Émile Zola
I
Fue un sábado, a las seis de la mañana, cuando morí
tras tres días de enfermedad. Mi pobre esposa miraba desde hacía un instante en
el baúl, donde buscaba ropa. Cuando se incorporó y me vio rígido, con los ojos abiertos
y sin aliento, acudió corriendo, creyendo que se trataba de un desmayo, tocándome
las manos, inclinándose sobre mi rostro. Luego, el terror se adueñó de ella; y,
enloquecida, tartamudeó rompiendo a llorar:
–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Está muerto!
Yo lo oía todo, pero los sonidos
debilitados parecían venir de muy lejos. Sólo mi ojo izquierdo percibía aún un confuso
resplandor, una luz blanquecina en la que se fundían los objetos; el ojo derecho
se encontraba completamente paralizado. Era un síncope de todo mi ser, como una
fatalidad, lo que me había aniquilado. Mi voluntad estaba muerta, no me obedecía
ni una fibra de mi carne. Y, en esa nada, por encima de mis miembros inertes, sólo
permanecía el pensamiento, lento y perezoso, pero de perfecta lucidez.
Mi pobre Marguerite lloraba, de rodillas
delante de la cama, repitiendo con voz desgarrada:
–¡Está muerto, Dios mío! ¡Está muerto!
Ese singular estado de torpeza, esa
carne castigada por la inmovilidad mientras la inteligencia seguía funcionando ¿era
la muerte? ¿Era mi alma la que se retrasaba así en mi cráneo antes de emprender
el vuelo? Desde mi infancia había sido víctima de crisis nerviosas. Siendo aún muy
joven, fiebres agudas habían estado a punto de llevarme en dos ocasiones. Luego,
en mi entorno se habían acostumbrado a verme enfermizo; y yo mismo le había prohibido
a Marguerite que fuera a buscar a un médico cuando me había acostado la mañana de
nuestra llegada a París, a este cuarto alquilado de la calle Dauphine. Bastaría
un poco de reposo, era la fatiga del viaje lo que me cansaba así. No obstante, me
sentí lleno de una horrible angustia. Habíamos abandonado bruscamente nuestra provincia,
muy pobres, teniendo escasamente con qué esperar el sueldo de mi primer mes en la
administración en la que me había asegurado un puesto. ¡Y he aquí que una súbita
crisis me llevaba!
¿Era de verdad la muerte? Yo me había
imaginado una oscuridad más negra, un silencio más absoluto. Cuando era muy pequeño
ya tenía miedo de morir. Como era débil y las personas me acariciaban con compasión,
yo pensaba constantemente que no viviría, que me enterrarían pronto. Y esta idea
de la tierra me causaba un pavor al que no podía acostumbrarme aunque me obsesionara
de día y de noche. Al crecer había conservado esa idea fija. A veces, después de
jornadas de reflexión, creía haber vencido mi miedo. ¡Muy bien! Uno se moría y todo
acababa; todo el mundo moriría algún día; nada debía ser más cómodo ni mejor. Llegaba
casi a estar alegre, miraba la muerte de frente. Luego, un brusco escalofrío me
helaba, me devolvía a mi vértigo como si una mano gigante me hubiera balanceado
por encima de un abismo negro. La idea de la tierra me volvía y exaltaba mis razonamientos.
¡Cuántas veces, por la noche, me desperté sobresaltado sin saber qué soplo había
pasado sobre mi sueño, juntando las manos con desesperación y diciendo: “¡Dios mío!
¡Dios mío! ¡Hay que morir!”. Una ansiedad me oprimía el pecho, la obligación de
morirse me parecía más abominable en el aturdimiento del despertar. No volvía a
dormirme sino con esfuerzo, el sueño me inquietaba porque se parecía a la muerte.
¿Y si me dormía para siempre? ¿Y si cerraba los ojos y no volvía a abrirlos nunca
más?
Ignoro si otros han sufrido este
tormento. Desde luego ha desolado mi vida. La muerte se ha levantado entre mí y
todo lo que he amado. Recuerdo los instantes más felices que he pasado con Marguerite.
En los primeros meses de nuestro matrimonio, cuando dormía por la noche a mi lado,
cuando yo soñaba con ella haciendo planes para el futuro, sin cesar la expectativa
de una fatal separación arruinaba mis alegrías, destruía mis esperanzas. Tendríamos
que separarnos, tal vez mañana, tal vez dentro de una hora. Un inmenso desaliento
se adueñaba de mí, y me preguntaba para qué la felicidad de estar juntos si después
ésta desembocaría en un desgarro tan cruel. Entonces mi imaginación se complacía
pensando en el duelo. ¿Quién iría primero, ella o yo? Y una alternativa o la otra
me enternecía hasta llegar a las lágrimas, describiendo el cuadro de nuestras vidas
rotas. En las mejores épocas de mi existencia tuve así repentinas melancolías que
no comprendía nadie. Cuando me sucedía algo bueno, me sorprendía de verme triste.
Y es que, de repente, la idea de la nada había cruzado por mi alegría. El terrible:
“¿Para qué?” “¿De qué sirve?” sonaba como un tañido fúnebre a mis oídos.
Pero lo peor de ese tormento es que
uno lo soporta como una vergüenza secreta. Uno no se atreve a contarle su problema
a nadie. Con frecuencia el marido y la esposa, acostados uno al lado de la otra,
deben estremecerse con el mismo temblor cuando se apaga la luz; y ni el uno ni la
otra habla porque no se habla de la muerte, lo mismo que no se pronuncian determinadas
palabras obscenas. Se le tiene miedo hasta el punto de no nombrarla, se la oculta
como se oculta el sexo.
Reflexionaba en estas cosas mientras
mi querida Marguerite seguía sollozando. Me producía gran pesar no saber cómo calmar
su dolor diciéndole que yo no sufría. Si la muerte no era nada más que ese desmayo
de la carne, en realidad había cometido un error al temerle tanto. Era un bienestar
egoísta, un reposo en el que olvidaba mis preocupaciones. Mi memoria sobre todo
había adquirido una vivacidad extraordinaria. Rápidamente, toda mi existencia pasaba
por delante de mí como un espectáculo al que, a partir de ese momento, me sentía
ajeno. Sensación extraña y curiosa que me divertía, se habría dicho que era una
voz lejana la que contaba mi historia.
Había un rincón en el campo, cerca
de Guérande, en la carretera de Piriac, cuyo recuerdo me perseguía. La carretera
gira, un pequeño bosque de pinos desciende a la desbandada por una pendiente rocosa.
Cuando yo tenía siete años iba allí con mi padre, a una casa medio destruida, a
comer crepas en casa de los padres de Marguerite, unos salineros que vivían ya penosamente
de las salinas vecinas. Luego me acordaba del colegio de Nantes en el que había
crecido, en el aburrimiento de los viejos muros, con el continuo anhelo del amplio
horizonte de Guérande, las marismas salinas hasta perderse de vista, en la parte
baja de la ciudad, y el mar inmenso extendido bajo el sol. Ahí se abría un agujero
negro: mi padre moría, yo entraba en la administración de un hospital como empleado,
iniciaba una vida monótona cuya única alegría eran las visitas dominicales a la
vieja casa de la carretera de Piriac. Allí las cosas iban de mal en peor porque
las salinas ya no daban casi nada, y la comarca se sumía en la miseria. Marguerite
sólo era una niña entonces.
Me quería porque la paseaba en una
carretilla. Pero, más tarde, cuando pedí su mano, por su expresión de espanto comprendí
que me encontraba horroroso. Los padres me la concedieron inmediatamente porque
eso los aliviaba. Ella, sumisa, no dijo que no.
Cuando se acostumbró a la idea de
ser mi esposa, no le pareció demasiado molesta. El día de la boda, en Guérande,
recuerdo que llovía a cántaros y, cuando regresamos, tuvo que quedarse en enaguas
porque su vestido estaba empapado.
Ésa es toda mi juventud. Vivimos
algún tiempo allí. Luego, un día al regresar sorprendí a mi esposa llorando a mares.
Se aburría, quería marcharse. Al cabo de seis meses yo tenía algunos ahorros reunidos
céntimo a céntimo con la ayuda de algunos trabajos complementarios; y, como un antiguo
amigo de mi familia se había preocupado de buscarme un puesto en París, conduje
a la querida niña para que no llorara más. En el tren reía. Por la noche, como la
banqueta de tercera clase era muy dura, la coloqué sobre mis rodillas con el fin
de que pudiera dormir cómodamente.
Ése era el pasado. Y ahora acababa
de morir en esta estrecha cama de un cuarto alquilado mientras mi mujer, de rodillas
sobre las baldosas, se lamentaba. La mancha blanca que percibía mi ojo izquierdo
iba palideciendo poco a poco; pero recordada netamente la habitación.
A la izquierda estaba la cómoda;
a la derecha la chimenea, en medio de la cual un reloj de pared estropeado, sin
péndulo, marcaba las diez y seis minutos. La ventana daba a la calle Dauphine, oscura
y profunda. Todo París pasaba por allí y con tal alboroto que yo oía temblar los
cristales. No conocíamos a nadie en París. Como habíamos adelantado nuestro viaje,
no me esperaban en mi puesto de trabajo hasta el lunes siguiente. Desde que tuve
que permanecer en cama, el encarcelamiento en aquella habitación en la que el viaje
acababa de arrojarnos aún azorados por quince horas de tren y aturdidos por el tumulto
de las calles, me producía una extraña sensación. Mi esposa me había atendido con
su dulzura sonriente, pero yo era consciente de hasta qué punto se encontraba desconcertada.
De vez en cuando se acercaba a la ventana, echaba una ojeada a la calle y luego
volvía completamente pálida, asustada por aquel gran París del que no conocía ni
una piedra y que rugía de modo tan terrible. ¿Qué iba a hacer si yo no volvía a
despertarme? ¿Qué iba a ser de ella en aquella inmensa ciudad, sola, sin un apoyo,
ignorante de todo?
Marguerite había tomado una de mis
manos que caía inerte al borde de la cama; la besaba y repetía:
–Olivier, respóndeme… ¡Dios mío!
¡Está muerto! ¡Está muerto!
La muerte no era la nada puesto que
yo oía y razonaba. Desde mi infancia, lo que me había aterrorizado era la nada.
No podía imaginar la desaparición de mi ser, la supresión absoluta de lo que yo
era; y para siempre, durante siglos y siglos, sin que mi existencia pudiera volver
a empezar jamás. En ocasiones me estremecía cuando encontraba en un periódico una
fecha del siglo próximo: en esa fecha, sin duda alguna, yo ya no viviría, y ese
año de un futuro que no conocería, en el que ya no existiría, me llenaba de angustia.
¿Es que yo no era el mundo? ¿No debería venirse abajo todo cuando yo me marchara?
Soñar con la vida en la muerte, ésa
había sido siempre mi esperanza. Pero esto no era la muerte, sin duda. Dentro de
nada iba a despertarme. Sí, dentro de nada me levantaría y tomaría a Marguerite
entre mis brazos, para secar sus lágrimas. ¡Qué alegría volver a encontrarnos! ¡Y
cómo nos amaríamos más! Descansaría dos días más y luego acudiría a mi puesto de
trabajo. Una nueva vida comenzaría para nosotros, más feliz, más amplia. Sólo que
yo no tenía prisa. Hace un rato estaba agotado. Marguerite estaba en un error al
desesperarse así, pero yo no me sentía con fuerzas para volver la cabeza sobre la
almohada y sonreírle. Dentro de nada, cuando dijera de nuevo:
–¡Está muerto! ¡Dios mío! ¡Está muerto!
Yo la abrazaría y susurraría muy
bajo para no asustarla:
–No, querida niña. Estaba dormido.
Estás viendo que estoy vivo y que te amo.
II
Ante los gritos de Marguerite, la puerta se abre bruscamente
y una voz dice:
–¿Qué ocurre, vecina?… Es una nueva
crisis ¿verdad?
Reconozco la voz. Era la de una señora
mayor, la señora Gabin, que vivía en el mismo rellano que nosotros. Se había mostrado
muy atenta desde que llegamos, conmovida por nuestra situación. Enseguida nos había
contado su historia. Un propietario intratable le había vendido sus muebles el invierno
pasado y, desde entonces, vivía en aquel cuarto alquilado con su hija Adèle, una
chiquilla de diez años. Ambas trabajaban recortando viseras y apenas llegaban a
ganar dos francos en ese trabajo.
–¡Dios mío! ¿Se acabó todo? –preguntó
bajando la voz.
Marguerite, agotada, sollozaba como
una niña. La señora Gabin la levantó, la sentó en el sillón cojo que se encontraba
junto a la chimenea, y allí trató de consolarla.
–De verdad, va usted a hacerse daño.
No debe venirse abajo porque su marido haya muerto. Por supuesto, cuando perdí a
Gabin yo me sentí como usted, pasé tres días sin poder tragar ni esto de comida.
Pero eso no me ayudó, al contrario, me hundió aún más… Por amor de Dios… Sea razonable.
Poco a poco, Marguerite se fue calmando.
Estaba al límite de sus fuerzas; pero, de vez en cuando, otra crisis de lágrimas
la sacudía de nuevo. Durante ese tiempo, la vecina tomaba posesión de la habitación,
con una brusca autoridad.
–No se preocupe por nada –repetía–.
Justamente, Dédé ha ido a llevar el trabajo; además, entre vecinos hay que ayudarse…
Diga pues, sus baúles no están aún completamente deshechos, pero en la cómoda hay
ropa ¿no es cierto?
La oí abrir la cómoda. Debió coger
una servilleta que vino a poner sobre la mesilla de noche. Luego, frotó un cerillo,
lo que me hizo pensar que estaba encendiendo junto a mí una de las velas de la chimenea
como cirio. Yo seguía cada uno de sus movimientos por la habitación, me daba cuenta
de sus más mínimas acciones.
–¡Pobre señor! –susurraba–. Menos
mal que la oí gritar, querida.
Y, de repente, el vago resplandor
que veía aún con mi ojo izquierdo desapareció. La señora Gabin acababa de cerrarme
los ojos. No había notado la sensación de su dedo sobre mi párpado. Cuando lo comprendí,
un ligero frío empezó a helarme.
Pero la puerta volvió a abrirse.
Dédé, la chiquilla de diez años entraba gritando con su voz flautada:
–Mamá, mamá… ¡ah! ¡sabía que estabas
aquí! Toma, aquí tienes la cuenta, tres francos y cuatro perras gordas… Traje veinte
docenas de visceras…
–¡Chut! ¡chut! ¡cállate pues! –repetía
en vano la madre.
Como la pequeña continuaba, le señaló
la cama. Dédé se detuvo, y yo la noté inquieta, retrocediendo hacia la puerta.
–¿Es que el señor está durmiendo?
–preguntó en voz baja.
–Sí, vete a jugar –le respondió la
señora Gabin.
Pero la niña no se iba. Debía estar
mirándome con sus ojos muy abiertos, despavorida y comprendiendo vagamente. Bruscamente,
pareció víctima de un miedo loco y salió corriendo derribando una silla.
–¡Está muerto! ¡Oh, mamá, está muerto!
Reinó un profundo silencio. Marguerite,
postrada en el sillón, ya no lloraba. La señora Gabin seguía merodeando por la habitación.
Volvió a hablar entre dientes.
–En estos tiempos los niños ya lo
saben todo. Mírela. Y Dios sabe que la educo bien… Cuando va a hacer algún recado
o cuando la mando a entregar el trabajo, calculo los minutos para estar segura de
que no se va a callejear… No importa, lo sabe todo, de una sola mirada se dio cuenta
de lo que pasaba. Sin embargo sólo ha visto a un muerto, a su tío François, y en
aquel momento sólo tenía cuatro años… En fin, ya no hay niños, ¡qué quiere usted!
–Se detuvo y, sin transición pasó a otro tema– Escuche pues, pequeña, hay que pensar
en las formalidades, en la declaración en el ayuntamiento y luego en todos los detalles
del entierro. Usted no está en condiciones de ocuparse de eso. Y yo no quiero dejarla
sola… Si me lo permite voy a ir a ver si el señor Simoneau está en su cuarto.
Marguerite no respondió. Yo asistía
a todas aquellas escenas como desde muy lejos. Por momentos me parecía que volaba
como una llama sutil por el aire de la habitación mientras un extraño, una masa
informe, reposaba inerte en la cama. Sin embargo, me habría gustado que Marguerite
rechazara los servicios de ese tal Simoneau. Yo lo había visto dos o tres veces
durante mi breve enfermedad. Ocupaba un cuarto cercano y se mostraba muy servicial.
La señora Gabin nos había contado que estaba simplemente de paso por París, donde
había venido a recoger antiguos fondos de su padre, retirado en provincias y fallecido
recientemente. Era un chico alto, muy guapo, muy fuerte. Yo lo detestaba probablemente
porque se portaba bien. La víspera había entrado y yo había tenido que soportar
verlo sentado junto a Marguerite. ¡Ella estaba tan bonita, tan blanca a su lado!
¡Y él la había mirado tanto mientras ella le sonreía y le decía que era muy amable
por venir a preguntar por mí!
–Aquí está el señor Simoneau –dijo
la señora Gabin al volver.
Empujó suavemente la puerta y tan
pronto como Margerite lo vio rompió a llorar de nuevo. La presencia de aquel amigo,
del único hombre que conocía, despertó su dolor. Él no intentó consolarla. No podía
verlo pero, en las tinieblas que me envolvían, evocaba su figura y lo distinguía
claramente, confuso, apenado de encontrar a aquella pobre mujer tan desesperada.
¡Y qué bella debía estar, no obstante, con sus cabellos rubios sueltos, su cara
pálida, sus queridas manos de niña ardientes de fiebre!
–Me pongo a su disposición, señora
–susurró Simoneau– Si tiene a bien encargarme de todo…
Ella sólo le respondió con palabras
entrecortadas. Pero cuando el joven se retiraba, la señora Gabin lo acompañó y cuando
pasaron cerca de mí la oí hablar de dinero. Esto costaba siempre mucho y temía que
la pobre pequeña no tuviera ni un céntimo. En todo caso, le podían preguntar. Simoneau
mandó callar a la mujer. No quería que atormentara a Marguerite. Él iba a pasar
por el ayuntamiento y a encargar el entierro.
Cuando volvió el silencio, me pregunté
si aquella pesadilla iba a durar mucho aún. Seguía vivo puesto que percibía los
más mínimos hechos exteriores. Y estaba empezando a darme cuenta exacta de mi estado.
Debía tratarse de uno de esos casos de catalepsia de los que había oído hablar.
Ya cuando era niño, en la época de mi gran enfermedad nerviosa, había tenido síncopes
de varias horas. Evidentemente era una crisis de esa naturaleza la que me mantenía
rígido, como muerto, y que engañaba a todo el mundo a mi alrededor. Pero el corazón
iba a reanudar sus latidos, la sangre circularía de nuevo en la relajación de los
músculos y yo me despertaría y consolaría a Marguerite. Razonando así, me exhorté
a mí mismo a tener paciencia.
Las horas iban pasando. La señora
Gabin había traído el almuerzo. Marguerite rechazaba cualquier tipo de alimento.
Luego transcurrió la tarde. Por la ventana, que permanecía abierta, subían los ruidos
de la calle Dauphine. Al escuchar un ligero tintineo del cobre del candelero sobre
el mármol de la mesita de noche me pareció que acababan de cambiar la vela. Finalmente,
Simoneau reapareció.
–¿Y bien? –le preguntó a media voz
la vecina.
–Todo está arreglado –respondió–.
El entierro será mañana a las once… No se preocupe por nada y no hable de estas
cosas delante de esta pobre mujer.
La señora Gabin dijo, no obstante:
–El médico de los muertos no ha venido
aún.
Simoneau fue a sentarse cerca de
Marguerite, le dio ánimos y luego se calló. El entierro sería al día siguiente a
las once: esta frase resonaba en mi cráneo como un tañido fúnebre. ¡Y ese médico
que no llegaba, ese médico de los muertos, como lo nombraba la señora Gabin! Él
vería inmediatamente que yo estaba simplemente en letargo. Haría lo necesario, sabría
despertarme. Yo lo esperaba con horrible impaciencia.
Mientras tanto transcurrió la jornada.
La señora Gabin, para no perder el tiempo, había terminado por traerse sus vísceras.
Incluso, después de haberle pedido permiso a Marguerite, había hecho venir a Dédé
porque –según decía– no le gustaba dejar a los niños solos mucho tiempo.
–Vamos, entra –dijo trayendo a la
pequeña– y no hagas tonterías; no mires para ese lado o te las verás conmigo.
Le prohibía que me mirara, lo consideraba
más conveniente. Dédé, sin duda, debía echar de vez en cuando alguna mirada porque
yo oía que la madre le daba manotadas en los brazos. Y le repetía furiosa:
–Trabaja o te mando salir de aquí.
Y esta noche el señor irá a jalarte los pies.
Las dos, madre e hija, se habían
instalado delante de nuestra mesa. El ruido de sus tijeras recortando las vísceras
llegaba a mí de forma clara; éstas, muy delicadas, exigían sin duda un recorte complicado
porque no iban muy rápidas; las contaba una a una para combatir mi creciente angustia.
Y en la habitación no se oía nada más que el ruidito de las tijeras. Marguerite,
vencida por el cansancio, debía haberse quedado dormida. Simoneau se levantó dos
veces. La idea abominable de que se aprovechara del sueño de Marguerite para besar
sus cabellos me torturaba. No conocía a aquel hombre pero sentí que amaba a mi esposa.
Una carcajada de la pequeña Dédé terminó por irritarme.
–¿Por qué ríes, imbécil? –le preguntó
su madre–. Voy a ponerte de patitas en el rellano… vamos, responde, ¿qué es lo que
te hace reír?
La niña balbucía. No se había reído,
había tosido. Yo me imaginaba que debía haber visto a Simoneau inclinarse hacia
Marguerite, y eso le parecía gracioso.
La lámpara estaba encendida cuando
llamaron.
–¡Ah! Ahí llega el médico –dijo la
madre.
Efectivamente, era el médico. Ni
siquiera se excusó de llegar tan tarde. Sin duda había tenido muchos pisos que subir
a lo largo de la jornada. Como la vela iluminaba muy débilmente el cuarto, preguntó:
–¿El cuerpo está aquí?
–Sí, señor –respondió Simoneau.
Marguerite se había levantado, temblorosa.
La señora Gabin había sacado a Dédé al rellano porque una niña no necesita asistir
a esas cosas; y se esforzaba por llevarse a mi esposa hacia la ventana, con el fin
de evitarle aquel espectáculo. Mientras tanto, el médico se había acercado con paso
rápido. Me lo imaginaba fatigado, apresurado, impaciente. ¿Me había tocado la mano?
¿Había posado la suya sobre mi corazón? No sabría decirlo. Pero me pareció que simplemente
se habían inclinado sobre mí con expresión indiferente.
–¿Quiere que coja una vela para iluminarlo?
–se ofreció Simoneau atento.
–No, es inútil –dijo el médico tranquilamente.
¡Cómo! ¡Inútil! Este hombre tenía
mi vida entre las manos y consideraba inútil proceder a un examen detenido. Pero
¡yo no estaba muerto! Me habría gustado gritar que yo no estaba muerto.
–¿A qué hora murió? –preguntó.
–A las seis de la mañana –respondió
Simoneau.
Una furiosa indignación subía en
mí interior, preso en los terribles lazos que me ataban. ¡Oh! ¡No poder hablar,
no poder mover ni un solo miembro!
El médico añadió:
–Este tiempo pesado es malo… No hay
nada más fatigoso que estos primeros días de primavera.
Y se alejó. Era mi vida la que se
iba. Gritos, lágrimas, injurias me ahogaban, desgarraban mi garganta convulsa por
donde ya no pasaba aliento. ¡Ah! ¡El miserable al que la costumbre profesional había
convertido en una máquina y que se acercaba al lecho de los muertos con la idea
de una formalidad que cumplir! ¡Este hombre no sabía nada, pues! ¡Todos sus conocimientos
eran mentira puesto que no era capaz de distinguir la vida de la muerte con una
simple ojeada! ¡Y se iba! ¡Se iba!
–Buenas noches, señor –dijo Simoneau.
Hubo un silencio. El médico debía
estar inclinándose ante Marguerite que se había acercado, mientras la señora Gabin
cerraba la puerta. Luego salió de la habitación y oí sus pasos bajar la escalera.
Entonces todo había acabado, estaba
condenado. Mi última esperanza desaparecía con aquel hombre. Si no me despertaba
antes de las once del día siguiente, me enterrarían vivo. Y este pensamiento era
tan horrible que perdí consciencia de lo que me rodeaba. Fue como un desmayo dentro
de la misma muerte. El último ruido que percibí fue el ruidito de las tijeras de
la señora Gabin y de Dédé. La velada fúnebre empezaba. Ya no hablaba nadie. Marguerite
había rechazado dormir en la habitación de la vecina. Estaba allí, medio recostada
en el sillón, con su bello rostro pálido, con los ojos cerrados cuyas pestañas seguían
húmedas de lágrimas, mientras que, silencioso en la sombra, sentado delante de ella,
Simoneau la miraba.
III
No puedo expresar mi agonía de la mañana siguiente.
Aquello se me quedó como un sueño horrible, en el que mis sensaciones eran tan singulares,
tan confusas, que me resultaría difícil expresarlas exactamente. Lo que hizo que
mi tortura fuera horrorosa es que yo seguía esperando un repentino despertar. Y,
a medida que se acercaba la hora del entierro, el pánico me ahogaba más. No fue
sino por la mañana cuando tuve de nuevo conciencia de las personas y de las cosas
que me rodeaban.
Un chirrido de la falleba me sacó
de mi somnolencia. La señora Gabin había abierto la ventana. Debían ser en torno
a las siete pues yo oía los gritos de los vendedores en la calle, la voz aguda de
una chiquilla que vendía hierba para los pájaros y otra voz ronca que pregonaba
zanahorias. Aquel ruidoso despertar de París me calmó en un primer momento: me parecía
imposible que me introdujeran en la tierra en medio de toda aquella vida. Un recuerdo
acabó de tranquilizarme. Recordaba haber visto un caso similar al mío cuando era
empleado del hospital de Guérande. Un hombre había dormido durante veintiocho horas;
su sueño era tan profundo que los médicos dudaban en pronunciarse; luego, aquel
hombre se había incorporado en la cama y había podido levantarse de inmediato. Yo
llevaba ya veinticinco horas durmiendo. Si me despertaba hacia las diez, aún estaría
a tiempo.
Trataba de darme cuenta de las personas
que se encontraban en el cuarto y de lo que hacían. La pequeña Dédé debía estar
jugando en el rellano porque, cuando se abrió la puerta, una risa infantil llegó
del exterior. Sin duda Simoneau ya no estaba allí; ningún ruido me revelaba su presencia.
Sólo las zapatillas de la señora Gabin se arrastraban por las baldosas. Alguien
habló por fin.
–Querida –dijo la vecina– comete
un error al no tomarlo mientras está caliente, eso le daría fuerzas.
Se dirigía a Marguerite, y el ligero
goteo del filtro sobre la chimenea me informó que estaba haciendo café.
–No es por decirlo, –prosiguió– pero
lo necesitaba… A mi edad, no sirve de nada velar. Y la noche es tan triste cuando
hay una desgracia en una casa… Tome pues un poco de café, querida, sólo una gota
–y obligó a Marguerite a tomarse una taza–. ¿Qué tal? Está caliente y eso reanima.
Necesita fuerzas para llegar hasta el final de la jornada… Ahora, si fuera usted
sensata se iría a mi habitación y esperaría allí.
–No, quiero quedarme aquí –respondió
Marguerite decidida.
Su voz, que no había oído desde la
víspera, me conmovió mucho. Estaba cambiada, rota de dolor. ¡Ah! ¡Mi querida esposa!
La sentía cerca de mí, como un último consuelo. Sabía que no dejaba de mirarme y
que me lloraba con todas las lágrimas de su corazón. Pasaban los minutos. En la
puerta hubo un ruido que yo no me expliqué en el primer momento. Se habría dicho
que era el traslado de un mueble que chocaba con las paredes de la escalera demasiado
estrecha. Luego comprendí al oír de nuevo el llanto de Marguerite. Era el ataúd.
–Vienen demasiado temprano –dijo
la señora Gabin con un tono de mal humor–. Coloque eso detrás de la cama.
¿Qué hora era, pues? Tal vez las
nueve. ¿Así que el ataúd estaba ya ahí? Y yo lo veía en la densa oscuridad, nuevo,
con sus tablas apenas cepilladas. ¡Dios mío! ¿Es que todo iba a acabar? ¿Me iban
a llevar en esa caja que yo sentía a mis pies? Tuve, no obstante, una suprema alegría.
Pese a su debilidad, Marguerite quiso ofrecerme los últimos cuidados. Fue ella quien,
con la ayuda de la vecina, me vistió con una ternura de hermana y de esposa. Sentía
que estaba una vez más entre sus brazos a cada prenda que me ponía. Se detenía,
sucumbiendo a la emoción; me abrazaba, me bañaba con sus lágrimas. Me habría gustado
poder devolverle el abrazo gritándole: “¡Estoy vivo!” pero permanecía impotente
y tenía que abandonarme como una masa inerte.
–Se equivoca, todo eso se va a perder
–decía la señora Gabin.
–Déjeme, quiero ponerle lo mejor
que tenemos –respondía Marguerite con su voz entrecortada.
Comprendí que me estaba poniendo
la ropa del día que nos casamos. Yo conservaba aún esa ropa que sólo pensaba utilizar
en París en las grandes ocasiones. Luego, se dejó caer en el sillón, agotada por
el esfuerzo que acababa de hacer. Entonces, de repente, habló Simoneau. Sin duda
acababa de entrar.
–Están abajo –susurró.
–Bueno, no es demasiado temprano.
Dígales que suban, hay que terminar con esto –respondió la señora Gabin bajando
igualmente la voz.
–Es que temo la desesperación de
esta pobre mujer.
La vecina parecía reflexionar. Luego
dijo:
–Escuche, señor Simoneau, va usted
a llevársela por la fuerza a mi cuarto… No quiero que se quede aquí. Le hacemos
un favor… Mientras tanto, en un periquete esto estará resuelto.
Esas palabras me llegaron al corazón.
¡Y qué no sentí cuando oí la tremenda lucha que se inició! Simoneau se había acercado
a Marguerite suplicándole que no permaneciera en la habitación.
–Por favor, –imploraba– venga conmigo,
ahórrese un dolor inútil.
–No, no –repetía mi esposa–me quedaré,
quiero permanecer aquí hasta el último momento. Piense que sólo lo tengo a él en
el mundo y que cuando él no esté, me quedaré sola.
Mientras tanto, cerca de la cama,
la señora Gabin le decía al oído al joven:
–Actúe pues, agárrela, llévesela
en brazos.
¿Es que ese Simoneau iba a coger
a Marguerite y a llevársela así? De repente, ella gritó. Con un impulso furioso,
quise ponerme de pie. Pero los resortes de mi carne estaban rotos. Y permanecía
tan rígido que ni siquiera podía levantar los párpados para ver lo que estaba pasando
allí, delante de mí. La lucha continuaba, mi mujer se agarraba a los muebles repitiendo:
–¡Por favor, por favor, señor…! Suélteme,
no quiero irme.
Había debido cogerla entre sus vigorosos
brazos porque ella sólo lanzaba quejas de niña. Se la llevó, los sollozos dejaron
de oírse, y yo me imaginaba verlos: él alto y robusto, llevándosela sobre su pecho,
en su cuello; y ella, llorosa, rota, abandonándose, siguiéndole a partir de ese
instante donde él quisiera conducirla.
–¡Uf! ¡Costó trabajo! –dijo la señora
Gabin– ¡Vamos, venga, ahora que el cuarto está despejado!
En la cólera celosa que me enloquecía,
consideraba aquella violencia como un rapto abominable. Desde la víspera ya no veía
a Marguerite, pero aún la oía. Ahora ya se había acabado todo; acababan de quitármela;
un hombre me la había arrebatado incluso antes de que yo estuviera bajo tierra.
¡Y estaba con ella detrás de aquel tabique, sólo para consolarla y tal vez para
besarla!
La puerta se había abierto de nuevo,
unos pasos pesados andaban por el cuarto.
–De prisa, de prisa –repetía la señora
Gabin–. La señora puede volver.
Hablaba con personas desconocidas
que no le respondían sino con gruñidos.
–Yo, ya ven, no soy pariente, sólo
soy una vecina. No tengo nada que ganar con esto. Me ocupo de sus cosas por pura
bondad. Pero no es muy alegre… Sí, sí, pasé aquí la noche. Incluso cuando no hacía
calor, hacia las cuatro. En fin, siempre he sido tonta, soy demasiado buena.
En ese momento colocaron el ataúd
en medio del cuarto y comprendí. Vamos, estaba condenado puesto que el despertar
no se producía. Mis ideas perdían nitidez, todo giraba en mí en medio de una humareda
negra y experimentaba una lasitud tal que fue como un alivio no contar con nada.
–No han escatimado madera –dijo la
voz ronca de un enterrador–. La caja es demasiado larga.
–¡Muy bien! Así estará más cómodo
–añadió otro bromeando.
No pesaba mucho y ellos se alegraban
porque tenían que bajar tres plantas. Cuando me agarraban por los hombros y por
los pies, la señora Gabin se enfadó de repente.
–¡Maldita chiquilla! –gritó– Tiene
que meter las narices en todas partes… Espera, te voy a enseñar a mirar por las
rendijas.
Es que Dédé entreabría la puerta
y pasaba la cabeza despeinada. Quería ver cómo metían al señor en la caja. Dos vigorosas
bofetadas resonaron, seguidas de una explosión de llanto. Y cuando entró la madre,
se puso a hablar de su hija con los hombres que me estaban arreglando en el ataúd.
–Tiene diez años. Es una buena chica,
pero es curiosa… No le pego con frecuencia, pero es necesario que aprenda a obedecer.
–¡Oh! Todas las chiquillas son así…
Cuando hay un muerto en algún sitio siempre están dando vueltas alrededor –dijo
uno de los hombres.
Yo estaba cómodamente instalado y
habría podido pensar que me encontraba aún sobre la cama de no ser por la molestia
en el brazo izquierdo que estaba un poco apretado contra una plancha. Como ellos
decían, entraba bien en la caja gracias a mi pequeña estatura.
–Esperen, –exclamó la señora Gabin–
le prometí a su esposa que le pondríamos una almohada debajo de la cabeza.
Pero los hombres tenían prisa e introdujeron
la almohada de mala manera. Uno de ellos buscaba por todas partes el martillo, renegando.
Lo habían olvidado abajo y hubo que bajar. Pusieron la tapa y sentí una sacudida
en todo mi cuerpo cuando dos martillazos introdujeron el primer clavo. Se acabó,
había vivido. Luego los clavos entraron uno tras otro, rápidamente, mientras el
martillo sonaba con cadencia. Se habría dicho que se trataba de dos empacadores
clavando una caja de frutos secos con su habilidad despreocupada. A partir de ese
momento los ruidos no me llegaban sino ensordecidos y prolongados, resonando de
forma extraña, como si el ataúd de pino se hubiera transformado en una gran caja
de resonancia. Las últimas palabras que llegaron a mis oídos en este cuarto de la
calle Dauphine fueron esta frase de la señora Gabin:
–Bajen suavemente, y tengan cuidado
con la barandilla del segundo, no está sujeta.
Me transportaban; tenía la sensación
de ser vapuleado por un mar agitado. Además, a partir de ese momento mis recuerdos
son muy vagos. Recuerdo, no obstante, que lo único que me preocupaba entonces, preocupación
imbécil y obsesiva, era darme cuenta del camino que tomábamos para ir al cementerio.
No conocía las calles de París, ignoraba la ubicación exacta de los grandes cementerios
cuyos nombres habían sido pronunciados en mi presencia en alguna ocasión, pero eso
no me impedía concentrar los últimos esfuerzos de mi inteligencia con el fin de
adivinar si girábamos a la derecha o a la izquierda. El coche fúnebre me traqueteaba
sobre los adoquines. A mi alrededor, el rodar de los vehículos, el paso de los transeúntes,
formaban un clamor confuso que amplificaba la sonoridad del ataúd. En un primer
momento seguí el itinerario con bastante precisión. Luego hubo una parada, me pasearon
y comprendí que nos encontrábamos en la iglesia. Pero cuando el coche fúnebre se
puso de nuevo en movimiento, perdí toda consciencia de los lugares que cruzábamos.
Un volteo de campanas me advirtió de que pasábamos cerca de una iglesia; un movimiento
más suave y continuo me hizo creer que íbamos por un paseo. Era como un condenado
conducido al lugar del suplicio, aturrullado, esperando el golpe supremo que no
llegaba.
Nos detuvimos, me sacaron del coche
fúnebre. Y todo pasó rápidamente. Los ruidos habían cesado; sentía que me encontraba
en un lugar desierto, bajo los árboles, con un amplio cielo sobre mi cabeza. Sin
duda había algunas personas que acompañaban al cortejo fúnebre, algunos inquilinos
de la casa, Simoneau y otros, pues los cuchicheos llegaban hasta mí. Hubo un rezo,
un sacerdote chapurreó algo en latín. Se oyeron pasos durante dos minutos. Luego,
bruscamente, sentí que me introducían en la fosa mientras que las cuerdas rozaban
como arcos las esquinas de mi ataúd, que producía un sonido de contrabajo rajado.
Era el final. Un choque terrible, semejante al estruendo de un cañonazo, explotó
un poco a la izquierda de mi cabeza; un segundo choque se produjo a mis pies; otro,
más violento aún me cayó sobre el vientre, y fue tan sonoro que pensé que el ataúd
se había partido en dos. Entonces me desvanecí.
IV
¿Cuánto tiempo permanecí así? No sabría decirlo. Una
eternidad y un segundo tienen la misma duración en la nada. Ya no existía. Poco
a poco, confusamente, recuperé la consciencia de existir. Seguía durmiendo y me
puse a soñar. Una pesadilla se destacó del fondo negro que limitaba mi horizonte.
Y ese sueño era una imaginación extraña que antes me había atormentado con frecuencia
estando despierto cuando, con mi naturaleza predispuesta a las invenciones horrorosas,
me deleitaba con el atroz placer de inventarme catástrofes.
Me imaginaba pues que mi mujer me
esperaba en algún sitio, en Guérande, creo, y que yo había tomado el tren para ir
a encontrarme con ella. Cuando el tren pasaba por un túnel, de repente, se producía
un horrible ruido similar al estrépito de un trueno. Era un doble derrumbe que acababa
de producirse. Nuestro tren no había recibido ni una sola piedra, los vagones estaban
intactos; pero, en los dos extremos del túnel, delante y detrás de nosotros, la
bóveda se había derrumbado y nos encontrábamos así en el centro de una montaña,
rodeados por bloques de piedra. Entonces comenzaba una larga y horrible agonía.
No había ninguna esperanza de recibir ayuda; para desescombrar el túnel se necesitaba
un mes; además ese trabajo requeriría máquinas potentes e infinitas precauciones.
Estábamos presos en una especie de cueva sin salida. Nuestra muerte era sólo cuestión
de horas.
Con frecuencia, repito, mi imaginación
había trabajado sobre esta terrible posibilidad. Variaba el drama hasta el infinito.
Tenía como protagonistas a hombres, mujeres, niños, más de cien personas, todo un
gentío que me proporcionaba sin cesar nuevos episodios. Había algunos víveres en
el tren, pero pronto faltaban los alimentos y, sin llegar a comerse entre ellos,
los pobres hambrientos se disputaban ferozmente el último trozo de pan. Había un
anciano al que repelían a puñetazos y estaba agonizando; una madre que se peleaba
como una loba para defender los tres o cuatro bocados reservados para su hijo. En
mi vagón, dos jóvenes recién casados agonizaban uno en brazos del otro, no esperaban
nada, ya no se movían. Por lo demás, la vía estaba libre, la gente descendía, merodeaba
a lo largo del tren como animales dejados en libertad en busca de una presa. Todas
las clases sociales se mezclaban, un hombre muy rico, un alto funcionario según
decían, lloraba al cuello de un obrero, tuteándolo. Desde las primeras horas, las
lámparas se habían agotado, el fuego de la locomotora había terminado por apagarse.
Cuando pasaban de un vagón a otro, palpaban las ruedas con la mano para no golpearse
y así llegaban a la locomotora que reconocían por su biela fría, por sus enormes
flancos dormidos, fuerza inútil, muda e inmóvil en la oscuridad. No había nada más
espantoso que ese tren completamente bajo tierra, como enterrado vivo, con sus viajeros
que morían uno tras otro.
Me complacía, descendía al horror
de los más mínimos detalles. Había alaridos que atravesaban la oscuridad. De repente,
un vecino que no sabíamos que estaba allí, que no veíamos, se derrumbaba sobre nuestro
hombro. Pero, en esta ocasión, lo que más me hacía sufrir era el frío y la ausencia
de aire. Nunca había sentido tanto frío; un manto de nieve me caía sobre los hombros,
una humedad pesada llovía sobre mi cráneo. Y me asfixiaba, tenía la sensación de
que la bóveda de roca caía sobre mi pecho, que toda la montaña pesaba y me aplastaba.
No obstante, un grito de liberación se había escuchado. Desde hacía mucho tiempo,
nos imaginábamos oír a lo lejos un ruido sordo, y alimentábamos la esperanza de
que estaban trabajando cerca de nosotros. La salvación no llegaba, sin embargo.
Pero uno de nosotros acababa de descubrir un respiradero en el túnel; y corríamos
todos, íbamos a ver ese respiradero en lo alto del cual se veía una mancha azul
del tamaño de una oblea. ¡Oh! ¡qué alegría ver aquella mancha azul! Era el cielo,
nos empinábamos hacia ella para respirar, veíamos claramente unos puntos negros
que se movían, eran sin duda obreros tratando de montar un elevador con el fin de
llevar a cabo nuestro rescate. Un clamor furioso: “¡Salvados! ¡Salvados!” salía
de todas las bocas mientras que muchos brazos temblorosos se levantaban hacia la
pequeña mancha de un azul pálido.
Fue la violencia de ese clamor la
que me despertó. ¿Dónde estaba? Aún en el túnel, sin duda. Me encontraba tendido
a todo lo largo y, a derecha e izquierda, sentía estrechas paredes que me oprimían
los costados. Quise levantarme, pero me golpeé violentamente el cráneo. ¿La roca
me envolvía pues por todas partes? Y la mancha azul había desaparecido, el cielo
ya no estaba allí, ni siquiera lejano. Me seguía asfixiando, los dientes me castañeteaban
víctima de un escalofrío.
Bruscamente, recordé. Un horror erizó
mis cabellos, sentí la horrible verdad correr en mi interior, de los pies a la cabeza,
como hielo. ¿Había salido al fin del síncope que me había mantenido durante horas
con una rigidez de cadáver? Sí, me movía, paseaba las manos a lo largo de las planchas
del ataúd. Me quedaba por hacer una última prueba: abrí la boca, hablé y llamé instintivamente
a Marguerite. Había gritado y mi voz, en aquella caja de pino, había adquirido un
sonido ronco tan horroroso que hasta yo me asusté. ¡Dios mío! ¿Era verdad pues?
Podía andar, gritar que estaba vivo, pero nadie me oiría y permanecería encerrado,
aplastado bajo tierra.
Hice un supremo esfuerzo para calmarme
y reflexionar. ¿No había ninguna forma de salir de allí? Mi sueño volvía empezar,
no tenía aún el cerebro muy claro, mezclaba la ficción del respiradero y la mancha
de cielo con la realidad de la fosa en la que me estaba asfixiando. Con los ojos
exageradamente abiertos, miraba en la oscuridad. Tal vez encontrara un agujero,
una grieta, un hilo de luz. Pero sólo cruzaban la oscuridad chispas de fuego, claridades
rojas que se ensanchaban y se desvanecían. Nada, un abismo negro, insondable. Luego
recuperaba la lucidez y ahuyentaba aquella imbécil pesadilla. Si quería hallar la
salvación necesitaba toda mi lucidez.
En un primer momento me pareció que
el principal peligro se encontraba en el ahogo que seguía aumentando. Sin duda,
había podido permanecer mucho tiempo privado de aire gracias al síncope que había
suspendido en mí las funciones de la existencia; pero ahora que mi corazón latía,
que mis pulmones respiraban, si no me liberaba pronto moriría de asfixia. Sufría
también por el frío y temía dejarme invadir por ese aterimiento mortal que se adueña
de las personas que caen en la nieve para no volver a levantarse.
Al tiempo que me repetía que debía
permanecer en calma, sentía que oleadas de locura subían hasta mi cráneo. Entonces
me animaba intentando recordar lo que sabía acerca de la forma en la que se entierra.
Sin duda me encontraba en una concesión por cinco años; eso me arrebataba la esperanza
porque en otros tiempos había observado en Nantes que las zanjas de la fosa común
dejaban pasar en su terraplén continuo los pies de los últimos ataúdes introducidos.
En ese caso, me habría bastado romper una plancha para escapar; mientras que, si
me encontraba en una fosa enteramente rellena, tenía sobre mí una espesa casa de
tierra que iba a ser un terrible obstáculo.
¿No había oído decir que en París
enterraban a seis pies de profundidad? ¿Cómo perforar esa enorme masa? Incluso si
lograra romper la tapa ¿la tierra no iba a entrar, a resbalar como la arena fina
y a llenarme los ojos y la boca? Y eso sería igualmente la muerte, una muerte abominable,
un ahogamiento en el barro.
Mientras tanto, palpaba cuidadosamente
a mi alrededor. El ataúd era grande, movía los brazos con facilidad. En la tapa
no notaba ninguna grieta. A la derecha y a la izquierda, las planchas estaban mal
cepilladas, pero eran resistentes. Replegué el brazo a lo largo del pecho para subirlo
hacia la cabeza. Allí descubrí en la plancha del extremo, un nudo de la madera que
cedía ligeramente bajo la presión; empujé con todas mis fuerzas y terminé por desprender
el nudo pero, al otro lado, al introducir el dedo, reconocí la tierra, una tierra
fértil, arcillosa y húmeda. Eso no me ayudaba en nada. Lamenté incluso haber quitado
aquel nudo como si la tierra hubiera podido entrar. Otro experimento me ocupó por
un instante: golpeé alrededor del ataúd con el fin de saber si, por casualidad,
no habría algún hueco a la derecha o a la izquierda. Pero el sonido fue por todas
partes el mismo. Cuando di también ligeros golpes con el pie me pareció, no obstante,
que el sonido era más claro en el extremo. Tal vez no fuera sino un efecto de la
sonoridad de la madera.
Entonces empecé a empujar suavemente
con los brazos hacia delante y con los puños. La madera resistió. Luego empleé las
rodillas apoyándome en los pies y en los riñones. No se produjo ni un crujido. Terminé
por emplear toda mi fuerza, empujé con todo el cuerpo, con tanta violencia que mis
huesos maltrechos crujieron. Y fue en ese momento cuando me puse como loco.
Hasta entonces había resistido al
vértigo, a los soplos de rabia que subían por instantes en mí, como un vaho de embriaguez.
Reprimía sobre todo los gritos porque comprendía que si gritaba estaba perdido.
Pero, de repente, me puse a gritar, a dar alaridos. Era más fuerte que yo, los gritos
brotaban de mi garganta que se desinflaba. Pedí socorro con una voz que no me conocía,
enloqueciendo más con cada nueva llamada, gritando que no quería morir. Y arañaba
la madera con mis uñas, me retorcía con las convulsiones de un lobo encerrado. ¿Cuánto
tiempo duró aquella crisis? Lo ignoro, pero aún siento la implacable dureza del
ataúd en el que forcejeaba, aún oigo la tempestad de gritos y sollozos con la que
llenaba aquellas cuatro planchas. En un último destello de razón, habría querido
dominarme, pero no podía.
Le siguió una gran postración. Esperaba
la muerte en medio de una dolorosa somnolencia. Aquel ataúd era de piedra, no lograría
romperlo jamás; y esa certidumbre de mi derrota me dejaba inerte, sin ánimo para
intentar un nuevo esfuerzo. Otro sufrimiento, el hambre, se había unido al frío
y a la asfixia. Estaba desfallecido. Pronto aquel suplicio fue intolerable. Con
el dedo, trataba de coger pizcas de tierra por el nudo que había quitado, y me comía
aquella tierra, lo que aumentaba mi tormento. Me mordía los brazos sin atreverme
a llegar hasta hacerme sangre, tentado por mi propia carne, lamiendo mi piel con
ganas de hincar en ellos los dientes.
¡Ah! ¡Cómo deseaba la muerte en ese
momento! Toda mi vida había temblado al pensar en la nada; pero ahora lo deseaba,
lo reclamaba, nunca sería demasiado negro. ¿Qué niñería temer ese sueño sin sueños,
esa eternidad de silencio y tinieblas! La muerte no era buena sino porque suprimía
el ser de un golpe y para siempre. ¡Oh! ¡Dormir como las piedras, volver a la arcilla,
dejar de existir!
Mis manos palpantes continuaban instintivamente
deslizándose por la madera. De repente, me pinché en el pulgar izquierdo, y el ligero
dolor me sacó de mi embotamiento. ¿Qué era eso? Busqué de nuevo, encontré un clavo,
un clavo que los empleados de la funeraria habían clavado de través y que no se
había agarrado al borde del ataúd. Era muy largo, muy puntiagudo. La cabeza estaba
sujeta en la tapa, pero sentía que se movía. A partir de ese instante, sólo tuve
una idea: conseguir aquel clavo. Pasé la mano derecha sobre el vientre y empecé
a removerlo. No cedía, exigía gran esfuerzo. Cambiaba frecuentemente de mano porque
la mano izquierda, mal colocada, se fatigaba pronto. Mientras me encarnizaba así,
un plan se había fraguado en mi cabeza. Aquel clavo se convertía en la salvación.
Necesitaba tenerlo. ¿Estaría aún a tiempo? El hambre me torturaba y tuve que detenerme
víctima de un vértigo que me dejaba las manos flojas y la mente vacilante.
Había chupado las gotas de sangre
que salieron del pinchazo del pulgar. Entonces me mordí el brazo, bebí mi sangre,
espoleado por el dolor, reanimado por aquel vino tibio y áspero que mojaba mi boca.
Me puse a mover el clavo con las dos manos y logré arrancarlo. A partir de ese momento
creí posible el éxito. Mi plan era simple. Hundí la punta del clavo en la tapa y
tracé una línea recta, lo más larga posible por donde paseé el clavo con el fin
de hacer una muesca. Mis manos se estiraban, yo me empecinaba. Cuando pensé que
había desgastado suficientemente la madera, se me ocurrió darme la vuelta, ponerme
boca abajo y luego, apoyándome en las rodillas y en los codos, empujar con los riñones.
La tapa crujió pero no se partió. La ranura no era suficientemente profunda. Tuve
que ponerme de nuevo boca arriba y retomar el trabajo, lo que me costó bastante
esfuerzo. Al fin, hice un nuevo esfuerzo y, en esta ocasión, la tapa se rompió de
un extremo al otro.
Por supuesto, no estaba salvado pero
la esperanza inundaba mi corazón. Había dejado de empujar; ya no me movía por miedo
a causar algún desprendimiento que me habría sepultado. Mi intención era utilizar
la tapa como protección mientras trataba de practicar una especie de agujero en
la arcilla. Desgraciadamente, aquel trabajo presentaba grandes dificultades: los
gruesos terrones que se desprendían bloqueaban las planchas que no podía mover;
no llegaría nunca al suelo, los desprendimientos parciales me estaban doblando ya
la columna vertebral y hundiéndome la cara en la tierra. El miedo estaba apoderándose
de mí cuando, al tenderme para encontrar un punto de apoyo, tuve la sensación de
que la plancha que cerraba el ataúd por la parte de los pies, cedía por la presión.
Golpeé entonces vigorosamente con el talón pensando que en ese lugar podía haber
una fosa que estuvieran abriendo. De repente, mis pies se hundieron en el vacío.
Había adivinado: allí había una fosa recién excavada. No tuve que perforar sino
una pequeña pared de tierra para rodar hasta esa fosa. ¡Dios Santo! ¡Estaba salvado!
Por un instante, permanecí boca arriba,
con los ojos en el aire, al fondo del agujero. Era de noche. En el cielo las estrellas
brillaban en un azul de terciopelo. Por momentos, el viento que se levantaba me
traía una suavidad de primavera, un olor a árboles. ¡Dios mío! Estaba salvado, respiraba,
tenía calor y lloraba, tartamudeaba, con las manos tendidas hacia el espacio. ¡Oh!
¡Qué bello es vivir!
V
Mi primer pensamiento fue dirigirme a casa del guarda
del cementerio para que me llevara a mi casa. Pero varias ideas, aún vagas, me detuvieron.
Iba a aterrorizar a todo el mundo. ¿Para qué apresurarme si ya era dueño de la situación?
Me palpé los miembros, no tenían nada más que un leve mordisco en el brazo izquierdo;
y la pequeña fiebre que de ello resultaba me excitaba y me daba una fuerza inesperada.
No había duda, podría caminar sin ayuda.
Entonces me tomé mi tiempo. Todo
tipo de confusas ensoñaciones cruzaban por mi cerebro. Había notado cerca de mí,
en la fosa, las herramientas de los enterradores, y sentí necesidad de reparar los
desperfectos que acababa de causar, de volver a tapar el agujero, para que no pudieran
darse cuenta de mi resurrección. En aquel momento no tenía ninguna idea precisa;
sólo que me parecía inútil publicar mi aventura pues sentía vergüenza de vivir cuando
todo el mundo me creía muerto. En media hora de trabajo logré borrar todas las huellas.
Y salté fuera de la fosa.
¡Qué hermosa noche! Un profundo silencio
reinaba en el cementerio. Los árboles negros formaban unas sombras inmóviles en
medio de la blancura de las tumbas. Cuando intentaba orientarme, observé que la
mitad del cielo resplandecía con un reflejo de incendio. Allí estaba París. Me dirigí
hacia aquel lado deslizándome a lo largo de una avenida bajo la oscuridad de las
ramas. Pero, al cabo de cincuenta pasos tuve que detenerme ya sin aliento. Y me
senté en un banco de piedra. Sólo entonces me miré bien: estaba completamente vestido
incluso calzado, aunque no tenía sombrero. ¡Cuánto le agradecía a mi querida Marguerite
el piadoso sentimiento que la había hecho vestirme! El brusco recuerdo de Marguerite
me hizo ponerme de pie. Quería verla.
Al extremo de la avenida me detuvo
un muro. Me subí a una tumba y cuando estuve colgado del caballete al otro lado
del muro, me dejé caer. La caída fue violenta. Luego caminé unos minutos por una
gran calle desierta que daba la vuelta al cementerio. Ignoraba por completo dónde
me encontraba; pero me repetía, con la tozudez de una idea fija, que iba a entrar
en París y que sabría encontrar la calle Dauphine. Pasaron algunas personas pero,
presa de desconfianza, no les pregunté nada porque no quería confiarme a nadie.
Hoy soy consciente de que ya me sacudía una intensa fiebre y que mi cabeza se perdía.
Finalmente, cuando desembocaba en una gran calle, me sentí como deslumbrado y caí
pesadamente sobre la acera.
Aquí hay un vacío en mi vida. Durante
tres semanas estuve sin conocimiento. Cuando por fin me desperté, me encontraba
en una habitación desconocida. Había un hombre que me estaba cuidando. Me contó
sencillamente que me habían recogido una mañana en el bulevar Montparnasse y que
él me había llevado a su casa. Era un doctor anciano que ya no ejercía. Cuando yo
le daba las gracias, él me respondía con brusquedad que mi caso le había parecido
curioso y había querido estudiarlo. Además, en los primeros días de mi convalecencia
no me permitió hacerle ninguna pregunta. Más tarde él no me formuló ninguna. Durante
ocho días más guardé cama, con la cabeza débil y sin intentar siquiera recordar,
porque el recuerdo suponía una fatiga y un pesar. Me sentía lleno de pudor y de
miedo.
Cuando pudiera salir, iría a ver.
Tal vez hubiera dejado escapar algún nombre en el delirio de la fiebre; pero el
médico no aludió jamás a lo que hubiera podido decir. Su caridad fue muy discreta.
Mientras tanto llegó el verano. Una
mañana de junio obtuve por fin permiso para dar un pequeño paseo. Era una magnífica
mañana, uno de esos alegres soles que rejuvenecen las calles del viejo París. Caminaba
suavemente preguntándole a los transeúntes en cada cruce por la calle Dauphine.
Llegué y me costó reconocer el edificio en el que nos habíamos alojado. Un miedo
infantil me agitaba. Si me presentaba de repente ante Marguerite podía matarla.
Lo mejor sería tal vez prevenir antes a la señora Gabin que vivía allí. Pero me
desagradaba poner a un tercero entre nosotros. No sabía qué hacer. En el fondo de
mí mismo había como un gran vacío, como un sacrificio realizado desde hacía mucho
tiempo.
La casa estaba amarilla de sol. La
había reconocido por un restaurante de mal aspecto que se hallaba en la planta baja
y desde donde nos subían la comida. Levanté los ojos, miré la última ventana del
tercer piso, a la izquierda. Estaba totalmente abierta. De repente, una mujer joven,
despeinada y con el justillo mal puesto se asomó y, detrás de ella, un hombre joven
que la seguía, asomó la cabeza y la besó en el cuello. No era Marguerite. No experimenté
ninguna sorpresa. Me pareció que ya había soñado eso y otras cosas más que iba a
conocer.
Por un instante permanecí en la calle,
indeciso, pensando en subir y en preguntar a aquellos enamorados que seguían riendo
al sol. Luego opté por entrar en el pequeño restaurante de abajo. Debía estar irreconocible:
mi barba había crecido durante mi fiebre cerebral y mi rostro se había demacrado.
Cuando me sentaba junto a una mesa vi justamente a la señora Gabin que entraba con
una taza para comprar dos perras gordas de café, se colocó delante del mostrador
y comentó con la dueña del establecimiento los chismes de todos los días. Presté
atención.
–¿Y bien? –preguntó la dueña del
restaurante– ¿la pobre pequeña del tercero ha terminado por decidirse?
–¿Qué quiere usted? –respondió la
señora Gabin– era lo mejor que podía hacer. ¡El señor Simoneau le demostraba tanta
amistad!… él había terminado felizmente sus asuntos, una gran herencia y le ofrecía
llevársela a su región para vivir con una tía suya que necesitaba a alguien de confianza.
La señora del mostrador tuvo una
leve risa. Yo había hundido mi cara en el periódico, muy pálido y con las manos
temblorosas.
–Eso terminará en boda, sin duda
–dijo la señora Gabin–. Pero le juro por mi honor que no he visto nada sospechoso.
La pequeña lloraba a su marido y el joven se conducía perfectamente bien… En fin,
se marcharon ayer. Cuando ella concluya su luto harán lo que quieran ¿no es cierto?
En ese momento, la puerta que daba
a la calle se abrió por completo y entró Dédé.
–Mamá, ¿no subes? Te estoy esperando.
Ven rápido.
–Ya voy, ¡no me molestes! –dijo la
madre.
La niña se quedó escuchando a las
dos mujeres, con su expresión precoz de chiquilla criada en las calles de París.
–¡Caray! Después de todo –explicaba
la señora Gabin– el difunto no valía lo que el señor Simoneau… Aquel hombrecillo
no me agradaba. ¡Siempre quejándose! Y sin un céntimo. ¡Ah, no! Un marido así es
muy desagradable para una mujer de carácter.. Mientras que el señor Simoneau es
un hombre rico y fuerte como un roble…
–¡Oh! –interrumpió Dédé– yo lo vi
un día que se estaba aseando. ¡Tiene vello en los brazos!
–¿Quieres irte de aquí? –gritó la
madre empujándola– Siempre metes las narices donde no debes –y luego, para concluir–:
mire, yo creo que el otro hizo bien en morirse. Fue una suerte.
Cuando estuve de nuevo en la calle
caminé lentamente con las piernas rotas. Sin embargo, no sufría demasiado. Esbocé
incluso una sonrisa cuando vi mi sombra. Efectivamente, era bastante escuchimizado,
y la idea de casarme con Marguerite había sido bastante singular. Y me acordaba
de sus fastidios en Guérande, su impaciencia, su vida aburrida y fatigada. La querida
mujer se mostraba siempre amable, pero yo no había sido su enamorado, lo que ella
lloraba era más bien un hermano. ¿Por qué iba yo a alterar de nuevo su vida? Un
muerto no siente celos.
Cuando levanté la cabeza vi que el
jardín del Luxemburgo estaba ante mí. Entré y me senté al sol, soñando con una gran
dulzura. Ahora pensar en Marguerite me enternecía. Me la imaginaba en provincia,
señora en una pequeña ciudad, muy feliz, muy amada, muy festejada; se ponía más
bella, tenía tres chicos y dos chicas. ¡Vamos pues! Me había portado bien al morirme
y no cometería la cruel tontería de resucitar.
Desde entonces, he viajado mucho,
he vivido un poco en todas partes. Soy un hombre mediocre que ha trabajado y comido
como todo el mundo. La muerte ya no me asusta, pero ella parece no querer nada de
mí; en estos momentos no tengo ninguna razón para vivir, pero temo que se olvide
de mí.
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