Franz Kafka
Ayer vino una debilidad
a mi casa. Vive en la casa de al lado, con frecuencia la he visto desaparecer agachándose
por la puerta. Una gran dama con un vestido largo y ondulante, tocada con un sombrero
ancho adornado de plumas. Llegó con prisas, atravesando susurrante la puerta, como
un médico que teme haber llegado demasiado tarde a visitar a un enfermo que se apaga.
–¡Anton!
–exclamó con voz profunda, aunque jactanciosa–, ya llego, ya estoy aquí.
Se
dejó caer en el sillón que le señalé.
–Vives
muy alto, muy alto –dijo suspirando.
Hundido
en mi butaca, asentí. Innumerables, uno detrás de otro, saltaron ante mi vista los
peldaños de la escalera que conduce a mi habitación, pequeñas olas incansables.
–¿Por
qué hace tanto frío? –preguntó, y se quitó los viejos y largos guantes de esgrima,
a continuación los arrojó sobre la mesa y me miró con la cabeza inclinada, parpadeando.
Me
parecía como si yo fuera un gorrión que ejercitara en la escalera mis saltos y ella
descompusiera mi suave plumaje gris.
–Siento
con toda el alma que me anheles tanto. Sumida en la tristeza, he visto tu rostro
con frecuencia, consumido de pena, cuando estabas en el patio y mirabas hacia mi
ventana. Bueno, no me caes mal y aún no tienes mi corazón, así que puedes conquistarlo.
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