Juan Vicente Camacho
I
Era Alberto uno de esos hombres que vienen al mundo para ocupar un lugar
distinguido en la sociedad; así le abundaban las cualidades morales como se aventajaba
en prendas físicas. Era alto, bien formado, de miembros delgados y nerviosos. Tenía
ojos de mirada penetrante y fuego irresistible, una boca que envidiaría una niña
de quince años, y una fisonomía llena de fuego e inspiración. Largos cabellos negros
ondeaban, naturalmente rizados, sobre un cuello que un estatuario pondría sobre
los hombros de un Apolo, y en su apuesta y gentil presencia se descubría la finura
aristocrática y el porte de un hombre del gran mundo.
En el momento en que le conocemos está sentado junto
a una mesa cubierta por un tapiz de terciopelo oscuro, en esta mesa se ven con profusión
objetos de artes y ciencias diseminados por todas partes; cartas geográficas, planos
principiados, instrumentos de matemáticas, pinceles, paletas, trozos de mármol y
aves disecadas. En toda la habitación se encuentran los mismos objetos, más o menos:
caballetes de pintor, cuadros antiguos, arreos de caza, esqueletos humanos, cinceles
y estatuas de estuco, madera y mármol, rotas las unas, principiadas las otras y
ninguna concluida.
Pero lo más notable que se ve en el centro de aquel
salón, colgado y entapizado con un gusto exquisito, es una estatua colosal de bronce
de un trabajo perfecto y acabado. Representa a Venus, la voluptuosa protectora del
amor en el momento de recibir una ofrenda. Su cuerpo, de formas redondas, mórbidas
y tentadoras, está ligeramente inclinado; tiene un brazo extendido con gracia como
para aceptar lo que le ofrecen y con el otro se cubre ruborosa el seno. Respira
aquella obra maestra un perfume de amor indefinible; y en sus ojos sin pupilas,
en su boca entreabierta, en sus formas de una belleza ideal, hay ese encanto irresistible
que tanto conmueve al artista.
Alberto se levantó de su asiento y con lento paso cruzando
los brazos se puso a contemplar con un interés imposible de describir la hermosa
Venus; sus labios se agitaban como si murmurara una oración, y de vez en cuando
hondos suspiros salían de su pecho. Encantadora imagen, la decía:
Tú que un tiempo el amoroso culto
del universo entero recibías;
tú que la dicha al corazón volvías
de los que te imploraban en tu altar;
tú que en carro de nítidas neblinas
al vago aliento del Olimpo fuiste;
tú que vida del alma recibiste
en las revueltas ondas del mar:
Yo te adoro, ángel nacido
de las espumas del mar;
si otros te dan al olvido
yo animoso te he erigido
en mi corazón un altar.
Y arrodillado ante la estatua, derramaba lágrimas ardientes,
y arrebatado por el impulso de su delirio posaba sus labios de fuego en los helados
labios de la Venus de bronce. Hablaba con la inanimada diosa como si fuera su desposada;
la hacía mil protestas de ternura y de amor eterno, y de tal modo estaba dominado
de su febril emoción que sin reparar lo que hacía, puso un magnífico anillo en los
dedos de la Venus, en prueba de su amor imperecedero.
II
Desconsolada la noble familia de Alberto de su estado lastimoso, buscaba
en vano los médicos más hábiles para librarle de la fiebre tenaz que le devoraba.
Todo era inútil. Alberto sólo pasaba algunas horas tranquilas cuando le permitían
ir a su gabinete, pero desde el instante en que le alejaban de ahí, empezaba el
delirio y la calentura. Su buen padre resolvió que hiciera algunos viajes, acompañado
de un amigo de colegio, porque el honrado anciano temía que su hijo estuviera dominado
por una pasión desgraciada, no pudiendo concebir que una Venus de bronce fuera capaz
de volverle el juicio.
Partió en efecto Alberto en unión de su amigo, y seguramente
la variedad de objetos, el placer del movimiento, las novedades que le sorprendían
en otros países, efectuaron la curación de que habían desistido los más nombrados
profesores. Con lágrimas de gozo recibió el anciano padre a Alberto, un año después
de su partida, sano de sus pasadas manías.
Ya frisaba el joven los treinta años, y su padre sintiendo
ya el fin de sus cansados días, le dijo una tarde que había ajustado su matrimonio
con una rica y hermosa joven, y que no aguardaba más que su asentimiento para efectuar
el enlace.
–Lo que haga usted está bien hecho –le contestó el hijo.
III
Pocos días después se oía en los salones del padre de Alberto el estruendo
de la música, el rumor alegre del festín. Brillantes luminarias lanzaban sus reflejos
usurpando las luces del día y una numerosa concurrencia se entregaba al placer del
baile. Alberto se casaba esa noche y recibía de sus amigos felicitaciones y apretones
de manos: era feliz.
Pronto concluyó el festín: que nada acaba más de prisa
que el placer, y Alberto estaba departiendo con su esposa, solos, felices y olvidados
del mundo. Ella había puesto un riquísimo anillo en los dedos de su esposo y este
quiso darla en prenda de su amor una sortija que le era sagrada por haberla recibido
de su madre. Entró con su esposa en el gabinete que ya conocemos, y ambos se acercaron
a la magnífica Venus que aparecía como una figura siniestra en la media luz de la
habitación. En su brazo extendido brillaba como un lucero el diamante de Alberto.
Fue este a arrancarle el anillo y quedó trémulo y sin
color, y a no ser por su novia hubiera caído sin conocimiento. La Venus había apretado
sus dedos fríos para no dejarle arrancar la prenda.
Un sudor helado corrió por la frente de la desposada,
que trémula y vacilante se acercó a la estatua para quitarle el gaje de su esposo.
La colosal figura extendió sus brazos y estrechando contra su seno a la desgraciada
joven la ahogó. La pobre niña no lanzó ni un grito, dobló su frente, todavía coronada
con sus azahares virginales y expiró tranquilamente.
Alberto dio un grito horroroso, sus ojos se fijaron
de un modo horrible como si quisiera saltar de sus órbitas, y arrancándose los cabellos
con desesperación cayó en el pavimento. Entonces llegó a su oído una voz espantosa
que le dijo:
Yo te adoro, ángel nacido
de las espumas del mar;
si otros te dan al olvido,
yo amoroso te he erigido
en mi corazón un altar.
Se levantó frenético, arrojó la estatua del pedestal
que rodó, poniendo en sus brazos un cuerpo helado: era el de su esposa. El infeliz
cayó de rodillas en el pavimento, lanzando un grito que no se puede describir. Estaba
loco.
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