Leopoldo Alas “Clarín”
Viejo
precisamente… no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su padre. Esto bastaba
para que los dos se vieran separados por un abismo de tiempo; y lo mismo que
ellos, la madre de ella y el mundo, que los dejaba andar juntos y solos por
teatros y paseos, sin desconfianza ni sospecha de ningún género. Era él primo
de la madre, y ésta pensando en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba
en consecuencia que dejar a su hija confiada a aquel contemporáneo suyo no
ofrecía ningún peligro, ni podía dar que decir a la malicia.
Años y años vivieron así.
Si queréis figuraros como era él, recordad a Sagasta,
no como está ahora, naturalmente, sino como estaba allá, por los días en que
dijo que iba “a caer del lado de la libertad”… sin romperse ningún peroné, por
entonces. Tenía don Diego facciones más correctas que don Práxedes, pero el
mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática. Tenía el pelo negro todavía,
con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha. En aquel rizo
disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba misteriosamente
con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste, con resignación
que dan la piedad y la experiencia. Vestía con gusto según la elegancia propia
de su edad.
Ella… era todo lo bonita que ustedes quieran
figurarse. Morena o rubia, no importa. Dulce, serena, de humores equilibrados,
eso sí.
Volvían del Retiro en una tarde de septiembre, al
morir el día. Habían estado en una tertulia al aire libre, rodeados, mientras
ocupaban sillas del paseo, de una media docena de adoradores que a Paquita no
le faltaban nunca. Eran todos jóvenes de pocos años; muy escogidos gomosos,
como entonces se decía, de la más fina sociedad. No eran Sénecas, ni habían
asado la manteca. Uno a uno, aislados, no empalagaban. Todos juntos, parecían
esos ecos repetidos de la misma insustancialidad. Costaba trabajo
distinguirlos, a pesar de las diferencias físicas.
Paquita, al llegar a la Puerta de Alcalá, se cogió
del brazo de su inofensivo amigo, que venía un poco preocupado, algo conmovido,
pero no con pensamientos tristes.
–¿Pero ves, que he de estar condenada a bebé
perpetuo?
–¿Cómo bebés? Eduardo ya tiene lo menos veinte años y
Alfredo sus diez y nueve.
–¡Ya ves qué gallos!
–¿Y para qué quieres tú gallos?
Callaron los dos. Demasiado sabía don Diego que a
Paquita no le gustaban los pocos años. De esto habían hablado mil veces, con
gran complacencia del muy socarrón amigo, y, como tutor callejero de la niña.
Varios novios le había conocido don Diego a Paquita;
como que él era su confidente en casos tales. Pero duraban siempre los amores
inocentes de aquella niña poco; y ahondaban casi nada en su espíritu. Por
vanidad, por curiosidad, por agradar a la madre, que quería relaciones que
fueran formales y procurasen un posición segura a la hija, admitía aquellos
escarceos amorosos Paquita; pero, en rigor nunca había estado todavía “lo que
se llama enamorada”. También esto lo sabía don Diego; y ella se lo repetía a
menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir suyo, y se lo decía una vez y
otra vez a su amigo y mentor, como quien insiste en una obra de caridad.
En tanto años de vida íntima, de familiaridad
constante, jamás de los labios de don Diego había salido una palabra que
pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones. En cambio su
vida común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los contactos
indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etc., etc., ni nunca había
habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que la joven hubiese
podido llevar a mala parte, había habido por uno y otro lado no confesada
delicia.
Paquita se fijaba en que los novios cambiaban y el
amigo viejo siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el otro
pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado de su amistad
extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña.
Otra cosa sabían los dos: que Paquita estimaba en
todo lo que valía la pulquérrima conducta de D. Diego, que jamás, ni con
disculpa del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa ocasión, había
sucumbido a las tentaciones que el íntimo y continuo trato le hacía padecer.
Jamás el más pequeño desmán… y eso que la frialdad y apatía ni el más ciego
podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime. Él y ella se
acordaban de los besos que cuando Paquita era niña, niña del todo, regalaba al
buen señor, y aquello había concluido para no volver; y D. Diego había sido el
primero a renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña
regalía.
–¿Por qué has reñido con Periquillo? – le preguntaba
en una ocasión el viejo a la niña.
–Porque se empeñaba en que me estuviera al balcón las
horas muertas, viéndole pasear la calle, y yo no quise… porque me aburría.
Y los dos reían a carcajadas, pensando en aquel modo
tan singular de querer a sus novios que tenía Paquita.
Aquella tarde, volvía muy contento, para sus
adentros, D. Diego, porque en la tertulia al aire libre, en el Retiro, él había
lucido su ingenio, con gran naturalidad y modestia, a costa de aquellos pobres
sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de entusiasmo
contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía tan
satisfecho… y con una tentación diabólica, que mil veces había tenido, pero a
que siempre había resistido… y que ahora no creía poder resistir.
Llegaron al Prado y a Paquita se le ocurrió sentarse
allí otra vez. La tarde, ya cerca del oscurecer, estaba deliciosa; y declaró la
niña que le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel crepúsculo,
aquella brisa tan dulce…
Se sentaron, muy solos, sin alma viviente que
reparase en ellos.
Hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin
saber por qué, los ojos en los ojos.
–¿En qué piensas? –preguntó Paquita al ver de pronto
ensimismado a D. Diego.
–Oye, Paca… ¿Quién es en el mundo la persona, sin
contar a tu madre, de tu mayor confianza?
–¿Quién ha de ser? Tú.
–Bueno, pues… –y D. Diego empezó a decir unas cosas
que dejaba atónita a la niña. Él habló mucho, con mucha pasión y muchos
circunloquios. Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y tenemos que
decirlo todo en pocas palabras.
Ello fue algo así: D. Diego propuso que jugaran un
juego que era una delicia, pero al cual sólo podían jugar dos personas de sexo
diferente, si el juego había de tener gracia, y que se fiaran en absoluto la
una de la otra. Era menester que se diera mutua palabra, seguro cada cual de
que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna consecuencia práctica del juego
aquel; que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse mutuamente, sin
reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y sentía y había penado y
sentido acerca del otro; lo malo, por malo que fuere, lo bueno, por bueno que
fuera también. Y después, como si nada se hubieran dicho. No debía ofenderse
por lo desagradable, ni sacar partido de lo agradable.
Paquita estaba como la grana; sentía calentura: había
comprendido y sentido la profunda y maliciosa voluptuosidad moral, es decir,
inmoral, del juego que el viejo la proponía. Había que decir todo, todo lo que
se había pensado, a cualquier hora, en cualquier parte, con motivo de aquel
amigo; cuantas escenas la imaginación había trazado haciéndole figurar a él
como personaje…
Paquita, después de parecer de púrpura, se quedó
pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas se le asomaron a
los ojos. Y sin mirar a D. Diego, le volvió la espalda, y con paso lento echó a
andar, camino de su casa.
El viejo asustado, horrorizado por lo que había
hecho, siguió a la pobre amiga; pero sin osar emparejarse con ella, detrás,
como un criado.
No se atrevía a hablarle. Sólo, al llegar al portal
de la casa de ella, osó él decir:
–Paquita, Paquita, ¿qué tienes? Oye: ¿Qué tienes?
¿Yo, qué te he hecho? ¿Qué dirá mamá?…
Ella, sin contestarle, ni volver la cabeza, la movió
lentamente con signo negativo.
No, no hablaría: su madre no sabría nada… Pero al
llegar a la escalera echó a correr, subió como huyendo, llamó a la puerta de su
casa apresurada; y cuando abrieron desapareció, y cerró con prisa, dejando
fuera al mísero D. Diego.
El cual salió a la calle aturdido, y avergonzado; y
cuando vio a dos del orden en una esquina, sintió tentaciones de decirles:
–Llévenme ustedes a la cárcel, soy un criminal; mi
delito es de los más feos, de esos cuya vista tienen que celebrarse a puerta
cerrada, por respeto al pudor, a la honestidad…
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