Javier de Navascués
Cuando los muertos se van haciendo viejos, tosen
con más frecuencia, gruñen en medio del silencio, tienen un dolor en cada
costado de la semana y se les cae el pelo a cinco milímetros por segundo. Pero
lo peor de todo es que ya han perdido la ilusión de terminar aquello que nunca
llegaron a hacer o de aquello otro que siempre aspiraron a empezar algún día.
Ya les da igual no acabar el maldito Quijote, ni se molestan en disfrutar de
una pieza desconocida de Vivaldi ni sienten el menor interés en escuchar el
rumor del aire en un atardecer de octubre. Para cuando llegan a ese triste
estado, los muertos se mueren definitivamente y para siempre.
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