Horacio Quiroga
Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe,
Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de
hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra
del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con
un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención,
de ser otras las circunstancias en que actuamos.
Desde uno u otro palco, he
dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue
a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos
y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No
estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del
palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo,
aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en
verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a
comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un
soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de
intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo
estamos muertos.
De todas las mujeres que conocí
en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue
tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En
mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La
sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame
bruscamente el corazón. Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la
mandíbula me temblaba. ¡Enid!
Tenía ella entonces, cuando
vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la epopeya del cine ha lanzado
a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de los hombres. Sus ojos, sobre
todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada tuvo un marco de pestañas
como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y reposado, como la felicidad
que sollozaba en ella.
La desdicha me puso ante ella
cuando ya estaba casada.
No es ahora del caso ocultar
nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el extraordinario actor que,
comenzando su carrera al mismo tiempo que William Hart, tuvo, como éste y a la
par de éste, las mismas hondas virtudes de interpretación viril. Hart ha dado
al cine todo lo que podíamos esperar de él, y es un astro que cae. De Wyoming,
en cambio, no sabemos lo que podíamos haber visto, cuando apenas en el comienzo
de su breve y fantástica carrera creó –como contraste con el empalagoso héroe
actual– el tipo de varón rudo, áspero, feo, negligente y cuanto se quiera, pero
hombre de la cabeza a los pies, por la sobriedad, el empuje y el carácter
distintivos del sexo.
Hart prosiguió actuando y ya lo
hemos visto.
Wyoming nos fue arrebatado en la
flor de la edad, en instantes en que daba fin a dos cintas extraordinarias,
según informes de la empresa: El Páramo y Más allá de lo que se ve.
Pero el encanto –la absorción de todos los sentimientos de un hombre– que
ejerció sobre mí Enid, no tuvo sino una amargura: Wyoming, que era su marido,
era también mi mejor amigo.
Habíamos pasado dos años sin
vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de cine, y yo en los míos de
literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya estaba casado.
–Aquí tienes a mi mujer –me dijo
echándomela en los brazos.
Y a ella:
–Apriétalo bien, porque no
tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres.
No me besó, pero al contacto con
su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de todos mis nervios que jamás
podría yo ser un hermano para aquella mujer.
Vivimos dos meses juntos en el
Canadá, y no es difícil comprender mi estado de alma respecto de Enid. Pero ni
en una palabra, ni en un movimiento, ni en un gesto me vendí ante Wyoming. Sólo
ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera, cuán profundamente la deseaba.
Amor, deseo… Una y otra cosa
eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si la deseaba con todas las
fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el torrente de mi sangre
substancial.
Duncan no lo veía. ¿Cómo podía
verlo?
A la entrada del invierno
regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con el ataque de gripe que
debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin hijos. Pero no
estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer.
–No es la situación económica
–me decía–, sino el desamparo moral. Y en este infierno del cine…
En el momento de morir,
bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con voz ya difícil:
–Confíate a Grant, Enid…
Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo amigo, vela por ella. Sé su
hermano…No, no prometas. Ahora puedo ya pasar al otro lado…
Nada de nuevo en el dolor de
Enid y el mío. A los siete días regresábamos al Canadá, a la misma choza
estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante la carpa. Como
entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno glacial, mientras
yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más.
Debo decirlo: en la muerte de Wyoming
yo no vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón,
que es el deseo de una mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido
el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se
alimentó –la alimenté– con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado
algo más consistente que una sombra. Su mujer fue, mientras él vivió –y lo hubiera
sido eternamente–, intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme
el sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi vida, mi porvenir,
mi aliento y mi ansia de vivir, que nadie, ni Duncan –mi amigo íntimo, pero muerto–,
podía negarme.
Vela por ella… ¡Sí, mas dándole lo
que él le había restado al perder su turno: la adoración de una vida entera consagrada
a ella!
Durante dos meses, a su lado de día
y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al tercero caí a sus pies.
Enid me miró inmóvil, y seguramente
subieron a su memoria los últimos instantes de Wyoming, porque me rechazó violentamente.
Pero yo no quité la cabeza de su falda.
–Te amo, Enid –le dije–. Sin ti me
muero.
–¡Tú, Guillermo! –murmuró ella–.
¡Es horrible oírte decir esto!
–Todo lo que quieras –repliqué–.
Pero te amo inmensamente.
–¡Cállate, cállate!
–Y te he amado siempre… Ya lo sabes…
–¡No, no sé!
–Sí, lo sabes.
Enid me apartaba siempre, y yo resistía
con la cabeza entre sus rodillas.
–Dime que lo sabías…
–¡No, cállate! Estamos profanando…
–Dime que lo sabías…
–¡Guillermo!
–Dime solamente que sabías que siempre
te he querido…
Sus brazos se rindieron cansados,
y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos al instante, un solo instante, antes que
Enid se doblegara a llorar sobre sus propias rodillas.
La dejé sola; y cuando una hora después
volví a entrar, blanco de nieve, nadie hubiera sospechado, al ver nuestro simulado
y tranquilo afecto de todos los días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar,
las cuerdas de nuestros corazones.
Porque en la alianza de Enid y Wyoming
no había habido nunca amor. Faltóle siempre una llamarada de insensatez, extravío,
injusticia –la llama de pasión que quema la moral entera de un hombre y abrasa a
la mujer en largos sollozos de fuego–. Enid había querido a su esposo, nada más;
y lo había querido, nada más que querido ante mí, que era la cálida sombra de su
corazón, donde ardía lo que no le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse
todo lo que de ella no alcanzaba hasta él.
La muerte, luego, dejando hueco que
yo debía llenar con el afecto de un hermano… ¡De hermano, a ella, Enid, que era
mi sola sed de dicha en el inmenso mundo!
A los tres días de la escena que
acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un mes más tarde se repetía exactamente
la situación: yo de nuevo a los pies de Enid con la cabeza en sus rodillas, y ella
queriendo evitarlo.
–Te amo cada día más, Enid…
–¡Guillermo!
–Dime que algún día me querrás.
–¡No!
–Dime solamente que estás convencida
de cuánto te amo.
–¡No!
–Dímelo.
–¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo
sufrir de un modo horrible?
Y al sentirme temblar mudo sobre
el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó la cara entre las manos:
–¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame!
¿No ves que también te quiero con toda el alma y que estamos cometiendo un crimen?
Cuatro meses justos, ciento veinte
días transcurridos apenas desde la muerte del hombre que ella amó, del amigo que
me había interpuesto como un velo protector entre su mujer y un nuevo amor…
Abrevio. Tan hondo y compenetrado
fue el nuestro, que aun hoy me pregunto con asombro qué finalidad absurda pudieron
haber tenido nuestras vidas de no habernos encontrado por bajo de los brazos de
Wyoming.
Una noche –estábamos en Nueva York–
me enteré que se pasaba por fin El páramo, una de las dos cintas de que he
hablado, y cuyo estreno se esperaba con ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés
de verla, y se lo propuse a Enid. ¿Por qué no?
Un largo rato nos miramos; una eternidad
de silencio, durante el cual el recuerdo galopó hacia atrás entre derrumbamiento
de nieve y caras agónicas. Pero la mirada de Enid era la vida misma, y presto entre
el terciopelo húmedo de sus ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de
adorarnos. ¡Y nada más!
Fuimos al Metropole, y desde la penumbra
rojiza del palco vimos aparecer, enorme y con el rostro más blanco que la hora de
morir, a Duncan Wyoming. Sentí temblar bajo mi mano el brazo de Enid.
¡Duncan!
Sus mismos gestos eran aquéllos.
Su misma sonrisa confiada era la de sus labios. Era su misma enérgica figura la
que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a veinte metros de él, era su misma mujer
la que estaba bajo los dedos del amigo íntimo…
Mientras la sala estuvo a obscuras,
ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni dejamos un instante de mirar. Largas lágrimas
rodaban por sus mejillas, y me sonreía. Me sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.
–Sí, comprendo, amor mío… –murmuré,
con los labios sobre el extremo de sus pieles, que, siendo un obscuro detalle de
su traje, era asimismo toda su persona idolatrada–. Comprendo, pero no nos rindamos…
¿Sí?… Así olvidaremos…
Por toda respuesta, Enid, sonriéndome
siempre, se recogió muda a mi cuello.
A la noche siguiente volvimos. ¿Qué
debíamos olvidar? La presencia del otro, vibrante en el haz de luz que lo transportaba
a la pantalla palpitante de la vida; su inconsciencia de la situación; su confianza
en la mujer y el amigo; esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos.
Una y otra noche, siempre atentos
a los personajes, asistimos al éxito creciente de El páramo.
La actuación de Wyoming era sobresaliente
y se desarrollaba en un drama de brutal energía: una pequeña parte de los bosques
del Canadá y el resto en la misma Nueva York. La situación central constituíala
una escena en que Wyoming, herido en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la
revelación del amor de su mujer por ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos
aparte de este amor. Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido
en el diván, jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre
el cadáver del amante.
Pocas veces la revelación del derrumbe,
la desolación y el odio han subido al rostro humano con más violenta claridad que
en esa circunstancia a los ojos de Wyoming. La dirección del film había exprimido
hasta la tortura aquel prodigio de expresión, y la escena se sostenía un infinito
número de segundos, cuando uno solo bastaba para mostrar al rojo blanco la crisis
de un corazón en aquel estado.
Enid y yo, juntos e inmóviles en
la obscuridad, admirábamos como nadie al muerto amigo, cuyas pestañas nos tocaban
casi cuando Wyoming venía desde el fondo a llenar él solo la pantalla. Y al alejarse
de nuevo a la escena del conjunto, la sala entera parecía estirarse en perspectiva.
Y Enid y yo, con un ligero vértigo por este juego, sentíamos aún el roce de los
cabellos de Duncan que habían llegado a rozarnos.
¿Por qué continuábamos yendo al Metropole?
¿Qué desviación de nuestras conciencias nos llevaba allá noche a noche a empapar
en sangre nuestro amor inmaculado? ¿Qué presagio nos arrastraba como a sonámbulos
ante una acusación alucinante que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos
de Wyoming estaban vueltos al otro lado?
¿A dónde miraban? No sé a dónde,
a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero una noche noté, lo sentí en la
raíz de los cabellos, que los ojos se estaban volviendo hacia nosotros. Enid debió
de notarlo también, porque sentí bajo mi mano la honda sacudida de sus hombros.
Hay leyes naturales, principios físicos
que nos enseñan cuán fría magia es ésa de los espectros fotográficos danzando en
la pantalla, remedando hasta en los más íntimos detalles una vida que se perdió.
Esa alucinación en blanco y negro es sólo la persistencia helada de un instante,
el relieve inmutable de un segundo vital. Más fácil nos sería ver a nuestro lado
a un muerto que deja la tumba para acompañarnos, que percibir el más leve cambio
en el rostro lívido de un film.
Perfectamente. Pero a despecho de
las leyes y los principios, Wyoming nos estaba viendo. Si para la sala, El páramo
era una ficción novelesca, y Wyoming vivía sólo por una ironía de la luz; si no
era más que un frente eléctrico de lámina sin costados ni fondo, para nosotros –Wyoming,
Enid y yo– la escena filmada vivía flagrante, pero no en la pantalla, sino en un
palco, donde nuestro amor sin culpa se transformaba en monstruosa infidelidad ante
el marido vivo….
¿Farsa del actor? ¿Odio fingido por
Duncan ante aquel cuadro de El páramo?
¡No! Allí estaba la brutal revelación;
la tierna esposa y el amigo íntimo en la sala de espectáculos, riéndose, con las
cabezas juntas, de la confianza depositada en ellos…
Pero no nos reíamos, porque noche
a noche, palco tras palco, la mirada se iba volviendo cada vez más a nosotros.
–¡Falta un poco aún!… –me decía yo.
–Mañana será… –pensaba Enid.
Mientras el Metropole ardía de luz,
el mundo real de las leyes físicas se apoderaba de nosotros y respirábamos profundamente.
Pero en la brusca cesación de luz,
que como un golpe sentíamos dolorosamente en los nervios, el drama espectral nos
cogía otra vez.
A mil leguas de Nueva York, encajonado
bajo tierra, estaba tendido sin ojos Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético
olvido de Enid, su ira y su venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico
de Wyoming, moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los
nuestros.
Enid ahogó un grito y se abrazó desesperadamente
a mí.
–¡Guillermo!
–Cállate, por favor…
–¡Es que ahora acaba de bajar una
pierna del diván!
Sentí que la piel de la espalda se
me erizaba, y miré:
Con lentitud de fiera y los ojos
clavados sobre nosotros, Wyoming se incorporaba del diván. Enid y yo lo vimos levantarse,
avanzar hacia nosotros desde el fondo de la escena, llegar al monstruoso primer
plano… Un fulgor deslumbrante nos cegó, a tiempo que Enid lanzaba un grito.
La cinta acababa de quemarse.
Mas, en la sala iluminada las cabezas
todas estaban vueltas hacia nosotros. Algunos se incorporaron en el asiento a ver
lo que pasaba.
–La señora está enferma; parece una
muerta –dijo alguno en la platea.
–Más muerto parece él –agregó otro.
¿Qué más? Nada, sino que en todo
el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente al mirarnos por primera vez
de noche para dirigirnos al Metropole, Enid tenía ya en sus pupilas profundas la
tiniebla del más allá, y yo tenía un revólver en el bolsillo.
No sé si alguno en la sala reconoció
en nosotros a los enfermos de la noche anterior. La luz se apagó, se encendió y
tornó a apagarse, sin que lograra reposarse una sola idea normal en el cerebro de
Guillermo Grant, y sin que los dedos crispados de este hombre abandonaran un instante
el gatillo.
Yo fui toda la vida dueño de mí.
Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra toda justicia un frío espectro que
desempeñaba su función fotográfica de todos los días crio dedos estranguladores
para dirigirse a un palco a terminar el film.
Como en la noche anterior, nadie
notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente que Wyoming continuaba jadeante
adherido al diván. Pero Enid –¡Enid entre mis brazos!– tenía la cara vuelta a la
luz, pronta para gritar… ¡Cuando Wyoming se incorporó por fin!
Yo lo vi adelantarse, crecer, llegar
al borde mismo de la pantalla, sin apartar la mirada de la mía. Lo vi desprenderse,
venir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de
la platea, alzándose, llegar hasta nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender
las zarpas de sus dedos… a tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos
en que con una cuerda vocal se ha rasgado la razón entera, e hice fuego.
No puedo decir qué pasó en el primer
instante. Pero en pos de los primeros momentos de confusión y de humo, me vi con
el cuerpo colgado fuera del antepecho, muerto.
Desde el instante en que Wyoming
se había incorporado en el diván, dirigí el cañón del revólver a su cabeza. Lo recuerdo
con toda nitidez. Y era yo quien había recibido la bala en la sien.
Estoy completamente seguro de que
quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que, creyendo apuntar al asesino,
en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un error, una simple equivocación, nada
más; pero que me costó la vida.
Tres días después Enid quedaba a
su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye nuestro idilio.
Pero no ha concluido aún. No son
suficientes un tiro y un espectro para desvanecer un amor como el nuestro. Más allá
de la muerte, de la vida y de sus rencores, Enid y yo nos hemos encontrado. Invisibles
dentro del mundo vivo, Enid y yo estamos siempre juntos, esperando el anuncio de
otro estreno cinematográfico.
Hemos recorrido el mundo. Todo es
posible esperar menos que el más leve incidente de un film pase inadvertido a nuestros
ojos. No hemos vuelto a ver más El páramo. La actuación de Wyoming en él
no puede ya depararnos sorpresas, fuera de las que tan dolorosamente pagamos.
Ahora nuestra esperanza está puesta
en Más allá de lo que se ve. Desde hace siete años la empresa filmadora anuncia
su estreno y hace siete años que Enid y yo esperamos. Duncan es su protagonista;
pero no estaremos más en el palco, por lo menos en las condiciones en que fuimos
vencidos. En las presentes circunstancias, Duncan puede cometer un error que nos
permita entrar de nuevo en el mundo visible, del mismo modo que nuestras personas
vivas, hace siete años, le permitieron animar la helada lámina de su film.
Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla
invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza
de Wyoming en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía, si se equivoca
al vernos y hace en la tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos.
La cortina que separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su
favor, y el camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming,
y su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que
efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos
como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos el camino hacia
el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo. Y es
el mundo cálido del que estamos expulsados, el amor tangible y vibrante de cada
sentido humano, lo que nos espera entonces a Enid y a mí.
Dentro de un mes o de un año, ella
llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de que Más allá de lo que se ve se
estrene bajo otro nombre, como es costumbre en esta ciudad. Para evitarlo, no perdemos
un estreno. Noche a noche entramos a las diez en punto en el Gran Splendid, donde
nos instalamos en un palco vacío o ya ocupado, indiferentemente.
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