Jules Renard
Cuando
a la luz de un quinqué escribo mi página cotidiana, oigo un ruidito. Si me
detengo, para. Y vuelve a comenzar en cuanto rasco el papel.
Es un ratón que se despierta.
Puedo adivinar sus idas y venidas junto al agujero oscuro
en el que nuestra criada guarda sus cepillos y sus trapos.
Brinca por el suelo y trota sobre las baldosas de la
cocina. Pasa junto a la chimenea, bajo el fregadero, se pierde entre la vajilla
y gracias a una serie de reconocimientos que cada vez le llevan más lejos, se
acerca a mí.
Cada vez que dejo descansar mi portaplumas, ese
silencio lo inquieta. Cada vez que lo utilizo, cree que quizás haya otro ratón
por los alrededores y se siente más tranquilo.
Luego no vuelvo a verlo. Está bajo la mesa, junto a
mis piernas. Circula de una pata de la silla a otra. Roza mis zuecos,
mordisquea la madera de estos o, con un alarde de valentía, ¡se encarama en
ellos!
Y sobre todo no puedo mover la pierna, ni siquiera
respirar con fuerza, pues huiría.
Debo, sin embargo, seguir escribiendo y, temeroso de
que me abandone a mi aburrimiento de persona solitaria, escribo signos,
naderías, muy pequeñito, menudo, menudito, como él roe.
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