Voltaire
Nuestros
dos ojos no vuelven mejor nuestra condición; uno nos sirve para ver los bienes,
y el otro los males de la vida. Mucha gente tiene la mala costumbre de cerrar
el primero, y muy pocos cierran el segundo; por eso hay tanta gente que
preferiría estar ciega a ver todo lo que ve. ¡Felices los tuertos que sólo
están privados de ese mal ojo que echa a perder todo lo que mira! Mesrur es un
ejemplo.
Habría sido preciso ser ciego para no ver
que Mesrur era tuerto. Lo era de nacimiento; pero era un tuerto tan contento
con su estado que nunca se le había ocurrido desear otro ojo. No eran los dones
de la fortuna los que lo consolaban de los entuertos de la naturaleza, porque
era un simple mozo de cuerda y no tenía más tesoro que sus espaldas; pero era
feliz y demostraba que un ojo de más y una pena de menos contribuyen bien poco
a la felicidad. El dinero y el apetito siempre le llegaban en proporción a la
tarea que hacía; trabajaba por la mañana, comía y bebía por la tarde, dormía de
noche, y miraba todos sus días como otras tantas vidas separadas, de suerte que
la preocupación por el futuro nunca le perturbaba el goce del presente. Como pueden
ver, era a un tiempo tuerto, mozo de cuerda y filósofo.
Por azar, vio pasar en una brillante
carroza a una gran princesa que tenía un ojo más que él, cosa que no le impidió
encontrarla muy hermosa, y, como los tuertos sólo difieren del resto de los
hombres en que tienen un ojo de menos, se enamoró locamente. Tal vez alguien
diga que, cuando uno es mozo de cuerda y tuerto, no hay que enamorarse, sobre
todo de una gran princesa, y, lo que es más, de una princesa que tiene dos
ojos; convengo en que es muy de temer no agradar; sin embargo, como no hay amor
sin esperanza, y como nuestro mozo de cuerda amaba, esperó.
Como tenía más piernas que ojos, y además
eran buenas, siguió durante cuatro leguas la carroza de su diosa, de la que
tiraban con gran rapidez seis grandes caballos blancos. En aquel tiempo, la
moda entre las damas era viajar sin lacayo ni cochero y guiar ellas mismas: los
maridos querían que siempre fueran solas, para estar más seguros de su virtud,
cosa directamente opuesta a la opinión de los moralistas, que dicen que en la
soledad no hay virtud.
Mesrur seguía corriendo junto a las ruedas
de la carroza, volviendo su ojo bueno hacia la dama, sorprendida de ver a un
tuerto con aquella agilidad. Mientras él demostraba así que uno es infatigable
porque ama, una bestia salvaje, perseguida por unos cazadores, cruzó el camino
real y espantó a los caballos que, con el bocado entre los dientes, arrastraban
a la hermosa hacia un precipicio. Su nuevo enamorado, más espantado todavía que
ella, aunque ella lo estuviese mucho, cortó los tiros con maravillosa destreza;
los seis caballos blancos dieron solos el salto peligroso, y para la dama, que
no estaba menos blanca que ellos, todo quedó en susto. “Quien quiera que seas”,
le dijo, “nunca olvidaré que le debo la vida; pídame cuanto quiera; cuanto
tengo es suyo. “¡Ah!, con mayor razón puedo ofrecerle otro tanto”, respondió
Mesrur; “pero, si se lo ofreciera, siempre le ofrecería menos, porque sólo
tengo un ojo y usted tiene dos; pero un ojo que la mira vale más que dos ojos
que no ven los suyos”.
La dama sonrió, porque las galanterías de
un tuerto no dejan de ser galanterías, y las galanterías siempre hacen sonreír.
“Querría poder darle otro ojo”, le dijo, pero sólo su madre podía hacerle ese
regalo; pese a todo, sígame”.
Tras estas palabras, se apea de su
carruaje y prosigue el camino a pie; también bajó su perrillo, que caminaba
junto a ella ladrando a la extraña figura de su escudero. Hago mal dándole el
título de escudero, porque, por más que le ofreció el brazo, nunca quiso la
dama aceptarlo so pretexto de que estaba demasiado sucio; y van a ver que fue
víctima de su limpieza. Tenía unos pies muy pequeños, y unos zapatos más
pequeños todavía que sus pies, de modo que no estaba ni hecha ni calzada para
soportar una larga caminata.
Unos pies bonitos consuelan de tener malas
piernas cuando se pasa la vida en una tumbona en medio de un tropel de
petimetres; pero ¿para qué sirven unos zapatos bordados de lentejuelas en un
camino de piedras donde únicamente puede verlos un mozo de cuerda, y encima un
mozo de cuerda que sólo tiene un ojo?
Melinade (ése es el nombre de la dama; mis
razones he tenido para no decirlo hasta ahora, porque aún no estaba inventado)
avanzaba como podía, maldiciendo a su zapatero, desgarrando sus zapatos,
desollándose los pies y haciéndose esguinces a cada paso. Hacia hora y media
poco más o menos que caminaba al paso de las grandes damas, es decir, que ya
había hecho cerca de un cuarto de legua, cuando cayó rendida de fatiga.
El Mesrur, cuya ayuda había rechazado
mientras estaba de pie, dudaba en ofrecérsela por temor a ensuciarla si la
tocaba: sabía que no estaba limpio, la dama se lo había dado a entender con
suficiente claridad, y la comparación que en el camino había hecho entre él y
su amada se lo había demostrado más claramente todavía. Llevaba ella un vestido
de un ligero paño de plata, sembrado de guirnaldas de flores, que hacía
resplandecer la belleza de su talle; y él, un blusón pardo manchado en mil
puntos, agujereado y remendado de suerte que los remiendos estaban al lado de
los rotos, y no encima, donde sin embargo habrían estado más en su sitio. Él
había comparado sus manos nerviosas y cubiertas de callosidades con dos manitas
más blancas y delicadas que los lirios. Había visto, por último, los hermosos
cabellos rubios de Melinade, que escapaban a través de un ligero velo de gasa,
unos realzados en trenza y otros en rizos; a su lado, él sólo podía poner unas
crines negras, erizadas y crespas, que por único adorno sólo tenían un turbante
destrozado.
Mientras tanto, Melinade intenta
levantarse, pero no tarda en volver a caer, y con tan mala fortuna que lo que
enseñó a Mesrur privó a éste de la poca razón que la vista del rostro de la
princesa había podido dejarle. Olvidó que era mozo de cuerda, que era tuerto, y
únicamente pensó en la distancia que la fortuna había puesto entre Melinade y
él; y no recordó siquiera que era un enamorado, porque faltó a la delicadeza
que dicen inseparable de todo verdadero amor, y que a veces constituye su
encanto y en la mayoría de las ocasiones su hastío; se sirvió de los derechos
que a la brutalidad le daba su estado de mozo de cuerda, fue brutal y feliz.
Sin duda la princesa se hallaba entonces desvanecida, o gemía lamentando su
destino; pero, como era justa, a buen seguro bendecía al destino según el cual
todo infortunio lleva consigo su consuelo.
La noche había extendido sus velos sobre
el horizonte y ocultaba con su sombra la verdadera dicha de Mesrur y las
presuntas desgracias de Melinade; Mesrur saboreaba los placeres de los
perfectos amantes, y los saboreaba como mozo de cuerda, es decir (para
vergüenza de la humanidad) de la forma más perfecta; los desmayos de Melinade
la ganaban a cada instante, y a cada instante su amante recuperaba fuerzas. “Poderoso
Mahoma”, dijo una vez como hombre fuera de sí, pero como mal católico, “a mi
felicidad sólo le falta que la sienta también quien la causa; mientras estoy en
tu paraíso, divino profeta, concédeme otro favor, ser a los ojos de Melinade lo
que ella sería a mi ojo si fuera de día”.
Acabó de rezar, y siguió gozando. La
Aurora, siempre demasiado diligente para los amantes, sorprendió a Mesrur y a
Melinade en la actitud en que ella misma habría podido ser sorprendida, un
momento antes, con Titono. Pero, ¡cuál no sería el asombro de Melinade cuando,
al abrir los ojos con los primeros rayos de la aurora, se vio en un lugar
encantado con un joven de noble porte, y de rostro que se parecía al astro cuyo
retorno esperaba la tierra! Tenía mejillas de color rosa y labios de coral; sus
grandes ojos, tiernos y vivos a un tiempo, expresaban e inspiraban la
voluptuosidad; su aljaba de oro, adornada de pedrerías, colgaba de sus hombros,
y sólo el placer hacía resonar sus flechas; su larga cabellera, retenida por un
lazo de diamantes, flotaba libre sobre sus caderas, y un paño transparente,
bordado de perlas, le servía de indumentaria sin ocultar nada de la belleza de
su cuerpo. “¿Dónde estoy y quién es usted?”, exclamó Melinade en el colmo de su
sorpresa. “Está”, respondió él, “con el miserable que ha tenido la dicha de
salvarle la vida, y que se ha cobrado sobradamente su esfuerzo”. Tan asombrada
como encantada, Melinade lamentó que la metamorfosis de Mesrur no hubiera
empezado antes. Se acerca a un brillante palacio que hería su vista y lee esta
inscripción sobre la puerta: “Aléjense, profanos; estas puertas sólo se abrirán
para el dueño del anillo”. Mesrur se acerca a su vez para leer la misma
inscripción, pero vio otros caracteres y leyó estas palabras: “Llama sin temor”.
Llamó, y al punto las puertas se abrieron por sí mismas con gran estrépito. Los
dos amantes entraron, al son de mil voces y mil instrumentos, en un vestíbulo
de mármol de Paros; de allí pasaron a una sala magnífica, donde los aguardaba
un delicioso festín desde hacía mil doscientos cincuenta años sin que ninguno
de los platos se hubiera enfriado todavía; se sentaron a la mesa, y cada uno
fue servido por mil esclavos de la mayor hermosura; la comida estuvo acompañada
de conciertos y danzas; y cuando hubo acabado, todos los genios acudieron con
el mayor orden, repartidos en diferentes grupos, con atavíos tan magníficos
como singulares, a prestar juramento de fidelidad al amo del anillo, y a besar
el dedo sagrado de quien lo llevaba.
Había sin embargo en Bagdad un musulmán
muy devoto que, como no podía ir a lavarse en la mezquita, se hacía traer el
agua de la mezquita a casa a cambio de una pequeña retribución que pagaba al
sacerdote. Acababa de hacer la quinta ablución, para disponerse a la quinta
plegaria, cuando su criada, joven aturdida muy poco devota, se desembarazó del
agua sagrada arrojándola por la ventana. Fue a caer sobre un desgraciado
profundamente dormido sobre la esquina de un mojón que le servía de cabecera.
Fue inundado y se despertó. Era el pobre Mesrur quien, de regreso de su morada
encantada, había perdido en su viaje el anillo de Salomón. Se había quitado sus
ricas vestiduras y puesto el blusón; su hermosa aljaba de oro se había trocado
en la escalerilla de madera, y, para colmo de desgracia, había perdido uno de
sus ojos en el camino. Volvió a recordar entonces que la víspera había bebido
gran cantidad de aguardiente que había abotargado sus sentidos y calentado su
imaginación. Hasta entonces había apreciado ese licor por gusto; ahora empezó a
amarlo por gratitud, y volvió alegremente a su trabajo, muy decidido a gastarse
el jornal en comprar los medios para encontrar de nuevo a su querida Melinade.
Cualquier otro se hubiera afligido por ser un maldito tuerto después de haber
tenido dos hermosos ojos, por sufrir el rechazo de las barrenderas de palacio
después de haber gozado los favores de una princesa más hermosa que las amadas
del califa, y por estar al servicio de todos los burgueses de Bagdad después de
haber reinado sobre todos los genios; pero Mesrur no tenía el ojo que ve el
lado malo de las cosas.
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