Stig Dagerman
Qué bien, así me gusta. Que me reciban como a un
señor. Ahí está Ulrik, en la esquina del andén, con botas de cuero y su mejor
sombrero, el de ala ancha, mirando alicaído a la explanada de la estación.
Lleva brazalete de luto y lazo negro. A su espalda la yegua ramonea entre las
flores del arriate. Habrá que ir en coche de caballos, no lo hacía desde que
era niño. Me reciben como a un señor sólo porque padre ha muerto. En otro caso
tendría que ir a pie hasta que el fango me cubriera las cañas de las botas. Sí,
claro que no voy a olvidarme del entierro de madre.
El mismo de siempre. No, qué va,
no sale a mi encuentro aunque me vea bajar del vagón. Como si yo no tuviera
bastante con lo que cargo, la corona y la maleta llena de botellas de
aguardiente. Podía haber facturado la corona, pero vete tú a saber. Bien recuerda
uno lo que ocurrió con la corona de madre. Tanto la maltrataron en el
transporte que parecía mentira apañar nada. De vergüenza me moría durante el
entierro, tratando de cubrir las flores con cintas para que nadie las viera. Y
acaso cree alguien que sirve de algo reclamar a la compañía del ferrocarril.
Qué va, nada de eso. Lo único que hacen es escurrir el bulto y allí se queda
uno como un pasmarote.
Bueno, ahora por lo menos me
saluda, Ulrik, Lurik, como le decíamos de pequeños. Saluda con el sombrero y
esboza una sonrisa. Parece un palurdo, pero qué otra cosa podría esperarse. Y
ahí va el cerrajero, borracho los sábados como de costumbre. Se detiene y
quiere hablar. Sabe lo que llevo en la maleta sólo con verla. Recibe mi pésame
más sincero, me dice el cerrajero, pronto le llegó la hora al viejo. Lo vi un
día antes y estaba en plena forma. Ya se sabe que padre bebía más de la cuenta
al final de sus días, pero no va a ser el cerrajero quien venga aquí a
pregonarlo en medio de la estación. Me pregunto si estará invitado. Bebían
juntos, eso sí, padre y él, pero no por eso va a tener que estar invitado.
¡Atiza! Ahora se me cae el
brazalete. El anterior lo perdí, salgo un sábado de parranda y cuando vuelvo a
casa el brazalete desapareció. Y no porque se lleve el luto precisamente en la
ropa, ¡pero mira que perderlo en medio de una borrachera! Alelado se queda uno
aunque fuera un mes después del entierro. La mujer ha vuelto a comprármelo muy
holgado. O acaso esté yo demasiado flaco para brazaletes. A saber. En todo caso
se me cae hasta la muñeca. Y parezco un desmañado. Maldita sea.
Y Ulrik. Es lo que suele hacer
cuando vengo a casa. No echa una mano aunque uno deje la maleta en el suelo y
lo esté deseando. Y decir, no dice una palabra, no responde aunque le diga hola
una y dos veces. Pero siempre fue cerril y atravesado. Lurik.
Agarra tú la corona, hermano, le
digo, y le doy una palmadita en el hombro. Hermanos somos en todo caso y
circunstancia, no va a ser en vano. Bien, la caja de la corona cabe justo bajo
el asiento trasero. Pero la maleta la llevo conmigo. Ulrik chasquea la lengua.
Blenda, la condenada yegua, gira torpe con el belfo atiborrado de flores del
jefe de la estación. Deja ahí la maleta, muchacho, dice Ulrik. Pero bien sabe
uno lo que pasó cuando el entierro de madre. Tage, el hermano pequeño, quiso
llevarla para dárselas de forzudo y, pum, golpeó la maleta contra un puntal de
la cerca y reventaron dos botellas. No hubo más remedio que salir por ahí y
tratar de hacer acopio de aguardiente en plena tarde de sábado. Será mejor que
lleve la maleta conmigo.
En todo caso hace calor. ¿Que si
ha llovido? No, llover no ha llovido desde hace un mes por lo menos. Buen mes
de octubre, hay que decirlo. Enviamos tarde las cartas, dice Ulrik, pero así y
todo las mandamos.
Las cartas. Pasamos por delante
del banco, la casa del médico y el café del minigolf. Ahí es donde trabajaba
Frida. No fue mala idea ser novio suyo. Entonces entraba al café por la puerta
trasera y el consumo me salía gratis. El tiempo que duró. Pero la verdad es que
siempre fue de provecho tener a Frida ahí. La recibiste a tiempo, claro,
pregunta Ulrik. O más bien lo afirma para justificarse. Ah sí, las cartas. La
carta. Pues sí que llegó, pero bien podía haberla escrito antes Ulrik. Pero
siempre ha sido reservado y no, qué va, escribir no escribe una línea en vano.
Y así llegó la carta, el domingo
pasado, de forma enteramente inesperada. Yo me había pasado todo el día en el
hipódromo de Solvalla, apostando a las carreras y con ciento cincuenta coronas
en premios, ¿cuántas veces ocurre eso? Qué disculpado está uno cuando no está
sobrio del todo. La carta, va la mujer y la pone encima del contador de la luz
y empieza a hacerse la remolona, a ver si cojo la carta tan pronto como llego a
casa. Como cuando murió madre, pero entonces recibí una carta como es debido de
Lena, la hermana pequeña, la que ahora está ingresada en el sanatorio, cosa que
sin duda tranquiliza. Abro la carta, es lo que hago, la leo y releo y me lleva
tiempo aclararme. Algo perplejo se queda uno al recibir un mensaje luctuoso y
no estar realmente sobrio. La mujer no puede dejar de advertírmelo, pero ya le
devolveré yo la pelota, vaya que sí. Y bien, me digo, el viejo no es de los que
han desperdiciado una sola gota y quién sabe: acaso se ha dicho que estaba
completamente sobrio al morir. Pero aun así me siento algo afectado, igual que
en el entierro de madre, cuando salimos por ahí a pedir aguardiente para el
velatorio y por la noche ya estábamos alegremente achispados y con resaca
durante todo el entierro.
Ropa tienes, por supuesto, dice
luego la mujer, eso sí, tendré que comprarte otro brazalete, claro, el anterior
lo perdiste en medio de una borrachera. Tendré que oírla hasta el día que me
muera.
Y el tejado del guardia, que
salió volando y se le vino abajo. Sí, eso dicen, que salió volando. Ahora está
sentado en el patio. Fuma en pipa y tiene un papel en la mano. También se hizo
de una hamaca desde la última vez. Estará buscando información sobre quién pudo
haberle echado el tejado abajo. Un engreído, es lo que siempre he pensado.
Ahora nos adelanta un coche, un
flamante Chevy, a estrenar. Se lo digo a mi hermano, pero qué va, qué va a
saber mi hermano lo que es un Chevy, ni siquiera un Chevrolet, por lo que le
toca. Qué pena por Lena, se saca Ulrik de dentro, no le dieron permiso para
venir a casa. Sí, pobre Lena, la hermana pequeña, por lo menos tiene algo
especial. No es como Lurik, cerril y atravesado, ni tampoco como Lydia, la
hermana mayor, gorda y presumida desde que se casó con el tratante de aparatos
de radio del pueblo. Los domingos sale con traje folclórico y se hizo voluntaria
del cuerpo auxiliar del ejército. ¡La hermana de uno! Ya se sabe que lo único
que hace es mirar a los demás por encima del hombro. Bien me acuerdo del
revuelo que armó durante el entierro de madre por darse la casualidad de que
uno cometiera un desliz la mañana del entierro. ¡Mira que tener un hermano tan
cafre!, eso fue lo que me dijo. Pues mira, si de mí depende, de eso se libra.
Lena es otra cosa. Se parece más a uno, no teme hablar, no es nada arrogante ni
mira a nadie de soslayo, nunca lo hizo. Y tuvo que contagiarse de tisis en casa
de ese estúpido de Lundbohm, sólo por no calentar su habitación. Ama de llaves
de semejante patán, el diablo tenía que ser.
El Chevrolet viene de vuelta,
seguro que ha estado en Turisten y viene de regreso. A Turisten vienen a tomar
copas hasta de la ciudad. Si pudiera salir esta noche. Pero bien recuerdo lo
que pasó durante el entierro de madre. Toda una bronca. Bronca y amargura. El
Chevrolet aminora la marcha y no porque la yegua se asuste, porque Blenda ha
servido en un regimiento acarreando los cañones de los cabos. Coche y carreta
se detienen y quedan a la misma altura, y quién baja la ventanilla del coche y
asoma la jeta sino Holmgren el Panadero. Algo más calvo está desde el entierro
de madre, pero tiene la misma nariz roja. También tiene la cara colorada pero
quizá se deba al bronceado. Capaz.
Te acompaño en el sentimiento,
me dice Panadero aunque parezca tan alegre como siempre, siento lo de tu padre.
Pero vente a dar una vuelta esta noche si no tienes nada mejor que hacer. Que
no es que Knutte ande todos los días de parranda, dice Panadero. No desde el
entierro de madre, le digo tratando de parecer compungido aunque no me resulte
nada sencillo cuando pienso en las juergas que me he corrido con Panadero. El
aguardiente que hemos bebido juntos podría bastar para pasarnos borrachos como
mínimo la mitad de un año. Ya veremos, ya veremos, le digo. Nada fijo le puedo
prometer estando Ulrik delante. Pero Ulrik chasquea la lengua y restalla con la
fusta para que la condenada yegua arranque en segunda y pegue un tirón
tremendo. Pero la maleta la llevo bien sujeta entre las rodillas para no correr
ningún riesgo. El Chevrolet arranca y se aleja.
Precioso coche, digo, y no es
que deje de sentir cierta curiosidad por los posibles de Panadero para ir
dándoselas de coche. La última vez me pidió prestadas diez coronas para poder
sacar a la mujer a dar un paseo. Ella llevaba tres días sin salir de casa. Al
menos eso fue lo que me aseguró. Pero vete tú a saber. Tanto larga Panadero. En
el fondo es un buen muchacho.
Primero acierta una quiniela,
dice Ulrik. Y luego le toca la lotería. De modo que pronto va a morir
pimplando. Eso suena a envidia. Envidioso y atravesado, eso es lo que siempre
ha sido Ulrik. Ahí va, dando trallazos con la fusta mientras Blenda cabecea despacio
en dirección a Turisten. Fuera de Turisten están los camiones de la cerveza.
¿Tienes cerveza en casa? Si no tienes, paramos y apañamos una caja, le digo.
Pero entonces Ulrik se enfurruña. Restalla con la fusta para que la yegua
llegue al puente en dos o tres trancos. Es que no puedes pensar en otra cosa
estando padre muerto, me reconviene. ¡Cerveza y aguardiente, no tienes otra
cosa en la cabeza! Pues claro que sí, hombre, podría haberle dicho. Recordarle
el dinero que he estado enviando a casa durante ocho años para el tabaco de
padre y ¡cuántos vestidos no enviaría la mujer a madre en su día! Pues claro
que hemos tenido algo más en la cabeza, si es que le da por ahí. Y además, lo
de la caja de cerveza ha sido con la mejor voluntad. Bien recuerda uno lo que
pasó en el entierro de madre. Al final sólo hubo agua y quiénes fueron los que
tuvieron que avergonzarse, Ulrik y uno que yo me sé. También podría recordarle
eso. Llegado el caso.
Pero no, no es uno muy dado a
hurgar en el pasado. Aunque vete tú a saber lo que hubo durante el inventario
de la herencia de madre. Poca agua necesita el río para que las piedras queden
al descubierto. La cuesta la remonta en un suspiro. Dígase lo que se quiera de
Blenda, pero correr, corre. Pero también fue una de las compras de padre.
Ulrik, este Ulrik va devanándose los sesos para hacerme una pregunta. Hablar le
resulta difícil pero al final le sale. Al final la escupe como una raspa de
pescado. ¿Cómo te va ahora con la mujer, con Elinda?
Una pregunta ingenua merece una
respuesta ingenua. Ha estado resfriada, le digo, y la falda se le enredó entre
los radios de la bici, se fue al suelo y para colmo se torció un brazo. Pero
por lo demás de maravilla. ¡Te jodiste, Lurik!, que bien sabe uno por dónde van
los tiros. Que necio no soy, nunca lo he sido. Y seguro que aquí, en casa,
también lo saben. De eso se ha ocupado Lydia, ¡quién si no! O su marido, ese
gordinflón que va con la furgoneta por todas partes endosando aparatos de radio
a la gente. ¿Con qué negocios ha engordado tanto? Mejor callarlo. O pregonarlo
a grito pelado. Llegado el caso.
Pero Ulrik ha vuelto a quedarse
en silencio. No es bueno saber lo que piensa. Siempre ha sido un pillo. Pillo y
testarudo. Ahora el café de Carlsson tiene sombrillas en la terraza y el
Grindstugan tiene pista de minigolf. Una partidita sí me echaría al caer la
tarde. Si se me hace tarde siempre habrá respuestas a mano. La verdad es que
padre no era de los que torcían el morro. Bien recuerdo lo que pasó cuando el
entierro de madre. Es decir, después. Entra, hijo, entra en la alcoba, me dice
al anochecer. Pero que no te vea nadie. Y luego saca dos vasos del cajón de la
cómoda y el coñac que tiene a buen recaudo. Después nos sentamos en el sofá, el
uno junto al otro, y nos ponemos a beber. Hijo, dice padre, yo te aprecio. No
eres engreído ni tampoco presuntuoso. Así de cabal fue siempre padre. Y bien
sabía lo que andaba en juego. Y desperdiciar una gota no lo hacía aunque ya
tuviera setenta y dos años. ¿Qué voy a hacer ahora que padre ha muerto?
Aunque quizá debiera animar a
Ulrik. Porque tampoco es que lo haya pasado siempre bien. Se ha quedado solo en
la finca. No ha tenido sesos para hacerse de una mujer. Y la criada se ha
despedido. Dicen que fue padre, a qué dudarlo, quien le hizo la vida imposible
desde la muerte de madre. Pero la gente larga tanto. Y además, para qué iban a
tener una criada desde que murió madre. Ella tuvo que guardar cama y eso exigía
sus cuidados, pero padre, él solo se apañaba las gachas aun siendo tan viejo.
Suerte que se ha quedado el peón, porque en otro caso mal se las arreglaría
Ulrik por más alardes de fuerza que haga.
En el pueblo, como aquí decimos,
apenas se ve un alma. Un tipo larguirucho aparece al borde del camino con una
bolsa de papel y espera a que pasemos. Un pordiosero, seguro. Porque acabamos
de pasar cuando va y traspone la verja del tendero Pettersson. Pero entonces
más parece que vaya al infierno, porque no, no es Pettersson de los que fíen un
céntimo a un pordiosero. Tan tacaño como casi todos los del pueblo. Pero padre
era otra cosa. Si se presentaba un vagabundo siempre había comida y albergue. Y
claro, así tenía a alguien con quien hablar. Porque padre fue un vivalavirgen.
Y Ulrik, a Ulrik nadie le sacó nunca una palabra. Conque cuando nos sentamos en
la alcoba tras el entierro de madre, va padre y me dice: Si uno quiere echar un
trago en esta casa tiene que hacerlo a escondidas. No porque Ulrik diga nada,
pero mirar, mira. Se queda mirando hasta que los ojos se le salen de las
órbitas. Y para sacarle una palabra tiene que estar primero muy cabreado.
Ésa fue la última vez en la vida
que hablé con padre. De modo que bien la recuerdo. Y lo que al menos debían
saber es que padre no fue de los que miraran a nadie por encima del hombro,
nada de eso. ¡Qué trabajador es Ulrik!, eso es lo que he tenido que oír todas
las veces que he vuelto a casa desde que me mudé a la capital. Trabaja por tres
mientras otros andan de parranda en la capital. Y no, no suelta tacos más que
cuando está encabronado. Y fumar, no fuma. Y beber, no ha bebido desde los
tiempos de la mili. Le jugamos una broma el día que padre cumplió setenta años.
Padre y yo pusimos aguardiente en una botella de limonada y le ofrecimos un
vaso, y él, tan sediento como estaba, va y lo bebe de un trago creyendo que era
limonada. Qué desmadre se armó. Ulrik sale al patio y vomita sobre la hierba y
luego entra y ladra como un perro guardián. Pero en todo caso se tragó unas
cuantas gotas.
Ahora nos cruzamos con el
maestro. Es nuevo y tan engreído que no se molesta una sola vez en doblar el
sombrero a modo de saludo. Jacob, el viejo maestro que tuve en mis tiempos murió,
oigo decir a Ulrik. Se sentó en un sillón del jardín y se murió. Así se nos van
los viejos, así se nos van, rezonga Ulrik. Primero fue madre y luego Jonsson,
el encargado del molino. Murió ahogado en el río el otoño pasado. Bien lo
recuerdo, lo dijeron por la radio: Elov Jonsson, el viejo propietario del
molino, pereció ahogado la noche del martes en Kvarnlunda. Y la misma semana
falleció una anciana atropellada en la carretera general, pero a ella no la
conocía nadie. Y luego Jacob, sigue Ulrik, y Stenlund enfermó de cáncer y acabó
sus días en el asilo. Y luego padre.
Un ciclista se nos acerca por
detrás y toca el timbre, Ulrik aminora la marcha y se echa a un lado del
camino. Se descubre el sombrero y mira a su alrededor, atrás y a ambos lados.
Así, como si tuviéramos que estar a solas para hablar de padre. Ahora le dieron
ganas de hablar a Ulrik. No es que ocurra muy a menudo, por eso se acuerda uno.
Cuando el toro de Wiklund se soltó y le corneó una costilla al hermano pequeño
se pasó toda la noche dale que dale con sus demandas por daños y perjuicios y
sus artículos de ley. Todos nos quedamos boquiabiertos. Ulrik sabía hablar,
¡maldita sorpresa! Y también recuerdo cuando fuimos a enterrar a madre.
Entonces a Ulrik sí que le dio por hablar, pensamos que nunca acabaría.
Padre tenía que ir aquel día con
la enfermera, me cuenta Ulrik. Ya sabes, oía mal a rachas y nada más levantarse
va y me dice: Ulrik, hoy voy a ser yo quien tenga que ir con la enfermera antes
de que me quede sordo del todo. No he oído decir una sola palabra en toda la
semana, Ulrik, dice padre. Y capaz es de sacar la bicicleta y largarse
temprano. Yo tenía que ir a casa del herrero y recoger el arado, y estoy
enjaezando a Blenda cuando lo veo salir jalando la bicicleta. ¡Padre!, le grito
desde la puerta de la cuadra, espere y así puede venir conmigo. Yo voy a la
herrería y la casa de la enfermera no queda tan lejos. Porque la bicicleta no
la ha movido en todo el año. Una vez no consiguió levantar la pierna por encima
del cuadro, tan reumático estaba. No te preocupes, me dice, no estoy tan mal
que no pueda recorrer en bici un trecho tan corto hasta la enfermera. Así que lo
dejé ir, aunque me quedé preocupado. El herrero está en el patio cuando llego a
su casa y al trasponer la verja me grita: ¡Cómo puedes dejar a tu padre ir tan
lejos! ¿Lejos?, le replico, ¿queda lejos la enfermera? ¡La enfermera!, exclama
el herrero. Tu padre estaba en el pueblo; acabo de regresar con el camión de la
cerveza y allí he visto a tu padre, en Mon. Y qué tumbos iba dando, dice el
herrero, fácil que le ocurra un percance. Así supe dónde doblaban las campanas,
cuenta Ulrik. En Mon vive el cerrajero y bien sabido es que no es de los que
digan no a un trago o pregunten de dónde proviene. Y bien pensado, ahora que me
acuerdo, qué abultado llevaba padre el abrigo. Llevo el arado a casa y, una vez
allí, entro en su dormitorio para mirar en la cómoda, pero está cerrada y no
encuentro la llave. Desconfiado, eso es lo que fue a última hora, aunque uno no
sea quien vaya fisgoneando en los cajones de nadie, dice Ulrik. Yo me paso todo
el día en el cobertizo reparando horquillas y azadones porque dentro de una semana,
a lo más, hay que cosechar las papas. Y tengo la puerta abierta para echar un
vistazo al camino de vez en cuando. Y llega la hora del almuerzo, y el café de
las tres, y padre que no aparece. Y el peón merodea todo el día alrededor de la
leñera y se muestra un tanto receloso. Seguro que ya está al cabo de lo que
pasa y sucede.
Al final, prosigue Ulrik, agarro
yo la bicicleta y me llego hasta el pueblo sin que me encuentre con padre por
el camino. Voy a casa de la enfermera, más que nada para cerciorarme; ella abre
la puerta y me toma de la mano y yo me quedo de una pieza. Sí, tu padre está
aquí, dice; al menos me alegra que no me hubiera mentido. Pero cuando entro en
la casa veo a padre tumbado en la cama, con la cabeza vendada, y roncar, ronca
de forma nada recomendable. Estaba yo mirando por la ventana, me cuenta la
enfermera, cuando veo a tu padre acercarse en bicicleta. Pensé que nunca
llegaría a ningún sitio, añade la enfermera, porque venía dando tumbos de un
lado para otro. Y entonces se tambalea y cae al suelo, y suerte que Holmgren el
Panadero, que venía en coche lamiéndole los talones, pudo frenar a tiempo,
prosigue la enfermera. Nos ayudamos el uno al otro para meterlo en casa y,
sobre todo, lo que parecía un milagro es que hubiera podido subirse a la
bicicleta tan borracho como estaba, concluye la enfermera.
Eso es lo que me cuenta Ulrik.
Aunque a mí me parece que habría que omitir eso de sacar la borrachera por
delante. Para que Lydia y su marido se lleven ahora el agua a su molino. Bien
se acuerda uno de la bronca que fueron echando a diestra y siniestra durante el
entierro de madre, por ser uno generoso y haberse traído el cupo entero. Pero
no, Ulrik no ha acabado aún porque deja que Blenda vaya a paso de pulga. Parece
mentira que no pueda ir más rápido.
Cómo se encuentra, le pregunto a
la enfermera, prosigue Ulrik, y ésta mueve la cabeza y dice que sin duda debe
descansar unos días o cosa parecida. Si me lo llevo a casa ahora, ella podría
pasarse mañana por casa y verlo temprano. Y oler, huele, huele todo el cuarto a
aguardiente y no resulta nada grato, pero que nada grato, en plena cosecha de papas
y todo. Agarro la bicicleta y salgo para casa. Junto a la escalinata de la casa
de la enfermera está la bicicleta de padre y el manillar está torcido, pero por
lo demás parece haber salido ilesa. Espero a que empiece a oscurecer porque
quiero evitarme las miradas de todo el pueblo por culpa de padre, dice Ulrik, y
engancho el carro y voy a casa de la enfermera y padre duerme como un tronco
cuando lo sacamos la enfermera y yo. El peón se echa a reír cuando volvemos a
casa y lo dejamos tumbado en el sofá del dormitorio. No tengo ganas de quitarle
la ropa, así que le echo una manta encima y salgo a ordeñar las vacas y
apaciguar los caballos. Pero por la noche, en cuanto llegan a recoger la leche,
todos saben lo que le ha pasado a padre, todos ríen y comentan que nunca, aun
siendo tan viejo, había desperdiciado una sola gota. Conque no nos queda más
remedio que penar por culpa de padre. Por la noche me parece oír algo raro en
su alcoba, conque me levanto y entro y prendo un cerillo. Y siento miedo, dice
Ulrik. Cuando enciendo la luz eléctrica padre ya está muerto. El peón sale en
busca de la enfermera pero ella sólo pasa unos minutos en la alcoba de padre,
entra luego en la cocina y nos dice que hay que ver lo pronto que se ha ido,
nadie lo hubiera creído.
En ese mismo instante pasamos
por la casa de la enfermera y no parece, a decir verdad, que esté en la ventana
viéndonos pasar, la ventana a la que se asomó cuando padre cayó y cerró los
ojos por última vez. Aquí mismo fue, a medio camino, junto a la cerca de Jacob.
Cuántas veces no habíamos recorrido ese camino de niños, ese mismo tramo, en
bicicleta o jalando el trineo en invierno, y siempre se dijo que padre iría a
caerse ahí mismo de la bicicleta y romperse la crisma. Ulrik restalla con la
fusta y Blenda arranca como un caballito de tiovivo, pero voy de espaldas hasta
la curva de la fonda, mirando el pequeño trecho del camino entre la casa blanca
de la enfermera y la cerca de Jacob. Es como si uno estuviera viendo la tumba
de padre. Por ahí entiendo que padre yace muerto.
El cementerio queda enfrente de
la fonda, la puerta de la morgue está abierta. En julio, cuando madre fue
enterrada, no se veía, los arces la ocultaban. Y Ulrik aminora el paso justo
donde empieza la barda, se quita el sombrero y se lo lleva a las rodillas hasta
que rebasamos la iglesia. Ulrik sigue con sus ideas de siempre. Lo mismo hacía
con padre, ayudándole a quitarse el sombrero cuando pasaban por la morgue.
Alguien cierra la puerta en este momento, padre queda encerrado, pero ya no lo
siento como hace un rato. No, no lo siento del mismo modo que lo sentí cuando
me quedé mirando el camino. Y lo curioso es que tampoco lo siento cuando pienso
en él. Porque hay que ver la vitalidad que tenía padre, pensando en él sólo se
piensa en lo bien que la pasamos juntos. La mañana que enterramos a madre voy y
rasuro a padre con mi cuchilla y se pone tan contento que casi se le caen las
lágrimas. Si Ulrik hiciera esto, me dice, pero a Ulrik le importa un bledo que
yo me corte el cuello al rasurarme, con el tembleque que tengo.
Ahora Ulrik se queda mirando mi
sombrero, pero no va a tener más remedio que arrancármelo si quiere que me lo
quite. En la fonda que acabamos de rebasar había una que se llamaba Irma. Y no,
no fue mala cosa ser novio suyo. Nos veíamos por las tardes en el bosque de
detrás y entonces venía con comida de la fonda envuelta en una servilleta.
Entonces no padecí ningún apuro. Pero luego llegó la señora Lund y se acabó lo
que se daba. Y la Irma se hizo novia de un teniente que se había alojado cuatro
días en la fonda. No, no es ningún pretendiente a mesa y mantel puesto, me
soltó a bocajarro la muy puta. Lo que ha tenido uno que aguantar. Aunque
también las haya devuelto.
Cálate el sombrero ahora, Ulrik.
El sombrero, Ulrik. Y se lo pone en el mismo instante en que dejamos atrás la
última tumba del cementerio y Blenda recibe un trallazo para que eche el freno
y no se desboque cuesta abajo. El herrero anda ahí, junto a su verja, y parece
muy bebido. Ya sólo falta un trecho. Cruzar el arroyo, donde de niño creía
poder pescar con caña, pasar la casa del cura y luego salir al predio. Podíamos
haber depositado la corona, le digo a Ulrik. Pero no, qué va, uno no debe creer
que Ulrik vaya a responder. Va con cara de disgusto, a punto de que se le
marchite el bigote. En el patio hay un coche, se ve a la primera, y luego
aparece en el zaguán el gordinflón, a saber, el marido de Lydia. Lleva camisa
blanca y fuma un puro. De todas maneras la casa se ve más pequeña, más pequeña
cada vez que vuelvo. No me pareció ya gran cosa cuando vine al entierro de
madre, pero hay que ver lo chica que se ha quedado ahora, parece mentira.
Ulrik va mirándome de reojo.
Seguro que está pensando: Mira bien ahora porque va a ser la última vez que
puedas ver mi finca por tu cara bonita. El gordinflón de Lydia abre la verja
para que entremos y no hay más remedio que saludar, es lo que se debe hacer.
Así que echo la maleta al suelo y me apeo, guardo las apariencias y le doy unas
palmaditas en el hombro. Pero el tratante de aparatos de radio da un respingo,
como si lo hubiera picado una avispa, y sale disparado con la maleta. Claro,
sospecha que estoy borracho. Y lleva una camisa demasiado blanca para que le dé
un solemne puñetazo. Ulrik conduce la carreta hasta el abrevadero y deja que
Blenda beba agua. Seguirle el tranco al tratante de radios no va a ser uno
quien lo haga. Es él quien debe aminorar el paso y también es lo que hace. Pero
sólo para alardear de coche, claro.
Pues sí, ahora tengo uno nuevo,
dice como si alguien le hubiera preguntado algo, esta vez uno de seis plazas.
Un Pontjack. Ideal para viajes de negocios.
Conque al fantoche le van bien
los negocios. En todo caso, recupera la memoria a la entrada de casa, abre la
puerta, guarda la compostura y dice que me acompaña en el sentimiento. Lydia
sale al zaguán. Hay que ver lo gorda y basta que se ha puesto, menos mal que no
aparece con su uniforme de voluntaria del cuerpo auxiliar del ejército. Ni
tampoco lleva traje folclórico. Y el abrazo que me da es para creer que me haya
partido el espinazo. Ladea la cabeza sobre mi hombro y empieza a gimotear. Su
marido está al lado y mira como si estuviera en el circo. Por fin entramos y
para empezar todo está como siempre, ya que en el vestíbulo cuelgan las ropas
de padre y en un estante aparece su gorra. Abollada y llena de polvo. Y cuando
entro a la cocina no me parece extrañar nada. Pero más vacía parece cuanto más
tiempo pasamos en ella sin que Lydia pare de llorar. Ni se abre la puerta de la
alcoba ni aparece padre con los tirantes colgándole por el culo. Y del
almanaque de la pared no se ocupa nadie desde que murió padre. Ahí reza 8 de
octubre, de modo que tampoco olvidó arrancar la hoja aquella mañana. Y Lydia
sigue llorando, y Ulrik golpea la puerta de la cuadra, y el tratante de radios
se queda completamente absorto en medio del piso y sujeta la maleta como quien
cree llevar una bomba dentro. Conque cuando la cosa se pone más que embarazosa
digo que hay que ver lo vacía que se ha quedado la casa. Se siente que falta
algo, se siente, digo.
Y es como si hubiera desatascado
a Lydia. Porque ahora empieza a llorar a mares. Se sienta en el banco de la
cocina y busca un pañuelo en el bolso. El tratante de radios agarra la maleta y
dice que mientras tanto va a llevarla a la bodega y uno se queda con las ganas
de decirle que las botellas están contadas, que no va a valer la pena
intentarlo. Pero mejor dejarlo así porque Lydia sigue llorando a moco tendido y
al final va a ser difícil que yo me contenga. Sobre todo cuando me siento a su
lado y ella me da cabezadas en el hombro. Pero la llantina cesa al cabo y
empieza a hablar y hay que ver, es que no para. Ahora que empezaba a irnos
bien, dice Lydia, ahora que por fin contábamos con posibles para podernos
llevar a padre a casa o ayudarlo con dinero y eso, ahora resulta que va y se
muere. Y parece muy indignada de que padre haya tenido la desfachatez de
morirse antes de que ella tuviera tiempo de ayudarlo.
Pues eso, pobre Lydia. Maldita
lástima de Lydia, y es lo que también le digo, que tú siempre tuviste muy mala
suerte, Lydia. Porque cuando por fin cuentan con medios suficientes para
conseguir a madre una plaza en la residencia, va madre y se muere. Y ahora que
podían llevarse a padre a casa, va padre y se muere. No te parece raro, Lydia,
le digo, que unos no tengan sino maldita la suerte. Y ahora que les va tan
asquerosamente bien para que puedan prestarme algún dinero y enviar así a Yngve
a la escuela, entonces voy yo y también me muero, le digo.
Y a Lydia se le pasa el llanto y
se me queda mirando y la maldición se le sube a los ojos, se nota. Se incorpora
más rápido que ligero y se dirige a la cocina meciendo sus grasas en la rabia.
Va a cascarle al marido, al tratante de radios, que su hermano es un canalla.
Conque mejor apartarse de la circulación. Entro a la alcoba y cierro la puerta
a mi espalda para que nadie me moleste. Porque ahí fue donde pasé la última
noche con padre, en verano de dos años atrás. Huele a polvo y clausura, pero
fue ahí, en ese sofá, donde me senté junto a él. Entonces la ventana estaba
abierta, pero va padre y la cierra y dice que quizá haya alguien escuchando.
Hay que ver lo desconfiado que se había vuelto. En eso tiene razón Ulrik. Y
siento extrañeza al estar ahí recordando el pasado. Y pensar que nunca más
volverá aquí. Sobre la mesa donde nos sentamos la vez que enterramos a madre
está el periódico local con la esquela a la vista. Para eso no ha sido tacaño
Ulrik, una verdadera fortuna debió costarle. Bien se acordó del rapapolvo que
se llevó a cuenta de la esquela de madre, que no fue nada, una esquelita de
mierda que había que leer con lupa. Pero Ulrik nos salió respondón con el
pretexto de que él no podía adivinar entonces cómo iba a aparecer en el
periódico. Tacañería es lo que fue. Y no otra cosa.
Vaya, eres tú. Es Ulrik, acaba
de abrir la puerta de la alcoba y se asoma curioso. Seguramente cree que me he
encerrado para beber a solas. Y Lydia lo sigue pero no se asoma, parece que tuvo
lo que siempre ha merecido. Pero no, no es por uno por lo que vienen. Es por el
reloj de padre, el reloj cucú que padre mismo talló de joven. Cuelga de la
pared encima de la cama y siempre estuvo orgulloso de él. Cuando alguien
llegaba a casa de visita, lo primero que hacía era llevarlo a la alcoba y
enseñarle el reloj. Y él mismo le daba cuerda. Tenía escondida la llave del
reloj en la cómoda para que nadie la encontrara, y por ser yo su predilecto fue
por lo que una vez, de niño, pude darle cuerda. Pero padre estaba aquella vez
borracho y antes me advirtió… Si tú le das cuerda, diablillo, entonces…
Así que no va a ser Lydia la que
vaya alardeando de haber dado cuerda al reloj cucú, de eso nada. Ni tampoco
Ulrik por lo que le toca. Y sobre todo porque tampoco lo afirma ninguno de
ellos. Pero Ulrik le dice a Lydia, y a mí por si quiero oírlo, créanme o no
pero el reloj de padre se paró la noche en que murió. Clavado al minuto, dice
Ulrik. Y los tres miramos el reloj. Se había detenido a la una y media, a la
una y veintitrés minutos para ser exactos.
Pero Lydia, hay que ver cómo se
pone Lydia, es que no está en sus cabales. Se ha puesto tan gorda desde el
entierro de madre que apenas cabe por la puerta de la alcoba, pero al cabo
entra. Entra y se queda delante de la cama de padre y dice que si Ulrik no
puede poner el reloj en marcha, seguro que puede arreglarlo Nils, su marido
tenía que ser. Porque Nils es muy apañado. Y ahora se ha vuelto tan refinada
que ya no puede llamarle Nisse. La próxima vez que nos veamos, si es que va a
haberla, lo mismo me llama señor Johansson. Pero entonces Ulrik y yo nos
cruzamos una mirada para convenir que nadie, en ningún caso, vaya a darle
cuerda al reloj parado antes de que padre estuviera enterrado por lo menos.
Ahora andan preparando la comida
en la cocina. El granjero vecino le presta a Ulrik la ayuda de la mayor de sus
chicas y parece moza de buen ver. Se parece a Frida en sus mejores tiempos. Le
rozo el brazo, sólo levemente, cuando está ante los fogones dándole vuelta a
las tortas, pero entonces va Lydia y me clava la mirada, hay que ver qué
despropósito. La chica no nos acompaña a la mesa, se queda leyendo un periódico
en el sofá mientras nosotros comemos. Un trago me habría sentado de miedo, pero
el tratante de radios no parece muy dispuesto, conque mejor ni intentarlo. Para
empezar nadie dice una palabra. Parece que nadie se atreve, así que cuando
nadie dice nada voy yo y digo que vaya cochazo que te has agenciado, Nils.
Y a Nils se le enciende la jeta
para que uno empiece a acariciar la esperanza de un trago. Pero entonces mete
baza Lydia, esa maldita Lydia que todo lo arruina. Porque cree que uno ha
venido a incordiar, así que me suelta que hay quienes no gastan en aguardiente
todo lo que ganan, pero aun así también pasan sus buenos ratos. Ahí te las
dieron todas pese a no haber mentado una sola vez la palabra aguardiente desde
que pusiste el pie en casa. Y mira que me han denigrado veces, pero hacerlo
delante de una extraña resulta bastante lamentable. Pero la chica no levanta la
vista del periódico aunque escuchar, escucha. Se nota. Por lo que a uno le va
quedando cada vez más claro que pasar la noche en casa va a ser la muerte
misma. Podía haberle contestado. Recordarle el dinero que había enviado a padre
para tabaco durante ocho años y los vestidos para madre en su día. Conque si
alguien quiere ajustar cuentas no va a ser uno quien se eche atrás. Pero mejor
no menearlo. Eso no acaba nunca.
Así que tras la comida bajo a la
bodega, donde Ulrik ha dejado la maleta y la caja con la corona. Hay varias
coronas más en el suelo. La de Ulrik y la de Lydia. Lena también envió lo suyo,
una flor. Y no es por ser quisquilloso, pero vaya mierda de corona que compraron
Lydia y Nisse. No tuvieron el detalle de comprar una cinta decorosa. Y la de
Ulrik, qué vulgaridad de corona, pero hay diferencia entre poderlas comprar
aquí o en la ciudad. Y Lena sólo ha enviado una flor, pero es preciosa y no se
le puede reprochar la falta de recursos para comprar una corona cuando lleva
casi medio año en el sanatorio. Nada hay de Tage, el hermano pequeño, pero
seguro que trae la propia cuando llegue en el tren de la noche. Y madre, de
ella sólo me acuerdo yo. En la caja traigo un ramillete de flores para ella y
lo saco porque voy a ir al cementerio esta misma tarde. Abro la maleta y me
meto una petaca de aguardiente en el bolsillo. No porque vaya a ver a Panadero,
no, pero siempre puedo toparme con algún viejo conocido y en cualquier caso
resulta grato tener algo con que invitar.
Cuando vuelvo están en la cocina
como en misa mientras la pobre chica lava la vajilla, pero no hay quien le eche
una mano. Conque agarro un paño y me pongo a repasar la vajilla. Pero entonces
va Lydia y dice que deje de coquetear. Tus historias son tan archiconocidas que
no hay chica decente que quiera tener tu ayuda. Y decente quiere ser la moza,
claro, así que se le suben los colores a la cara y me arrebata el paño de un
tirón y me dice a voces que no, que gracias. Y allí quedo como un truhan.
Conque vete tú a saber las pestes que echaron
de mí mientras estaba en la bodega.
En todo caso cojo el ramillete
para madre y digo que me voy a visitar su tumba. Pero entonces le entra la
alarma a Lydia, se nota, porque rápido cae en la cuenta de que en tal caso Nils
pueda llevarnos al cementerio, querido Knut. Y maldito el interés repentino que
siente por la tumba de madre, pero lo único que quiere es impedir que yo vaya
solo. Teme que pase lo de la última vez. No porque yo le importe, porque a ella
le importo un comino, sino porque está pensando en las habladurías. Porque
fueron muchos los dimes y diretes con ocasión de la última vez, por haberme
emborrachado la noche anterior al entierro de madre. Pero tampoco es que Nils y
Lydia me importen mucho a mí, además Nils está en el retrete y me da tiempo de
salir y atajar por medio del campo antes de que salga y me lo encuentre.
Vaya hermanos que tengo. Apenas
me creen capaz siquiera de acercarme a la tumba de madre. Y hay que joderse la
indirecta que me suelta Ulrik. Rastrillo y regadera tienes a mano, en el
cementerio, si es que vas a ir allí. ¡Si es que vas a ir allí! ¿Acaso cree que
voy a tirar el ramillete al río? Ocho coronas me costó para que nadie pueda
decirme que no hice lo que pude por mis padres. Si todos hicieran lo mismo,
mejor se evitarían las reprimendas.
Es un buen mes de octubre, hay
que decirlo. En un sembrado cercano a la linde del bosque arden un montón de
matojos de papas. Y los Wiklund se consiguieron una cosechadora que está junto
al cobertizo del establo. Si Ulrik fuera un poco emprendedor podría ir a medias
con Wiklund en lo de la cosechadora para no tener que trabajar tanto. Eso es lo
que le digo cada vez que vengo a casa, pero Ulrik quiere matarse trabajando,
así que no hay motivo para entrometerse. El camino está cubierto de hojarasca y
empieza a oscurecer, hay que aligerar el paso para llegar al cementerio antes
de que sea noche cerrada. En la ventana de su casa el cura está fumando en
pipa, un cura que fuma en pipa. Qué cosa más rara. Qué bien se anda el camino,
aunque el herrero parece tener dificultades. Va dando tumbos de un lado a otro
y una, dos, tres y cae de cabeza en la cuneta. Difícil tiene lo de mantenerse
sobrio, pero es un buen hombre y padre lo consideró uno de sus últimos amigos.
Al cerrajero habría que decirle unas pocas palabras antes de regresar a la
capital. Pase que bebieran juntos, pero eso de mandar a padre a casa en el
estado que estaba, de eso tendría que hablar con el cerrajero.
No hay mucha gente fuera, pero
en la sala Pabellón hay baile, aunque estemos a mediados de octubre. Eso es lo
que anuncia un cartel. Si no fuera por la muerte de padre, seguro que allí
iría. Y para jugar al minigolf es demasiado noche. Tirar una cincuenta por la
borda y no hacer ni un hoyo, bueno es uno para eso. Así que sigo el lado recto
del camino y abro la verja del cementerio. La tumba familiar se encuentra
fácil. Suerte, porque pronto oscurece para tener que andar buscándola. Queda
justo por delante de la puerta de la morgue, así que en el entierro de madre
portamos el féretro al lado de la tumba abierta y entramos en la capilla y el
mismo recorrido de vuelta. Qué sofoquina aquélla, pero también estábamos a
mediados de julio, en medio de una ola de calor.
En la tumba hay un jarrón con
flores marchitas. No, no es Ulrik quien cuida la tumba. Tampoco han pasado el
rastrillo. Pero si de mí depende, así se queda, tan de noche como es. Y ahora
vuelve a parecer decorosa. Bonito ramillete, a ver quién dice otra cosa. Pero
dentro de la morgue andan claveteando, tan tarde. Maldita idea. Dejen de
clavetear, no sea que despierten a padre, pienso. Valiente insensatez. Ahí
andan claveteando los decorados de los féretros. El chico de los recados se
asoma un rato pero no me reconoce. Y bien que sea así. A estas horas no tengo
ninguna gana de entrar en la morgue. Con tal de que pongan una losa en la tumba
de madre, de padre y madre habrá que decir ahora, va a quedar muy bonito. Y el
sitio es bueno, diríase el mejor.
Qué oscuro está ahora. Y el
viento sopla para que siseen las hojas de los árboles y cruja el tejado de la
capilla. Si pudiera ir a algún sitio. Al menos en un café podría sentarme un
rato. Acaso aparezca algún conocido. Y debería dejarme ver ahora que estoy en
casa. Porque si no van a decir que Knutte se volvió tan engreído que sólo se
deja ver en el pueblo cuando viene y va a la estación.
Tal vez encuentre a Panadero.
Bien se acuerda uno de lo que pasó cuando murió madre. Llego a casa de
Panadero, para pedirle a cuenta el aguardiente que había echado a perder el
hermano pequeño, y allí me paso la mitad de la noche. Sólo el diablo sabe todos
los sitios que recorrimos antes de volver a casa. Y es que con Panadero la cosa
va que arde. Pero me gustaría saber algo de padre. Fue de todos modos Panadero
quien lo siguió en coche y a punto estuvo de atropellarlo. De ir a casa de
Panadero, sería para preguntarle por padre. Y que se lo tomen muy a pecho
Lydia, Nisse y toda la cuadrilla, si es lo que quieren. ¡Qué les importó a
ellos padre mientras vivía! Ahora que él está encerrado ahí dentro, ellos andan
por casa enredando, dándose coba y haciendo pantomimas. Pero mientras él estuvo
con vida yo fui el único que le dedicó un pensamiento. Enviándole dinero todos
los meses durante ocho años, y ya quisiera ver uno las escasas monedas que
Lydia sacara del monedero para cuidados de padre. De modo que lo más acertado
va a ser ir a casa de Panadero e informarme. No voy a defraudarlo ahora aunque
sea lo último que haga por padre. Enterarme de lo que pasó. Y bien lo sabe Panadero
por ser él quien ayudó a meterlo en casa de la enfermera. Y habrá que
agradecérselo. No hay cosa más debida y razonable que ir a casa de Panadero y
darle las gracias por lo que hizo por padre. Es lo menos que se puede hacer.
Así que cierro la verja a mi
espalda, encuentro una colilla en el bolsillo y la prendo bajo la farola.
Entonces se acerca un coche con las luces cortas, deslizándose a lo largo del
muro como si buscara a alguien. Y se detiene a mi lado, abre la puerta y aparece
Panadero.
–Sube, muchacho –dice, y subo
porque justamente iba en busca de Panadero. Panadero y ningún otro.
–Pasé por tu casa –dice
Panadero–, y tu hermana me dijo que habías ido al cementerio. Voy entonces para
allá –le digo–, y tu hermana se pone colorada como un tomate, así que cojo y
salgo tarifando, me dice Panadero.
Y mientras tomo asiento en el
coche al lado de Panadero, me pongo de mal humor. Todos saben que fue Panadero
quien ayudó a meter a padre en casa de la enfermera. De modo que Lydia bien
podía haber tenido la delicadeza de darle las gracias por lo menos. Panadero
pone las luces y el asfalto brilla como una pista de baile. Entonces nos
ponemos en marcha. Qué bien huele dentro del coche, Panadero se puso tanta
loción que me parece estar en la peluquería. Buen coche. Qué fino marcha. Hay
que joderse, podría compararlo con el de Nisse. Aunque siempre sean los mismos
los que tengan que dar la nota.
Qué bien conduce Panadero, no se
puede decir otra cosa. Frena a la altura de la casa de la enfermera y hace un
gesto con la mano derecha. Pero decir, no dice nada. Seguro que se refiere a lo
que cada cual entienda. De modo que miramos por la ventanilla y me parece que
hay alguien tendido en el camino. Por fuera de la cerca de Jacob. Pero no deja
de ser una ilusión. Maldita ilusión.
–Vamos a pasar primero por casa
–dice Panadero, y acelera para que el condenado coche vuele. Pasar por casa.
Maldita expresión. La habrá aprendido a última hora. Acaso se la oyó a algún
representante de levaduras en polvo. ¿Y si le pregunto ahora por padre? Mejor
será esperar a que estemos en su casa. Ahora tiene que concentrarse en la
conducción. Capaz que se sulfura si uno arremete ahora. Y la petaca la llevo
conmigo. Se la voy a regalar en señal de agradecimiento. Se la voy a regalar en
cuanto lleguemos a su casa. Preguntarle y darle las gracias, eso se puede hacer
a la vez.
No hemos cruzado una sola
palabra cuando Panadero echa el freno ante su verja. Panadero cree que estoy
deprimido por lo ocurrido a padre, de modo que me palmea en el hombro antes de
salir del coche.
–Ánimo, muchacho –dice
Panadero–, anímate.
De modo que sonrío y salgo del
coche. Panadero vive ahora a lo grande. Compré butacas nuevas para el salón,
dice Panadero, y tejas para el tejado en vez de cartón. Y me compré un
tocadiscos en la ciudad, añade. No a ese jodido tarugo de Nisse. Mullido
asiento el de la butaca, casi me hundo hasta las orejas. Panadero pone un disco
y no voy a tener más remedio que escucharlo hasta que finalice, antes de decir
nada. Pero son varios los discos que ha puesto y eso va a llevar su tiempo.
Mientras tanto Panadero pone unos vasos en la mesa y saca de la cómoda una
botella de whisky. Yo no voy a ser menos y saco la petaca. Panadero la mira con
asombro. Panadero, digo, Panadero –pero resulta imposible decir nada–. Resulta
imposible ponerse a hablar de padre. Habrá que esperar a entonarse primero.
Levanta la mano ahora,
levántala. Así que cuando Panadero descorcha la botella y va a servir los
tragos, levanto la mano y le doy el alto. Que no he venido aquí a beber. Y si
Lydia está cascando en la cocina de casa, delante de Ulrik, de su tratante de
radios y de la criada del vecino, de que Knutte estará ahora bebiendo en casa
de Panadero, tendrá que meterse esa opinión donde le quepa. Que a mí siempre me
han denigrado. Como si no pudiera ser una persona decente por dedicarme a la recolección
de basura. Pero por echar, que echen todas las pestes que quieran.
–Pero hombre –me espeta
Panadero–, ¿es que no vas a beber tu propio aguardiente?
–No me apetece –le digo; pero
entonces Panadero se pica y dice que mucho le duele que aprecie su hospitalidad
de esa manera. Y no quiero desairar a Panadero y me pongo a pensar en lo que
hizo. Porque fue él quien se ocupó de padre cuando éste se cayó de la
bicicleta. Así que de todos modos brindo con Panadero. Sólo un trago. Dos a lo
más.
Hay que ver lo bien que dejó la
casa. La última vez era otra cosa. Entonces sólo tenía una cama de hierro y
unos cajones que hacían las veces de sillas. A ver si se acuerda de las diez
coronas. ¿Y si le pregunto ahora por padre? Pero es que el maldito tocadiscos
no deja de sonar. En fin, habrá que esperar otro rato. Su mujer no está en
casa. Así que, por decir algo, le pregunto por ella antes de preguntarle por
padre. Pero Panadero casi se ofende. Se largó, me dice. No con otro sino a casa
de sus padres, en Medelpad. Iba diciendo por ahí que Panadero no hacía otra
cosa sino beber desde que acertó la quiniela, y un puto día, una noche mejor
dicho, dice Panadero, al llegar a casa hay una carta en la mesa de la cocina. Y
ni un solo bocado en casa. Qué disgusto, dice Panadero. Así que ahora me quedé solo,
dice al cabo. Y el hombre se deshace en lágrimas. Se mira las manos y empieza a
llorar.
Pues sí, qué pena de Panadero.
Es un buen muchacho. Así que le sirvo unas gotas y otras tantas para mí. No
vaya a ser que se ponga más triste. Y preguntarle por padre tendrá que esperar.
No es el momento de interrumpir a Panadero. Está berreando de bruces sobre la
mesa. Anímate, hombre, le digo. No nos hemos visto desde el entierro de madre,
le digo, y habrá que celebrarlo. Así que para consolar a Panadero me echo un
trago más. Porque Panadero es un buen muchacho.
También se llevó el perro
consigo, dice Panadero, como para no estar disgustado. Pues sí, mira que
llevarse el perro, vaya maneras. En eso coincido con Panadero. Lo tuyo no es
nada, me dice Panadero, lamentar a un muerto tiene un pase, pero lamentar a una
que vive es mucho peor. A lo dicho, por ahora no puedo sacar a colación lo de
padre. Habrá que esperar a que se calme Panadero. Pero parece inconsolable, hay
que ver cómo le lloran los ojos a Panadero. Venga, apuremos estas gotas, le
digo para contentarlo y vacío la petaca. Habrá que tomar este trago para
consolar a Panadero. Mucho me serví. Así que ya basta. No porque esté borracho,
pero lo último que deseo es que Lydia se lleve el agua a su molino.
Pero Panadero sigue
inconsolable. No hay manera, aun ni por ésas, de abordar lo de padre. A cambio,
empiezo a hablarle de Elinda. No vayas tú a pensarte que eres el único que
tiene problemas con la mujer, empiezo a decirle. Y a Panadero se le ilumina la jeta
tan pronto menciono a Elinda. Acaso no tan de golpe, pero de a poco. Y es que
es la historia de siempre. Se restriega la palma de la mano por los ojos y se
enjuga las lágrimas. Destapa la botella de whisky, pero entonces le digo que ya
está bien. Aunque Panadero se enfurruñe con las mismas. Pues que sirva si
quiere, pero beberlo va a ser otra cosa.
Pero hay que joderse lo dentro
que llevo la historia de Elinda. Tanto tiempo triturándome los sesos, pero
maldita la dificultad que tengo para quitármela de encima. De modo que cuando
Panadero quiere brindar le sigo la corriente. Porque no resulta nada divertido
pasárselas farfullando. Parece como si uno mintiera. Y después me siento mejor
y no puede decirse otra cosa sino que Panadero me ayuda a sacármela de encima.
Porque él sabe desde siempre lo uno y lo otro. Gracias a Lydia y Nisse. Conque
si me salen respondones cuando llegue a casa, tendré que soltarles cuatro
frescas. Que quede claro.
Y es que fue un desastre desde
el primer momento. Si Elinda se hubiera liado con otro mientras yo hacía la
mili, seguro que habría chicos más idóneos, pero tuvo que liarse con ese
gordinflón de la ciudad. Compañero de clase de Nisse fue, y cuando me licenciaron
se largó a la ciudad, dándoselas de ligón. Conque habría que darle otra paliza
si es que vuelve a aparecer. Y a Nisse también habría que darle lo suyo para
que no pudiera ir por ahí, en camisa blanca, echando pestes durante los
próximos seis meses. Así que me echo un trago y le cuento la verdad a Panadero.
Como si no la conociera.
Ocho meses acuartelado, le digo,
y entonces nos destinan de Jamtland a Linkoping. Conque aprovecho el alto en
Estocolmo para acercarme a casa, que bien me vendría pasar una noche con la
mujer. Así que tomo un taxi, dieciséis coronas me cuesta la dejada, aunque bien
empleadas están con tal de poder volver a tumbarme en una cama de verdad. Pero
cuando entro a la cocina allí está el gordinflón, sentado en el banco de la
cocina, descalzo, y la mujer de uno de rodillas, poniéndole los calcetines. De
modo que no me lleva mucho tiempo entender lo que está pasando. Agarra tus
calcetines, le digo al tiempo que se los arrebato a la mujer, y lárgate de
aquí. De eso no te quepa ninguna duda. Así que se los pone más rápido que
ligero y también los zapatos. Pero entonces me percato de que ni siquiera se
los pone, sino que se larga descalzo.
Panadero sonríe y destapa la
botella. Pero ya basta. Porque la botella empieza a tambalearse y uno se
acalora hasta sudar la gota gorda. Así que le hago la señal de alto. Pero
Panadero sólo sonríe y vuelve a servir. Y que sirva es una cosa, pero beber va
a ser otra. Que uno tiene carácter, que no les quepa ninguna duda a esa
cuadrilla que anda por casa echando pestes de mí. Pero he oído, dice Panadero,
que fuiste tú el que salió malparado. Uno me dijo que Nisse le había dicho que
fuiste tú el que se llevó una paliza, dice Panadero. ¡Una paliza! ¡Yo! De Nisse
podría creerse, maldito marrullero. No, si alguien tiene que llevarse una paliza,
ése va a ser Nisse. Y capaz que me va a oír en cuanto llegue a casa. Si es que
me encuentro en forma. Que con unos tragos encima soy capaz de hablar. Un
hatajo de hipócritas es la cuadrilla que anda por casa. Así que bebo y empiezo
a contarle la verdad de lo sucedido.
Conque llego directamente del
infierno de Laponia, le digo. Ah, Panadero, tendrías que haber venido tú en ese
viaje. Diez mozos éramos y diez litros de aguardiente teníamos. Por eso tenías
que haber venido. Bien entonado iba yo nada más llegar a Estocolmo, en forma
para proseguir el viaje a Linkoping al día siguiente. Conque tomo un taxi desde
la Estación del Norte a casa, veinte coronas me costó la dejafa. Ya sabes,
Panadero, que uno no repara en gastos cuando de la mujer se trata. Ya verás qué
alegría le voy a dar, pienso mientras abro la puerta. Y allí está la diabla
misma, refocilándose con un tiparraco en la cocina. Él está medio en cueros, de
modo que no resulta difícil adivinar lo que están haciendo, le digo. Siempre
fui bueno con la mujer, Panadero, bien lo sabes tú que me conoces. Así que la
aparto a un lado, pero al tipo lo arranco del sofá. Vístete, que te voy a dar
una tunda, le grito mientras me desprendo del capote militar. Después de la que
te voy a dar no vas a estar para ningún concurso de belleza, le suelto con toda
sorna, y el chico sale corriendo, maldita sea, Panadero, tal como te lo cuento.
Descalzo sale corriendo. Que no soy yo de los que se andan con contemplaciones,
Panadero, bien lo sabes tú, digo. Que si van por ahí echando pestes de mí, se
las voy a devolver todas, bien lo sabes tú, Panadero, digo. Capaz que uno no
sea un hombreras como algún que otro pobre diablo, el tratante de radios entre
tantos, pero si creen que en eso consiste la fuerza entonces están pero que muy
equivocados, Panadero, digo. Ocho meses me pasé en el infierno de Laponia. Y
sin una sola mujer en todo el tiempo. Espera y verás cuando vuelva a casa con
la mujer, pensaba, y veinticinco coronas me costó el taxi. Ni un céntimo más ni
un céntimo menos, ya lo sabes, Panadero, digo. Que la mujer siempre ha sido la
primera en los pensamientos de uno.
Y si se me caen las lágrimas, no
es Panadero de los que digan nada. Me da unas palmaditas en el hombro y dice
que no eres tú, Knutte, quien deba llorar. Porque amigos tienes, Knutte, bien
lo sabes tú, aquí en casa más que en ningún otro sitio. En ti puedo confiar,
Panadero, digo, pero quisiera darme el gusto de zurrarle la badana a cualquiera
de la cuadrilla que anda por casa echando pestes de mí. Y Panadero dice que no
vamos a estar aquí pensando en la mujer. Y no porque uno lo hubiera hecho, pero
ahora que lo pienso, quién sabe lo que estará haciendo esta noche. Uno está de
duelo. Tiene que viajar para ir a enterrar a su propio padre y mientras tanto
la mujer sale por ahí de picos pardos. Qué solo estoy. Nadie tengo en quien
confiar. Vamos a bebernos estas últimas gotas, dice Panadero. Pero que no crea
la mujer que ella es la única que puede divertirse cuando estoy fuera y de
duelo. Y las bebemos.
Ocho meses me pasé en el
infierno de Laponia, digo. Je, je, je, ríe Panadero como si ya lo hubiera oído
antes. Que no vaya a ser Panadero quien se ponga insolente. Corceles más
briosos me ha tocado amansar. Qué solo estoy, sin nadie en quien pueda confiar.
Acaso es extraño que me ponga a llorar. Anímate, chico, me dice Panadero, ahora
nos vamos tú y yo a Pabellón. Así que trato de levantarme de la butaca pero
maldita la hondura de las butacas de Panadero. Está tan lejos, le digo, que
allí no llegamos nunca. Vamos en coche, dice Panadero, y me tira del brazo para
levantarme. Pero maldita sea, hay que ver cómo se tambalea el suelo y un vaso
cae al suelo cuando me apoyo en la mesa. Mira que poner los vasos al borde de
la mesa. Pero la mesa también se mueve y me apoyo en el tocadiscos y allí hay
un jarrón que se va a la chingada. No tenía que haber bebido ese último trago.
Antes estaba completamente despejado. Pero no va a ser la mujer la única que
pueda divertirse en este mundo, de eso nada.
–Que se joda el jarrón, vámonos
ya –Panadero apaga la luz y salimos. Hacía tanto bochorno dentro que me dan ganas
de vomitar. Me sentiré mejor cuando me dé el aire. Y mal pavimentado tiene que
estar el camino para que tropiece y me caiga de rodillas. Qué fastidio,
Panadero va a creer que estoy borracho. Pero no va a ser Panadero quien se
ponga insolente. Se ha vuelto rico, pero cree alguien que va a acordarse de las
diez coronas que le presté. Que uno guarda ciertas verdades para soltárselas a
quien sea en cualquier momento. A Nisse tendría que darle alguna vez un madrazo
para que se acuerde de que conmigo no se juega. Y al cerrajero, como esté en
Pabellón, vete tú a saber lo que le vaya a pasar.
Qué bien me siento dentro del
coche. Y además, Panadero es alguien en quien poder confiar. Se sienta al
volante y se acomoda. Pero tiene que haber un botón que no encuentra porque
mover, no nos movemos. Y hay que ver lo divertido que resulta ver a Panadero
toquetear el salpicadero como quien acaricia a una chica. Panadero tiene que
estar muy borracho. Qué graciosos parecen los feos. Perdón porque empiece a
reírme. Reírme a carcajadas, mejor dicho. A reírme tanto que la puerta se abre
y a punto estoy de caerme del coche. Aunque Panadero se enfurruñe cada vez más.
¡Y hay algo más gracioso que un feo enfurruñado! Me río hasta que se me saltan
las lágrimas. Por fin arranca el coche Panadero, pero sale a la carretera dando
marcha atrás y choca contra un poste del alumbrado. Entonces Panadero se echa a
reír, pisa el acelerador y salimos disparados como una bala. Y hay que ver cómo
conduce Panadero. Los ciclistas nos gritan y nos increpan y la gente que está
al borde de la carretera se nos queda mirando. Y no ha puesto las luces y es
que Panadero conduce de cualquier manera. Y río hasta que se me saltan las
lágrimas y hay que ver la borrachera que lleva Panadero.
A esa velocidad nos plantamos en
Pabellón en pocos segundos. Hay mucha gente fuera que se me queda viendo al
verme reír. Como si no hubiera manera de divertirse en este maldito país. A la
entrada hay un desnivel donde tropiezo y caigo de rodillas. El portero va a
creer que estoy borracho. Y me temo que no voy a poder entrar. El portero hace
la señal de alto. Que no puedo entrar, digo y me enfurruño. Que no porque esto
sea un coto de caza necesitas tú disparar, le digo al portero. Que de eso nada,
que no voy a ser yo quien se arrugue ante unos pocos botones amarillos. Pero
Panadero no acude en mi ayuda. Sino que me agarra para que me tranquilice y se
dirige al portero como si respondiera de cincuenta mil por lo menos: Que hay
periódicos.
Y uno, que siempre ha sido
rápido de reflejos, entiende con las mismas la indirecta de Panadero. Ten por
seguro, Panadero, que en cuanto vuelva a la capital voy a escribir una carta al
director para contar los malos modos con que los gorilas de provincias tratan a
la gente. Puedo dirigirme a cualquier periódico y publicarlo, le digo al
portero aunque él solo se ría. Para dejar constancia cuando la ocasión lo
requiera. Pero Panadero me toma del brazo y caminamos rodeando Pabellón, y
salimos al bosque y tropiezo contra una raíz y caigo al suelo y Panadero se
enfurruña y dice que si me caigo otra vez me jura que allí me deja tumbado.
Pero no va a ser Panadero quien me salga respondón. Qué culpa tiene uno de que
haya raíces delante de los pies. Qué retorcidos son todos.
Pabellón está solamente rodeado
de una alambrada de espinas que Panadero me ayuda a saltar. Aunque uno se quede
un poco enganchado al alambre. Pero no es nada. Lo importante es que hemos
burlado al vigilante. Qué buen chico es Panadero. Lo tomo del hombro y le digo
que tuve que pasarme ocho meses acuartelado en el infierno de Laponia. Je, je,
je, se ríe Panadero y me da un empujón. Como si uno no supiera hablar de otra
cosa. Que no crea Panadero que puede tratarme de cualquier manera. Pero
Panadero sigue adelante aunque lo llame a gritos. Invita a una chica y sale a
bailar a la pista. Pero cuando yo invito a una, me ignora. El maldito dinero lo
es todo en la vida. Habrá que acertar una quiniela antes de venir aquí a
bailar. Y no se ve a ningún conocido. Pero ya no soy el mismo. Aunque nacido y
criado aquí, algo se te pega si has vivido doce años en la capital. Así que voy
de aquí para allá hablando con la gente. Que tímido no es uno y hasta puedo
resultar simpático cuando me da por ahí. De modo que todas las chicas se
acercan y se ponen a charlar conmigo y parece que a algunas les divierte porque
se parten de risa. Que ya no es uno un jodido paleto. De sobra sé cómo
encandilar a las chicas. Nadie va a decir otra cosa.
Entonces llega el cerrajero.
Viene tan borracho que resulta difícil imaginar en qué chingados estaría
pensando el portero para dejarlo entrar. Pero mejor dejarlo así, habrá que
salir a su encuentro y soltarle un par de palabras. Así que agarro al cerrajero
del pescuezo y le digo: oye, tú te equivocaste de cabo a rabo si creíste poder
tratar a padre de cualquier manera. Quién carajos rechista, dice el cerrajero.
Knutte Lindqvist, si es que me reconoces, le digo, que amigo tuyo fue padre y
te vas a arrepentir de haberlo emborrachado y mandado a casa en ese estado, le
digo. Y lo que más me indigna es la nula estima por padre de que hace gala el cerrajero,
saliendo a emborracharse la víspera del entierro. Así que te vas a llevar un golpe,
le digo. Pero entonces alguien se entromete y me sujeta el brazo. Y la gente
hace un corro y se nos queda viendo. Pero no es mayor problema, al menos pueden
oír qué clase de tipo es el cerrajero. Así que me giro y aparece de sopetón el
guardia con la guerrera abotonada.
Lindqvist no va a pelearse con
nadie, dice el fantoche, más bien tendrá que irse a casa. Lindqvist tiene que
enterrar mañana a su padre. Piénsatelo, Lindqvist, dice el guardia. Y bien
sabía lo que iba a responderle, pero entonces llega Panadero con una chica del
brazo. Vamos, Knutte, nos largamos, dice Panadero, vamos a bebernos la media
botella que tengo en casa. ¡Media botella! Panadero piensa que uno siempre está
borracho. Se equivoca. Lo que quiere, claro, es proteger al cerrajero. Y
maldita patraña si el guardia afirma que estoy borracho, en otro caso no me
habría llamado la atención la media botella de Panadero. Pero el guardia,
aunque viejo, es un tipo muy forzudo y el cerrajero se largó. Qué cobarde fue,
aunque quizá esté acechando a la salida. O vaya corriendo por la carretera. Voy
a pedir a Panadero que coja el coche y le dé alcance. Y después veremos quién
dice la última palabra. Panadero es buen muchacho, seguro que lo hace. Conque
uno camina de buen grado aunque venga el guardia rezongando a mi espalda. Que
no se crea ser un dictador, nada de eso. No se lo va a creer por la madre que
me parió. Que hay periódicos, les digo a Panadero y a su chica. Je, je, je, ríe
Panadero. Como si uno no supiera decir otra cosa. Y no aprieto el paso por
mucho que el guardia venga pisándome los talones. Escucha, Lindqvist, dice el
guardia. Con que, recuérdalo, le replico. No vaya a creerse que puede tratar a
uno de cualquier manera. El portero se me queda mirando cuando traspongo la
entrada. Cree ver visiones, maldito tarado. Que hay periódicos, le digo. Y
parece que se amilana. De modo que amenazar con los periódicos surte efecto
entre los paletos.
Ahí está ese puto desnivel. La
chica de Panadero va a creer que estoy borracho. La chica no está nada mal. Un
tercero viene haciéndole arrumacos por la espalda, pero Panadero le dice que
deje a su chica en paz. Panadero siempre ha tenido mal vino. Pero ahora sigue
su marcha. Se mete en el coche, la chica se sienta a su lado y yo también me
meto en el asiento delantero. Creían, claro, que iba a sentarme en el asiento
trasero. Pero de eso nada, maldita sea, que bien se lo pasa uno arrimado a una
chica. Y cuando la ocasión se presenta se aprovecha y punto.
Panadero va a tener que lucir
ahora sus habilidades. Sale a la carretera despacio y tranquilo y pone las
luces. Pero luego acelera y la chica rebota en el asiento. Está buena y todavía
no se ha decidido quién se la va a llevar al huerto, de eso nada. No es que yo
sea mujeriego, pero siempre se me han dado bien las chicas. Ocho meses me pasé
en el infierno de Laponia, le digo a la chica. Pero ella solo ríe. Panadero
también ríe e incrementa la velocidad. ¡Je, je, je! Como si uno no supiera
decir otra cosa.
Pero maldito el sofoco que
siento de repente. Acalorado voy hasta sudar la gota gorda. Y el zumbido del
motor me tapona los oídos. Y el whisky se me atasca en el gaznate. Tiene que
haber una avería en el tubo de escape para que el humo se meta al coche. Pero
Panadero no dice nada. La chica va acariciándole la barbilla. Hace más calor y
bochorno y siento como si un puto surtidor me bombease el whisky hasta el
gaznate. Y además ese jodido pudin que comí en la casa. Y la carretera que
empieza a hacer eses sin ton ni son. El viento atrapa y estruja la carretera y
los setos se mecen para que me sienta mareado. ¡No, baja la ventanilla! Pero
agarro el manubrio equivocado y abro la puerta.
¡Qué carajos haces!, me grita
Panadero, y aminora la marcha. No necesita gritarme. Que no crea que voy a
dejarme tratar de cualquier manera por un jodido advenedizo. Que no puede
devolver una vieja deuda de honor. Qué bien me sienta el aire; el atasco se me
pasa. Ya estamos cerca de la casa de la enfermera. Por ahí fue por donde
Panadero condujo aquella vez. Habría que darle las gracias. Hizo lo que pudo,
quién lo duda. Pero si veo al cerrajero por la carretera, le diré a Panadero
que lo atropelle. Pero Panadero aminora la marcha y yo trato de cerrar la
puerta antes de que se encabrone Panadero. Y habrá que darle las gracias.
Faltaría más.
Panadero, le digo. Pero entonces
vuelve el ahogo. Tiene que haber entrado humo en el coche para que me sienta
tan mal. ¡Sal, cabrón!, me grita Panadero, cosa que resulta fácil por tener la
puerta abierta. De modo que me quedo tumbado en medio de la carretera a la vez
que oigo gritar a Panadero dentro del coche: ¡Pues no iba a vomitar en el
coche! ¡Pero carajo, mira que ponerse a vomitar en mi coche! La chica cierra la
puerta. Y se largan.
Aquí no estoy nada bien. No me
he roto nada y se me pasa el mareo. Pero cuando trato de levantarme siento que
tengo las piernas de barro. Así que me quedo tendido de espaldas, alargo la
mano y me agarro a una cerca. Es la cerca de Jacob. Y no me extraña sentir un
repentino escalofrío. Porque la casa de la enfermera está a oscuras. La
carretera está a oscuras. Y no brilla una puta estrella. Y solo estoy, solo
como siempre he estado. Bien recuerdo cómo me rodearon, mirándome de soslayo,
durante el entierro de madre. Siempre solo. Padre fue el único que se portó
como una persona. Y ahora padre murió. Ahora soy yo quien yace de espaldas
donde padre cayó por última vez y si viene un coche por la carretera, vete tú a
saber si le va a dar tiempo a frenar. No me extraña que empiece a llorar. Y
siento mucho frío. Y empieza a llover. Así que se me calan hasta los huesos. Y
hay que joderse, mira que marearse en coche. Ahora andará por casa toda esa
maldita cuadrilla echando pestes de uno, diciendo que Knutte estará borracho
como siempre. ¿Qué culpa tiene uno de tener las piernas de barro? ¿Qué culpa
tiene uno de marearse en coche? Y ese maldito pudin, se lo van a tener que
tragar. Van a tener que tragarse muchas cosas. El inventario de la herencia de
madre y la forma en que Nisse se largó a su casa y trastocó sus términos, me lo
van a tener que oír. Sólo padre estuvo de mi parte. No es extraño que llore. Y
no estoy borracho, cómo diablos iba a estarlo y ponerme a pensar en
inventarios. Nunca podría hacerlo estando borracho. Pero ahora tengo la cabeza
despejada, así que se anden con cuidado cuando llegue a casa. A cualquiera de
esa cuadrilla le vendría mejor cerrar el pico. Qué mierdas de coronas han
comprado, ellos que tienen posibles, pero roñoso no he sido, aunque sea
barrendero. Nunca lo he sido. Quién va a decir que yo he sido roñoso. Pero cría
cuervos… Quién me agradece haber ido al cementerio a poner flores por valor de
ocho coronas en la tumba de madre. O el dinero que padre recibió todos los
meses, puntualmente, para tabaco, durante ocho largos años. Y veinte coronas me
costó el taxi a la vuelta del infierno de Laponia y una patada en el culo es la
que me dieron cuando llegué a casa. La propia mujer de uno ayudando a ponerme
de patitas en la calle. Ingratitud es lo que siempre ha recibido uno. A quién
le extraña que esté llorando junto a la cerca de Jacob. Y ahora aparece una luz
por la curva. Es un coche. Qué más da si me atropella. Ya veremos qué dice
luego esa maldita cuadrilla de casa. Vamos a ver si entonces no retiran todas
las pestes que han echado de mí. Y si Lydia y su tratante de radios no se
arrepienten de todo lo que han hecho, o dicho, cuando me entierren. Mira que ir
a morir de esta manera. Porque está tan a oscuras que ningún coche va a poder
frenar a tiempo.
Pero al cabo de un rato muerto
alguien me alumbra el rostro y grita: ¡Jesús, pero si es Knutte, el de los
Lindqvist! ¡Borracho está como una cuba! ¡Habrá que montarlo en la bicicleta y
llevarlo a su casa! A su padre lo van a enterrar mañana. Aquí, en medio de la
carretera, no lo vamos a dejar.
Así que van a llevarse el agua a
su molino. Seguro que creen que estoy borracho aunque lo que tengo son piernas
de barro. Pero se van a enterar desde el momento que me sienten de espaldas en
el portabultos de la bicicleta y me lleven a casa. De eso y de mucho más. Ocho
meses pasé en el infierno de Laponia y he pasado por todas. Y cojo un taxi en
la Estación del Norte y el tipo que está en la cocina sale disparado por la
ventana llevándose las babuchas de la mujer. Y casi a la mujer consigo si no es
porque me controlo. Ocho meses pasé en el infierno de Laponia, digo. Je, je,
je, ríe el muchacho que empuja la bici. Como si uno hablara con nadie.
Descarados sí que creen poderlo ser por el solo hecho de que uno esté de
momento fuera de combate. ¿Es que no puede uno marearse en coche? Hay pastillas
contra el mareo y la próxima vez habrá que tomarlas. Para evitar malentendidos.
Y uno de los chicos va empujándome por detrás como si fuera el guardia. Y capaz
que no ha oído nada de lo que llevo dicho. Así que vuelvo la cabeza y empiezo:
Ocho meses pasé en el infierno de Laponia. ¡Cierra el pico!, me responde el
jodido imbécil. Como si fuera él quien hubiese pasado ocho meses en el infierno
de Laponia. Pero para qué hablar con palurdos. Espera a que vengan a la capital
y tengan que pasar las que ha pasado uno.
El camino está lleno de baches y
la bicicleta va dando tumbos para que me quede dormido. Cuando me despierto
estoy junto a una cerca y dios sabe qué cerca es. Aunque al fin veo que es la
de casa. De modo que sigo la cerca hasta la verja, hasta que se acaba, y aunque
tenga las piernas de barro logro ponerme en pie. Hasta que caigo rodando por la
escalinata del zaguán, tan endiabladamente a oscuras como está todo. Ya podían
haber dejado encendida la luz de fuera sabiendo que iba a volver. Pero nadie
piensa en mí. De modo que debo arrastrarme solo hasta la puerta, echar mano al
pomo y enderezarme, esperando que nadie hubiese oído la caída en la escalinata.
Porque si no, tendría que oír hasta el día de mi muerte que estaba tan borracho
que no podía mantenerme en pie la noche anterior al entierro de padre. Pero no
hay el menor riesgo. Seguro que están durmiendo a estas horas de la noche, tan
tarde.
Pero ni por ésas. Abro la puerta
de la cocina y allí están todos, sentados alrededor de la mesa, y me miran como
quien ve un fantasma. Tage, el hermano pequeño, llegó y está tomando café y
lleva el uniforme puesto. Y uno que yo me sé se pone quisquilloso. Ulrik, por
ejemplo: Vaya, así que has estado en la tumba, dice. No irías a caerte allí,
verdad. Pero entonces es Lydia quien se pone a berrear sin tasa. En todo caso
me acerco un poco y aún algo mareado, así que ustedes perdonen si uno no se
dirige precisamente a la silla adecuada. Además, tampoco es que me dirija a
ninguna silla sino al fregadero donde la chica del vecino limpia la vajilla. Y
no por cazurra deja de estar buena. Y podría meterle mano. Pero ella también
empieza a berrear. Así que vete tú a saber las pestes que habrán echado de mí
mientras estuve en el cementerio. Deja a la chica en paz, dice el tratante de
radios, y se pone bravucón. Y Lydia llora como una loca. Es que no ven cómo
está, añade Lydia. Empapado de vómito y mierda de arriba abajo. Y con un siete
en los pantalones. Y sin sombrero. Y tan borracho que apenas se tiene en pie.
Y quién va a adivinar que haya
una silla detrás de uno. Tropezar es lo que hago en cuanto doy media vuelta.
¡Pero es que no puedo tropezar con una silla! Y no voy a tolerar ningún
insulto. Podrán darse todo el alcohol que quieran, pero comprar una flor para
la tumba de madre es algo superior a sus fuerzas. Y mostrar tanto interés por
padre para tener que oír lo que le ocurrió por boca de la persona que lo llevó
a la casa de la enfermera, eso es más de lo que se les puede exigir.
Conque me acerco a la mesa y doy
un puñetazo encima de modo que la taza de Tage se cae. Y van a tener que oírme
unas cuantas verdades. Durante ocho años estuve enviando dinero a padre, para
su tabaco, digo, y me gustaría saber quién ha hecho más entre los presentes. Y
madre recibió vestidos de Elinda hasta el día de su muerte. Y ya se sabe lo
difícil que a algunos les resulta digerir el hecho de que uno sea barrendero.
Porque ensuciar y tirar desperdicios lo hace cualquiera, pero barrer y limpiar
es otro cantar.
Pero todos los de la cuadrilla
son tan endiabladamente retorcidos que se ponen a hablar del traje, como si el
mío no sirviera para un entierro de pueblo. Cállense la boca, les digo, que no
todos viven a costa de embaucar al personal con aparatos de radio ni pueden
permitirse el lujo de comprarse camisas blancas todos los días. Ser barrendero
no es ninguna bicoca, pero no voy a ser yo, maldita sea, quien tenga que avergonzarse
de mi oficio.
Pero hay que joderse. Aquí estoy
hablando entre hermanos y demás ralea, y acaso cree alguien que hay un alma que
me escuche. Cómo no voy a disgustarme. Qué solo estoy, qué solo he estado
siempre. Qué tiene de extraño que empiece a llorar. Puedes usar mi traje, dice
Tage, yo iré de uniforme al entierro. Y ese maldito tratante de radios dice que
el asunto se zanja con el traje de Tage, es decir, si Tage no tiene nada en
contra de que se lo ponga perdido. Conque le suelto al tarugo que cualquiera
puede marearse en coche si no está acostumbrado, que no todos pueden permitirse
el lujo de pasarse todo el santo día repantigados en el asiento de un Volvo 39
o lo que sea. Pontjack, me corrige el tratante. Y seguro que te sienta bien,
añade, porque tienes la talla de un recluta a pesar de tus treinta y tres años.
Y le digo al embaucador que aunque yo no sea tan gordo como uno que me sé,
seguro que le puedo dar una chinga con toda mala leche. Llegado el caso. Y hay
que ver lo que el maldito tratante escupe por la boca. En ese caso, me suelta,
deberías empezar por el pretendiente de Elinda antes de que te echen de casa.
Y solo me quedo en la mesa.
Estoy de duelo. Y mientras tanto va la mujer y se mete con otro en la cama. Y
mis propios hermanos, acaso cree alguien que siquiera ponen atención a lo que
tenga que decirles durante medio segundo. ¡De eso nada, qué engañado estoy! Qué
solo estoy. Y qué solo estuve siempre. Y lloro. Qué hacer sino verter lágrimas
cuando Lydia se pone a rabiar como una fiera. Aunque al final Lydia se me
acerca y me dice que vaya a acostarme. Y debe de estar muy cansada para que
tenga que apoyarse en mí hasta la alcoba misma. Y la alcoba parece un infierno,
tan cargada como está, para que el mareo vuelva a empezar. Me da tiempo a
tumbarme en el sofá antes de vomitar. Pero no vomito porque he aprendido a
aguantarme. Aunque tendría que levantarme a mear. Pero Lydia se pone
respondona. Quédate quieto, me espeta, y empieza a sacarme los pantalones. Así
que tendré que oír hasta el día que me muera que Knutte estaba tan borracho la
víspera del entierro de su padre que la hermana tuvo que quitarle los
pantalones. Y también me quita la chaqueta. Me trata como a un muñeco. Pero que
no crean, ni Lydia ni su marido, que pueden tratarme de cualquier manera. Se lo
digo a Lydia y Lydia vuelve a llorar y dice que soy un jodido embustero porque
no fui a poner flores a la tumba de madre. Pero si estuve pasando el rastrillo,
le respondo, porque eso no lo podía saber. Pero entonces se pone furiosa y tira
de la manga para que casi me descoyunte el brazo. Estás borracho y mientes,
dice Lydia, porque la tumba familiar está abierta por razón de padre, así que
no había nada que rastrillar cuando Nisse y yo pasamos por allí al atardecer.
Entonces habré depositado las
flores en la tumba equivocada. Y si no están allí mañana por la mañana, a tomar
por culo las ocho coronas. Y me tacharán de embustero. Y me siento enfermo. Y
en casa, en la capital, la mujer se va con otro a la cama. Y mi hijo Yngve, que
corre a esconderse en cuanto llego a casa. Así que echan pestes de mí por todas
partes. ¿Extraña que me ponga a llorar? Aquí estoy, llorando, casi desnudo,
postrado en el sofá de padre. Aquí se tumbaba padre muchas veces. Y aquí
estuvimos sentados padre y yo la última vez que nos vimos. De modo que tú,
Lydia, deberías saber que padre siempre estuvo de mi parte. Y mientras
estábamos aquí, sentados en el sofá, va padre y se levanta y se dirige a la
cómoda y abre un cajón y se pone a buscar. Y al cabo de un instante saca lo que
buscaba y lo coloca sobre la mesa. Es un pequeño suéter. ¿Te acuerdas de esto,
Knut?, me dice padre, ¿te acuerdas del suéter islandés? Lo compré en la ciudad
un día de Navidad y qué contento te pusiste al recibirlo, dice padre. Y ahora
quiero tener mi suéter islandés. Padre lo sacó la última vez que estuve aquí.
Me gustaría tenerlo bajo la manta para poder pensar en padre.
Así pues, dónde está mi suéter
islandés, le pregunto a Lydia. Lydia está al lado del sofá. La nariz de Lydia
parece un dedo pulgar en una cazuela de cobre. Encendido tiene el rostro para
que relumbre. Dónde está mi suéter islandés, digo. Pero no hay respuesta.
Seguro que cree que alucino. Pero entonces va y dice: El suéter islandés,
claro, lo vas a llevar al entierro. En vez de tu traje, ése ya se lo puedes
regalar a un pobre del asilo. Así que Lydia no comprende nada, ni una puta
jota. Y no puedo ponerme a buscarlo. Porque si levanto la cabeza me vuelve la
náusea. Lo de marearse en coche es una maldición.
Lydia tiene la chaqueta en la
mano y la mira como si le hubiera hecho algo. Y perdiste el brazalete, dice.
¡El brazalete! Y entonces me
quedo helado. Entonces se me pasa el berrinche. Entonces dejo de sentirme
perseguido. Y me olvido de Elinda. Y no lloro más. Porque postrado en el sofá
de padre me doy cuenta de que soy una puta mierda. Perder el brazalete es como
perder el duelo. Dar un traspié y dejar que se deslice del brazo. Eso es todo
lo que pensé en padre, perdiendo el brazalete en medio de una borrachera. Soy
una puta mierda, siempre lo he sido y siempre lo seré. Y cierro los ojos para
no tener que ver toda la miseria que me rodea sin que por ello deje de haberla.
El brazalete estará ahora en el coche, rebozado en vómito, o enganchado a la
alambrada que rodea Pabellón, o quizá alguien lo encuentre junto a la pista de
baile y diga Aquí ha perdido alguien un brazalete de luto. Es de ese maldito
Knut, claro, de ese maldito borracho que no puede mantenerse sobrio ni para
enterrar a su propio padre. Y lo mismo le pasó cuando enterraron a su madre. Un
cafre, un cafre es el condenado de Knutte Lindqvist. “Qv”, le dijo al guardia,
que humos no le faltaban desde que se mudó a la capital y se hizo barrendero.
Y mientras me voy hundiendo cada
vez más en una maldita sustancia asquerosamente cálida y amarillenta, recuerdo
a grandes rasgos lo que pasó durante el entierro de madre. Tuve que ir de
madrugada a vomitar por la ventana mientras Ulrik pasaba por fuera con las
cántaras de leche y parecía muy disgustado. El patio no vas a tener que
limpiarlo, me dijo, pero la entrada, maldita sea, sí que vas a tener que
limpiarla. Y cuando vuelvo a despertarme resulta que no tengo pantalones. Por
haberlos enganchado, borracho perdido, en una alambrada y haberles hecho un
siete a la altura de la rodilla. Conque Lydia está remendándolos en la cocina.
Al cabo de un rato voy y me escaqueo a la bodega, descorcho una botella y bebo
un trago largo. En ayunas es cuando advierto el desliz. Y si no es porque padre
me agarra y me lleva del brazo, solo hubiera tenido que haber andado hasta el
coche. Y llego a la capilla en el último momento por culpa de la resaca y del
mareo de coche. Hay que joderse, qué despacio han conducido. En la cripta,
Nisse y Ulrik desatornillan la tapa del féretro donde yace madre, pálida y
enjuta, la nariz afilada, y Ulrik le vuelve a poner el velo y yo, que sostengo
la vela, empiezo a llorar y a punto estoy de apagar la vela con mis lágrimas. Y
el chirrido de la tapa al atornillarla por última vez. Y por delante va el
párroco y nosotros le seguimos portando el féretro. Voy arrastrando los pies.
Tú que eres el más enclenque, tampoco es que en traje parezca otra cosa, ponte
el último, me dice Ulrik. Y la capilla está a rebosar de gente, ancianos los
más, que se nos quedan mirando. Y es julio y voy sudando la gota gorda y menos
mal que hay que depositar el féretro al pie del altar. Y después uno se prende
al pañuelo todo el tiempo y parece que por la grava del cementerio se arrastra
una serpiente. Y entonces aúpa y a portar el féretro de nuevo. Y el hombro me
duele para poder gritar. Me pongo nervioso y trabuco las correas y Nisse quiere
echarme la bronca, se nota, pero se acuerda de que está en la capilla y se la
traga. Y despacio hay que portar el féretro de vuelta al cementerio y me siento
fatal. Y madre huele, sólo un poco. Capaz que soy el único que lo siente. Y
entonces hay que meter la caja en la tumba y, flojo como soy, suelto la correa
demasiado pronto y la caja está a punto de desplomarse si no es porque hay
otros más fuertes que yo. Y quiero hablar pero son lágrimas lo único que me
sale, y la corona se me cae. Y luego de vuelta a los coches y al velatorio. Y
demasiado aguardiente trajiste, rezonga Lydia a la mesa, porque los viejos ya
empiezan a estar borrachos y no se me ocurre otra cosa que decir que madre
debiera estar aquí, lo contenta que se pondría al vernos tan alegres. Y lo he
dicho en voz alta y hay que ver las miradas que me echan las hermanas, nadie se
las merece. Pero padre está de acuerdo y sigue bebiendo y bien merecido lo
tiene. Porque tampoco es que padre lo haya pasado siempre bien. Y por la noche
me siento con padre en el dormitorio y eso nunca lo olvido.
Y mientras me hundo sé que
mañana será igual. Aunque no exactamente lo mismo. Porque ya no habrá padre
alguno que me invite a pasar a su alcoba y me hable como a un hombre. Ya no hay
nadie que no quiera sino engañarme y ser cruel conmigo. Mañana estaré solo.
Maldita soledad mía. Y a quién le extraña que empiece a llorar, postrado en la
alcoba, desnudado por la propia hermana, hundiéndome en el somnoliento sopor de
la borrachera. Y qué de extraño tiene que quiera tener mi viejo suéter islandés
para acariciarlo bajo la manta.
Dónde está mi suéter islandés,
le digo a Lydia, pero es demasiado tarde, ya que un segundo después la nariz
naufraga y ya nada escucho ni entiendo. Sí, sigo existiendo durante un maldito
segundo.
Cafre, le oigo decir a Lydia. En
voz baja pero con maldita claridad.
Y un cucú que trina desde algún
lugar a lo alto.
Y el reloj de padre que funciona
de nuevo.
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