domingo, 12 de enero de 2025

Micromegas. Historia filosófica

Voltaire

 

Capítulo primero. Viaje de un habitante del mundo de la estrella Sirio al planeta de Saturno

En uno de esos planetas que giran alrededor de la estrella llamada Sirio había un joven de mucho ingenio a quien tuve el honor de conocer durante el último viaje que hizo a nuestro pequeño hormiguero; se llamaba Micromegas, nombre que conviene mucho a todos los grandes. Tenía ocho leguas de alto; por ocho leguas entiendo veinticuatro mil pasos geométricos de cinco pies cada uno.

Algunos algebristas, gentes siempre útiles al público, tomarán de inmediato la pluma y llegarán a la conclusión de que si el señor Micromegas, habitante del país de Sirio, tiene de la cabeza a los pies veinticuatro mil pasos, que hacen ciento veinticinco mil pies de rey, y nosotros, ciudadanos de la Tierra, apenas tenemos más de cinco pies, mientras que si nuestro globo tiene nueve mil leguas de perímetro, llegarán a la conclusión, digo, de que es absolutamente necesario que el globo que lo ha producido tenga exactamente veintiún millones seiscientas mil veces más circunferencia que nuestra pequeña Tierra. Nada es más sencillo ni más habitual en la naturaleza. Los Estados de algunos soberanos de Alemania o de Italia, que pueden recorrerse en media hora, no son, comparados con el Imperio de Turquía, de Moscovia o de la China, más que una debilísima imagen de las prodigiosas diferencias que la naturaleza ha puesto en todos los seres.

Por ser la talla de Su Excelencia de la altura que he dicho, todos nuestros escultores y todos nuestros pintores admitirán sin esfuerzo que su cintura puede tener cincuenta mil pies de rey de contorno; lo cual es una bonita proporción.

En cuanto a su inteligencia, es una de las más cultivadas que tenemos; sabe muchas cosas, ha inventado algunas; aún no tenía doscientos cincuenta años y estudiaba, según la costumbre, en el colegio de los jesuitas de su planeta, cuando adivinó, gracias a la fuerza de su inteligencia, más de cincuenta proposiciones de Euclides. Es decir, dieciocho más que Blaise Pascal, quien, después de haber adivinado treinta y dos por entretenimiento, según dice su hermana, se convirtió luego en un geómetra bastante mediocre y en un pésimo metafísico. Hacia los cuatrocientos cincuenta años, al salir de la infancia, disecó muchos de esos pequeños insectos que no tienen cien pies de diámetro, y que se resisten a los microscopios ordinarios; compuso sobre ello un libro muy curioso, pero que le creó algunos problemas. El muftí de su país, gran quisquilloso y muy ignorante, encontró en su libro proposiciones sospechosas, malsonantes, temerarias, heréticas, que olían a herejía, y lo persiguió con saña; se trataba de saber si la forma sustancial de las pulgas de Sirio era de igual naturaleza que la de los caracoles. Micromegas se defendió con ingenio; puso a las mujeres de su parte; el proceso duró doscientos veinte años. Por último, el muftí hizo condenar el libro por jurisconsultos que no lo habían leído, y el autor recibió la orden de no aparecer por la corte durante ochocientos años.

Muy poco le afligió ser desterrado de una corte que sólo estaba llena de enredos y bajezas. Hizo una canción muy divertida contra el muftí, de la que éste apenas se preocupó, y se puso a viajar de planeta en planeta para acabar de formarse “el espíritu y el corazón”, como suele decirse. Los que sólo viajan en silla de posta o en berlina se asombrarán sin duda de los carruajes de lujo de allá arriba: porque nosotros, sobre nuestro pequeño montón de barro, no concebimos nada más allá de nuestras costumbres. Nuestro viajero conocía maravillosamente las leyes de la gravitación y todas las fuerzas atractivas y repulsivas. Las utilizaba de manera tan apropiada que, unas veces con la ayuda de un rayo de sol, otras gracias a la comodidad de un cometa, iba de globo en globo, él y los suyos, como un pájaro salta de rama en rama. Recorrió la Vía Láctea en poco tiempo, y me veo obligado a confesar que, a través de las estrellas de que está sembrada, nunca vio ese hermoso cielo empíreo que el ilustre vicario Derham se jacta de haber visto en el extremo de su anteojo. No es que yo pretenda que el señor Derham haya visto mal, ¡Dios me libre! Pero Micromegas estuvo en aquellos lugares, es un buen observador, y no quiero contradecir a nadie. Micromegas, tras haber dado sus buenas vueltas, llegó al globo de Saturno. Por acostumbrado que estuviera a ver cosas nuevas, al principio, contemplando la pequeñez del globo y de sus habitantes, no pudo dejar de sonreír con esa sonrisa de superioridad que a veces se les escapa a los más sabios. Porque, a la postre, Saturno no es apenas más que novecientas veces mayor que la Tierra, y los ciudadanos de ese país son enanos que sólo tienen mil toesas de alto aproximadamente. Al principio se rio un poco de sus gentes, poco más o menos como un músico italiano se echa a reír de la música de Lulli cuando viene a Francia. Pero como el siriano tenía buen espíritu, pronto comprendió que un ser pensante muy bien puede no ser ridículo por no tener más que seis mil pies de alto. Se familiarizó con los saturnianos, después de haberlos asombrado. Trabó estrecha amistad con el secretario de la Academia de Saturno, hombre de mucho ingenio, que en verdad no había inventado nada pero que daba muy buena cuenta de las invenciones de los demás, y hacía pasablemente pequeños versos y grandes cálculos. Para satisfacción de los lectores, referiré aquí una singular conversación que Micromegas tuvo un día con el señor secretario.

 

Capítulo II. Conversación del habitante de Sirio con el de Saturno

Después de que Su Excelencia se hubiera tumbado, y de que el secretario se hubiera acercado a su rostro, dijo Micromegas: “Hay que admitir que la naturaleza es muy varia”.

–Sí –dijo el saturniano–, la naturaleza es como un parterre cuyas flores…

–¡Ah! –dijo el otro–, deje en paz su parterre.

–Es –continuó el secretario–, como una asamblea de rubias y morenas cuyas galas…

–¿Y qué me importan a mí sus morenas? –dijo el otro.

–Entonces es como una galería de retratos cuyos rasgos…

–¡Que no! –dijo el viajero–, le repito que la naturaleza es como la naturaleza. ¿Por qué buscarle comparaciones?

–Para complacerlo –replicó el secretario.

–No quiero que me complazcan –respondió el viajero–, quiero que me instruyan; empiece primero por decirme cuántos sentidos tienen los hombres de su globo.

–Tenemos setenta y dos –dijo el académico–, y todos los días nos lamentamos de que son pocos. Nuestra imaginación va más allá de nuestras necesidades; nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo y nuestras cinco lunas estamos demasiado limitados; y, a pesar de toda nuestra curiosidad y del número bastante considerable de pasiones que resultan de nuestros setenta y dos sentidos, tenemos todo el tiempo para aburrirnos.

–Lo creo –dijo Micromegas–, porque en nuestro globo tenemos cerca de mil sentidos, y todavía nos queda no sé qué deseo vago, no sé qué inquietud, que sin cesar nos advierte que somos poca cosa, y que hay seres mucho más perfectos. Yo he viajado un poco; he visto mortales muy por encima de nosotros; los he visto muy superiores; pero no he visto ninguno que no tenga más deseos que verdaderas necesidades, y más necesidades que satisfacción. Quizá llegue un día al país en el que no falte nada; pero, hasta el presente, nadie me ha dado noticias positivas de ese país.

El saturniano y el siriano se perdieron entonces en largas conjeturas; pero después de muchos razonamientos, muy ingeniosos y muy inciertos, tuvieron que volver a los hechos. “¿Cuánto tiempo viven?”, dijo el siriano.

–¡Ah!, muy poco –replicó el hombrecillo de Saturno.

–Todo es igual que entre nosotros –prosiguió el siriano–: siempre nos quejamos de lo poco que es. Ha de ser una ley universal de la naturaleza.

–¡Ay! –dijo el saturniano–, nosotros no vivimos más que quinientas grandes revoluciones del Sol. (Esto equivale a quince mil años aproximadamente, contando a nuestro modo). Ya ves que eso es morir en el momento en que se nace; nuestra existencia es un punto, nuestra duración un instante, nuestro globo un átomo. Apenas comienza uno a instruirse un poco cuando la muerte llega antes de que se tenga experiencia. En cuanto a mí, no me atrevo a hacer ningún proyecto; me encuentro como una gota de agua en un océano inmenso. Me avergüenzo, sobre todo ante ti, de la ridícula figura que hago en este mundo.

Micromegas le replicó: “Si no fueras filósofo, temería afligirte informándote que nuestra vida es setecientas veces más larga que la suya; pero sabes de sobra que, cuando hay que rendir el cuerpo a los elementos y reanimar la naturaleza bajo otra forma, eso es lo que se llama morir; cuando ese momento de metamorfosis llega, haber vivido una eternidad o haber vivido un día es exactamente lo mismo. He estado en países donde se vive veinte veces más tiempo que en el mío, y he encontrado que también se quejaban por ello. Pero en todas partes hay personas de buen sentido que saben resignarse y dar las gracias al autor de la naturaleza. Él ha derramado sobre este universo una profusión de variedades, con una especie de uniformidad admirable. Por ejemplo, todos los seres pensantes son distintos, y todos se parecen en el fondo por el don del pensamiento y de los deseos. La materia es por doquier extensa, pero en cada globo tiene propiedades distintas. De estas propiedades diversas, ¿cuántas cuentan ustedes en su materia?

–Si te refieres a esas propiedades –dijo el saturniano–, sin las que creemos que este globo no podría subsistir tal cual es, contamos tres centenares, como la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etc.

–Aparentemente –replicó el viajero–, este pequeño número basta a los propósitos que el Creador tenía sobre su pequeña morada. Admiro en todo su sabiduría; por todas partes veo diferencias, pero también por todas partes proporciones. Su globo es pequeño, sus habitantes también lo son; tienen pocas sensaciones; su materia tiene pocas propiedades: todo esto es obra de la Providencia. Bien examinado, ¿de qué color es su sol?

–De un blanco muy amarillento –dijo el saturniano–; y cuando dividimos uno de sus rayos, encontramos que contiene siete colores.

–Nuestro sol tira a rojo –dijo el siriano–, y tenemos treinta y nueve colores primitivos. No hay ningún sol, entre todos aquellos a los que me he acercado, que se parezca, como en ustedes no hay un rostro que no sea diferente de todos los demás.

Después de muchas cuestiones de esta naturaleza, se informó sobre cuántas sustancias esencialmente diferentes contaban en Saturno. Supo que sólo contaban con una treintena, como Dios, el espacio, la materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres pensantes que no tienen extensión, los que se penetran, los que no se penetran, etc. El de Sirio, en cuyo país se contaban trescientas, y que había descubierto tres mil distintas en sus viajes, maravilló al filósofo de Saturno. Por último, tras haberse comunicado uno a otro un poco de lo que sabían y mucho de lo que no sabían, y después de haber razonado durante una revolución del Sol, decidieron hacer juntos un pequeño viaje filosófico.

 

Capítulo III. Viaje de dos habitantes de Sirio y de Saturno

Nuestros dos filósofos estaban prestos a embarcarse en la atmósfera de Saturno, con una buenísima provisión de instrumentos matemáticos, cuando la amante del saturniano, que recibió esas noticias, llegó llorando para reprochárselo. Era una preciosa morenita que sólo medía seiscientas sesenta toesas, pero que compensaba con muchos encantos la pequeñez de su estatura: “¡Ah, cruel!”, exclamó, “después de haberte soportado mil quinientos años, cuando al fin empezaba a entregarme, cuando apenas he pasado doscientos años entre tus brazos, me abandonas para irte a viajar con un gigante de otro mundo; vete, no eres más que un curioso, nunca has sentido amor; si fueras un verdadero saturniano, serías fiel. ¿A dónde corres? ¿Qué quieres? Nuestras cinco lunas son menos errantes que tú, menos cambiante nuestro anillo. Está decidido, no volveré a querer nunca a nadie”. El filósofo la abrazó, lloró con ella, por más filósofo que fuera, y la dama, tras haberse desmayado, fue a consolarse con un petimetre del país.

Mientras tanto, nuestros dos curiosos partieron; saltaron primero sobre el anillo, que encontraron bastante llano, como muy bien lo había adivinado un ilustre habitante de nuestro pequeño globo; desde allí fueron fácilmente de luna en luna. Un cometa pasaba muy cerca de la última; se lanzaron sobre él con sus criados y sus instrumentos. Cuando hubieron hecho unos ciento cincuenta millones de leguas, toparon con los satélites de Júpiter. Pasaron al propio Júpiter, y en él se quedaron todo un año, durante el que aprendieron bellísimos secretos que estarían actualmente en prensa de no ser por los señores inquisidores, que han encontrado algunas proposiciones algo duras. Pero yo he leído el manuscrito en la biblioteca del ilustre arzobispo de… que me ha dejado ver sus libros con esa generosidad y esa bondad que nunca serán suficientemente alabadas. Mas volvamos a nuestros viajeros. Al salir de Júpiter atravesaron un espacio de unos cien millones de leguas y bordearon el planeta Marte, que, como se sabe, es cinco veces más pequeño que nuestro pequeño globo; vieron dos lunas que sirven a este planeta, y que han escapado a las miradas de nuestros astrónomos. Sé de sobra que el padre Castel escribirá, y hasta de forma bastante divertida, contra la existencia de estas dos lunas; pero en este punto me remito a los que razonan por analogía. Estos buenos filósofos saben lo difícil que sería que Marte, que tan lejos está del Sol, se pasara con menos de dos lunas. Sea como fuere, a nuestras gentes les pareció tan pequeño que temieron no encontrar dónde acostarse, y siguieron adelante, como dos viajeros que desprecian una mala taberna de aldea y continúan hasta la ciudad vecina. Pero el siriano y su compañero se arrepintieron pronto. Caminaron mucho tiempo, y no encontraron nada. Por fin columbraron una lucecita: era la Tierra; dio lástima a gentes que venían de Júpiter. Sin embargo, por miedo de arrepentirse por segunda vez, decidieron desembarcar. Pasaron por la cola del cometa y, encontrando una aurora boreal a mano, se metieron en ella y llegaron a tierra por el lado septentrional del mar Báltico el 5 de julio de 1737 del nuevo calendario.

 

Capítulo IV. Lo que les ocurre sobre el globo de la Tierra

Después de haber descansado algún tiempo, comieron para almorzar dos montañas que sus criados les prepararon bastante bien. Luego quisieron reconocer el pequeño país en el que estaban. Fueron primero de norte a sur. Los pasos ordinarios del siriano y sus gentes eran de unos treinta mil pies de rey; el enano de Saturno los seguía de lejos jadeando; tenía que dar unos doce pasos cuando el otro daba una zancada; figúrense (si es que está permitido hacer tales comparaciones) un perrillo faldero que siguiera a un capitán de guardias del rey de Prusia.

Como estos extranjeros van bastante deprisa, dieron la vuelta al globo en treinta y seis horas; cierto que el Sol, o más bien la Tierra, hace un viaje igual en una jornada; pero hay que pensar que se va mucho más cómodo cuando uno gira sobre su eje que cuando camina sobre los pies. Ya los tenemos, pues, de vuelta al punto del que habían partido, tras haber visto esa charca, casi imperceptible para ellos, que se llama el Mediterráneo, y ese otro pequeño estanque que, con el nombre de Gran Océano, rodea la topera. El enano nunca se había metido más que hasta media pierna, y el otro apenas si se había mojado el talón. Hicieron cuanto pudieron yendo y viniendo por encima y por debajo para tratar de ver si este globo estaba habitado o no. Se agacharon, se tumbaron, tantearon por todas partes; pero al no ser sus ojos y sus manos proporcionados a los pequeños seres que aquí reptan, no recibieron la menor sensación que pudiera hacerles sospechar que nosotros y nuestros cofrades, los demás habitantes de este globo, tenemos el honor de existir.

El enano, que a veces juzgaba algo apresuradamente, decidió al principio que no había nadie sobre la Tierra. Su primera razón era que no había visto a nadie. Micromegas le dio a entender discretamente que aquello era razonar bastante mal. “Porque con tus pequeños ojos”, le decía, “no ves ciertas estrellas de la quinta magnitud que yo percibo con toda claridad; ¿concluyes de eso que tales estrellas no existen?”

–Pues yo he tanteado bien –dijo el enano.

–Pero oliste mal –respondió el otro.

–Pero este globo está tan mal construido –dijo el enano–, es tan irregular y de una forma que me parece tan ridícula…; aquí todo me parece estar en el caos; ¿ves esos pequeños riachuelos, ninguno de los cuales corre derecho, esos estanques que no son ni redondos, ni cuadrados, ni ovalados, ni de ninguna forma regular; todos esos pequeños granos puntiagudos de que el globo está erizado, y que me han desollado los pies? (Se refería a las montañas). ¿Observas, además, la forma de todo este globo, lo chato que es en los polos, cómo gira alrededor del Sol de una forma torpe, de manera que los climas de los polos son necesariamente incultos? En verdad, lo que me hace pensar que aquí no hay nadie es que, en mi opinión, gentes de buen sentido no querrían quedarse en él.

–Bueno –dijo Micromegas–, quizá no lo habite gente de buen sentido. Aunque, en fin, hay alguna apariencia de que esto no se ha hecho para nada. Aquí todo te parece irregular, dices, porque en Saturno y en Júpiter todo está tirado a cordel. Bueno, quizá por ese mismo motivo haya aquí algo de confusión. ¿No te dije que en mis viajes siempre había observado variedad?.

El saturniano replicó a todas estas razones. La disputa no habría terminado nunca si, por suerte, al animarse hablando, Micromegas no hubiera roto el hilo de su collar de diamantes. Los diamantes cayeron: eran de preciosos quilates bastante desiguales, los más gordos de los cuales pesaban cuatrocientas libras, y los más pequeños cincuenta. El enano recogió algunos; al acercarlos a sus ojos se dio cuenta de que aquellos diamantes estaban tallados de tal modo que eran excelentes microscopios. Cogió, pues, un pequeño microscopio de ciento sesenta pies de diámetro y lo aplicó a su pupila; y Micromegas eligió uno de dos mil quinientos pies. Eran excelentes; pero al principio no se vio nada con su ayuda: había que acostumbrarse. Por fin, el habitante de Saturno vio algo imperceptible que se movía entre dos aguas en el mar Báltico: era una ballena. La cogió con el dedo meñique con mucha maña y, poniéndola sobre la uña del pulgar, se la mostró al siriano, que se echó a reír por segunda vez por el exceso de pequeñez que tenían los habitantes de nuestro globo. El saturniano, convencido de que nuestro mundo está habitado, pronto imaginó que sólo lo estaba por ballenas; y como era un gran pensador, quiso adivinar de dónde sacaba un átomo tan pequeño su movimiento, si tenía ideas, voluntad y libertad. Micromegas se vio en muchos aprietos; examinó al animal con mucha paciencia, y el resultado del examen fue que no había forma de creer que allí estuviera alojada un alma. Así pues, los dos viajeros se inclinaban a pensar que no hay espíritu en nuestro habitáculo cuando, con la ayuda del microscopio, vieron que algo mayor que una ballena flotaba sobre el mar Báltico. Se sabe que en esa misma época una nidada de filósofos regresaba del círculo polar, bajo el cual habían ido a hacer observaciones que a nadie se le habían ocurrido hasta entonces. Las gacetas dirán que su barco se estrelló en las costas de Botnia y que a duras penas consiguieron salvarse; pero en este mundo nunca se sabe lo que esconden los naipes. Voy a contar ingenuamente cómo sucedió todo, sin poner nada de mi parte, lo cual no es pequeño esfuerzo para un historiador.

 

Capítulo V. Experiencias y razonamientos de los dos viajeros

Micromegas extendió la mano suavemente hacia el lugar en que aparecía el objeto y, adelantando dos dedos y retirándolos por temor a equivocarse, luego abriéndolos y cerrándolos, cogió con mucha habilidad el barco que llevaba a aquellos señores y lo puso también sobre su uña, sin apretarlo mucho por miedo a aplastarlo. “He aquí un animal muy distinto del primero”, dijo el enano de Saturno. El siriano puso el pretendido animal en el hueco de su mano. Los pasajeros y las gentes de la tripulación, que se habían creído levantados por un huracán, y que se creían sobre una especie de roca, se ponen todos en movimiento; los marineros cogen toneles de vino, los lanzan sobre la mano de Micromegas y se precipitan tras ellos. Los geómetras cogen sus cuartos de círculo, sus sectores y sus mujeres laponas, y descienden a los dedos del siriano. Tanto hicieron, que este sintió por fin moverse alguna cosa que le hacía cosquillas en los dedos: era un bastón ferrado que se le hundía un pie en el dedo índice; por aquel picoteo juzgó que había salido algo del pequeño animal que sostenía. Pero al principio no sospechó nada más. El microscopio, que apenas permitía distinguir una ballena de un navío, no tenía poder alguno sobre un ser tan imperceptible como los hombres. No pretendo herir aquí la vanidad de nadie, pero me veo obligado a rogar a los importantes que hagan una pequeña observación conmigo: y es que, tomando la estatura de hombres de unos cinco pies, sobre la tierra no tenemos una figura mayor de la que tendría, sobre una bola de diez pies de diámetro, un animal que fuera poco más o menos la seiscenmilésima parte de una pulgada de altura. Figúrense una sustancia que pudiera contener la Tierra en su mano, y que tuviera órganos proporcionados a los nuestros; y muy bien puede ocurrir que haya un gran número de sustancias de ésas; imaginen ahora, por favor, lo que pueden pensar sobre esas batallas que nos han valido dos aldeas que hay que devolver.

No dudo que, si algún capitán de los grandes granaderos, lee alguna vez esta obra, elevará en dos grandes pies por lo menos los gorros de su tropa; pero le advierto que no adelantará nada, y que él y los suyos no serán nunca sino infinitamente pequeños.

¡Qué destreza maravillosa no necesitó, pues, nuestro filósofo de Sirio para percibir los átomos de que acabo de hablar! Cuando Leuwenhoek y Hartsoeker vieron o creyeron ver los primeros la semilla de que estamos formados, no hicieron ni con mucho un descubrimiento tan sorprendente. ¡Qué placer sintió Micromegas viendo removerse aquellas pequeñas máquinas, examinando todas sus vueltas, siguiéndolas en todas sus operaciones! ¡Qué exclamaciones! ¡Con qué alegría puso uno de sus microscopios en las manos de su compañero de viaje! “¡Los veo!”, decían ambos a la vez, “¿no ves que llevan pesos, que se agachan, que se levantan?”. Al hablar así, las manos les temblaban por el placer de ver unos objetos tan nuevos y por el temor a perderlos. Pasando de un exceso de desconfianza a un exceso de credulidad, el saturniano creyó percibir que trabajaban en la propagación. “¡Ah!”, decía, “pillé a la naturaleza con las manos en la masa”. Pero se equivocaba por las apariencias, cosa que ocurre demasiadas veces, se utilicen o no microscopios.

 

Capítulo VI. Lo que les pasó con los hombres

Mucho mejor observador que su enano, Micromegas vio con toda claridad que los átomos se hablaban; y se lo hizo observar a su compañero, que, avergonzado de haberse confundido sobre el artículo de la generación, no quiso creer que tales especies pudieran comunicarse ideas. Tenía el don de las lenguas igual que el siriano; no oía hablar a nuestros átomos, y suponía que no hablaban. Además, ¿cómo podían tener aquellos seres imperceptibles los órganos de la voz, y qué tendrían que decir? Para hablar hay que pensar, o algo parecido; pero si pensaban, entonces tendrían el equivalente de un alma. Ahora bien, atribuir el equivalente de un alma a aquella especie le parecía absurdo. “Pero”, dijo el siriano, “hace un momento creíste que hacían el amor. ¿Crees acaso que se pueda hacer el amor sin pensar y sin proferir palabra alguna, o al menos sin hacerse entender? ¿Supones, además, que sea más difícil producir un argumento que un niño? Por lo que a mí se refiere, tanto lo uno como lo otro me parecen grandes misterios.

–No me atrevo ni a creer ni a negar –dijo el enano–; ya no tengo opinión. Hay que tratar de examinar estos insectos, luego razonaremos.

–Eso está muy bien dicho –replicó Micromegas; y acto seguido sacó un par de tijeras con las que se cortó las uñas, y de un recorte de la uña de su pulgar hizo inmediatamente una especie de gran trompeta parlante a manera de un vasto embudo, cuyo tubo se puso en la oreja. La circunferencia del embudo envolvía el barco y toda la tripulación. La voz más débil entraba en las fibras circulares de la uña, de suerte que, gracias a su habilidad, el filósofo oyó perfectamente desde allá arriba el zumbido de nuestros insectos de aquí abajo. En unas pocas horas consiguió distinguir las palabras, y por fin entender el francés. El enano hizo otro tanto, aunque con más dificultades. El asombro de los viajeros aumentaba a cada instante. Oían a unas polillas hablar con bastante buen sentido: este juego de la naturaleza les parecía inexplicable. No les costará creer que el siriano y su enano ardían de impaciencia por trabar conversación con los átomos; pero temían que su voz de trueno, sobre todo la de Micromegas, ensordeciera a las polillas sin ser entendida. Había que disminuir su fuerza. Se pusieron en la boca una especie de palillos, cuyo extremo muy afilado llegaba a tocar el navío. El siriano tenía al enano sobre sus rodillas, y al navío con la tripulación sobre una uña. Agachaba la cabeza y hablaba en voz baja. Por fin, después de todas estas precauciones y de muchas otras más, comenzó así su discurso:

“Insectos invisibles, que la mano del Creador se ha complacido en dar a la luz en el abismo de lo infinitamente pequeño, yo le agradezco que se haya dignado descubrirme unos secretos que parecían impenetrables. Quizá no se dignarían mirarlos en mi corte; pero yo no desprecio a nadie, y les ofrezco mi protección”.

Si alguna vez hubo alguien sorprendido, fueron las gentes que oyeron tales palabras. No podían adivinar de dónde partían. El capellán del barco recitó las plegarias de los exorcismos, los marineros soltaron juramentos y los filósofos del barco elaboraron un sistema; pero por más sistema que hicieran, nunca pudieron adivinar quién les hablaba. El enano de Saturno, que tenía la voz más suave que Micromegas, les informó entonces en pocas palabras con qué especies tenían que habérselas. Les contó el viaje de Saturno, les puso al corriente de quién era el señor Micromegas, y, después de haberlos compadecido por ser tan pequeños, les preguntó si siempre se habían encontrado en aquel miserable estado tan cercano al aniquilamiento, qué hacían en un globo que parecía pertenecer a las ballenas, si eran felices, si se multiplicaban, si tenían un alma, y otras cien preguntas de esa naturaleza.

Un razonador de la pandilla, más osado que los demás y sorprendido de que se dudara de su alma, observó al interlocutor con unas pínulas apuntadas sobre un cuarto de círculo, hizo dos descansos, y al tercero habló así: “¿Creen entonces, señor, que, porque ustedes tengan mil toesas de la cabeza a los pies, son un…?

–¡Mil toesas! –exclamó el enano–. ¡Justo cielo! ¿Cómo puede saber mi altura? ¡Mil toesas! No se equivoca ni en una pulgada. ¡Cómo! Este átomo me ha medido. Es geómetra, conoce mi tamaño; y yo, que sólo lo veo a través de un microscopio, no conozco todavía el suyo.

–Sí, lo he medido –dijo el físico–, y mediré también a su gran compañero.

La proposición fue aceptada; Su Excelencia se tendió a lo largo porque, de haberse mantenido de pie, su cabeza habría quedado muy por encima de las nubes. Nuestros filósofos le plantaron un gran árbol en un lugar que el doctor Swift nombraría, pero que yo me guardaré mucho de llamar por su nombre debido a mi gran respeto por las damas. Luego, mediante una serie de triángulos unidos, concluyeron que lo que veían era, en efecto, un joven de ciento veinte mil pies de rey.

Entonces Micromegas pronunció estas palabras: “Veo más que nunca que no hay que juzgar nada por su tamaño aparente. ¡Oh, Dios, que diste una inteligencia a sustancias que parecen tan despreciables!, lo infinitamente pequeño les cuesta tan poco como lo infinitamente grande; y, si es posible que haya seres más pequeños que éstos, aún pueden tener un espíritu superior a los de esos soberbios animales que he visto en el cielo, cuyo solo pie cubriría el globo del que yo descendí”.

Uno de los filósofos le respondió que con toda seguridad podía creer que hay, en efecto, seres inteligentes mucho más pequeños que el hombre. Le contó, no todo lo que Virgilio dijo de fabuloso sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que Réaumur ha disecado. Le informó, por último, de que hay animales que son para las abejas lo que las abejas para el hombre, lo que el propio siriano era para aquellos animales tan enormes de los que hablaba, y lo que esos grandes animales son para otras sustancias ante las cuales sólo aparecen como átomos. Poco a poco la conversación se volvió interesante, y Micromegas habló así.

 

Capítulo VII. Conversación con los hombres

“Oh, átomos inteligentes, en quienes el Ser eterno se ha complacido en manifestar su destreza y poder, sin duda deben gustar de alegrías muy puras en su globo; porque, teniendo tan poca materia y pareciendo todo espíritu, deben pasar su vida amando y pensando que es la verdadera vida de los espíritus. No he visto en ninguna parte la verdadera felicidad, pero sin duda está aquí”.

A estas palabras, todos los filósofos movieron la cabeza; y uno de ellos, más sincero que los demás, confesó de buena fe que, si se exceptúa un pequeño número de habitantes muy poco considerados, todo el resto es una reunión de locos, de malvados y de infortunados. “Tenemos más materia de la que necesitamos para hacer mucho mal”, dijo, “si el mal viene de la materia, y demasiado espíritu si el mal viene del espíritu. ¿Saben, por ejemplo, que en el momento en que les hablo hay cien mil locos de nuestra especie, cubiertos con sombreros, que matan a otros cien mil animales cubiertos con turbantes, o que son matados por éstos, y que por casi toda la Tierra se hace así desde tiempo inmemorial?”. El siriano se estremeció y preguntó cuál podía ser el motivo de esas horribles querellas entre animales tan frágiles: “Se trata”, dijo el filósofo, “de algunos montones de barro del tamaño de su talón. No es que ninguno de esos millones de hombres que se hacen degollar pretenda un comino sobre esos montones de barro. Sólo se trata de saber si pertenecerá a cierto hombre que se llama Sultán, o a otro que se llama, no sé por qué, César. Ninguno de estos dos ha visto ni verá nunca el pequeño rincón de la tierra de que se trata, y casi ninguno de esos animales que se degüellan mutuamente ha visto nunca al animal por el que se degüellan”.

–¡Ah, desdichados! –exclamó el siriano indignado–, ¿puede concebirse ese exceso de rabia obligada? Me dan ganas de dar tres pasos y aplastar de tres pisadas todo ese hormiguero de asesinos ridículos.

–No se tome la molestia –le respondieron–; bastante trabajan ellos en su ruina. Sepan que al cabo de diez años no queda nunca la centésima parte de esos miserables; sepan que, aunque no saquen la espada, el hambre, la fatiga y la intemperancia dominan a casi todos. Además, no es a ellos a quienes hay que castigar, sino a esos bárbaros sedentarios que, desde el fondo de su gabinete, ordenan, mientras hacen su digestión, la matanza de un millón de hombres, y que luego van a dar las gracias solemnemente a Dios.

El viajero se sintió movido a piedad por la pequeña raza humana, en la que descubría tan sorprendentes contrastes. “Puesto que ustedes son del pequeño número de sabios”, dijo a aquellos señores, “y aparentemente no matan a nadie por dinero, díganme, por favor, ¿en qué se ocupan?

–Disecamos moscas –dijo el filósofo–, medimos líneas, reunimos números, estamos de acuerdo en dos o tres puntos que entendemos, y disputamos sobre dos o tres mil que no entendemos.

En ese momento al siriano y al saturniano se les ocurrió la fantasía de interrogar a aquellos átomos pensantes para saber las cosas en que estaban de acuerdo.

“¿Qué espacio cuentan”, dijo, “desde la estrella de la Canícula a la gran estrella de Géminis?”.

Todos respondieron a la vez: “Treinta y dos grados y medio”.

–¿Cuánto miden de aquí a la Luna?

–Sesenta diámetros y medio de la Tierra en números redondos.

–¿Cuánto pesa su aire?.

Creía que iba a pillarlos, pero todos le dijeron que el aire pesa aproximadamente novecientas veces menos que un volumen igual del agua más ligera, y mil novecientas veces menos que el oro de ducado. El pequeño enano de Saturno, asombrado por sus respuestas, estuvo tentado de tomar por brujos a aquellas mismas gentes a las que un cuarto de hora antes había negado un alma.

Finalmente, Micromegas les dijo: “Puesto que saben tan bien lo que está fuera de ustedes, sin duda sabrán mejor lo que está dentro. Díganme lo que es su alma, y cómo forman sus ideas”. Los filósofos hablaron todos a la vez como antes; pero todos fueron de opiniones diferentes. El más viejo citaba a Aristóteles, el otro pronunciaba el nombre de Descartes, éste el de Malebranche, aquel otro el de Leibniz, otro más el de Locke. Un viejo peripatético dijo en voz alta lleno de confianza: “El alma es una ‘entelequia’, y una razón por la que tiene el poder de ser lo que es. Es lo que declara expresamente Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre: ‘Enteleceiaesti’, etc”.

–No entiendo demasiado bien el griego –dijo el gigante.

–Ni yo tampoco –dijo la polilla filosófica.

–Entonces –continuó el siriano–, ¿por qué citas a un tal Aristóteles en griego?

–Es que hay que citar lo que no se comprende en absoluto en la lengua que menos se entiende –replicó el sabio.

El cartesiano tomó la palabra y dijo: “El alma es un espíritu puro que recibió en el vientre de su madre todas las ideas metafísicas, y que, al salir de ahí, es obligada a ir a la escuela y aprender de nuevo todo lo que tan bien ha sabido y que ya no sabrá más”.

–Entonces no valía la pena –respondió el animal de ocho leguas–, que tu alma fuera tan sabia en el vientre de tu madre para ser tan ignorante cuando tuvieras barba en el mentón.

–Pero ¿qué entiendes por espíritu?

–¿Qué me preguntas con eso? –dijo el razonador–; no tengo ni idea: se dice que no es la materia.

–Pero ¿sabes al menos lo que es la materia?

–Muy bien –respondió el hombre–. Por ejemplo, esta piedra es gris y de una forma determinada, tiene tres dimensiones, es pesada y divisible.

–Y bien –dijo el siriano–, esta cosa que te parece ser divisible, pesada y gris, ¿me dirías lo que es? Ves algunos atributos, pero ¿conoces el fondo de la cosa?

–No –dijo el otro.

–Entonces no sabes lo que es la materia.

En este punto, dirigiendo la palabra a otro sabio que tenía en su pulgar, Micromegas le preguntó qué era su alma y qué hacía esa alma. “Nada de nada”, respondió el filósofo malebranchista, “es Dios quien hace todo por mí; yo veo todo en él, hago todo en él; es él quien hace todo sin que yo intervenga”.

–Eso supone no ser –continuó el sabio de Sirio–. Y tú, amigo mío –le dijo a un leibniziano que allí estaba–, ¿qué es tu alma?

–Es –respondió el leibniziano–, una aguja que señala las horas mientras mi cuerpo da las campanadas; o bien, si prefieres, es ella la que da las campanadas mientras mi cuerpo señala la hora; o bien, mi alma es el espejo del universo, y mi cuerpo es el borde del espejo: eso está claro.

Había al lado un pequeño partidario de Locke, y cuando por fin se le dirigió la palabra, dijo: “Yo sé cómo pienso, pero sé que nunca he pensado más que a través de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e inteligentes, eso no lo dudo; pero que le sea imposible a Dios comunicar el pensamiento a la materia, es lo que dudo mucho. Reverencio al poder eterno; no me corresponde a mí limitarlo: no afirmo nada, me contento con creer que hay más cosas posibles de lo que se piensa”.

El animal de Sirio sonrió; no le pareció éste el menos sabio; y el enano de Saturno hubiera abrazado al partidario de Locke de no ser por la extremada desproporción. Pero, por desgracia, estaba allí un pequeño animálculo de bonete cuadrado, que cortó la palabra a todos los animálculos filósofos; dijo que sabía todo el secreto, que aquello se encontraba en la Summa de Santo Tomás; miró de arriba abajo a los dos habitantes celestes; sostuvo que sus personas, sus mundos, sus soles, sus estrellas, todo estaba hecho únicamente para el hombre. A estas palabras, nuestros dos viajeros se inclinaron el uno sobre el otro ahogando una de esas risas inextinguibles que, según Homero, es patrimonio de los dioses; sus hombros y sus vientres iban y venían, y, en estas convulsiones, el barco, que el siriano tenía sobre su uña, cayó en un bolsillo de los calzones del saturniano. Durante mucho tiempo estas dos buenas gentes lo buscaron; por fin encontraron a la tripulación y volvieron a ponerla cuidadosamente en su sitio. El siriano recogió las pequeñas polillas; les habló todavía con gran bondad, aunque en el fondo de su corazón estuviera algo enfadado viendo que los infinitamente pequeños tenían un orgullo casi infinitamente grande. Les prometió hacerles un hermoso libro de filosofía, escrito muy detalladamente para su uso, y que en ese libro verían el propósito de las cosas. Y en efecto, antes de su partida les dio ese volumen: lo llevaron a París, a la Academia de Ciencias; pero cuando el secretario lo hubo abierto, lo único que vio fue sólo un libro completamente blanco: “¡Ah!, dijo, me lo estaba temiendo”.

 

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