Voltaire
Capítulo primero. Viaje de un habitante del mundo de
la estrella Sirio al planeta de Saturno
En uno de esos planetas que giran alrededor de la estrella
llamada Sirio había un joven de mucho ingenio a quien tuve el honor de conocer
durante el último viaje que hizo a nuestro pequeño hormiguero; se llamaba
Micromegas, nombre que conviene mucho a todos los grandes. Tenía ocho leguas de
alto; por ocho leguas entiendo veinticuatro mil pasos geométricos de cinco pies
cada uno.
Algunos algebristas, gentes siempre útiles al público,
tomarán de inmediato la pluma y llegarán a la conclusión de que si el señor
Micromegas, habitante del país de Sirio, tiene de la cabeza a los pies
veinticuatro mil pasos, que hacen ciento veinticinco mil pies de rey, y
nosotros, ciudadanos de la Tierra, apenas tenemos más de cinco pies, mientras
que si nuestro globo tiene nueve mil leguas de perímetro, llegarán a la
conclusión, digo, de que es absolutamente necesario que el globo que lo ha
producido tenga exactamente veintiún millones seiscientas mil veces más
circunferencia que nuestra pequeña Tierra. Nada es más sencillo ni más habitual
en la naturaleza. Los Estados de algunos soberanos de Alemania o de Italia, que
pueden recorrerse en media hora, no son, comparados con el Imperio de Turquía,
de Moscovia o de la China, más que una debilísima imagen de las prodigiosas
diferencias que la naturaleza ha puesto en todos los seres.
Por ser la talla de Su Excelencia de la altura que he dicho,
todos nuestros escultores y todos nuestros pintores admitirán sin esfuerzo que
su cintura puede tener cincuenta mil pies de rey de contorno; lo cual es una
bonita proporción.
En cuanto a su inteligencia, es una de las más cultivadas que
tenemos; sabe muchas cosas, ha inventado algunas; aún no tenía doscientos
cincuenta años y estudiaba, según la costumbre, en el colegio de los jesuitas
de su planeta, cuando adivinó, gracias a la fuerza de su inteligencia, más de
cincuenta proposiciones de Euclides. Es decir, dieciocho más que Blaise Pascal,
quien, después de haber adivinado treinta y dos por entretenimiento, según dice
su hermana, se convirtió luego en un geómetra bastante mediocre y en un pésimo
metafísico. Hacia los cuatrocientos cincuenta años, al salir de la infancia,
disecó muchos de esos pequeños insectos que no tienen cien pies de diámetro, y
que se resisten a los microscopios ordinarios; compuso sobre ello un libro muy
curioso, pero que le creó algunos problemas. El muftí de su país, gran
quisquilloso y muy ignorante, encontró en su libro proposiciones sospechosas,
malsonantes, temerarias, heréticas, que olían a herejía, y lo persiguió con
saña; se trataba de saber si la forma sustancial de las pulgas de Sirio era de
igual naturaleza que la de los caracoles. Micromegas se defendió con ingenio;
puso a las mujeres de su parte; el proceso duró doscientos veinte años. Por
último, el muftí hizo condenar el libro por jurisconsultos que no lo habían
leído, y el autor recibió la orden de no aparecer por la corte durante
ochocientos años.
Muy poco le afligió ser desterrado de una corte que sólo
estaba llena de enredos y bajezas. Hizo una canción muy divertida contra el
muftí, de la que éste apenas se preocupó, y se puso a viajar de planeta en
planeta para acabar de formarse “el espíritu y el corazón”, como suele decirse.
Los que sólo viajan en silla de posta o en berlina se asombrarán sin duda de
los carruajes de lujo de allá arriba: porque nosotros, sobre nuestro pequeño
montón de barro, no concebimos nada más allá de nuestras costumbres. Nuestro
viajero conocía maravillosamente las leyes de la gravitación y todas las
fuerzas atractivas y repulsivas. Las utilizaba de manera tan apropiada que,
unas veces con la ayuda de un rayo de sol, otras gracias a la comodidad de un
cometa, iba de globo en globo, él y los suyos, como un pájaro salta de rama en
rama. Recorrió la Vía Láctea en poco tiempo, y me veo obligado a confesar que,
a través de las estrellas de que está sembrada, nunca vio ese hermoso cielo
empíreo que el ilustre vicario Derham se jacta de haber visto en el extremo de
su anteojo. No es que yo pretenda que el señor Derham haya visto mal, ¡Dios me
libre! Pero Micromegas estuvo en aquellos lugares, es un buen observador, y no
quiero contradecir a nadie. Micromegas, tras haber dado sus buenas vueltas,
llegó al globo de Saturno. Por acostumbrado que estuviera a ver cosas nuevas,
al principio, contemplando la pequeñez del globo y de sus habitantes, no pudo
dejar de sonreír con esa sonrisa de superioridad que a veces se les escapa a
los más sabios. Porque, a la postre, Saturno no es apenas más que novecientas veces
mayor que la Tierra, y los ciudadanos de ese país son enanos que sólo tienen
mil toesas de alto aproximadamente. Al principio se rio un poco de sus gentes,
poco más o menos como un músico italiano se echa a reír de la música de Lulli cuando
viene a Francia. Pero como el siriano tenía buen espíritu, pronto comprendió
que un ser pensante muy bien puede no ser ridículo por no tener más que seis
mil pies de alto. Se familiarizó con los saturnianos, después de haberlos asombrado.
Trabó estrecha amistad con el secretario de la Academia de Saturno, hombre de
mucho ingenio, que en verdad no había inventado nada pero que daba muy buena
cuenta de las invenciones de los demás, y hacía pasablemente pequeños versos y
grandes cálculos. Para satisfacción de los lectores, referiré aquí una singular
conversación que Micromegas tuvo un día con el señor secretario.
Capítulo II. Conversación del habitante de Sirio con
el de Saturno
Después de que Su Excelencia se hubiera tumbado, y de que el
secretario se hubiera acercado a su rostro, dijo Micromegas: “Hay que admitir
que la naturaleza es muy varia”.
–Sí –dijo el saturniano–, la naturaleza es como un parterre
cuyas flores…
–¡Ah! –dijo el otro–, deje en paz su parterre.
–Es –continuó el secretario–, como una asamblea de rubias y
morenas cuyas galas…
–¿Y qué me importan a mí sus morenas? –dijo el otro.
–Entonces es como una galería de retratos cuyos rasgos…
–¡Que no! –dijo el viajero–, le repito que la naturaleza es
como la naturaleza. ¿Por qué buscarle comparaciones?
–Para complacerlo –replicó el secretario.
–No quiero que me complazcan –respondió el viajero–, quiero
que me instruyan; empiece primero por decirme cuántos sentidos tienen los
hombres de su globo.
–Tenemos setenta y dos –dijo el académico–, y todos los días
nos lamentamos de que son pocos. Nuestra imaginación va más allá de nuestras
necesidades; nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo
y nuestras cinco lunas estamos demasiado limitados; y, a pesar de toda nuestra
curiosidad y del número bastante considerable de pasiones que resultan de
nuestros setenta y dos sentidos, tenemos todo el tiempo para aburrirnos.
–Lo creo –dijo Micromegas–, porque en nuestro globo tenemos
cerca de mil sentidos, y todavía nos queda no sé qué deseo vago, no sé qué
inquietud, que sin cesar nos advierte que somos poca cosa, y que hay seres
mucho más perfectos. Yo he viajado un poco; he visto mortales muy por encima de
nosotros; los he visto muy superiores; pero no he visto ninguno que no tenga
más deseos que verdaderas necesidades, y más necesidades que satisfacción.
Quizá llegue un día al país en el que no falte nada; pero, hasta el presente,
nadie me ha dado noticias positivas de ese país.
El saturniano y el siriano se perdieron entonces en largas
conjeturas; pero después de muchos razonamientos, muy ingeniosos y muy
inciertos, tuvieron que volver a los hechos. “¿Cuánto tiempo viven?”, dijo el
siriano.
–¡Ah!, muy poco –replicó el hombrecillo de Saturno.
–Todo es igual que entre nosotros –prosiguió el siriano–:
siempre nos quejamos de lo poco que es. Ha de ser una ley universal de la naturaleza.
–¡Ay! –dijo el saturniano–, nosotros no vivimos más que
quinientas grandes revoluciones del Sol. (Esto equivale a quince mil años
aproximadamente, contando a nuestro modo). Ya ves que eso es morir en el
momento en que se nace; nuestra existencia es un punto, nuestra duración un
instante, nuestro globo un átomo. Apenas comienza uno a instruirse un poco
cuando la muerte llega antes de que se tenga experiencia. En cuanto a mí, no me
atrevo a hacer ningún proyecto; me encuentro como una gota de agua en un océano
inmenso. Me avergüenzo, sobre todo ante ti, de la ridícula figura que hago en
este mundo.
Micromegas le replicó: “Si no fueras filósofo, temería
afligirte informándote que nuestra vida es setecientas veces más larga que la suya;
pero sabes de sobra que, cuando hay que rendir el cuerpo a los elementos y
reanimar la naturaleza bajo otra forma, eso es lo que se llama morir; cuando
ese momento de metamorfosis llega, haber vivido una eternidad o haber vivido un
día es exactamente lo mismo. He estado en países donde se vive veinte veces más
tiempo que en el mío, y he encontrado que también se quejaban por ello. Pero en
todas partes hay personas de buen sentido que saben resignarse y dar las
gracias al autor de la naturaleza. Él ha derramado sobre este universo una
profusión de variedades, con una especie de uniformidad admirable. Por ejemplo,
todos los seres pensantes son distintos, y todos se parecen en el fondo por el
don del pensamiento y de los deseos. La materia es por doquier extensa, pero en
cada globo tiene propiedades distintas. De estas propiedades diversas, ¿cuántas
cuentan ustedes en su materia?
–Si te refieres a esas propiedades –dijo el saturniano–, sin
las que creemos que este globo no podría subsistir tal cual es, contamos tres
centenares, como la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la
gravitación, la divisibilidad, etc.
–Aparentemente –replicó el viajero–, este pequeño número
basta a los propósitos que el Creador tenía sobre su pequeña morada. Admiro en
todo su sabiduría; por todas partes veo diferencias, pero también por todas
partes proporciones. Su globo es pequeño, sus habitantes también lo son; tienen
pocas sensaciones; su materia tiene pocas propiedades: todo esto es obra de la
Providencia. Bien examinado, ¿de qué color es su sol?
–De un blanco muy amarillento –dijo el saturniano–; y cuando
dividimos uno de sus rayos, encontramos que contiene siete colores.
–Nuestro sol tira a rojo –dijo el siriano–, y tenemos treinta
y nueve colores primitivos. No hay ningún sol, entre todos aquellos a los que
me he acercado, que se parezca, como en ustedes no hay un rostro que no sea
diferente de todos los demás.
Después de muchas cuestiones de esta naturaleza, se informó
sobre cuántas sustancias esencialmente diferentes contaban en Saturno. Supo que
sólo contaban con una treintena, como Dios, el espacio, la materia, los seres
extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres
pensantes que no tienen extensión, los que se penetran, los que no se penetran,
etc. El de Sirio, en cuyo país se contaban trescientas, y que había descubierto
tres mil distintas en sus viajes, maravilló al filósofo de Saturno. Por último,
tras haberse comunicado uno a otro un poco de lo que sabían y mucho de lo que
no sabían, y después de haber razonado durante una revolución del Sol,
decidieron hacer juntos un pequeño viaje filosófico.
Capítulo III. Viaje de dos habitantes de Sirio y de
Saturno
Nuestros dos filósofos estaban prestos a embarcarse en la
atmósfera de Saturno, con una buenísima provisión de instrumentos matemáticos,
cuando la amante del saturniano, que recibió esas noticias, llegó llorando para
reprochárselo. Era una preciosa morenita que sólo medía seiscientas sesenta
toesas, pero que compensaba con muchos encantos la pequeñez de su estatura: “¡Ah,
cruel!”, exclamó, “después de haberte soportado mil quinientos años, cuando al
fin empezaba a entregarme, cuando apenas he pasado doscientos años entre tus
brazos, me abandonas para irte a viajar con un gigante de otro mundo; vete, no
eres más que un curioso, nunca has sentido amor; si fueras un verdadero
saturniano, serías fiel. ¿A dónde corres? ¿Qué quieres? Nuestras cinco lunas
son menos errantes que tú, menos cambiante nuestro anillo. Está decidido, no
volveré a querer nunca a nadie”. El filósofo la abrazó, lloró con ella, por más
filósofo que fuera, y la dama, tras haberse desmayado, fue a consolarse con un
petimetre del país.
Mientras tanto, nuestros dos curiosos partieron; saltaron
primero sobre el anillo, que encontraron bastante llano, como muy bien lo había
adivinado un ilustre habitante de nuestro pequeño globo; desde allí fueron
fácilmente de luna en luna. Un cometa pasaba muy cerca de la última; se
lanzaron sobre él con sus criados y sus instrumentos. Cuando hubieron hecho
unos ciento cincuenta millones de leguas, toparon con los satélites de Júpiter.
Pasaron al propio Júpiter, y en él se quedaron todo un año, durante el que
aprendieron bellísimos secretos que estarían actualmente en prensa de no ser
por los señores inquisidores, que han encontrado algunas proposiciones algo
duras. Pero yo he leído el manuscrito en la biblioteca del ilustre arzobispo
de… que me ha dejado ver sus libros con esa generosidad y esa bondad que nunca
serán suficientemente alabadas. Mas volvamos a nuestros viajeros. Al salir de
Júpiter atravesaron un espacio de unos cien millones de leguas y bordearon el
planeta Marte, que, como se sabe, es cinco veces más pequeño que nuestro
pequeño globo; vieron dos lunas que sirven a este planeta, y que han escapado a
las miradas de nuestros astrónomos. Sé de sobra que el padre Castel escribirá,
y hasta de forma bastante divertida, contra la existencia de estas dos lunas;
pero en este punto me remito a los que razonan por analogía. Estos buenos
filósofos saben lo difícil que sería que Marte, que tan lejos está del Sol, se
pasara con menos de dos lunas. Sea como fuere, a nuestras gentes les pareció
tan pequeño que temieron no encontrar dónde acostarse, y siguieron adelante,
como dos viajeros que desprecian una mala taberna de aldea y continúan hasta la
ciudad vecina. Pero el siriano y su compañero se arrepintieron pronto.
Caminaron mucho tiempo, y no encontraron nada. Por fin columbraron una
lucecita: era la Tierra; dio lástima a gentes que venían de Júpiter. Sin
embargo, por miedo de arrepentirse por segunda vez, decidieron desembarcar.
Pasaron por la cola del cometa y, encontrando una aurora boreal a mano, se
metieron en ella y llegaron a tierra por el lado septentrional del mar Báltico
el 5 de julio de 1737 del nuevo calendario.
Capítulo IV. Lo que les ocurre sobre el globo de la
Tierra
Después de haber descansado algún tiempo, comieron para
almorzar dos montañas que sus criados les prepararon bastante bien. Luego
quisieron reconocer el pequeño país en el que estaban. Fueron primero de norte
a sur. Los pasos ordinarios del siriano y sus gentes eran de unos treinta mil
pies de rey; el enano de Saturno los seguía de lejos jadeando; tenía que dar
unos doce pasos cuando el otro daba una zancada; figúrense (si es que está
permitido hacer tales comparaciones) un perrillo faldero que siguiera a un
capitán de guardias del rey de Prusia.
Como estos extranjeros van bastante deprisa, dieron la vuelta
al globo en treinta y seis horas; cierto que el Sol, o más bien la Tierra, hace
un viaje igual en una jornada; pero hay que pensar que se va mucho más cómodo
cuando uno gira sobre su eje que cuando camina sobre los pies. Ya los tenemos,
pues, de vuelta al punto del que habían partido, tras haber visto esa charca,
casi imperceptible para ellos, que se llama el Mediterráneo, y ese otro pequeño
estanque que, con el nombre de Gran Océano, rodea la topera. El enano nunca se
había metido más que hasta media pierna, y el otro apenas si se había mojado el
talón. Hicieron cuanto pudieron yendo y viniendo por encima y por debajo para
tratar de ver si este globo estaba habitado o no. Se agacharon, se tumbaron,
tantearon por todas partes; pero al no ser sus ojos y sus manos proporcionados
a los pequeños seres que aquí reptan, no recibieron la menor sensación que
pudiera hacerles sospechar que nosotros y nuestros cofrades, los demás
habitantes de este globo, tenemos el honor de existir.
El enano, que a veces juzgaba algo apresuradamente, decidió
al principio que no había nadie sobre la Tierra. Su primera razón era que no
había visto a nadie. Micromegas le dio a entender discretamente que aquello era
razonar bastante mal. “Porque con tus pequeños ojos”, le decía, “no ves ciertas
estrellas de la quinta magnitud que yo percibo con toda claridad; ¿concluyes de
eso que tales estrellas no existen?”
–Pues yo he tanteado bien –dijo el enano.
–Pero oliste mal –respondió el otro.
–Pero este globo está tan mal construido –dijo el enano–, es
tan irregular y de una forma que me parece tan ridícula…; aquí todo me parece
estar en el caos; ¿ves esos pequeños riachuelos, ninguno de los cuales corre
derecho, esos estanques que no son ni redondos, ni cuadrados, ni ovalados, ni
de ninguna forma regular; todos esos pequeños granos puntiagudos de que el
globo está erizado, y que me han desollado los pies? (Se refería a las
montañas). ¿Observas, además, la forma de todo este globo, lo chato que es en
los polos, cómo gira alrededor del Sol de una forma torpe, de manera que los
climas de los polos son necesariamente incultos? En verdad, lo que me hace
pensar que aquí no hay nadie es que, en mi opinión, gentes de buen sentido no
querrían quedarse en él.
–Bueno –dijo Micromegas–, quizá no lo habite gente de buen
sentido. Aunque, en fin, hay alguna apariencia de que esto no se ha hecho para
nada. Aquí todo te parece irregular, dices, porque en Saturno y en Júpiter todo
está tirado a cordel. Bueno, quizá por ese mismo motivo haya aquí algo de
confusión. ¿No te dije que en mis viajes siempre había observado variedad?.
El saturniano replicó a todas estas razones. La disputa no
habría terminado nunca si, por suerte, al animarse hablando, Micromegas no
hubiera roto el hilo de su collar de diamantes. Los diamantes cayeron: eran de
preciosos quilates bastante desiguales, los más gordos de los cuales pesaban
cuatrocientas libras, y los más pequeños cincuenta. El enano recogió algunos;
al acercarlos a sus ojos se dio cuenta de que aquellos diamantes estaban
tallados de tal modo que eran excelentes microscopios. Cogió, pues, un pequeño
microscopio de ciento sesenta pies de diámetro y lo aplicó a su pupila; y
Micromegas eligió uno de dos mil quinientos pies. Eran excelentes; pero al
principio no se vio nada con su ayuda: había que acostumbrarse. Por fin, el
habitante de Saturno vio algo imperceptible que se movía entre dos aguas en el
mar Báltico: era una ballena. La cogió con el dedo meñique con mucha maña y,
poniéndola sobre la uña del pulgar, se la mostró al siriano, que se echó a reír
por segunda vez por el exceso de pequeñez que tenían los habitantes de nuestro
globo. El saturniano, convencido de que nuestro mundo está habitado, pronto
imaginó que sólo lo estaba por ballenas; y como era un gran pensador, quiso
adivinar de dónde sacaba un átomo tan pequeño su movimiento, si tenía ideas,
voluntad y libertad. Micromegas se vio en muchos aprietos; examinó al animal
con mucha paciencia, y el resultado del examen fue que no había forma de creer
que allí estuviera alojada un alma. Así pues, los dos viajeros se inclinaban a
pensar que no hay espíritu en nuestro habitáculo cuando, con la ayuda del
microscopio, vieron que algo mayor que una ballena flotaba sobre el mar
Báltico. Se sabe que en esa misma época una nidada de filósofos regresaba del
círculo polar, bajo el cual habían ido a hacer observaciones que a nadie se le
habían ocurrido hasta entonces. Las gacetas dirán que su barco se estrelló en
las costas de Botnia y que a duras penas consiguieron salvarse; pero en este
mundo nunca se sabe lo que esconden los naipes. Voy a contar ingenuamente cómo
sucedió todo, sin poner nada de mi parte, lo cual no es pequeño esfuerzo para
un historiador.
Capítulo V. Experiencias y razonamientos de los dos
viajeros
Micromegas extendió la mano suavemente hacia el lugar en que
aparecía el objeto y, adelantando dos dedos y retirándolos por temor a
equivocarse, luego abriéndolos y cerrándolos, cogió con mucha habilidad el
barco que llevaba a aquellos señores y lo puso también sobre su uña, sin
apretarlo mucho por miedo a aplastarlo. “He aquí un animal muy distinto del
primero”, dijo el enano de Saturno. El siriano puso el pretendido animal en el
hueco de su mano. Los pasajeros y las gentes de la tripulación, que se habían
creído levantados por un huracán, y que se creían sobre una especie de roca, se
ponen todos en movimiento; los marineros cogen toneles de vino, los lanzan
sobre la mano de Micromegas y se precipitan tras ellos. Los geómetras cogen sus
cuartos de círculo, sus sectores y sus mujeres laponas, y descienden a los
dedos del siriano. Tanto hicieron, que este sintió por fin moverse alguna cosa
que le hacía cosquillas en los dedos: era un bastón ferrado que se le hundía un
pie en el dedo índice; por aquel picoteo juzgó que había salido algo del pequeño
animal que sostenía. Pero al principio no sospechó nada más. El microscopio,
que apenas permitía distinguir una ballena de un navío, no tenía poder alguno
sobre un ser tan imperceptible como los hombres. No pretendo herir aquí la
vanidad de nadie, pero me veo obligado a rogar a los importantes que hagan una
pequeña observación conmigo: y es que, tomando la estatura de hombres de unos
cinco pies, sobre la tierra no tenemos una figura mayor de la que tendría,
sobre una bola de diez pies de diámetro, un animal que fuera poco más o menos
la seiscenmilésima parte de una pulgada de altura. Figúrense una sustancia que
pudiera contener la Tierra en su mano, y que tuviera órganos proporcionados a
los nuestros; y muy bien puede ocurrir que haya un gran número de sustancias de
ésas; imaginen ahora, por favor, lo que pueden pensar sobre esas batallas que
nos han valido dos aldeas que hay que devolver.
No dudo que, si algún capitán de los grandes granaderos, lee
alguna vez esta obra, elevará en dos grandes pies por lo menos los gorros de su
tropa; pero le advierto que no adelantará nada, y que él y los suyos no serán
nunca sino infinitamente pequeños.
¡Qué destreza maravillosa no necesitó, pues, nuestro filósofo
de Sirio para percibir los átomos de que acabo de hablar! Cuando Leuwenhoek y
Hartsoeker vieron o creyeron ver los primeros la semilla de que estamos
formados, no hicieron ni con mucho un descubrimiento tan sorprendente. ¡Qué
placer sintió Micromegas viendo removerse aquellas pequeñas máquinas,
examinando todas sus vueltas, siguiéndolas en todas sus operaciones! ¡Qué
exclamaciones! ¡Con qué alegría puso uno de sus microscopios en las manos de su
compañero de viaje! “¡Los veo!”, decían ambos a la vez, “¿no ves que llevan
pesos, que se agachan, que se levantan?”. Al hablar así, las manos les
temblaban por el placer de ver unos objetos tan nuevos y por el temor a
perderlos. Pasando de un exceso de desconfianza a un exceso de credulidad, el
saturniano creyó percibir que trabajaban en la propagación. “¡Ah!”, decía, “pillé
a la naturaleza con las manos en la masa”. Pero se equivocaba por las
apariencias, cosa que ocurre demasiadas veces, se utilicen o no microscopios.
Capítulo VI. Lo que les pasó con los hombres
Mucho mejor observador que su enano, Micromegas vio con toda
claridad que los átomos se hablaban; y se lo hizo observar a su compañero, que,
avergonzado de haberse confundido sobre el artículo de la generación, no quiso
creer que tales especies pudieran comunicarse ideas. Tenía el don de las
lenguas igual que el siriano; no oía hablar a nuestros átomos, y suponía que no
hablaban. Además, ¿cómo podían tener aquellos seres imperceptibles los órganos
de la voz, y qué tendrían que decir? Para hablar hay que pensar, o algo
parecido; pero si pensaban, entonces tendrían el equivalente de un alma. Ahora
bien, atribuir el equivalente de un alma a aquella especie le parecía absurdo. “Pero”,
dijo el siriano, “hace un momento creíste que hacían el amor. ¿Crees acaso que
se pueda hacer el amor sin pensar y sin proferir palabra alguna, o al menos sin
hacerse entender? ¿Supones, además, que sea más difícil producir un argumento
que un niño? Por lo que a mí se refiere, tanto lo uno como lo otro me parecen
grandes misterios.
–No me atrevo ni a creer ni a negar –dijo el enano–; ya no
tengo opinión. Hay que tratar de examinar estos insectos, luego razonaremos.
–Eso está muy bien dicho –replicó Micromegas; y acto seguido
sacó un par de tijeras con las que se cortó las uñas, y de un recorte de la uña
de su pulgar hizo inmediatamente una especie de gran trompeta parlante a manera
de un vasto embudo, cuyo tubo se puso en la oreja. La circunferencia del embudo
envolvía el barco y toda la tripulación. La voz más débil entraba en las fibras
circulares de la uña, de suerte que, gracias a su habilidad, el filósofo oyó
perfectamente desde allá arriba el zumbido de nuestros insectos de aquí abajo.
En unas pocas horas consiguió distinguir las palabras, y por fin entender el
francés. El enano hizo otro tanto, aunque con más dificultades. El asombro de
los viajeros aumentaba a cada instante. Oían a unas polillas hablar con
bastante buen sentido: este juego de la naturaleza les parecía inexplicable. No
les costará creer que el siriano y su enano ardían de impaciencia por trabar
conversación con los átomos; pero temían que su voz de trueno, sobre todo la de
Micromegas, ensordeciera a las polillas sin ser entendida. Había que disminuir
su fuerza. Se pusieron en la boca una especie de palillos, cuyo extremo muy
afilado llegaba a tocar el navío. El siriano tenía al enano sobre sus rodillas,
y al navío con la tripulación sobre una uña. Agachaba la cabeza y hablaba en
voz baja. Por fin, después de todas estas precauciones y de muchas otras más,
comenzó así su discurso:
“Insectos invisibles, que la mano del Creador se ha
complacido en dar a la luz en el abismo de lo infinitamente pequeño, yo le
agradezco que se haya dignado descubrirme unos secretos que parecían
impenetrables. Quizá no se dignarían mirarlos en mi corte; pero yo no desprecio
a nadie, y les ofrezco mi protección”.
Si alguna vez hubo alguien sorprendido, fueron las gentes que
oyeron tales palabras. No podían adivinar de dónde partían. El capellán del
barco recitó las plegarias de los exorcismos, los marineros soltaron juramentos
y los filósofos del barco elaboraron un sistema; pero por más sistema que hicieran,
nunca pudieron adivinar quién les hablaba. El enano de Saturno, que tenía la
voz más suave que Micromegas, les informó entonces en pocas palabras con qué
especies tenían que habérselas. Les contó el viaje de Saturno, les puso al
corriente de quién era el señor Micromegas, y, después de haberlos compadecido
por ser tan pequeños, les preguntó si siempre se habían encontrado en aquel
miserable estado tan cercano al aniquilamiento, qué hacían en un globo que
parecía pertenecer a las ballenas, si eran felices, si se multiplicaban, si
tenían un alma, y otras cien preguntas de esa naturaleza.
Un razonador de la pandilla, más osado que los demás y
sorprendido de que se dudara de su alma, observó al interlocutor con unas
pínulas apuntadas sobre un cuarto de círculo, hizo dos descansos, y al tercero
habló así: “¿Creen entonces, señor, que, porque ustedes tengan mil toesas de la
cabeza a los pies, son un…?
–¡Mil toesas! –exclamó el enano–. ¡Justo cielo! ¿Cómo puede
saber mi altura? ¡Mil toesas! No se equivoca ni en una pulgada. ¡Cómo! Este
átomo me ha medido. Es geómetra, conoce mi tamaño; y yo, que sólo lo veo a
través de un microscopio, no conozco todavía el suyo.
–Sí, lo he medido –dijo el físico–, y mediré también a su gran
compañero.
La proposición fue aceptada; Su Excelencia se tendió a lo
largo porque, de haberse mantenido de pie, su cabeza habría quedado muy por
encima de las nubes. Nuestros filósofos le plantaron un gran árbol en un lugar
que el doctor Swift nombraría, pero que yo me guardaré mucho de llamar por su
nombre debido a mi gran respeto por las damas. Luego, mediante una serie de
triángulos unidos, concluyeron que lo que veían era, en efecto, un joven de
ciento veinte mil pies de rey.
Entonces Micromegas pronunció estas palabras: “Veo más que
nunca que no hay que juzgar nada por su tamaño aparente. ¡Oh, Dios, que diste una
inteligencia a sustancias que parecen tan despreciables!, lo infinitamente
pequeño les cuesta tan poco como lo infinitamente grande; y, si es posible que
haya seres más pequeños que éstos, aún pueden tener un espíritu superior a los
de esos soberbios animales que he visto en el cielo, cuyo solo pie cubriría el
globo del que yo descendí”.
Uno de los filósofos le respondió que con toda seguridad
podía creer que hay, en efecto, seres inteligentes mucho más pequeños que el
hombre. Le contó, no todo lo que Virgilio dijo de fabuloso sobre las abejas,
sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que Réaumur ha disecado. Le
informó, por último, de que hay animales que son para las abejas lo que las
abejas para el hombre, lo que el propio siriano era para aquellos animales tan
enormes de los que hablaba, y lo que esos grandes animales son para otras
sustancias ante las cuales sólo aparecen como átomos. Poco a poco la
conversación se volvió interesante, y Micromegas habló así.
Capítulo VII. Conversación con los hombres
“Oh, átomos inteligentes, en quienes el Ser eterno se ha
complacido en manifestar su destreza y poder, sin duda deben gustar de alegrías
muy puras en su globo; porque, teniendo tan poca materia y pareciendo todo
espíritu, deben pasar su vida amando y pensando que es la verdadera vida de los
espíritus. No he visto en ninguna parte la verdadera felicidad, pero sin duda
está aquí”.
A estas palabras, todos los filósofos movieron la cabeza; y
uno de ellos, más sincero que los demás, confesó de buena fe que, si se
exceptúa un pequeño número de habitantes muy poco considerados, todo el resto
es una reunión de locos, de malvados y de infortunados. “Tenemos más materia de
la que necesitamos para hacer mucho mal”, dijo, “si el mal viene de la materia,
y demasiado espíritu si el mal viene del espíritu. ¿Saben, por ejemplo, que en
el momento en que les hablo hay cien mil locos de nuestra especie, cubiertos
con sombreros, que matan a otros cien mil animales cubiertos con turbantes, o
que son matados por éstos, y que por casi toda la Tierra se hace así desde
tiempo inmemorial?”. El siriano se estremeció y preguntó cuál podía ser el
motivo de esas horribles querellas entre animales tan frágiles: “Se trata”,
dijo el filósofo, “de algunos montones de barro del tamaño de su talón. No es
que ninguno de esos millones de hombres que se hacen degollar pretenda un
comino sobre esos montones de barro. Sólo se trata de saber si pertenecerá a
cierto hombre que se llama Sultán, o a otro que se llama, no sé por qué, César.
Ninguno de estos dos ha visto ni verá nunca el pequeño rincón de la tierra de
que se trata, y casi ninguno de esos animales que se degüellan mutuamente ha
visto nunca al animal por el que se degüellan”.
–¡Ah, desdichados! –exclamó el siriano indignado–, ¿puede
concebirse ese exceso de rabia obligada? Me dan ganas de dar tres pasos y
aplastar de tres pisadas todo ese hormiguero de asesinos ridículos.
–No se tome la molestia –le respondieron–; bastante trabajan
ellos en su ruina. Sepan que al cabo de diez años no queda nunca la centésima
parte de esos miserables; sepan que, aunque no saquen la espada, el hambre, la
fatiga y la intemperancia dominan a casi todos. Además, no es a ellos a quienes
hay que castigar, sino a esos bárbaros sedentarios que, desde el fondo de su
gabinete, ordenan, mientras hacen su digestión, la matanza de un millón de
hombres, y que luego van a dar las gracias solemnemente a Dios.
El viajero se sintió movido a piedad por la pequeña raza
humana, en la que descubría tan sorprendentes contrastes. “Puesto que ustedes
son del pequeño número de sabios”, dijo a aquellos señores, “y aparentemente no
matan a nadie por dinero, díganme, por favor, ¿en qué se ocupan?
–Disecamos moscas –dijo el filósofo–, medimos líneas,
reunimos números, estamos de acuerdo en dos o tres puntos que entendemos, y
disputamos sobre dos o tres mil que no entendemos.
En ese momento al siriano y al saturniano se les ocurrió la
fantasía de interrogar a aquellos átomos pensantes para saber las cosas en que
estaban de acuerdo.
“¿Qué espacio cuentan”, dijo, “desde la estrella de la
Canícula a la gran estrella de Géminis?”.
Todos respondieron a la vez: “Treinta y dos grados y medio”.
–¿Cuánto miden de aquí a la Luna?
–Sesenta diámetros y medio de la Tierra en números redondos.
–¿Cuánto pesa su aire?.
Creía que iba a pillarlos, pero todos le dijeron que el aire
pesa aproximadamente novecientas veces menos que un volumen igual del agua más
ligera, y mil novecientas veces menos que el oro de ducado. El pequeño enano de
Saturno, asombrado por sus respuestas, estuvo tentado de tomar por brujos a
aquellas mismas gentes a las que un cuarto de hora antes había negado un alma.
Finalmente, Micromegas les dijo: “Puesto que saben tan bien
lo que está fuera de ustedes, sin duda sabrán mejor lo que está dentro. Díganme
lo que es su alma, y cómo forman sus ideas”. Los filósofos hablaron todos a la
vez como antes; pero todos fueron de opiniones diferentes. El más viejo citaba
a Aristóteles, el otro pronunciaba el nombre de Descartes, éste el de
Malebranche, aquel otro el de Leibniz, otro más el de Locke. Un viejo
peripatético dijo en voz alta lleno de confianza: “El alma es una ‘entelequia’,
y una razón por la que tiene el poder de ser lo que es. Es lo que declara
expresamente Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre: ‘Enteleceiaesti’,
etc”.
–No entiendo demasiado bien el griego –dijo el gigante.
–Ni yo tampoco –dijo la polilla filosófica.
–Entonces –continuó el siriano–, ¿por qué citas a un tal
Aristóteles en griego?
–Es que hay que citar lo que no se comprende en absoluto en
la lengua que menos se entiende –replicó el sabio.
El cartesiano tomó la palabra y dijo: “El alma es un espíritu
puro que recibió en el vientre de su madre todas las ideas metafísicas, y que,
al salir de ahí, es obligada a ir a la escuela y aprender de nuevo todo lo que
tan bien ha sabido y que ya no sabrá más”.
–Entonces no valía la pena –respondió el animal de ocho
leguas–, que tu alma fuera tan sabia en el vientre de tu madre para ser tan
ignorante cuando tuvieras barba en el mentón.
–Pero ¿qué entiendes por espíritu?
–¿Qué me preguntas con eso? –dijo el razonador–; no tengo ni
idea: se dice que no es la materia.
–Pero ¿sabes al menos lo que es la materia?
–Muy bien –respondió el hombre–. Por ejemplo, esta piedra es
gris y de una forma determinada, tiene tres dimensiones, es pesada y divisible.
–Y bien –dijo el siriano–, esta cosa que te parece ser
divisible, pesada y gris, ¿me dirías lo que es? Ves algunos atributos, pero
¿conoces el fondo de la cosa?
–No –dijo el otro.
–Entonces no sabes lo que es la materia.
En este punto, dirigiendo la palabra a otro sabio que tenía
en su pulgar, Micromegas le preguntó qué era su alma y qué hacía esa alma. “Nada
de nada”, respondió el filósofo malebranchista, “es Dios quien hace todo por
mí; yo veo todo en él, hago todo en él; es él quien hace todo sin que yo
intervenga”.
–Eso supone no ser –continuó el sabio de Sirio–. Y tú, amigo
mío –le dijo a un leibniziano que allí estaba–, ¿qué es tu alma?
–Es –respondió el leibniziano–, una aguja que señala las
horas mientras mi cuerpo da las campanadas; o bien, si prefieres, es ella la
que da las campanadas mientras mi cuerpo señala la hora; o bien, mi alma es el
espejo del universo, y mi cuerpo es el borde del espejo: eso está claro.
Había al lado un pequeño partidario de Locke, y cuando por
fin se le dirigió la palabra, dijo: “Yo sé cómo pienso, pero sé que nunca he
pensado más que a través de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e
inteligentes, eso no lo dudo; pero que le sea imposible a Dios comunicar el
pensamiento a la materia, es lo que dudo mucho. Reverencio al poder eterno; no
me corresponde a mí limitarlo: no afirmo nada, me contento con creer que hay
más cosas posibles de lo que se piensa”.
El animal de Sirio sonrió; no le pareció éste el menos sabio;
y el enano de Saturno hubiera abrazado al partidario de Locke de no ser por la
extremada desproporción. Pero, por desgracia, estaba allí un pequeño animálculo
de bonete cuadrado, que cortó la palabra a todos los animálculos filósofos;
dijo que sabía todo el secreto, que aquello se encontraba en la Summa de
Santo Tomás; miró de arriba abajo a los dos habitantes celestes; sostuvo que
sus personas, sus mundos, sus soles, sus estrellas, todo estaba hecho
únicamente para el hombre. A estas palabras, nuestros dos viajeros se
inclinaron el uno sobre el otro ahogando una de esas risas inextinguibles que,
según Homero, es patrimonio de los dioses; sus hombros y sus vientres iban y
venían, y, en estas convulsiones, el barco, que el siriano tenía sobre su uña,
cayó en un bolsillo de los calzones del saturniano. Durante mucho tiempo estas
dos buenas gentes lo buscaron; por fin encontraron a la tripulación y volvieron
a ponerla cuidadosamente en su sitio. El siriano recogió las pequeñas polillas;
les habló todavía con gran bondad, aunque en el fondo de su corazón estuviera
algo enfadado viendo que los infinitamente pequeños tenían un orgullo casi
infinitamente grande. Les prometió hacerles un hermoso libro de filosofía,
escrito muy detalladamente para su uso, y que en ese libro verían el propósito
de las cosas. Y en efecto, antes de su partida les dio ese volumen: lo llevaron
a París, a la Academia de Ciencias; pero cuando el secretario lo hubo abierto,
lo único que vio fue sólo un libro completamente blanco: “¡Ah!, dijo, me lo
estaba temiendo”.
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