Dahlia de la Cerda
Me
senté en la taza del baño, oriné sobre la prueba de embarazo y esperé el minuto
más largo de mi vida. Positivo. Me dio un ataque de pánico y luego una discreta
felicidad, me acaricié con ternura el vientre. Siempre que veía esas escenas de
una chica en un retrete aguardando por saber si estaba embarazada me parecía
patético. “Esto es patético”, pensé. Aunque, siendo honesta, estoy acostumbrada
a ser patética, quizás por eso me identifico con personajes como Jessica Jones o
como Penny Lane de Casi famosos. Me levanté, lavé mi cara y salí del
baño. Me dejé caer sobre la cama.
Tengo cierta resistencia a aceptar las malas
noticias. Algunos dirían que las evado, pero no, sólo es difícil creer que todo
lo malo me pasa justo a mí. Me han puesto el cuerno, me han asaltado en la calle,
mis mascotas han muerto envenenadas o atropelladas, no conozco a mi padre y
perdí a mi madre hace algunos años. Y ahora, en el cajón derecho de mi buró, un
test de embarazo con dos líneas rosas. Así que me hice un examen de sangre para
confirmar. Positivo. Yo no sabía que las pruebas caseras son inexactas en resultados
negativos, jamás en positivos. No estaba preparada para traer un hijo a este mundo
de mierda.
Recuerdo perfecto que en ese momento en la
bocina de Amazon sonaba “Desorden” de María Rodés. Es la canción que define mi vida.
Estoy atrapada en un bucle infinito de malas decisiones cuyas consecuencias son,
sin excepción, dramáticas y
Vuelvo
a pasar por el camino acostumbrado
sin
acordarme de si es el equivocado,
y
aunque parezca que lo tengo controlado,
algo
me dice que otra vez se me ha escapado.
Probablemente
sea un ciclo inacabado
Quizás creas que estoy exagerando porque un
embarazo no deseado no es una calamidad, sin embargo para mí sí lo era. Era la
peor calamidad de mi existencia. Un maldito tsunami que destruía con su agua salada
cada uno de mis sueños y metas, e incluso saboteaba los errores que aún me
faltaba cometer.
Le mandé un mensaje a Gerardo. “Estoy
embarazada”, le dije. “¡No mames! ¡No mames!”, me dijo. Y luego me envió los emojis más ridículos del mundo.
“Vamos a ser papás. ¡Diana, qué felicidad!”. “¿Felicidad? No. No, ni vergas”. “¿No
me digas que lo quieres abortar?
¡No mames, Diana!”.
Estoy mintiendo… No existe Gerardo. Me
dieron ganas de meterle romanticismo a la historia. El embarazo fue producto de
una noche de copas. No sabía el nombre del tipo ni me interesaba saberlo. Su
desempeño no lo recomendaba para nada en la vida. Sí, estaba embarazada de un tipo
que cogía horrible.
Soy esa clase de chica que suele usarse como
argumento contra el aborto. La que sale y se acuesta con el primero que le habla
bonito. Esa que mejor debería tomar anticonceptivos o ligarse las trompas o
cerrar las piernas. Me dejo abrazar con fuerza por desconocidos. Me gusta
la fiesta, ponerme muy borracha y hacer osos ahogada en alcohol.
La idea de llevar a término el embarazo nunca pasó por mi mente. Así que investigué cuáles eran mis opciones para abortar. Busqué
en internet “aborto” y encontré varias clínicas, todas en la
Ciudad de México. No estaban a mi alcance. Leí gran variedad de métodos
siniestros. Perejil en la vagina, lavativas vaginales de Coca-cola con aspirina
y zapote negro, té de ruda, té de orégano, té de anís estrella y picarse el
útero con un gancho para la ropa. De clic en clic llegué a un video donde un feto
luchaba por su vida gritando: “¡Épale épale mi patita!”. Me dio risa y me dio tristeza.
Hallé anécdotas de mujeres que habían abortado y que hablaban de hemorragias, coágulos del tamaño
del mundo, legrados dolorosos, choques hipovolémicos, entrañas podridas y
comidas por gusanos. Historias de arrepentimiento, de dolor y de terror. Entre esas
historias di con la de una chica que hablaba de un fármaco, el misoprostol. Lo
busqué en Google.
El misoprostol –según Wikipedia–, aunque se
usa para las úlceras gástricas produce contracciones uterinas. Las brasileñas de
las favelas descubrieron que provoca abortos. Después de ser estudiado por la Organización
Mundial de la Salud fue aprobado para abortar de forma segura. Como no tenía
mucho que pensar, tomé los quinientos pesos que me sobraban de la quincena y
salí a la calle.
En la esquina de mi casa había una Farmacia
Guadalajara, me pidieron receta. Avancé y llegué a una Farmacia del Ahorro,
costaba seiscientos cincuenta pesos; suspiré y continué la búsqueda angustiada.
Probé en otras cinco farmacias: en las que no se requería prescripción médica el
misoprostol excedía mi presupuesto, mientras que en el resto la receta era
obligatoria. Las lágrimas salieron solas y me dio una crisis de ansiedad. “¿Qué
voy a hacer?”, pensé.
Caminé por lo menos una hora, o eso creí. Lloré
todo el tiempo. De pronto, a lo lejos, vi una botarga regordeta bailando una
canción de Maluma Beibi. Apresuré mi paso, entré y pregunté por el misoprostol.
La dependienta, una señora de unos cuarenta años, me miró con lástima y me dijo:
“Los lunes lo tenemos en trescientos ochenta pesos”. “¿Me lo da, por favor?”. “Claro
que sí, por diez pesos puedes llevarte una cajita con doce tabletas de
ibuprofeno de ochocientos miligramos”. “También lo quiero”. Pagué, agarré mis
cosas y salí corriendo.
En cuanto llegué a mi casa volví a leer la
información en internet. La leí tres veces para que no me quedaran dudas. Las manos
me sudaban, estaba aterrada. Los manuales de aborto recomendaban no hacerlo sola,
pero yo no contaba con nadie. Mi madre falleció hace cinco años luego de un largo
cáncer que la debilitó hasta los huesos. La mandé cremar con lo que me dieron de
su afore, puse las cenizas en su habitación y las encerré para siempre. Las cosas
están tal y como ella las dejó. Después de que un abogado se cobrara con sexo y
arreglara el trámite de la pensión, básicamente me dedico a la escuela y vivo
de los diez mil pesos que me depositan al mes. Estudio en una universidad del Opus
Dei y, aunque tengo amigas, ninguna de ellas está a favor del aborto, a menos que
implique programarlo en Houston y que luego del alta del hospital nos vayamos de
compras a un mall.
Mi única compañía es mi gato Ricardo. Lo
adopté al día siguiente de que mi madre murió. Era tan pequeño que debía alimentarlo
con leche especial y un biberón. Lo crie en una caja con una lámpara para darle
calor. Fui la cuidadora de mi mamá durante su enfermedad, por ello que alguien dependa
de mí, que alguien necesite que yo regrese a casa, me mantiene viva, lejos de
los vicios y la perdición.
Leí una última vez el protocolo, prendí la
televisión e inicié sesión en Netflix. Busqué una película para abortar: Chicas
pesadas. Abrí la caja de misoprostol, saqué cuatro pastillas, le puse una gota
de agua a cada una y las coloqué debajo de mi lengua. Las dejé ahí por media hora.
Sabían amargas y pasar saliva era casi una hazaña épica. Tuve que tragarme mi vómito
en dos ocasiones. Casi de inmediato comencé a temblar. Me tomé los restos con un
poco de té de manzanilla. Terminé de ver la película y puse Legalmente rubia.
El escalofrío aumentó y me metí entre las cobijas con Ricardo sobre mi regazo. Vomité
y me dio diarrea. Nada de sangrado y apenas un cólico que parecía premenstrual.
En cuanto acabó Legalmente rubia empecé Miss Simpatía, acomodé
otras cuatro tabletas en mi boca y esperé a que se derritieran. Fue más fácil:
la lengua se había acostumbrado al sabor, no me dieron náuseas. Me pasé las sobras
con un té de hierbabuena y preparé una quesadilla de queso panela y jamón de
pavo. El dolor llegó, era como de una menstruación dolorosa, pero no exagerada.
Tomé un ibuprofeno y me acosté en la cama con un trapo caliente sobre el vientre.
Un jalón dentro del útero y unas ganas incontrolables
de pujar me hicieron correr al baño. Pujé y una corriente de sangre y de coágulos
tiñó de rojo la cerámica del escusado. El dolor encrudeció: ya nada tenía que
ver con una menstruación, era peor. El sangrado intenso duró cerca de un minuto.
Me dio un ataque de pánico y vértigo. Lloré desconsolada. Estaba aterrada y no quería
morir, no entre sangre y excremento. Había imaginado mi muerte más
rocanrolesca, por lo menos relacionada con una sobredosis. Me dejé caer al piso
y abracé la taza del baño sollozando de miedo, rabia y tristeza. Quise un Gerardo
que me dijera “esto va bien”.
El dolor disminuyó. Introduje la mano en
el inodoro buscando al bebé; no lo encontré. Había sólo coágulos muy similares a
los de la regla. Jalé la palanca. Me desvestí, abrí el agua caliente, entré a
la ducha, me senté en cuclillas y pujé como una perra en labor de parto. Pujé
con todas mis fuerzas y apenas expulsé un chorro de sangre y un coágulo del tamaño
de una guayaba. Me acosté en el piso y permanecí ahí media hora. Acabé de bañarme
y alimenté a Ricardo. Preparé una sopa Maruchan de pollo con harto limón, unos Ruffles
en lugar de tortillas, y una Coca-cola muy helada. Hice exactamente lo contrario
a lo que decía el manual de aborto, que recomendaba comida ligera, suero oral y
nada de irritantes. Hice todo lo contrario, quizás porque quería que las cosas acabaran
mal, por ejemplo, conmigo en el hospital o en la cárcel o en ambos lados. Vi Casi
famosos y chillé como siempre. Los cólicos iban y venían y la diarrea era molesta,
pero tolerable. Le faltaba desgracia a mi aborto. Había leído de hemorragias y
dolores terribles y esto era más una regla con disentería y gripa que una
tragedia, y además me enojaba que por primera vez en la vida algo parecía terminar
bien.
Puse las últimas cuatro pastillas debajo
de mi lengua y esperé con discreta felicidad a que se disolvieran. No hubo
náuseas ni escalofríos y los malestares estomacales habían cedido. Si acaso una
febrícula tolerable. Di clic en Ligeramente embarazada, forjé un porro y
destapé una Heineken. Bebí y fumé marihuana. Me partí de risa cuando el dolor
volvió porque sentí las mismas ganas de pujar. Caminé al baño, me acomodé en el
retrete y pujé con fuerza. Un rojo vino y varios coágulos del tamaño de un puño
manaron de mi vagina.
Me senté en el piso y metí la mano en el
escusado. En poco tiempo encontré una bolsita del tamaño de mi dedo meñique con
un frijolito de color rosa pálido en su interior. Suspiré aliviada y sonreí. La
arrojé a la taza y jalé la palanca.
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