José Edwards
Un accidente sin importancia (la transitoria
descompostura del autobús en que viajábamos) nos agrupó en un cuarto estrecho
situado en medio del campo.
El dueño o tabernero trajo
algunos vasos y nos abrió una botella de ron. Era un extraño sujeto abrigado o
escondido hasta las orejas, a tal extremo que resultaba casi imposible adivinar
sus facciones. Por lo demás, la luz era escasa y la curiosidad más escasa aún;
ninguno de los cinco comensales sentíamos al parecer el menor interés por los
cuatro restantes o por el tabernero: sólo deseábamos salir de ahí a la brevedad
posible y no volver a vernos nunca más. La reunión prometía ser, por lo tanto,
extraordinariamente aburrida.
Apenas empezamos a beber, sin
embargo, uno de los presentes rompió el silencio con una extemporánea y
excitante declaración:
–Señores –dijo–, han de saber
ustedes que yo he cometido un asesinato.
Era un hombre joven y fornido,
con cara de buen padre de familia.
–No piensen que hablo de algo
muy reciente –agregó, como para tranquilizarnos–, el asunto ocurrió años atrás.
Por lo demás, yo he cumplido mi condena legal y he vuelto a ser un hombre libre
como cualquiera de ustedes. La sentencia del juez fue benévola, en
consideración a que mi delito (si así pudiera llamársele) fue extremadamente
minúsculo, por no decir inexistente del todo.
“Yo asesiné a mi mujer. La
estrangulé mientras dormíamos la siesta, en un domingo de primavera.
“Estábamos casados hacía apenas
un año y teníamos un bebé maravilloso al cual adorábamos sin reservas de
ninguna especie; éramos, por decirlo así, absolutamente felices. Yo amaba
particularmente esos momentos del día domingo en que después de almorzar nos
tendíamos en la cama y nos acariciábamos perezosamente, sin establecer ningún
programa, gozando de un sereno libertinaje secretamente comunicado o
emparentado con la Eternidad.
“Ese día, sin embargo, mi mujer
empezó a actuar de un modo extraño e inquietante: se apegaba a mí con una
insana impaciencia, como tratando de apresurarme o agotarme en un décimo de
segundo; sus brazos me aprisionaban con un vigor histérico y su cuerpo se movía
aceleradamente, como una máquina vertiginosa o como un descomunal insecto
escapado, que hubiera resbalado fuera de su tiempo y de su escala. Me hablaba
con tal rapidez que apenas lograba retener el sentido de sus palabras.
“–Te amo –me decía–. Te adoro.
No me abandones. ¿Me quieres todavía? Adiós.
“Luego se dormía bruscamente
para despertar casi enseguida y abrazarse una vez más contra mi cuerpo con una
urgencia desmedida y ciertamente aterrante.
“De pronto quedó paralizada y
semimuerta en mis brazos.
“–Lauchita –le grité–.
Ratoncito, mi pequeña rata… ¿qué le sucede?
“Cuando volvió a mirarme sus
ojos estaban velados, como apagados por el tiempo; por un diabólico tiempo
interior que parecía consumirla, segundo a segundo, con creciente violencia.
“–¿Eres tú, Eusebio? –balbuceó,
sin ningún entusiasmo–. Llévame al excusado; necesito hacer pipí.
“La tomé en brazos y constaté
con disgusto que estaba cagada hasta las rodillas. La senté encima del
excusado; sus mejillas estaban horriblemente pálidas y secas.
“–¡Tengo hambre! –imploró,
mientras orinaba–. ¡Me muero de hambre!
“Su aspecto era en realidad el
de una persona moribunda. Encontré un plátano en la cocina, lo pelé y se lo
llevé a los labios; ella lo tragó con increíble velocidad, luego se durmió y
despertó inmediatamente. Su mirada era ahora dulce y tierna.
“–Eusebio, Eusebio querido. Esta
ha sido, después de todo, una buena vida… ¿verdad? ¡Hemos sido felices!
“–Y lo seguiremos siendo, mi Laucha
–balbuceé–. ¡Nuestra vida recién empieza!
“Pero ella parecía enteramente
acabada. Su frente se había llenado de arrugas, su cuerpo había enflaquecido
súbitamente y se había encorvado. Tenía la piel amarilla y reseca como la de
una vieja octogenaria.
“Volví a levantarla,
transportándola otra vez a la cama y le tapé los pies con un chalón.
“Ella me clavó la vista con una
expresión de extrañeza y de odio. Ya no era mi mujer, mi joven y delicada
mujer, sino una vieja desdentada y carcomida por los años, torturada por los
delirantes terrores de la arteriosclerosis.
“–¡Ladrón! –gritó–. ¡Usted ha
venido a mi casa para robarme!
“Luego se volvió en la cama
dándome la espalda y comenzó a gemir de un modo horrible. La demencia senil se
había transformado bruscamente en algo peor: la angina, la cirrosis o el
cáncer. Sus gritos resonaban angustiosamente por toda la casa.
“Lo indicado era darle morfina,
pero… ¿cómo hacerlo? Era domingo y las farmacias estaban cerradas; tampoco
resultaba fácil conseguir una enfermera que pudiera colocarle una inyección.
Las circunstancias exigían una decisión inmediata. Puse mis dedos en su
viejísima y moribunda garganta, y apreté un poco, como quien aprieta un cartón
remojado, un huevo crudo o un trozo de gelatina.
“Los gritos cesaron al instante,
pero, casi al mismo tiempo, empezó a gritar nuestro bebé, Eusebio Federico,
reclamando el pecho de su madre. Era la hora exacta en que le tocaba mamar:
siete y medio minutos para las cuatro”.
***
Sin interrupción, otro de los contertulios se puso
de pie, declarándonos de un modo enfático:
–En mi juventud dediqué mis
mejores esfuerzos al estudio de la astronomía.
Su revelación no pareció
inquietar a nadie en el primer momento, pero él mismo estaba enormemente
excitado. Era un señor calvo de gruesos anteojos, aparentemente muy serio y
reposado. Luego de secarse la frente con un pañuelo nos solicitó de un modo
misterioso que guardáramos absoluta reserva acerca de lo que nos iba a contar.
Enseguida empezó su historia:
–Yo pertenecí al grupo Orión.
Tal vez ustedes no sepan lo que era el grupo Orión. Debo informarles pues,
antes que nada, que se trataba de un movimiento científico de elite, el más
avanzado y revolucionario de su época en el campo de la investigación sideral.
Teníamos por jefe al célebre profesor W, titular permanente en la Universidad
de Columbia y doctor honoris causa de la Universidad de Bonn. Nuestro campo de
operaciones era un súper observatorio costosamente instalado en la meseta más
alta del Himalaya a 4.200 metros sobre el nivel del mar, premunido de los más
potentes y sensitivos aparatos inventados hasta entonces.
“En el tiempo en que ocurrió el
episodio a que voy a referirme, nos encontrábamos sentados en el estudio
exclusivo y exhaustivo de una estrella nueva a la que el Profesor W, que era su
descubridor, había bautizado con el nombre de ‘Clitemnestra’. Nosotros, con ese
horror que ha sentido siempre la gente joven por las palabras demasiado largas,
la llamábamos simplemente ‘Cli’.
“Después de largos meses de
impetuosa e ininterrumpida labor en el ambiente seco y excitante de la alta
montaña, Cli había llegado a convertirse para nosotros en algo más íntimo y
personal que un mero objetivo científico. Más que una estrella la considerábamos
algo así como la pin-up girl o novia oficial de nuestro grupo. Nos
disputábamos los telescopios para observarla; analizábamos apasionadamente su
constitución físico-química y registrábamos, con una acuciosidad próxima al
erotismo, sus más insignificantes variaciones de temperatura o las más
imperceptibles mutaciones de su órbita en el espacio.
“Su diámetro, según nuestros
cálculos, era 10.000 veces mayor que el diámetro del sol, y su distancia a la Tierra
podía estimarse aproximadamente en 3.400 años luz. Su atmósfera, o periferia
exterior, parecía estar compuesta primordialmente de ozono y de sulfatos o
amoníacos de ozono. Y su núcleo contenía, en conformidad con los datos
recogidos en el espectroscopio, clorato de uranio, metiletilfenato de calcio y clorhidrato
de hierro (todo lo cual nos excitaba en forma difícilmente comprensible para el
hombre o para el enamorado común).
“En fin, la elipse inscrita en
su doble vértice axilar arrojaba una fórmula indicativa de máximo y mínimo que
aún recuerdo en todos sus detalles:
x = x y – 2 Lw 67.9
49.004
“En conformidad a nuestra
extensa recopilación de experiencias e hipótesis, Cli se aproximaba velozmente
a la Tierra y esta aproximación estaba a punto de alcanzar su apogeo; después
se iría alejando nuevamente hasta perderse de vista, incluso para los más
potentes telescopios, y sólo volvería a visitarnos en 17 o 18 siglos más.
“Cuando llegó la noche cero,
nuestra excitación era extrema como puede comprenderse. Cada uno detrás de su
telescopio esperábamos el anhelado fenómeno con una emoción que nadie pretendía
disimular. ¡Por fin íbamos a observar a Cli de cerca! ¡Entre ella y nosotros
mediarían apenas 1.300 a 1.500 años luz!
“El Profesor W se había puesto
un viejo chaqué desenterrado del fondo de su maleta a fin de dar mayor
solemnidad al suceso. Premunido de su potentísimo telescopio de bolsillo
semejaba un pequeño y heroico director de orquesta tratando de controlar el concierto
(o desconcierto) de los astros.
“Por fin, en medio de un
espectacular silencio, Cli empezó a acercarse. Primero lentamente (a razón de
un centésimo de milímetro por minuto en el dial del telescopio), luego más
rápidamente (10 centésimos de milímetro por cada medio minuto) y enseguida, cosa
inusitada, más rápidamente todavía, a 30 centésimos de milímetro por cada
cuarto de minuto. Después sobrevino la absoluta locura: Cli se fue agrandando,
fuera de todo cálculo, con una dramática y sorpresiva velocidad. Al cabo de un
cuarto de hora ya no necesitábamos telescopio para mirarla. A los veinte
minutos estábamos todos escondidos o refugiados detrás de nuestros aparatos
porque Cli había adquirido el volumen de una pelota de fútbol, sólo que no
tenía propiamente la forma de una pelota, sino la absurda forma de una estrella
medioeval o premedioeval, con cinco picos puntiagudos, como las estrellas que
dibujan los niños y los militares en sus banderas y emblemas de tipo
nacionalista.
“El único que no parecía
alterado ni sorprendido era W, que continuaba aferrándose ilógicamente a la astronomía.
“–¡Extraordinario! –vociferaba
con su voz delgada y amablemente pedante–. La distancia entre Clitemnestra y
nosotros debe estar, en estos momentos, entre los mil cien y los mil ciento
veinte o ciento treinta años luz, lo cual nos obliga a reconocer una inconcebible
equivocación de nuestra parte respecto a su verdadero volumen. ¡Nos hemos
quedado cortos! La longitud de su diámetro o eje interpolar debe ser superior
en centenas de veces al calculado por nosotros. Nuestro descubrimiento
adquiere, de este modo, un alcance insospechado: ¡estamos en presencia del más
formidable conglomerado material conocido por el hombre!
“Nosotros apenas lo escuchábamos
aterrados como estábamos con la creciente proximidad de Cli sobre nuestras
cabezas, especialmente sobre la cabeza de nuestro profesor.
“–¡Cuidado! –gritó alguien, pero
ya era demasiado tarde. Se oyó un extraño crujido subterráneo o superterrestre
y Cli se vino abajo con gran estrépito, cayendo precisamente encima de W, quien
quedó aplastado instantánea y definitivamente.
“Todos permanecimos un largo
rato paralizados por el asombro. Más que la pérdida del bienamado maestro, nos
acongojaba el lamentable espectáculo que ofrecía nuestra común novia estelar
tirada en el suelo: tangible, inerte y despojada de todo su misterio y su
poesía.
“Su volumen equivalía al de un
sillón confortable o al de un frigidaire de tamaño mediano. Su superficie era
lisa, dura y blanca, aparentemente de fierro enlozado; sus manchas, que vistas
por el telescopio parecían corresponder a inmensos bosques o profundos
cráteres, eran simples saltaduras o impurezas de la loza y, en el extremo de
uno de sus picos, parecía adivinarse la presencia de un gancho del cual hubiera
estado groseramente colgada, quién sabe de dónde.
“Nos retiramos, uno a uno, sin
hacer comentarios. Nuestro pequeño grupo estaba definitivamente disuelto.
“En lo que a mí respecta, desde
entonces he ejercido tranquilamente la profesión de contador y no he vuelto a
preocuparme por lo que ocurre en lo alto de los cielos.
“No obstante, por precaución,
salgo siempre con casco; y en las noches estrelladas, me abstengo metódicamente
de colocarme a la intemperie a fin de eliminar la desagradable posibilidad de
sufrir el impacto de algún cuerpo celeste encima de mi cabeza”.
***
Terminado este relato se produjo un silencio
colectivo, causado tal vez por una confusa sensación de asombro no exenta de
melancolía.
Como para animarnos, un tercer
personaje tomó la botella de ron y nos sirvió a todos una copita. Después él
mismo bebió un inmenso sorbo chupando del gollete, actitud que me pareció poco
discreta y nada distinguida.
El hombre tenía la apariencia de
un antiguo lobo de mar; su cara era de un tinte rojo subido y tenía unos
ojillos vidriosos y llenos de malicia que bailaban continuamente, de un lado a
otro, sin fijar la mirada en ningún punto especial.
–Es curioso –observó como para
sí mismo–, todos pensamos que en el mundo nos ocurren cosas extraordinarias o,
si se quiere, que las cosas extraordinarias nos ocurren solamente a nosotros y
a nadie más, pero aquí, en este momento, se está dando un rotundo mentís a esta
suposición: de las cinco personas presentes, dos ya nos han contado
experiencias que están fuera de lo común y yo, por mi parte, voy a darles a
conocer una tercera.
“Durante seis años contados y
precisos de mi vida cohabité con una sirena. No diré que la tuve por amante,
porque esto habría sido imposible: la pobrecita tenía, de la cintura para
abajo, la forma de un pescado. De la cintura para arriba, sin embargo, era una
creatura realmente deliciosa, al menos cuando la encontré por primera vez.
“Esto sucedió, como ustedes
podrán suponerlo, en medio del mar. Yo había salido a pescar en mi pequeña
lancha a motor (en aquel entonces ejercía las funciones de cuidador,
administrador y único habitante de un faro). Cuando sentí las redes más pesadas
que de costumbre, pensé que había atrapado una albacora o un tiburón. ¡Cuál no
sería mi sorpresa al encontrarme a boca de jarro con una delicada mujercita de
ojos azules y larga y sedosa cabellera rubia!
“Fue un instante inolvidable. Yo
era por entonces un hombre fogueado y maduro, en toda la fuerza de la edad;
ella era poco más o poco menos que una niña: su expresión denotaba claramente
que estaba naciendo o despertando por primera vez, que nunca había visto el
cielo, ni las nubes, ni el rostro de un ser humano.
“Tal vez yo estaba acercándome a
una edad crítica; el hecho es que me estremecí: experimenté un extraño anhelo
de defenderla, quién sabe de qué o de quién, como si yo hubiera sido su padre y
ella mi hija. En vez de subir la red como lo habría hecho con cualquier
pescado, la tomé en mis brazos, levantándola suavemente hasta la cubierta. Su
pequeño cuerpo deliciosamente mojado resultaba suavísimo al tacto y despedía
una fragancia tenue y misteriosa, como un olor brotado de las profundidades de
la infancia o del paraíso.
“Sin pensar acaricié sus menudos
senos, erectos y firmes; ella me sonrió. Evidentemente no veía nada malo en lo
que estaba haciendo. Entonces la estreché fuertemente contra mi cuerpo y la
besé por primera vez.
“En fin, no sé por qué entro en
estos pormenores. Como ya les dije, nuestras relaciones fueron y continuaron
siendo obligadamente platónicas, al menos de la cintura para abajo. La acomodé
en el faro como mejor pude, sumergiendo su vientre y su cola en un balde con
agua de mar, la que cambiaba regularmente una o dos veces al día. Para que no
se dañara la espalda con el borde del balde, había ideado acondicionar un juego
de cojines.
“Después, suponiendo que podría
sentir frío, empecé a comprarle ropa, interior y exterior. La verdad es que por
mí, hubiese preferido dejarla siempre desnuda. Los vestidos parecían atentar,
de un modo imperceptible, contra su pura y excitante inocencia.
“Un día decidí comprarle un
anillo; su placer fue tan auténtico como el de una mujer de verdad. Desde
entonces empezó a exigirme por señas todos los días que le trajera otro: de
este modo, al cabo de pocos meses, sus pequeñas manos quedaron literalmente tapadas
de anillos. También le compré pulseras, prendedores y collares.
“En verdad esta frágil criatura,
peligrosamente asexuada, había llegado a ejercer sobre mí un incomprensible
dominio: me sentía atado a ella, como esclavizado, cosa que nunca me había
ocurrido antes con ninguna mujer integral. Durante mis breves ausencias
experimentaba todo el tiempo una sensación indefinible de angustia: temía no
encontrarla a mi regreso: pensaba que podía esfumarse en el aire o hundirse en
el mar. Incluso sentía celos insensatos de todos los pescados que merodeaban
alrededor del faro: suponía que alguno de ellos sería su amigo y que se
entendía con ella de algún inimaginable modo mientras yo bajaba al puerto.
“En el fondo, mi constante temor
era pensar que pudiera aburrirse de mi compañía y, mientras viví dominado por
esa obsesión maniática, jamás pensé en la posibilidad de aburrirme yo mismo.
“En realidad nuestra existencia
era bastante monótona: nos besábamos y nos acariciábamos interminablemente en
el más absoluto silencio (ella nunca aprendió a hablar). Yo hundía mis manos en
su cabellera y apretaba mi cabeza contra su cuerpo; ella temblaba suavemente y
luego quedaba inmóvil, como una delicada alga marina. Después de largas horas
consumidas en esta estéril e infructuosa gimnasia, terminaba por depositarla en
su balde y me retiraba a un rincón a beber.
“En aquellos años me habitué a
la bebida en forma exagerada, ingiriendo grandes cantidades de alcohol tanto de
día como de noche, circunstancia que contribuyó a aprisionarme cada vez con más
fuerza en ese informe laberinto sin salida, del cual pude no haber escapado
jamás”.
En ese instante, el rojizo
capitán suspendió momentáneamente su narración y, llevándose una vez más la
botella a los labios, terminó con todo el ron que quedaba. Luego estalló en una
formidable risotada, a la vez cordial y siniestra; se limpió los bigotes y
lanzó un pequeño suspiro sentimental.
–El asunto terminó por
resolverse del modo más imprevisible –comentó–. Una tarde, mientras paseaba
nerviosamente por las calles del puerto pensando qué cosa comprarle a mi sirena
que pudiera mitigar su posible aburrimiento, tuve la ocurrencia (lo increíble
era que no la hubiera tenido antes) de llevarle una caja de chocolates.
“Este fue el principio de mi
liberación. Desde ese día ella se aficionó inmoderadamente a comer golosinas,
hasta el extremo de hacerme pensar que había encontrado por fin su verdadera
vocación; devoraba caramelos, calugas, bombones y chocolates con una voracidad
reconcentrada y sistemática, rayana en el fanatismo, de suerte que a las pocas
semanas el faro se había convertido en un basural de papeles plateados, cintas,
cartones y cajas vacías decoradas con paisajes suizos. Naturalmente empezó a
engordar y, al perder sus aéreas formas de niña, todo el misterioso encanto de
su persona se fue disipando gradualmente hasta esfumarse. Comenzó a desarrollar
gorduras y rollos de grasa en la parte inferior de la espalda, justo encima de
las escamas; sus senos, antes pequeños y tensos como limones, se volvieron
colgantes y voluminosos (los sostenes del número más alto ya no le servían y
había que añadirlos con cuerdas). Por último, llegó a engordar de tal manera
que quedó definitivamente adherida al balde sin poder salir de él nunca más.
“Desde entonces, naturalmente,
se hizo imposible renovarle el agua, pero el asunto ya había dejado de
preocuparme demasiado.
“Fue justamente durante esa
temporada cuando empecé a serle abiertamente infiel. Comenzaba la primavera; en
mis incursiones por las tabernas del puerto trabé amistad con una mujer cuyo
principal atractivo para mí consistía en no parecerse en nada a una sirena:
tenía el pelo negro, tieso y corto y los ojos desprovistos de todo misterio.
Sus caderas, sin embargo, estaban bien conformadas y sus piernas eran
francamente atractivas. Experimentaba un desahogo sin precedentes
acariciándolas hasta los tobillos, después de tantos años en que mis manos
debían detenerse bruscamente al llegar a la cintura.
“En fin, mi nueva experiencia
amorosa fue aliviadora, como ustedes comprenderán, en más de un aspecto.
Comencé a ausentarme del faro por períodos cada vez más largos; por último
reduje mis visitas a una por semana: los martes al mediodía llegaba puntualmente
con una inmensa provisión de calugas (había suspendido la compra de chocolates
por resultarme excesivamente dispendiosa). Ella abría ávidamente el paquete y
comenzaba a devorar, casi sin mirarme. Yo escapaba en puntillas y regresaba a
tierra a reunirme con mi querida.
“Este estado de cosas, por demás
absurdo e insostenible, se prolongó durante largos meses por pura inercia. Era
una época del año en que no había movimiento de barcos y mis funciones de
guardafaro se reducían prácticamente a nada, lo cual me permitía permanecer
alejado de ella casi todo el tiempo.
“A decir verdad, nuestra
aventura había sido tan frustrada y extravagante que, tal vez por lo mismo, yo
no atinaba a darle un corte. ¿Cómo poner punto final a algo que ni siquiera
había empezado?
“Por último, un impulso
repentino de mi parte puso fin a la situación.
“Sucedió un día en que llegué al
faro con algunas copas de más. Al entrar como de costumbre al dormitorio
constaté con asombro que la sirena había desaparecido.
“Aunque parezca increíble sentí
revivir por un momento, con toda su dolorosa intensidad, el viejo y angustioso
terror de perderla. Recorrí anhelante los pasillos y los cuartos vacíos; abrí
puertas, moví muebles y escudriñé rincones. Subí y bajé corriendo de la torre,
hasta que de pronto, sorpresivamente, la encontré. Había rodado o reptado, con
su balde a cuestas, hasta una pequeña terraza abierta al mar.
“En el instante mismo de verla
toda mi angustia se transformó en ira violenta e incontenible. Parecía
irritarme particularmente su obesidad: la repugnante blancura de sus fláccidos
rollos de carne, sus brazos cortos y abultados y su rala cabellera rubia prematuramente
atacada por la calvicie. Recostada de boca, seguía con embeleso los movimientos
de un joven que se hundía coquetamente bajo las olas, mientras sus manos
pequeñas y gordas apretaban posesivamente los restos de un paquete de calugas.
“Sin pensarlo dos veces, me
lancé contra ella y como pude la arrojé al mar a puntapiés”.
***
Hacía rato que un cuarto señor nos tenía a todos
molestos haciendo extraños ruidos con sus extremidades inferiores. Una vez
terminado el relato de la sirena procedió a golpear violentamente los zapatos
contra el suelo. Era un caballero de facciones regulares, dotado de una
tupidísima barba de color castaño; sus zapatos eran unos botines altos y
ceñidos que indudablemente le quedaban estrechos.
Después de muchos golpes y
forcejeos logró sacárselos y pudimos constatar con estupor que, en lugar de
pies, tenía pezuñas semejantes a las de una cabra.
Luego se quitó los pantalones
mostrándonos en forma definitiva y completa su extravagante naturaleza, mitad
hombre mitad bestia. Sus piernas nudosas y cubiertas de un grueso pelaje
estaban conformadas al revés, a la manera de un carnero o de un caballo.
Después de esto se sacó la
chaqueta, se abrió un poco la camisa y se sentó, como agobiado, en una silla.
–Ustedes perdonen –dijo–, pero
tenía que hacer esto. ¡No podía resistir más!
“Es terrible tener que vivir
disfrazado y escondido como un delincuente. Yo soy una persona honrada: odio
esta especie de mentira. ¿Por qué no puedo presentarme ante ustedes tal como
soy? ¿Acaso hay algo malo o perverso en tener los pies y las piernas diferentes
de los demás?
“No piensen por favor que me
considero un ser extraordinario, un fauno o algo por el estilo; siempre he
odiado las grandes palabras. Soy así, eso es todo. He sido siempre así y no
recuerdo haber sido nunca de otra manera.
“Antes vivía en medio de los
bosques, discretamente aislado del mundo y era bastante feliz; comía nueces
silvestres y bebía el agua limpia y fresca de las vertientes; corría y saltaba
y jugaba mis juegos particulares, absolutamente solo. No recuerdo haberme
aburrido jamás.
“De vez en cuando recibía
algunas visitas femeninas; no siempre eran exactamente de mi agrado, pero yo
las atendía lo mejor posible, sin perder nunca el buen humor. Por lo general,
se trataba de viudas o solteras ya no demasiado jóvenes; mujeres de un temperamento
fuerte y posesivo, dotadas de una enorme agresividad. Solían darme caza entre
los matorrales, a veces en grupos de tres o cuatro. Era un amable juego que no
me disgustaba del todo; cuando calculaba que habían gastado parte de sus
energías, me dejaba atrapar. Siempre he gozado de un éxito misterioso e
inmerecido con cierto tipo de mujeres.
“Recuerdo a una, sin embargo,
cuyo exagerado entusiasmo por mi persona llegó a resultarme antipático. Era una
señorita alta y fornida, de unos cuarenta años aproximadamente. Me perseguía
con tal tesón y frecuencia que me obligaba a huir de ella seriamente, a todo lo
que daban mis cascos. Así y todo siempre conseguía alcanzarme; me aprisionaba
en sus brazos y forcejeábamos de igual a igual (a decir verdad, era tan fuerte
o más que yo). Al final me tumbaba invariablemente sobre el césped y yo la
poseía, o ella me poseía a mí; nunca pude establecer esto de un modo claro.
“Por último, un buen día
suspendió sus visitas. Presumo que debió haber encontrado novio o algo
semejante. El hecho es que no volvió a molestarme más.
“Todos estos contratiempos y
amenidades no alteraban, por cierto, la fundamental serenidad de mi existencia
de alegre y despreocupado ermitaño, libre de problemas humanos y teológicos y
en consecuencia, como ya les dije, razonablemente feliz.
“Mis verdaderos contratiempos
comenzaron cuando el bosque en que vivía fue adquirido por una importante y
progresista sociedad maderera. Empezaron a aparecer equipos de leñadores cuya
misión consistía en arrasar con todo; al principio trabajaban con hachas,
después optaron por el uso de complicados aparatos y serruchos mecánicos.
“Al poco tiempo ya no tenía
dónde esconderme: habían reducido mi espacio vital a un grupo de diez o doce
árboles.
“Fue entonces cuando adopté una
resolución desesperada. Era un caluroso domingo de verano; los obreros se
habían retirado y el cuidador estaba bañándose en un riachuelo cercano. Me
vestí como pude con su ropa y escapé, trotando y galopando, en dirección a la ciudad.
“Desde entonces he vivido
envuelto y sofocado por camisas, chaquetas y pantalones, y mis pezuñas han
perdido definitivamente su libertad, escondidas en la insoportable prisión de
las botas y los zapatos.
“Considerando otros aspectos no
debería quejarme. He realizado buenos negocios y actualmente soy propietario de
un próspero almacén de abarrotes. Pero, como dice el adagio, el dinero no hace
la felicidad y yo añoro los viejos tiempos en que no conocía los billetes y
hasta ignoraba la existencia de los bolsillos.
“Por eso tal vez he decidido
ahora descubrirme delante de ustedes, sin pensar en las consecuencias que esto
pudiera reportarme. Si alguno de los presentes quisiera delatarme a las
autoridades, me haría por último un gran favor. ¡Estoy aburrido de todo!
Pienso, sin embargo, que, por muy irregular que sea mi situación civil, no
podré ser encarcelado: ninguna prisión aceptaría cobijar a un monstruo como yo.
“Tampoco podrían someterme a
juicio porque, en rigor, no he cometido ningún delito, como no sea el de
carecer de documentos de identificación. Quizá pudieran expatriarme, pero ¿a
dónde? Entiendo que en todo el mundo se están eliminando los bosques con fines
industriales. No tendría ningún rincón agreste o selvático donde refugiarme.
“A veces pienso seriamente en la
posibilidad de abrirme las venas, poniendo fin a una existencia demasiado
prolongada que tiende a hacerse cada día más triste, inútil y anacrónica”.
Al decir esto sacó un inmenso y
policromado pañuelo de pésimo gusto y procedió a enjugarse algunas lágrimas que
caían pesadamente sobre su barba.
Entonces, el dueño de casa se
acercó a él y empezó a acariciarlo con infinita delicadeza, como una madre a su
hijo pequeño. Luego corrió a buscarle una diminuta copita de ron que el fauno
bebió pausadamente, a pequeños sorbos, mientras emitía discretos, casi
imperceptibles sollozos.
–No hay motivo para ponerse así
–le aseguró el tabernero, con una voz a un tiempo aterciopelada y chillona–.
Después de todo, ¿qué es lo que le preocupa tanto? ¿Una conformación levemente
original de sus extremidades inferiores? ¡Bah! ¡Eso no es nada! Todos tenemos
nuestras peculiaridades. El mundo está sobresaturado de excepciones; me
atrevería a asegurarle que la regla, o la normalidad, es lo único que no existe
en ninguna parte, fuera de nuestra imaginación. Yo, personalmente, soy un
murciélago.
Junto con hacer esta insólita
declaración, nuestro anfitrión inició el repulsivo proceso de desnudarse a su
turno, empezando por remover de su garganta unas delgadísimas bufandas o
membranas grisáceas que la envolvían.
Hui.
A la salida el chofer intentó
detenerme.
–Ya estamos listos –me aseguró–.
Partimos enseguida.
Pero yo seguí corriendo.
Antes de volver a enfrentarme
con tan inquietantes personajes, preferí continuar mi viaje a pie y, por mayor
precaución, en una dirección diametralmente opuesta, gracias a lo cual no he
vuelto a encontrarlos nunca más.
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