Antonio Skármeta
a Loreto Herman
El tango me venía de un tío incierto que asediaba los jueves en la casa
cuando caía algún dinero y a los tallarines a la yugoslava se agregaba carne mechada,
suavemente fibrosa, y ciruelas y queso.
En los malones me hacía el orillero; tenía afable comercio
con los empapelados de los rincones; era un poco Nat King Cole en mi modo de aterciopelar
la voz para hablar con las muchachas, y consuetudinario comedor de queques.
El entrenador del equipo del colegio me había dado calabazas.
Aunque mi puntería era fiera; aunque fuese capaz de encestar desde afuera de la
bomba con la misma nitidez con que una paloma va a posarse sobre el alero de la
iglesia, o con el mismo chasquido suavecito con que uno se pone los calcetines de
lana, me jodía el prestigio esa cosa de actor de cine, ese afán de complacer mi
vanidad sin tregua, de acordarme de un dribling de fantasía cuando faltaban tres
minutos e íbamos perdiendo. El entrenador me palpaba el hígado, y me decía te duele
aquí parece que estás enfermo. Cuando me sorprendió una noche chupando cerveza con
los colizones del Bier Hall, tramó una entrevista con mis padres. Pero mi viejo
estaba trabajando firme en el partido, los pacos le habían molido un cacho de cabeza,
y andaba con un tajo de este vuelo. Así que no hizo su epifanía, y hasta yo mismo
comencé a acostumbrarme a hacer de la cimarra una fiesta. Pero nada muy alegre,
compañero, puro darle vueltas y vueltas por el centro, puro meterme a las diez de
la mañana con un membrillo y un pan con mantequilla a Radar o Rolec a oír discos
de Gatica y los primeros temas de Ray Charles, que eran el acabóse. Claro que el
viejo de gimnasia entró en componendas con el profesor jefe, que nos enseñaba filosofía
y que me tenía entre ojo y ojo porque yo me había leído a Kafka y usaba el pelo
un poco demasiado largo y todo eso. Cuando me cachó colocando un afiche de Fidel
en el diario mural del colegio, llevó el caso al consejo de la escuela, de donde
salí eximido con honores.
La música que se oía entonces era la de unos negros
calugas, Los Platters que les llamaban, Giolito tenía un trío más desabrido que
un domingo sin fútbol, y el club de jazz quedaba en Merced, cerca del Teatro Santiago,
y ahí tenía yo mi oxígeno y mi sangre, aunque nunca una muchacha; allí las chicas
tenían esos vestidos de talle largo que les ponían la cintura lijadita y cualquier
aspereza se la limaban las manos encolleradas de los pitucos que tenían billullo
para meterle al gin con gin, a las primeras partidas de marihuana, y sobre todo,
a esa cosa tan inaccesible, tan remota, tan próxima a la dicha imposible, que se
llama motoneta.
Conclusión, que mi amigo Jaime, que primero soplaba
a Brahms valiéndose de un ensordecedor pito fabricado con sus nudillos, se había
agenciado un clarinete, o tal vez la pura boquilla, y que si uno le ponía buena
voluntad a la oreja, podía identificar como “Basin Street” la bazofia que sonaba,
y que yo me hinché tanto de darles a las cacerolas, y visto que como vocalista no
iba a ningún lado, porque el chico calvo me había prestado el long-play de Billy
Eckstine, comprendí que no había nada más que hacerle, paciencia. Entonces me enamoré
perdidamente de una muchacha de Quinta Normal, muy espiritual la chica, como que
no quería nada con la cama, tuve una iluminación patafísica (perdónenme), de lo
que era el je ne saias quois del basketball, y descubrí que amaba el pellejo
más que cualquier cosa en esta galaxia. No me quedaba otra cosa que ser escritor,
qué crestas. Así que me puse la bufanda larga de mi abuelo, rompí definitivamente
mis relaciones con la peluquería, y convencí a Jaime que nos inscribiéramos en el
Deportivo Flecha de la calle General Velásquez.
Ahí nos agarró un chico inspirado del que se han perdido
la mitad de la vida si no oyeron hablar de él, se llamaba Jaramillo el carajo. Cuando
me vio la corpada y estudió mis manos me dijo: “te meto de centrodelantero”. Y en
efecto, yo podía maromear con la bola en la mano derecha delante de los más pintados
defensas dejando el cuerito en un equilibrio incólume. Me pusieron de rivales al
Tito Salazar, al tenor Yancoli, por último al Flaco Alcayaga, y nada mi alma, los
mareaba con el olor del cuero. Apretada a mis falanges la pelota era tan dócil como
un pulmón, me latía entregada hecha una gata, las fibras duras al tacto se me hacían
entre los dedos un plumaje; yo no hacía nada, la mano mandaba, me torcía el dorso,
me contraía el esfínter, las piernas se me apretaban y soltaban como si yo apenas
fuera una sombra; en cualquier momento estaba libre de rivales y salía disparando
mi pájaro, mi alondra, mi palomita de mierda, a embocarse suavemente en el canasto.
Durante los entrenamientos yo podría haber escrito una novela, lo único malo era
que la Erika le tenía reticencia a la cama, mezquineaba el roce de los senos como
si fuera una vaquillona hindú sagrada y todo eso y yo no tenía vocabulario, una
pura peste inflada de silencio, pura sinopsis, y no debutaba formalmente en el lecho,
y como siguieran las cosas así, hasta maricón podía ponerme.
Segunda parte, que el Flecha salió suavecito quinto
en el campeonato de los barrios. Nos pisaron los de Matadero, los del Gustavo Helfmann,
los Cerrillos Boys, los Metalúrgicos y el seleccionado del Recorrido 4 Alameda-General
Velásquez. Vencimos por WO a Tropezón, y ganamos al Liceo Nocturno Número Doce,
y al Deportivo Socialista. Si esto no les dice nada, sepan que en los últimos dos
años el Flecha había sido colista irremisible. Yo goleaba lo que me pidieran, pero
era en defensa donde quedaba la escoba, y todo porque seguía con buen ángulo para
la cerveza; prosperaban mis ojeras, empezaban a joderme la moral haber espiantado
del colegio sin advertírselo al viejo, y no tenía fuelle para ir a cubrir mi zona.
Pero de la mitad de la cancha para adelante era una de las cosas más definitivas
que se han visto en basketball. Jaime, que era el único que conocía mis intimidades,
me llamaba para callado “la virgen del baloncesto”. Y lo que más envidia me daba
era que se había tragado un libro de Freud para un trabajo de Psicología y me trataba
como un sicópata o algo.
Me dijo que yo estaba sublimándome, dense cuenta.
Y a lo mejor era cierto, porque a los diez minutos del
partido empezaba a sentir problemas con los pantaloncillos tan estrechos. Entonces
tenía que ponerme de espaldas a la gradería, o pedir en lo mejor del ataque un minuto
para cubrirme en medio de las piernas con la pelota, qué iba a hacerle. Y un día
hasta paso lo que ustedes están pensando.
Ahora bien, lo que suele haber en los inviernos de Santiago
son los naranjos, la leche cuneteada en la vereda que arrastra cáscaras y papeles
entre otras cosas.
Al grano; ese domingo de invierno tuvo para mí una introducción
de ángel. Me desperté medio místico, casi lúcido, y cuando limpié la cacerola, el
incinerador olía a espíritu santo, a paloma por lo menos, y eso que no había atisbo
de sol, puras nubes apretadas como un tren de carga, y la pura verdad que en cuanto
salí a la calle estaba hecho o algo por el estilo. Lo grave era que la noche anterior
la había cocinado con pura panimávida, escuchando esas cuestiones de Mozart donde
siempre es la misma vaina, para-pará-chi-pún-chipún, y leyendo un Zane Grey somnoliento
que entendía maldita la cosa. Así que a la media hora ya estaba buenas noches los
pastores. Después de vestirme y agarrar el balón, como quien dice, pasé por delante
de una iglesia donde había dos cabros sacándose la cresta. En la fuente de soda
de la esquina, el patrón venía sacándome a un borrachito, y en la frontera del sábado
con la madrugada del domingo yo era la mismísima imagen del niñito Jesús de Praga
en medio del burdel que había dentro del boliche. Mientras marcaba el número de
teléfono de la Erika, se me colgó una putita del paletó con mucha labia. Me hice
lo más gil que pude, y le pregunté qué quieres servirte, un vaso de leche o algo.
Y lo que quería era un vaso de leche, así que fue a tomarlo al mesón haciéndome
morisquetas. Yo llamé a Erika, que se demoró en llegar porque estaba amadrinando
una gallina según me dijo más tarde, y yo le dije que nos juntáramos en la cancha
que era cosa de vida o muerte. Debo haber sonado tremendo porque no me preguntó
si estaba borracho ni nada. Después tuve problemas con un pelusa que quería birlarme
el reglamentario de arriba de un taburete y pretendía hacerlo rodar por las baldosas.
Me descolgué del micro en la Estación Central, y la
corrí hasta la cancha del Flecha dándole botes a la pelota como si tuviera la mano
imantada. Aunque a lo mejor fue un sueño que yo tuve mientras iba corriendo dándole
botes a una pelota por calles desiertas, y yo no respiraba ni nada por el estilo,
acaso ni corría siquiera; pero el cuero de la bola sudaba dócilmente, y se me replegaba
en la piel como una bestia y se me comprimía en la mano, y me lamía los dedos; era
lo mismo que palpar una flor germinando, y el pase en el aire se desgranaba, pero
de alguna manera al volver a mi mano se hacía otra vez compacta. Y de repente toda
la calle fue una sola convulsión, la pelota se iba chupando la acera, empezaba a
desentrañar lo que había más abajo de todo límite, sólo el ritmo era seguro y nada
más permanecía era como los discos de Coltrane con Elvin Jones, Coltrane estaba
en cualquier parte, traficaba con el caos, llevaba las cosas hasta achicharrarlas,
masacraba todo orden, Jones apretaba la expansión, Jones era un gran carajo, Jones
era una dama, tantas noches de luna, tanta marea y repujo, tanta cuota de sangre.
En los camarines hallé el cemento húmedo y por las rendijas
de la puerta se trasladaban las hormigas, circulaban por las grietas y en la penumbra
se balanceaba una telaraña. Alguien había regado el piso de cáscaras de manzanas,
pero además alguien había metido todo ese silencio en la mañana para que nadie supiera
qué hacer con las manos, y yo olvidé el rostro de mi madre, mi primera casa, la
primera soledad en bloque derrotado sobre los rieles del ferrocarril de San Antonio
a Cartagena un verano.
Me calcé las zapatillas, la camiseta naranja con el
quince negro bordado pequeño en el pecho y grande en el lomo y caminé sin prisa
hasta el medio de la cancha. Antes que coordinara los antebrazos y rozase con los
pulgares el borde de las cejas, antes que pudiera oler profundamente toda la redondez
de la bola, supe que acertaría en el canasto aunque no mirara. De modo que me senté
sobre la pelota, y me quedé todo el rato en el círculo mirándome las rodillas.
Cuando Erika me sorprendió, por el hombro sentí una
especie de incendio. Junté mis pobres llamas, mis huesos pueblerinos, puse el verdadero
límite que había entre mis dos orejas, y fui pujando las palabras, aunque estuviera
tan mudo, tan certeramente de incógnito en el planeta, con los codos agudos y las
falanges flexibles. Iba a empujar a Erika sobre el tronco del borde izquierdo hasta
que sus muslos se le reventaran con mi rodilla, hasta que tuviera que pedírmelo
en nombre del santo padre, de todos los Testigos de Jehová, de cuanto bueno y falso
profeta ha habitado la galaxia. Yo que no quería morir era capaz de brindar la muerte.
Como si se hubiera agigantado la mano y pudiera romper entre la palma un cuello
o una pelota, triturar una yugular o masacrarme la cabeza contra el poste bajo el
cesto.
–¿Qué te pasa? –preguntó con los ojos así abiertos como
si alguien se los estuviera tirando. Por arriba de la mata de pelo castaño del severo
moño de liceana burra, el sol ya la estaba haciendo una especie de arcángel. El
resto de luz existía por puro joderme los ojos. Me levanté, y allí debió haber terminado
el sueño; otra vez respiraba, pero pam-pam-pam, como a patadas. Ni siquiera se me
ocurrió sacar la camiseta para cubrir las entrepiernas. Si venía en serio a besarme
(lo vislumbraba en el modo de mitigar los párpados), si ponía carne con carne el
labio y mi hocico, se acababa para ella la fiesta. Se acababa el nombre de su padre,
esa guitarrita de los canutos que tanto le gustaba oír en la quinta con señor voy
a tu reino, y carecía de importancia que fuera Erika, la princesa del barrio Quinta
con los pechos duros y los muslos calientes, podría haber sido Olga la de Manuel
Montt primera cuadra, que se aterciopelaba tanto con los discos de Los Cuatro Ases
y te hacía sentir sus caderas como un vaivén de tu propio vientre, o Angélica que
siempre era demasiado pálida para hacer el definitivo holocausto, o la pequeña Gloria
que se encerraba a llorar amores perdidos que jamás tuvo en los waters de los anfitriones
durante las fiestas de quinto año.
Le agarré el beso en el vuelo, allí le hice la primera
trampa con el diente, sin darle tiempo a respirar, y luego le fui empujando el beso
para metérselo en la garganta, para sembrárselo en cualquier parte de la carne donde
se levantara la mano haciéndose uña en las costillas del amante.
–Estoy enamorado –le dije.
–¿Qué se siente?
Me permitió que mascara el pelo encima de su oreja.
Con el sol se caía todo el follaje, se precipitaba un pájaro, me dolía el cuello
equilibrándome, los hoyos de las narices agolpados de cabello. Y su boca estaba
húmeda, y mis labios perfectamente secos, hechos una sola grieta, un jeta de aserrín
de muñeco, me daba miedo dañarla con el roce, pero la humedad de las encías me los
iba poniendo fértiles, tenía todas las palabras necesarias para embolinarla, en
cualquier momento comenzaría a levitar, con la sangre tirando hacia las mechas era
como si todo el cielo fuera una fiebre imantada, pero las palabras me hinchaban
el cuello y el diafragma, les faltaba algo que las ordenara, alguien que presionara
mi hocico para irlas modulando. Podía replicar “una dulzura inmensa” “una masacre”
“una rabia”. Agárrame las costillas, decía mi jadeo, suelta mi pantaloncillo con
tus uñas, muerde ahora la camiseta, pon tu lengua debajo de mi hombro, vamos más
allá de toda garganta, más allá de las cejas, de las rodillas, de esta asfixia,
Erika, de este espacio que se verá combado tras tus ancas hecho una gran cama, una
alfombra de aire, tú y yo haremos época, levitaremos empujados por la resolana y
todo sucederá en el aire, estrellándonos contra las aves, aplastando en su territorio
los mismos insectos, como abejas, como perros, como ángeles. Pero Erika quería que
yo estuviera muerto, no iba a permitir más tratativas que pasteles e invitaciones
al cine, que bailoteos los sábados por la tarde y Roberto Inglez con un solo dedo
y los Cuatro Ases de mierda, y que yo sucumbiese simplemente con las manos calientes,
con mi penacho alzado, con mi cuello doblado hecho un río sin fundamento, una pura
corriente pueblerina para meter las patas, ultrajarla con la piel suavemente callosa,
delicadas protuberancias de hembra, y luego salirse, gritando, secarse con la toalla,
subirle el volumen a la radio, masticar un sándwich, comprar cigarros Liberty, conversar
con el hermano menor, poner en orden el pliegue de la falda… ¡Si me hubiera preguntado
otra vez qué se siente! Y de pronto, sólida, compactamente las cabezas se nos estrellaron
contra el árbol. Si ella no gritaba era porque yo le tapaba la lengua con mi boca,
y las vetas del árbol le soltaron ese chorro en la mejilla, y eran las hormigas
las que me andaban por encima del cuello y se me insertaban en la oreja, y qué querían
sus manos, pulverizarme el hígado, transparentar los pulmones, poner en crisis esas
duras venas, casi quebradas, casi sudorosas, o yo la estaba matando y su cara era
violeta, era amarilla y era rosácea, y había un modo en que el asfalto hablaba,
un estilo de decir el sol, un modo de reventarse los árboles sin que se les moviera
un pelo, de pie, transpirando, y yo le solté los labios, yo le metí la mano por
la cintura para que ella viviera, para que sumisamente doblegara sus lomos y sus
senos al sol, pero no quería su libertad, iba como a vomitarla sobre mi hombro,
le iba a salir otra sangre por los ojos, se iba a derramar moquillenta por las narices,
las orejas se le iban a caer en pedazos cubiertas de hormigas (ibas a morirte Erika
como una flor estúpida, como un ombligo incólume), y yo llevé mis manos contra su
nuca, y me pateaba entre las piernas, se armó de dientes, se armó de saliva, tenía
los senos duros como coscachos, coces y yo zurré su cabeza contra el tronco, como
en defensa propia, en última agonía le fui metiendo las uñas por el pelo, machucándole
la frente, y su sudor fue cubriendo la aspereza de la madera, se le desgarraba la
nariz, iban a reventársele los labios, y entonces la dejé ir, estaba demasiado lloroso
para seguir viviendo, en medio de las piernas los dolores eran alaridos, como si
ella hubiese hecho el gesto final, implantando el más feroz de los colofones me
ponía la lengua en el cemento, ella quería que yo fornicara con los ásperos granulillos
del concreto, con el pulverizado de goma de las zapatillas, con los dientes partidos
contra una boca estéril, ella quería verme llorando, quería seguir su oferta al
sol, su propio llanto, su pómulo rasgado, su pelo negro húmedo, los bordes de sus
senos mojados, mordidos degradados, ella quería irse, se iba y yo era un final perfecto,
casi un marica, virgen definitivo, ausente, el polvo mordido en las narices, esa
triste dureza inútil allá abajo.
Entonces Erika debió haberse ido, y yo tal vez tendría
las yemas de los dedos sobando mis cejas, o las uñas en la boca para que no me vieran
llorando, o Erika estaba allí y el sol se anegaba entre pestaña y pestaña y el llanto
me hervía hasta enceguecerme. Por debajo del cemento sentía venir una sombra, un
alero que apenas empezaba a mojarme los tobillos, una lenta cortina, como un final
de acto de una muy mala obra donde los protagonistas permanecen estáticos buscando
en la inanidad el drama, como si la piedra, el ojo crispado, contuvieran una acción
que más valdría que no llegara a ninguna parte, como van a cerrar la pieza con la
muerte de este servidor que le habla y ustedes van a salir al foyer a fumarse un
cigarrillo.
Esa era mi sombra, especialmente dedicada para irme
helado de piernas, cubriendo los pelillos rizados sin prisa, y mi vientre después
de todo se replegaba aunque el sol me lo estuviese buscando, como a cuchillada supongo,
como si mi vientre no fuera la sinfonía inconclusa ni esa riña fuera un último tango
o una canción pasada de moda, o un asesinato en cualquier acequia. Puta madre, empecé
a saborear la piedra; a rozar dulcemente mi nariz contra la capa de polvo que se
iba abriendo con un diseño simple e indescifrable. Encima del bozo, las lágrimas
sabían formidables. Las fui trayendo con la punta de la lengua sobre la capa de
dientes, empecé a rasparme las encías con las uñas, a palparme los pómulos y los
sentía todos calientes, recién florecidos, ridículos, mofletudos, cómicos. Y mi
sexo también era divertido, tan acurrucado, mosquita muerta, un pobre pedazo hipocondríaco
que había fallado en su mejor acto, delante de todo el escenario de mis fantasmas,
delante de Samuel Bennet por ejemplo, delante de Holden Caulfield, de Chet Baker,
de Gerry Mulligan, de Coltrane, de Joâo y la Astrud Gilberto, de Dorival Caymmi,
de Julio Sosa, delante de mis abuelos recios de grupas, delante de tantas conversaciones
enfermas en boites penumbrosas, calugonas, de tantos senos intuidos y nunca acariciados,
delante de mis amigos triunfadores, Golden siete en Biología y a Medicina, Carvallo
siete en Matemáticas y a arquitectura, Villanueva siete en Gimnasia y a la Primera
de U. de Chile, delante de todos los padres de todos los padres que nos sorprendieron
un poco más adentro del beso en sofás destartalados de todas esas calles empedradas
de Santiago, de las vergonzosas noches yertas, imbéciles, con la revista en la mano
y las baldosas manchadas, y entonces yo me fui replegando, acurrucando sobre un
centro del que carecía, huyéndole al lengüetazo de la sombra, y de la misma mueca
del llanto fui afilando lentamente la sonrisa, fui cerrando los ojos, fui durmiéndome,
las rodillas contra el pecho, animal, definitivo, una fiera más en el planeta, como
ese árbol, ese pasto seco.
Desperté cuando el asfalto estaba blanco. La sombra
había pasado sobre mi lomo para ir a derramarse contra la pila de ladrillos detrás
del arbusto. Tuve necesidad de beber agua, pero mis piernas se me agarrotaban, impidiendo
que me moviera. Fui trasladándolas lentamente, ofrecido al sol, hasta que cedió
la piel debajo de las rodillas. Entonces traté de levantarme apoyando la cadera
contra el suelo, y luego la mano, y en seguida torcí el dorso, y ahí fue donde me
sorprendió toda la marejada de luz y hube de doblar el cuello sobre la camiseta.
Arrodillado, me pasé concienzudamente la lengua sobre los labios, eché escupito
sobre las manos y me mojé un poco la frente y los pómulos y los ojos. Casi a hurtadillas
ladeé la mirada para agarrar al sol recto sobre mi cabeza. A tropezones, con la
vista gacha, la luz patinándome por los hombros como una lluvia persistente, fui
a recoger en el centro de la cancha la bola.
El tacto del cuero me dio alivio. Se le había concentrado
todo el sol, se le asomaba un cototo cerca de la válvula, y me costó agarrarla y
envolverla completamente entre las falanges tensas. Entonces busqué el aro, la grave
estructura de la malla inviolada en el espacio, sin viento, sin música, ni pájaros,
ni espectadores, ni música de las casas próximas. Neciamente presentí que yo no
podía corromper ese silencio. Cuando se rozaron los faldones de mis pantaloncillos,
torcí el cuello, temeroso de que alguien viniera a censurarme. Casi sin notarlo,
fui poniéndome de cuclillas y sin darle bote a la bola como era mi costumbre, los
brazos se fueron atrás, dulcemente se replegaron como quien recoge peces en el océano,
entre las rocas una varazón de sardinas, y todo el aire agrietado en el corazón
se estremece con lo que chorrea la estela. Y yo me fui elevando con el gesto, supe
que mis tobillos despegaban de la cancha armónicamente pero definitivos, y mis manos
quedaron suspendidas en el espacio y los ojos bailaron el círculo al aro.
La bola coleteaba dentro de la malla.
Olvidé cómo sonó al retornar al asfalto, no sé si cayó
alguna vez o si estuvo todo el tiempo amarrada a la red hasta que se jugó el partido
contra Ferroviarios, o si rebotó violentamente y fue a estrellarse contra las graderías,
o si reventando en el aire la llanta fue pulverizándose en la caída.
Moví toda mi triste insolación hacia los camarines.
Fui escupiendo entre dientes mientras orillaba el silencio de las franjas, con los
dedos entrelazados encima de las caderas, en la parte de la piel que confina con
el anca, que la llamaba el Bachiller Tudanca. Y entonces sentí un necio deseo de
ponerme una camiseta negra, corbata con adorno de peces y aves multicolores, un
traje bien acafiolado, e ir a ver una cabra de bellas artes con taller y todo en
Dardignac y Pio Nono. Y después comprar entradas para al cine y meterme a ver la
reposición de Champagne para César, con Ronald Colman, o Las Nieves del
Kilimanjaro, que era de Hernest Hemingway y todo eso. Y después de ir a jugar
pimpón en la sede del partido y hablarles demencialmente de Fidel a los de la Base
del Pedagógico que tenían tanta labia los gallos. Y después ir al Bier Hall a escuchar
a Tito Campbell cantando eso de no puedo darte más que amor, nena, eso es todo lo
que te puedo dar, beber cerveza jusqu’a tomber, que le dicen los franceses.
Así que, como tenía un panorama por la tarde hasta me
anduvo cayendo como las reverendas ver a Erika sentada sobre el escaño, enredándose
el pelo suelto en la punta de los dedos. Yo traté de ponerme paquete, y echar un
poco para arriba la ceja, y sacudirme con el dorso la porquería que me iba saliendo
de las narices, porque no se estila andar tan cuma delante de una muchacha, por
muy virgen que uno sea y etcétera.
Pero me pasó lo increíble, gancho. Además de colorado,
de pelota, de toda esa capa estival que fue solita haciéndome contacto con todo
el cuerpo, inclusive aquello, de todos los tangos de Mores, Sosa y Rivero que podría
haber cantado admirablemente en ese mismo segundo, así se decidiera a salirme aire
por los pulmones, además de todo eso, me puse tan profundamente triste, tan avergonzado,
con las manos cruzadas sobre los pantaloncillos, que la miré a los ojos y le sonreí
como si alguno de esos huevones de Hollywood estuviera filmándonos para el Cinemascope.
Pero la verdad es que ni ella ni yo dábamos más que para un rotativo de barrio,
ni siquiera para hora veinte minutos de rollo, acaso a lo más para una sinopsis
entre medio de una de John Wayne con Robert Mitchum y una de Mel Ferrer con Audrey
Hepburn, no dábamos ni para una calcomanía, ni para una nota al margen de una novela;
si Dios hubiese existido y fuera un novelista o un guionista de una película que
tiene en la cabeza y que no se las cuenta a los actores, como Antonioni por ejemplo,
habría aprovechado ese momento para echarse una siesta o fumarse un cigarrillo o
llamar por teléfono a un amigo del alma para decirle esas cosas ridículas que hablamos
con los amigos del alma.
Quiero decir… que si algún día pasan esta película en
el cielo, y ustedes logran verla, aunque Dios que está en todas partes (como dicen
los que lo han visto) hubiese captado de pura buena gente este pedazo, el tipo que
le hace en el laboratorio el montaje habría cortado los pedacitos de nuestra escena
y se los habría regalado a los niños que necesitan un trozo de celuloide para mirar
los eclipses.
Me llamó por mi nombre soltándose el pelo. Hasta una
brisita surgió en ese momento llenándole de polvo las pestañas. Ahora que lo pienso
sólo faltaban los violines de Mantovani o algo por el estilo supongo.
–¿En serio? –me dijo.
Eché los hombros para adelante y arrugué fuertemente
las cejas.
–¿En serio qué?
–Lo que dijiste antes.
Yo tenía mi hocico agrietado y sus labios estaban húmedos.
Era como el retorno a la prehistoria de nuestra vida.
–¿Qué te dije?
–Lo que me dijiste allá en la cancha.
–¿Cuándo?
–Bueno, cuando… me besaste.
Yo quise decirle que no la había besado… Yo quise decirle
que todo había sido apenas un intento de asesinato.
–No me acuerdo –gruñí, reojeándole el escote.
–Entonces no era cierto.
Me puse ciertamente furioso. No me importó levantar
las manos del pantaloncillo ni nada de eso, ni que el pajarillo saliera volando
si era preciso. Yo necesitaba la palma de una mano abierta, y también la otra para
agarrotarla y descargar sobre la primera un puñetazo.
–¡Era cierto, cresta! ¡Era muy cierto, Erika García!
–¿Qué era cierto?
–¿Cómo que qué era cierto? ¡Lo que te dije allá en la
cancha!
Y como si todo lo que existiera en la galaxia fuera
un vals o un tango orquestado por Mores o Piazzola o la típica de D’Arienzo, o un
foxtrot de 1920, la agarré de la cintura y la fui metiendo en los camarines, lo
juro por mi madre.
No sé con cual mano estiré la colchoneta ni con qué
dolor de ella la penetré, ni como se fue trizando en mí el ángel ni hasta dónde
se desgarraron mis costillas cuando ingresó en mi todo ese olor y apareció esa fuerte
humedad entre sus muslos, ni recuerdo los besos, el signo del zodíaco, la fase lunar,
el ángulo del sol sobre la muralla.
Seguro que pasó su media hora antes que ella se bajara
la falda, metiese en orden la maraña encima de las orejas, y cubriese finalmente
con las yemas el charquicán de pintura negra que le ojereaba alrededor de los párpados.
En ese mismo momento sentí una enorme compulsión por ponerme los pantalones y echar
la camisa encima de la gloriosa del Flecha.
–¿Qué hacemos? –preguntó la Erika.
Se estaba sacudiendo la falda y siguió muy amorosa de
mirada y con la voz ronquita, a lo Greta Garbo, como quien dice.
–¿Cómo que qué hacemos?
–¿Que hacemos ahora?
Busqué en todo el camarín la respuesta. En seguida me
tiré encima la campera.
–No sé. Yo tengo hambre.
Erika hizo esos movimientos con que las jóvenes damas
se ajustan lo que tienen en el pecho.
–Yo también –dijo.
Me rasqué el estómago, contentísimo.
–A decir verdad, yo tengo mucha hambre. Debe ser la
hora de almuerzo.
–Vamos a almorzar a mi casa.
Me di un tiempo para rascarme la nariz y otra para quedarla
mirando.
–¿Qué hay?
–¿Cómo que qué hay?
–¿Qué hay para comer?
Terminó de maniobrar una cinta que le puso en redil
el resto de las mechas. Con la punta de los dedos le hice volar un trozo de periódico
de encima de la sien derecha.
–Pollo.
–¿Pollo con qué?
–Con puré y ensalada.
–Está bien –dije–. Vamos.
Agarré la pelota y caminamos hacia la puerta de salida.
Casi al salir, le hice dar la vuelta tomándola del codo.
–Espérate un poco –le dije–. Quiero que veas una cosa.
Me adelanté unos metros dándole de botes al balón hasta
que estuve en la zona de bomba, y ubiqué prolijamente mis pies sobre la raya del
tiro libre.
–Ahora fíjate bien –le ordené con un gesto.
Puse la bola entre las piernas y la impulsé con toda
la suavidad del mundo, como quien despide en Valparaíso un barco que va a cualquier
parte. El balón montó por encima del tablero y fue a perderse entre unos cascajos
del fondo de la cancha.
No volví a jugar basketball. Años después publiqué un
libro de cuentos, y hace poco terminé de escribir mi primera novela.
A Erika le dije:
–Vámonos a comer ese pollo.
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