Juan José Delaney
Apenas tomó conciencia de
la situación, ordenó le discontinuaran el servicio telefónico. Casi todos sus amigos
habían muerto, a los parientes siempre los había considerado inexistentes y, encima,
su hija única, entonces en el extranjero, hacía mucho que había dejado de comunicarse
con él. Entonces estimó que lo mejor era retirarse sin decir nada, sin despedirse
siquiera de la criada, único ser con quien compartía diariamente unas pocas horas
y unas mínimas palabras. En verdad, la decisión era atinada como lo mostró el hecho
de que la mujer, ocupada en ordenarle el living, ni se volvió cuando él cruzó
el ambiente rumbo a la puerta de salida. Ya en la calle, enfiló hacia el destino
desde siempre previsto. A las cinco cuadras se dio cuenta de que se había olvidado
el reloj pulsera e inmediatamente reflexionó que no se trataba de un olvido casual
y de que resultaba absurdo volver para buscarlo. Al cruzar el puente de la avenida
General Paz se sintió cansado y detuvo la marcha para decirse que había caminado
bastante, que desplazarse del barrio de Villa Urquiza hasta allí a pie no era poca
cosa. Todo esto lo pensó sin darse vuelta, un poco porque su padre siempre le había
enseñado que nunca había que mirar hacia atrás y otro poco porque ya tenía la vista
fija en dirección al Partido de San Martín, su meta. A la media hora se detuvo en
un boliche para pedir un vaso de agua. Pronto estuvo en el cementerio de San Martín,
zona en la que estaba el objeto de la travesía. Había adquirido el sintético ambiente
en cómodas cuotas. Ahora se instalaría entre esas cuatro desnudas paredes que sólo
albergaban un lecho, un reclinatorio y un candelabro. Oportunamente había dejado
de pagar el servicio eléctrico, por lo cual no tenía timbre. Llegaba a ese sitio
tras un largo pero inexorable proceso en el que, poco a poco, más y más cosas habían
ido perdiendo para él todo interés. Las palabras fueron lo último; por eso cuando
les llegó el turno a ellas, sobrevino el aislamiento. Sin reloj, sin diarios, sin
medios de comunicación, el tiempo parecía no existir. Acaso porque era lo que en
rigor quería o porque había nacido para eso, nada le costó habituarse a su nueva
condición. Innumerables días se concentraban en uno que algunas plantas y un poco
de agua lograban sostener. Lo que más hacía era espiar por la vidriada puerta. Su
mirada sorteaba los árboles para detenerse en las prolongadas hileras de tumbas,
guardianas de secretos y misterios: cretinos que habían sido sepultados como santos,
almas grandes que habían tenido que partir envueltas por la ignominia. Muy cerca,
los mortales intentaban el saqueo último: flores, monumentos, placas… A veces recibía
inesperadas visitas de conocidos que se habían preocupado por averiguar su nuevo
domicilio. Como la puerta no tenía llave, entraban sin pedir permiso. Casi ninguno
de esos visitantes abría la boca. Se limitaban a mirarlo un rato y, tras dejar un
ramo, marcharse. Porque ya no tenía palabras, tampoco él decía nada. Una vez se
apareció la hija. No estaba sola: un hombre y dos niños la acompañaban. Ella trató
de expresarse. Primero lloró y después le salieron unas palabras. “Pensar que nunca
pudimos hablar”, dijo. O algo parecido. Pero él no podía hacer nada, y en verdad
ninguna de esas inesperadas visitas ejercía ningún efecto sobre él. En cambio se
emocionó y conmovió cuando empezaron a llegar personas que él entendía habían muerto
hacía años. Curiosamente –y pese a que tampoco mediaban palabras– lograba con ellas
una secreta y armoniosa comunión, la certeza íntima de que siempre habían estado
con él. En cierta oportunidad se apersonaron sus padres, que bien sabía habían muerto
muchísimos años atrás. Parecían mucho más jóvenes que él. Esa vez, sí, quiso hablar,
y la palabra fue un gemido. El gemido primero y final, el incomprensible, el de
todos.
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