cubierta. Y abajo los remeros, sucios, con moscas en el cogote. La ciudad era la prolongación de una duna y al viejo los codos se le iban rezagando. Un baldío la ciudad. Como esta constelación. Lo mismo que un mal sueño en una tarde dominical, una pesadilla bajo el sol a las cuatro de la tarde. El viejo giraba ahora en un mismo espacio. Había encontrado una puerta que no pasaba. El espacio inmóvil y deshabitado lo paralizaba con la cara de pájaro estrellado. Yo pensé: ésta es su casa.

Yo pensé ahí se van a quedar dormidos, en la calle blanca y despoblada, y los rayos del sol les caerán verticales, el sol los irá chupando como una esponja caliente.

De pronto ya no se movieron.

En verdad pasaban buses allá y ahora que lo pienso hay gente en los zaguanes, comerciantes con maletines negros y corbatas deslumbradoras, empleadas cobrizas, madres jóvenes con las tetas al aire y las guaguas sobre ellas refunfuñándoselas. Y entre ellos, los viejos muertos como un árbol. Igual que un río insignificante que se hubiera deshilachado y la última gota la absorbiera un pedruzco podrido, por las puras.

Ahí se quedaron los viejos, pintados en un mal cuadro, la vieja asmática convulsionándosele el hombro, el nono petrificado en la acera con los ojos dulces.

Me les acerqué con las manos en los bolsillos del bluejean y me les puse al lado mirándoles los pechos expandirse y apretarse como pulmones heridos, muelle y ancho el de la vieja, de plumas dispersas y desesperadas. El del viejo eléctrico y pálido. Me miraron mirarlos sin sorpresa, casi ausentes. La vieja izó levemente su espinazo doblado y clavó los mofletudos dedos en la barra para empujar la silla. El nono se sacó las manos del corazón y las cruzó sobre la cacerola que se asomaba del canasto, levantándolas. A los diez metros había una parada de bus, y nos fuimos a jadear bajo su sombra. Y ahí estuvimos lentamente hasta que el cuerpo se les fue concentrando. Estuvimos como media hora viendo pasar a la gente, y siguiéndola con los ojos mientras detrás de ellos se les ensanchaba la sombra. También yo miraba irse los buses y pasaba una cosa rara. A la altura del poste de alumbrado, las sombras de los buses pasaban adelante y luego se derramaban rápidamente como un agua negra. Y mis nonos también eran una sombra. Pero ploma. Como un agua de algo. Y también miré mi sombra. Y era como un árbol.

De repente el viejo habló.

–Tengo hambre –dijo.

La nona se me acercó por encima y con un pañuelo le limpió los párpados mojados de sudor. Tenía seca la frente.

La abuela me miró y empujó fácilmente el carro.

–Vamos –dijo.

En la esquina me di cuenta que iban a completar la vuelta de manzana. En cuanto giró, se detuvo frente al casero que vendía pescado dentro de las canastas con hielo envuelto en sacos. Pescó un congrio colorado de la cola y lo balanceó al sol buscándole los reflejos. Se veía linda la bestia. El casero la pesó en la balanza portátil y la vieja dijo que se lo diera así, que no lo despellejara, que no lo trozara.

Le dijo al casero que lo quería enterito.

Me extendió el pescado envuelto en el suplemento de El Mercurio.

–Llévalo –me dijo.

Ahora era el camino de bajada y la nona tenía que ir parando el vuelo del carrito. El pavimento se accidentaba en ese tramo, y cuando un cascajo levantó la silla, el abuelo estuvo a punto de perder el sombrero. Finalmente lo agarró a la altura del cogote y se lo puso. Pero no se lo puso derecho y encasquetado en la frente como lo había establecido la abuela. Se lo puso acostado sobre la oreja izquierda y más bien caído sobre la frente. Y entonces simuló con un par de dedos un grueso toscano, e hizo como que lo llevaba a la boca, y supuso que echaba humo en redondelas. Me miró levantando las cejas y dijo:

–Humphrey Bogart.

Y después le sacudió las cenizas como paleteando una bola de ping-pong y dijo:

–Yanqui, sifilítico, fantástico.

Era mucho más fácil entrar la silla al living que salir de él. Bastaba empujar la barra hacia abajo para que el coche se acomodara solo en el peldaño. Papá se había ido al trabajo y mi madre cocía unos alborotadores tallarines al fuego lento. El viejo quedó instalado en el comedor, junto a los ventanales, y la nona vino a unírseme a la cocina.

–¿Qué trae ahí, mamá? –preguntó mi madre. La vieja desenvolvió el congrio y lo sacudió espaciosamente desde la cola.

–Le compré este congrio al casero –dijo–. Voy a hacerlo cocido y con el pellejo.

–Así le gusta al nono –dijo mi madre.

Yo me fui al patio a leer una de historietas. Es cierto que me gusta revolotear por la cocina y mirar lo que hace la gente. Verdad que tengo pasión por mirar a la gente trabajando. Pero esta vez me fui ansioso por leer las historietas. Leí Barbarella, un Barrabases viejo, y hojeé los aprontes de los caballos para el domingo.

Calculo que pasó todo un rato, porque cuando la abuela me llamó levanté la vista y vi que ninguna de las cosas alrededor tenía sombra. Estaban solas y tiradas.

Yo sabía mi misión. Fui hasta el escaparate de vidrios y saqué la servilleta en forma de babero. Avancé hasta el nono y se lo colgué del cuello.

–La guagua –dijo el viejo.

Se lo amarré por detrás y luego di la media vuelta para ver a la abuela colocarle el plato humeante sobre la bandeja yugoslava. El nono hundió la cuchara y sopló el primer bocado torrencialmente. Enseguida abrió la boca y se lo echó dentro amasándolo sin prisa. Cuando lo engulló, los labios se le abrieron largos y horizontales y entonces se pasó la lengua por las encías despobladas. Después se guardó la lengua y sonrió.

Yo me fui a dar una vuelta por ahí porque no soporto el pescado.

 

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