Samanta Schweblin
El
Topo dice: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar indicado y me pasó a
buscar en el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de conocernos. No me mira,
dicen que nunca mira a nadie a los ojos. Edad, dice, cuarenta y dos, digo, y
cuando dice que soy viejo pienso que él seguro tiene más. Lleva unos pequeños
anteojos negros y debe ser por eso que le dicen el Topo. Me ordena conducir
hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y se relaja. La prueba es
fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy nervioso. Si no hago las
cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no hay otra razón para entrar.
Matar a un perro a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber
si uno es capaz de hacer algo peor. Ellos dicen: algo peor, y miran hacia otro
lado, como si nosotros, la gente que todavía no entró, no supiéramos que peor
es matar a una persona, golpear a una persona hasta matarla.
Cuando la avenida se divide en dos calles
opto por la menos transitada. Una línea de semáforos rojos cambia a verde, uno
tras otro, y permite avanzar rápido hasta que entre los edificios surge un
espacio oscuro y verde. Pienso que quizá en esa plaza no haya perros y el Topo
ordena detenerse. Usted no trae palo, dice. No, digo. Pero no va a matar un
perro a palazos si no tiene con qué. Lo miro pero no contesto, sé que va a
decir algo, porque ahora lo conozco, es fácil conocerlo. Pero disfruta el
silencio, disfruta pensar que cada palabra que diga son puntos en mi contra.
Entonces traga saliva y parece pensar: no va a matar a nadie. Y al fin dice:
hoy tiene una pala en el baúl, puede usarla. Y seguro que, bajo los anteojos,
los ojos le brillan de placer.
Alrededor de la fuente central duermen
varios perros. La pala firme entre mis manos, la oportunidad puede darse en
cualquier momento, me voy acercando. Algunos comienzan a despertar. Bostezan,
se incorporan, se miran entre sí, me miran, gruñen, y a medida que me voy
acercando se hacen a un lado. Matar a alguien en especial, alguien ya elegido,
es fácil. Pero tener que elegir quién deberá morir requiere tiempo y
experiencia. El perro más viejo o el más joven o el de aspecto más agresivo.
Debo elegir. Es seguro que el Topo mira desde el auto y sonríe. Debe pensar que
nadie que no sea como ellos es capaz de matar.
Me rodean y me huelen, algunos se alejan
para no ser molestados y vuelven a dormirse, se olvidan de mí. Para el Topo,
tras los vidrios oscuros del auto, y los oscuros vidrios de sus anteojos, debo
ser pequeño y ridículo, aferrado a la pala y rodeado de perros que ahora
vuelven a dormir. Uno blanco, manchado, le gruñe a otro negro y cuando el negro
le da un tarascón un tercer perro se acerca, ladra y muestra los dientes.
Entonces el primero muerde al negro y el negro, los dientes afilados, lo toma
por el cuello y lo sacude. Levanto la pala y el golpe cae sobre las costillas
del manchado que, aullando, cae. Está quieto, va a ser fácil transportarlo,
pero cuando lo tomo por las patas reacciona y me muerde el brazo, que enseguida
comienza a sangrar. Levanto otra vez la pala y le doy un golpe en la cabeza. El
perro vuelve a caer y me mira desde el piso, con la respiración agitada, pero
quieto.
Lentamente al principio y después con más
confianza junto las patas del perro, lo cargo y lo llevo hacia el auto. Entre
los árboles se mueve una sombra, el borracho que se asoma dice que eso no se
hace, que después los perros saben quién fue y se lo cobran. Ellos saben, dice,
saben, ¿entiende?, se sienta en un banco y me mira nervioso. Cuando voy
llegando al auto veo al Topo sentado, esperándome en la misma posición en la
que estaba antes, y sin embargo noto abierto el baúl del Peugeot. El perro cae
como un peso muerto y me mira cuando cierro el baúl. En el auto, el Topo dice:
si lo dejabas en el piso se levantaba y se iba. Sí, digo. No, dice, antes de
irte tenías que abrir el baúl. Sí, digo. No, tenías que hacerlo y no lo
hiciste, dice. Sí, digo, y me arrepiento enseguida, pero el Topo no dice nada y
me mira las manos. Miro las manos, miro el volante y veo que todo está
manchado, hay sangre en mi pantalón y sobre la alfombra del auto. Tendrías que
haber usado guantes, dice. La herida duele. Venís a matar a un perro y no traés
guantes, dice. Sí, digo. No, dice. Ya sé, digo y me callo. Prefiero no decir
nada del dolor. Enciendo el motor y el coche sale suavemente.
Trato de concentrarme, descubrir cuál de
todas las calles que van apareciendo podría llevarme al puerto sin que el Topo
tenga que decir nada. No puedo darme el lujo de otra equivocación. Quizá
estaría bien detenerse en una farmacia y comprar un par de guantes, pero los
guantes de farmacia no sirven y las ferreterías a esta hora están cerradas. Una
bolsa de nylon tampoco sirve. Puedo quitarme la campera, enrollarla en la mano
y usarla de guante. Sí, voy a trabajar así. Pienso en lo que dije: trabajar, me
gusta saber que puedo hablar como ellos. Tomo la calle Caseros, creo que baja
hasta el puerto. El Topo no me mira, no me habla, no se mueve, mantiene la
mirada hacia delante y la respiración suave. Creo que le dicen el Topo porque
debajo de los anteojos tiene ojos pequeños.
Después de varias cuadras Caseros cruza
Chacabuco. Después Brasil, que sale al puerto. Volanteo y entro con el coche
inclinándose hacia un lado. En el baúl, el cuerpo golpea contra algo y después
se escuchan ruidos, como si el perro todavía tratara de levantarse. El Topo,
creo que sorprendido por la fuerza del animal, sonríe y señala a la derecha.
Entro por Brasil frenando, las ruedas hacen ruido y con el coche de costado
otra vez hay ruido en el baúl, el perro tratando de arreglárselas entre la pala
y las otras cosas que hay atrás. El Topo dice: frená. Freno. Dice: acelerá.
Sonríe, acelero. Más, dice, acelerá más. Después dice frená y freno. Ahora que
el perro se golpeó varias veces, el Topo se relaja y dice: seguí, y no dice
nada más. Sigo. La calle por la que conduzco ya no tiene semáforos ni líneas
blancas, y las construcciones son cada vez más viejas. En cualquier momento
llegamos al puerto.
El Topo señala a la derecha. Dice que
avance tres cuadras más y doble a la izquierda, hacia el río. Obedezco.
Enseguida llegamos al puerto y detengo el auto en una playa de estacionamiento
ocupada por grandes grupos de containers. Miro al Topo pero no me mira. Sin
perder tiempo, bajo del auto y abro el baúl. No preparé mi abrigo alrededor del
brazo pero ya no necesito guantes, ya está todo hecho, hay que terminar pronto
para irse. En el puerto vacío sólo se ven, a lo lejos, luces débiles y
amarillas que iluminan un poco unos pocos barcos. Quizá el perro ya esté
muerto, pienso que sería lo mejor, que la primera vez le tendría que haber
pegado más fuerte y seguro ahora estaría muerto. Menos trabajo, menos tiempo
con el Topo. Yo lo hubiera matado directamente, pero el Topo hace las cosas
así. Son caprichos, traerlo medio muerto hasta el puerto no hace más valiente a
nadie. Matarlo delante de todos esos otros perros era más difícil.
Cuando lo toco, cuando junto las patas
para bajarlo del auto, abre los ojos y me mira. Lo suelto y cae contra el piso
del baúl. Con la pata delantera raspa la alfombra manchada de sangre, trata de
levantarse y la parte trasera del cuerpo le tiembla. Todavía respira y respira
agitado. El Topo debe estar contando el tiempo. Vuelvo a levantarlo y algo le
debe doler porque aúlla aunque ya no se mueve. Lo apoyo en el piso y lo
arrastro para alejarlo del auto. Cuando vuelvo al baúl a buscar la pala el Topo
se baja. Ahora está junto al perro, mirándolo. Me acerco con la pala, veo la
espalda del Topo y detrás, en el piso, el perro. Si nadie se entera de que maté
a un perro nadie se entera de nada. El Topo no gira para decirme ahora. Levanto
la pala. Ahora, pienso. Pero no la bajo. Ahora, dice el Topo. No la bajo ni
sobre la espalda del Topo ni sobre el perro. Ahora, dice, y entonces la pala
baja cortando el aire y golpea en la cabeza del perro que, en el suelo, aúlla,
tiembla un momento, y después todo queda en silencio.
Enciendo el motor. Ahora el Topo va a
decirme para quién voy a trabajar, cuál va a ser mi nombre, y por cuánta plata,
que es lo que importa. Tomá Huergo y después doblá en Carlos Calvo, dice.
Hace rato que conduzco. El Topo dice: en
la próxima frená sobre el lado derecho. Obedezco y por primera vez el Topo me
mira. Bájese, dice. Me bajo y él se pasa al asiento del conductor. Me asomo por
la ventanilla y le pregunto qué va a pasar ahora. Nada, dice: usted dudó.
Enciende el motor y el Peugeot se aleja en silencio. Cuando miro a mi alrededor
me doy cuenta de que me dejó en la plaza. En la misma plaza. Desde el centro,
cerca de la fuente, un grupo de perros se incorpora, poco a poco, y me mira.
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