Luciano G. Egido
La única verdad
es la literatura.
Fernando Pessoa
Estaba condenado a muerte y los médicos le echaban de
seis meses a un año de vida. Como es sabido el cáncer no perdona y ya era tarde
para todo. Él ya se había hecho a la idea y había empezado a despedirse del mundo
con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de
su mujer y los hijos se habían desentendido de lo que le ocurriera. Sus amigos estaban
muertos o vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe
bajo de la crecida de sus remordimientos. Le hubiera gustado visitar por última
vez algunos paisajes que le habían congraciado con la naturaleza, y algunas ciudades
donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlas.
También hubiera querido encontrarse con algún viejo
amor inolvidable, con alguna continuada manera de contemplar el mar, como la primera
vez, y con algunos lugares, unidos a lecturas y a situaciones especialmente gratas.
Pero todo le parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con
ganas de iniciar y menos de concluir.
Le quedaban los libros, más dóciles que su familia
y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más duradera
y los que habían ocupado la mayor parte de su pasado feliz. Muchas de las horas
de su existencia, tan baqueteada y tan onerosa, las había pasado leyendo y en este
ejercicio había aprendido todo lo que le había hecho falta saber. Arrastraba una
deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables, sorprendentes, luminosos,
siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha en que cada uno de ellos había
entrado en su biografía y el milagro que había esperado encontrar en el arcano interior
de sus páginas cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto
el sitio exacto que ocupaban en su biblioteca. Le encantaba recorrerlos con la mirada,
reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de los avatares crueles de
su encuadernación deteriorada. Coger alguno, hojearlo y comprobar los motivos de
su adquisición, le producía un placer renovado, aunque a veces la memoria, después
de tantos años, se resistía a completarlo.
Por eso quería despedirse de ellos, por gratitud,
por obligación moral, por lo que si fueran hombres se llamaría honestidad. Aquel
deseo era probablemente el trago más doloroso de su enfrentamiento con la muerte.
Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran muchos años
de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera, para perpetuar sus
débitos. Calculó el tiempo que le quedaba y no había ninguna posibilidad de leerlos
todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos,
los oasis de su fertilidad. Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para
muchos años. Se le escapó una lágrima de protesta infantil ante la confirmación
matemática de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para
el plazo disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella
vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad
y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a
aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un
hombre.
Escoger un libro, para iniciar la ronda, le costaba
un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer otros
y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de recuperarlo formaba
parte de la felicidad prometida. ¿Cómo no despedirse de Proust, que le había desvelado
el don de la mirada de la memoria? ¿Cómo olvidarse de Borges, que le había conmovido
como un diamante tallado de una inteligencia artificial? ¿Cómo no releer a Faulkner,
que le había enseñado a descubrir al prójimo, al negro que llevamos dentro? ¿Cómo
irse sin haber vuelto por última vez a la luz mañanera de los sonetos de Petrarca?
¿Cómo no decirle adiós al pobre don Quijote, perdido en las alucinaciones de su
cerebro y de su tierra, de su marginación perpetua, de su obcecación suicida? ¿Cómo
no recorrer el mundo a pie con Baroja, entre asperezas sentimentales? ¿Cómo abandonar
al pobre Hamlet y dejarlo vagar a su albedrío sin una mirada de reconocimiento y
de solidaridad? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski, que
tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo renegar de Rilke
y de su dolorosa lucidez? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con Kafka, tan
hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?
Los días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta
que cortó por lo sano y optó por el orden alfabético de una selección de sus clásicos
amores y que fuera lo que Dios quisiera. Empezaría por San Agustín y hasta donde
llegara. Se temía que no alcanzaría ni siquiera la Alejandría de Durrell y mucho
menos el Japón de Kawabata y menos todavía el París de Zola. Fue una carrera contrarreloj.
Notaba que la enfermedad le iba invadiendo, como el nivel del agua en los cántaros
de la fuente. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de
siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la
supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre
todo al acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba
todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis
de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se le hurtaba
por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente
para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole
el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro y esperanzador
iniciar otro, que se encendía con la luminosidad de una mañana de verano.
El plazo definitivo del año se cumplió y esperó
serenamente el desenlace con Garcilaso entre las manos y se dijo: “Que venga la
muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo”. Y no se murió, porque a veces
los médicos no aciertan en la difícil previsión de las reacciones del insondable
organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara
con una fruición renovada el Ulises de Joyce y hasta tuvo tiempo de coronarlo
y cotejar la versión de Salas Subirat con la de José María Valverde. La furia irónica
de Larra le vino como anillo al dedo para entretener la espera. A los dos años se
enfrentó con La montaña mágica de Thomas Mann y consiguió llegar hasta el
final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y
los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo que le dejaba sin aliento.
A veces se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo
de los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían
faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía
continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella recuperación
inexplicable.
Pasó por Melville, Novalis, O’Neill, Pessoa, Quevedo,
Rulfo, Sade, Tolstói y, cuando estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido
a la muerte, se murió.
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