José María Eca de Queirós
I
En el año de 1474, que fue para toda la cristiandad
tan abundante en mercedes divinas, reinando en Castilla el rey Enrique IV, vino
a habitar en la ciudad de Segovia, en la que había heredado casonas y una
huerta, un caballero mozo, de muy limpio linaje y gentil apariencia, que se
llamaba don Ruy de Cárdenas.
Esa casa, que le había legado su
tío, arcediano y maestro en cánones, quedaba al lado y en la sombra silenciosa
de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar; y, en frente, más allá del atrio, en
donde cantaban los tres caños de una fuente antigua, estaba el oscuro y
enrejado palacio de don Alonso de Lara, hidalgo de gran riqueza y maneras
sombrías que, ya en edad madura, todo canoso, había desposado a una niña
hablada en Castilla por su albura, cabellos color del sol claro, y cuello de
garza real. Don Ruy había tenido por madrina, al nacer, a Nuestra Señora del
Pilar, de la que siempre se conservó devoto y fiel servidor, aunque siendo de
sangre brava y alegre, amaba las armas, la caza, los saraos bien galanteados, e
incluso a veces una noche ruidosa de taberna con dados y jarras de vino. Por
amor, y por las facilidades de esta santa vecindad, había tomado él la piadosa
costumbre, desde su llegada a Segovia, de visitar todas las mañanas, a la hora
de prima, a su divinal madrina y de pedirle, en tres avemarías, la bendición y
la gracia.
Al oscurecer, incluso después de
alguna intensa correría por campo y monte con lebreles o halcón, aún volvía
para, a la salutación de vísperas, murmurar dulcemente una salve.
Y todos los domingos compraba en
el atrio, a una ramilletera morisca, algún ramo de junquillos, o claveles, o
rosas sencillas, que esparcía, con ternura y cuidado galante, frente al altar
de la Virgen.
A esta venerada iglesia del
Pilar venía también cada domingo doña Leonor, la tan hablada y hermosa mujer
del señor de Lara, acompañada por un ama malencarada, de ojos más abiertos y
duros que los de una lechuza, y por dos imponentes lacayos que la ladeaban y
guardaban como torres. Tan celoso era el señor don Alonso que sólo por
habérselo ordenado severamente su confesor, y con miedo de ofender a la Virgen,
que era su vecina, permitía esta visita fugitiva, de la que él quedaba espiando
ansiosamente, entre las rejas de una celosía, los pasos y la tardanza. Todos
los lentos días de la lenta semana los pasaba la señora doña Leonor en el
encierro del enrejado solar de granito negro, no teniendo, para recrearse y
respirar, incluso en las calmas del estío, más que un fondo de jardín
verdinegro, cercado de tan altos muros que apenas se avistaba, emergiendo de
ellos, aquí, allá, alguna punta de triste ciprés. Pero esa corta visita a
Nuestra Señora del Pilar bastó para que don Ruy se enamorase de ella,
locamente, en la mañana de mayo en que la vio de rodillas ante el altar, en un
haz de sol, aureolada por sus cabellos de oro, con las largas pestañas pendidas
sobre el Libro de Horas, el rosario cayendo entre sus dedos finos, fina toda
ella y suave, y blanca, de una blancura de lirio abierto en la sombra, más
blanca entre los encajes negros y los negros rasos; alrededor de su cuerpo
lleno de gracia se quebraban, en duros pliegues, sobre las losas de la capilla,
viejas laudas sepulcrales. Cuando después de un momento de arrobamiento y de
delicioso pasmo se arrodilló, fue menos para la Virgen del Pilar, su divinal
madrina, que para aquella aparición mortal, de quien no sabía el nombre ni la
vida, y sólo que por ella daría vida y nombre, si ella se rindiese por tan
incierto precio. Balbuceando, con una prisa ingrata, las tres avemarías con que
cada mañana saludaba a María, cogió su sombrero, bajó levemente a la nave
sonora y en el portal se quedó, esperando por ella entre los mendigos lazarosos
que se espulgaban al sol. Pero, cuando al cabo de un tiempo en que don Ruy
sintió en el corazón un desusado latir de ansiedad y de miedo, la señora doña
Leonor pasó y se detuvo mojando los dedos en la pila de mármol del agua
bendita, sus ojos, bajo la caída del velo, no se elevaron para él, o tímidos o
desatentos. Con el ama de ojos muy abiertos pegados a sus vestidos, entre los
dos lacayos, como entre dos torres, atravesó vagarosamente el atrio, piedra por
piedra, gozando de cierto, como encarcelada, el desahogado aire y el libre sol
que lo inundaban. Y fue un espanto para don Ruy cuando ella penetró en las
sombras de la arquería, de gruesos pilares, sobre la que se asentaba el
palacio, y desapareció por una puerta larguirucha recubierta de herrajes. Era,
pues, ésa la tan hablada doña Leonor, la linda y noble señora de Lara…
Entonces empezaron siete
arrastrados días, que él gastó sentado en un poyal de su ventana, considerando
aquella negra puerta recubierta de herrajes como si fuese la del Paraíso, y por
ella debiese salir un ángel para anunciarle la Bienaventuranza. Hasta que llegó
el lento domingo: y pasando él en el atrio, a la hora de prima, al repicar las
campanas, con un ramo de claveles amarillos para su divinal madrina, cruzó doña
Leonor, que salía de los pilares de la oscura arquería, blanca, dulce y
pensativa, como una luna entre las nubes. Los claveles casi le caían en aquel
gustoso alborozo en que el pecho le palpitó más que un mar, y el alma toda le
huyó en un tumulto a través de la mirada con que la devoraba. Y ella levantó
también los ojos hacia don Ruy, pero unos ojos reposados, unos ojos serenos, en
los que no lucía curiosidad, ni incluso consciencia de estarse cruzando con
otros, tan encendidos y ennegrecidos por el deseo. El mozo caballero no entró
en la iglesia, con piadoso recelo de no prestar a su divinal madrina la
atención que seguramente le robaría toda aquella que era sólo humana, pero
dueña ya de su corazón, y en él divinizada.
Esperó con impaciencia a la
puerta, entre los mendigos, secando los claveles con el ardor de sus manos
trémulas, pensando lo demorado que era el rosario que ella rezaba. Todavía doña
Leonor bajaba la nave y ya él sentía dentro del alma el dulce rugir de las
sedas fuertes que arrastraba sobre las losas. La blanca señora pasó, pero la
misma mirada distraída, desatenta y tranquila, que dedicó a los mendigos y al
atrio, la dejó resbalar sobre él, o porque no comprendiese a aquel mozo que de
repente se había quedado tan pálido, o porque no lo diferenciaba todavía de las
cosas y de las formas indiferentes, don Ruy se fue, con un hondo suspiro; y, en
su cuarto, puso devotamente ante la imagen de la Virgen las flores que no había
ofrecido, en la iglesia, ante su altar. Toda su vida se convirtió entonces en
un largo quejido por sentir tan fría e inhumana a aquella mujer, única entre
las mujeres, que había cautivado y vuelto tan serio su corazón ligero y
errante. En una esperanza, de la que preveía el desengaño, empezó a rondar los
muros altos del jardín, o embozado en una capa, con el hombro contra una
esquina, lentas horas se quedaba contemplando las rejas de las celosías, negras
y gruesas como las de una cárcel. Los muros no se abrían, de las rejas no salía
siquiera un rastro de luz prometedora. Todo el solar era como una tumba en la
que yacía una insensible y por detrás de las frías piedras había además un frío
pecho. Para desahogarse compuso, con piadoso cuidado en noches de vela, sobre
el pergamino, trovas gimientes que no lo desahogaban. Ante el altar de la
Virgen del Pilar, sobre las mismas losas donde la había visto arrodillada,
posaba él las rodillas, y se quedaba, sin palabras de oración, en un cavilar
amargo y dulce, esperando que su corazón se serenara y se consolara bajo la
influencia de aquélla que todo lo consuela y serena. Pero siempre se levantaba
más desdichado y apenas con la sensación de lo frías y rígidas que eran las
piedras en que se arrodillaba. El mundo entero sólo le parecía contener rigidez
y frialdad.
Otras claras mañanas de domingo
encontró a doña Leonor: y siempre sus ojos permanecían descuidados y como
olvidados, o cuando se cruzaban con los suyos era tan sencillamente, tan
limpios de toda emoción, que don Ruy los preferiría ofendidos y chispeando de
ira, u orgullosamente desviados con soberbio desdén. Seguramente doña Leonor ya
lo conocía, pero, así, conocía también a la ramilletera morisca agachada ante
su cesto al borde de la fuente, o a los pobres que se espulgaban al sol ante el
portal de la Virgen. Ni don Ruy ya podía pensar que ella fuese inhumana y fría.
Era apenas soberanamente remota, como una estrella que en las alturas gira y
refulge, sin saber que, abajo, en un mundo que ella no distingue, ojos que ella
no sospecha la contemplan, la adoran y le entregan el gobierno de su ventura y
suerte.
Entonces don Ruy pensó: “¡Ella
no quiere, yo no puedo: fue un sueño que acabó, y Nuestra Señora a ambos nos
tenga en su gracia!”.
Y como era caballero muy
discreto, desde que la conoció así inconmovible en su indiferencia, no la
buscó, ni siquiera levantó más los ojos hacia las rejas de sus ventanas, y
hasta dejó de entrar en la iglesia de Nuestra Señora cuando casualmente, desde
el portal, la veía arrodillada, con su cabeza, tan llena de gracejo y de oro,
pendida sobre el Libro de Horas.
II
La vieja ama, con los ojos más abiertos y duros que
los de una lechuza, no había tardado en contar al señor de Lara que un mozo
audaz, de gentil presencia, nuevo morador en las viejas casas del arcediano,
constantemente se atravesaba en el atrio y se apostaba delante de la iglesia
para arrojar el corazón por los ojos a la señora doña Leonor. Bien amargamente
lo sabía ya el celoso hidalgo, porque cuando desde su ventana espiaba, como un
halcón, a la airosa señora camino de la iglesia, había observado los giros, las
esperas, las miradas como dardos de aquel mozo galante, y se había estirado las
barbas del furor. Desde entonces, en realidad, su más intensa ocupación era
odiar a don Ruy, el impúdico sobrino del canónigo, que osaba levantar su bajo
deseo hasta la alta señora de Lara. Constantemente ahora lo traía vigilado por
un criado, y conocía todos sus pasos y lugares, los amigos con quienes cazaba u
holgaba, y hasta quién le cortaba los jubones, y hasta quién le pulía la
espada, y cada hora de su vivir. Y más ansiosamente todavía vigilaba a doña
Leonor, cada uno de sus movimientos, los más fugitivos modos, los silencios y
el conversar con las amas, las distracciones sobre el bordado, la forma de
ensimismarse sobre los árboles del jardín, y el aire y el color con que se
recogía de la iglesia… Pero tan inalteradamente serena, en su sosiego de
corazón, se mostraba la señora doña Leonor, que ni los celos más imaginadores
de culpas podrían hallar manchas en aquella pura nieve. Redobladamente áspero
se volvía entonces el rencor de don Alonso contra el sobrino del canónigo, por
haber apetecido aquella pureza, y aquellos cabellos del color del sol claro, y
aquel cuello de garza real, que eran sólo suyos, para espléndido gusto de su
vida. Y cuando paseaba en la sombría galería del solar, sonora y toda
abovedada, envuelto en su zamarra orlada de pieles, con la punta de la barba
grisácea apuntando hacia delante, la greña crespa erizada hacia atrás y los
puños cerrados, era siempre rumiando la misma hiel:
–Atentó contra su virtud, atentó
contra mi honor… ¡Es culpable de dos culpas y merece dos muertes!
Pero su furor casi se mezcló con
terror cuando supo que don Ruy ya no esperaba en el atrio a la señora doña
Leonor, ni rondaba amorosamente los muros del palacete, ni entraba en la
iglesia cuando ella rezaba, los domingos; y que tan enteramente se alejaba de
ella que una mañana, estando junto a la arquería, y sintiendo bien el rechinar
y abrir de la puerta por donde la señora iba a aparecer, había permanecido de
espaldas, sin moverse, riéndose con un caballero gordo que le leía un
pergamino. ¡Tan bien afectada indiferencia sólo servía, seguro (pensó don
Alonso), para esconder alguna atrevida intención! ¿Qué urdía él, el diestro
engañador? Todo en el desabrido hidalgo se exacerbó: celos, rencor, vigilancia,
pesar por su edad grisácea y fea. En el sosiego de doña Leonor sospechó maña y
fingimiento, e inmediatamente le prohibió las visitas a la Virgen del Pilar.
En las mañanas acostumbradas
corría él a la iglesia para rezar el rosario, llevando las disculpas de doña
Leonor. “Que no puede venir”, murmuraba curvado ante el altar “¡por lo que
sabéis, Virgen Purísima!” Cuidadosamente visitó y reforzó todos los negros
cerrojos de las puertas de su casa solariega.
De noche soltaba dos negros
mastines en las sombras del jardín amurallado.
A la cabecera del amplio lecho,
junto a la mesa en donde quedaba la lámpara, un relicario y el vaso de vino
caliente con canela y clavo para robustecerle las fuerzas, lucía siempre una
espada desnuda. Pero, con tantas seguridades, apenas dormía, y a cada instante
se alzaba en sobresalto entre las hondas almohadas, agarrando a doña Leonor con
mano bruta y ávida, que le pisaba el cuello, para rugir muy bajo, en un ansia:
“¡Dime que me quieres sólo a mí…!”. Después, con la alborada, se encumbraba,
acechando, como un halcón, las ventanas de don Ruy. Nunca lo veía, ahora, ni a
la puerta de la iglesia a la hora de misa, ni regresando del campo, a caballo,
al toque de las avemarías.
Y por sentirlo así, desaparecido
de los lugares y vueltas acostumbrados, es por lo que más lo sospechaba dentro
del corazón de doña Leonor.
Por fin, una noche, después de
mucho pisar el enlosado de la galería, rumiando sordamente desconfianzas y
odios, llamó a gritos al intendente y ordenó que se preparasen envoltorios y
cabalgaduras. Temprano, de madrugada, partiría, con la señora doña Leonor, para
su heredad de Cabril, a dos leguas de Segovia. La partida no fue de madrugada,
como una fuga de avariento que va a esconder lejos su tesoro, sino realizada
con aparato y demora, quedando la litera ante la arquería, esperando largas
horas, con las cortinas abiertas, mientras un caballerizo paseaba por el atrio
la mula blanca del hidalgo, enjaezada a la morisca, y, al lado del jardín, la
recua de machos cargados de baúles, sujetos a las argollas, bajo el sol y las
moscas, aturdía la callejuela con el tintineo de sus cascabeles. Así don Ruy
supo de la jornada del señor de Lara, y así lo supo toda la ciudad.
Fue un gran contentamiento para
doña Leonor, a la que le gustaba Cabril, sus lozanos pomares, sus jardines, a
los que se abrían, rasgadamente y sin rejas, las ventanas de sus aposentos
claros: ahí por lo menos tenía abundante aire, pleno sol, macetas para regar,
un vivero de pájaros, y tan largos paseos de laurel y tejo que eran casi la
libertad. Y también esperaba que en el campo se aliviasen aquellos cuidados que
traían, en los últimos tiempos, tan arrugado y taciturno a su marido y señor.
Pero no logró esta esperanza, que al cabo de una semana todavía no se había
despejado el rostro de don Alonso, ni por lo demás había frescura en las
arboledas, susurros en las aguas corrientes, o aromas esparcidos en los rosales
en flor, que calmasen agitación tan amarga y honda. Como en Segovia, en la
galería sonora de la gran bóveda, sin descanso pasaba, enterrado en su zamarra,
con la punta de la barba clavada hacia delante, la greña espesa erizada hacia
atrás, y un gesto de apretar los labios, silenciosa y coléricamente, como si
meditase maldades de las que gozase de antemano el sabor agrio. Y todo el
interés de su vida se concentraba en un criado que constantemente galopaba
entre Segovia y Cabril, al que a veces esperaba al principio de la aldea,
quedándose para escuchar al hombre que se desmontaba, jadeante, e
inmediatamente le daba nuevas apresuradas.
Una noche en la que doña Leonor,
en su cuarto, rezaba el rosario con las amas, a la luz de una antorcha de cera,
el señor de Lara entró muy despacio, trayendo en la mano una hoja de pergamino
y una pluma mojada en su tintero de hueso. Con un rudo gesto despidió a las
amas, que lo temían como a un lobo. Y, empujando un escabel más cerca de la
mesa, volviendo hacia doña Leonor el rostro al que había impuesto tranquilidad
y agrado, como si apenas viniese por cosas naturales y fáciles:
–Señora, quiero que me escribáis
aquí una carta que mucho me conviene escribir…
Tan acostumbrada era en ella la
sumisión que, sin otro reparo o curiosidad, yendo sólo a colgar en la barra del
lecho el rosario con el que había rezado, se acomodó sobre el escabel, y sus
dedos finos, con mucha aplicación, para que la letra fuese esmerada y clara,
trazaron la primera línea corta que el señor de Lara dictara, y era: “Mi
caballero…”. Pero cuando él dictó la otra, más larga, de un modo amargo, doña
Leonor arrojó la pluma, como si la pluma quemase, y, retrocediendo de la mesa,
gritó, con gran aflicción:
–Señor, ¿para qué conviene que
yo escriba tales cosas y tan falsas?…
En un brusco furor, el señor de
Lara arrancó del cinto un puñal, que le agitó junto al rostro, rugiendo
sordamente:
–¡O escribís lo que os mando y
que a mí me conviene, o, por Dios, que os atravieso el corazón!…
Más blanca que la cera de la
antorcha que los alumbraba, sintiendo escalofríos ante aquel hierro que
brillaba, en un temblor supremo que todo lo aceptaba, doña Leonor murmuró:
–¡Por la Virgen María, no me
hagáis daño!… Ni os enojéis, señor, que yo vivo para obedeceros y serviros…
Ahora, mandad, que yo escribiré.
Entonces, con los puños cerrados
en los bordes de la mesa, en donde había posado el puñal, machacando a la
frágil y desdichada mujer bajo la mirada dura que la fusilaba, el señor de Lara
dictó, lanzó roncamente, a pedazos, a empellones, una carta que decía, cuando
estaba acabada con letra bien incierta y trémula: “Mi caballero: Muy mal habéis
comprendido, o muy mal pagáis el amor que os tengo, y que nunca os pude, en
Segovia, mostrar claramente… Ahora aquí estoy, en Cabril, ardiendo por veros; y
si vuestro deseo corresponde al mío, bien fácilmente lo podéis realizar, pues
mi marido se halla ausente en otra heredad, y ésta de Cabril es fácil y
abierta. Venid esta noche, entrad por la puerta del jardín, al lado de la
vereda, pasando el estanque, hasta la terraza. Allí veréis una escalera apoyada
en una ventana de la casa, que es la ventana de mi cuarto, en el que seréis muy
dulcemente agasajado por quien ansiosamente os espera”.
–¡Ahora, señora, firmad debajo
con vuestro nombre, que eso sobre todo conviene!
Doña Leonor trazó lentamente su
nombre, tan roja como si la desnudasen delante de una multitud.
–¡Y ahora –ordenó el marido más
sordamente, a través de los dientes cerrados– dirigidla a don Ruy de Cárdenas!
Ella osó levantar los ojos, ante
la sorpresa de aquel nombre desconocido.
–¡Venga! ¡A don Ruy de Cárdenas!
–gritó el hombre sombrío.
Y ella dirigió su deshonesta
carta a don Ruy de Cárdenas.
Don Alonso metió el pergamino en
el cinto, junto al puñal que había envainado, y salió en silencio con la barba
apuntada, ahogando un rumor de pasos en las losas del corredor.
Ella se había quedado sobre el
escabel, las manos cansadas y caídas sobre el regazo, con un espanto infinito,
la mirada perdida en la oscuridad de la noche silente. ¡Menos oscura le parecía
la noche que esa oscura aventura en la que se sentía envuelta y llevada! ¿Quién
era ese don Ruy de Cárdenas, del que nunca había oído, que nunca se había
atravesado en su vida, tan quieta, tan poco poblada de memorias y de hombres?
Él seguramente la conocía, la había encontrado, la había seguido al menos con
los ojos, pues era cosa natural y bien fundada recibir de ella carta de tanta
pasión y promesa…
¿Así, un hombre, y mozo de
cierto bien nacido, tal vez gentil, entraba en su destino bruscamente, traído
por la mano de su marido? ¿Tan íntimamente se había entrañado ese hombre en su
vida, sin que ella se apercibiese, que ya para él se abría de noche la puerta
de su jardín, y contra su ventana, para que él subiese, se preparaba de noche
una escalera? Y era su marido el que muy secretamente abría la puerta de par en
par, y muy secretamente levantaba la escalera… ¿Para qué?
Entonces, de repente, doña
Leonor comprendió la verdad, que le arrancó un grito ansioso y mal sofocado.
¡Era una trampa! ¡El señor de Lara atraía a Cabril a ese don Ruy con una
promesa magnífica, para apoderarse de él, seguramente matarlo, indefenso y solitario!
Y ella, su amor, su cuerpo, eran las promesas que se hacían brillar ante los
ojos seducidos del desventurado mozo. ¡Así su marido usaba su belleza, su
lecho, como la red de oro en la que debía caer aquella presa atolondrada!
¿Dónde habría mayor ofensa? ¡Y también cuánta imprudencia! ¡Bien podría ese don
Ruy de Cárdenas desconfiar, no acceder a invitación tan abiertamente amorosa, y
después mostrar por toda Segovia, riéndose y triunfante, aquella carta en la
que le ofrecía su lecho y su cuerpo la mujer de Alonso de Lara! ¡Pero no! ¡El
desventurado correría a Cabril, y para morir, miserablemente morir en el negro
silencio de la noche, sin sacerdote, ni sacramentos, con el alma encharcada en
pecado de amor! Para morir, seguramente, porque nunca el señor de Lara
permitiría que viviese el hombre que recibiera tal carta. ¡Así, aquel mozo
moría por su amor, y por un amor que, sin darle nunca un gusto, le daba
enseguida la muerte! Seguro que por amor de ella, pues era tal el odio del
señor de Lara, odio que, con tanta deslealtad y villanía, se cebaba, que sólo
podía nacer de celos, que le oscurecían todo deber de caballero y de cristiano.
Sin duda, él había sorprendido miradas, pasos, intenciones de este señor don
Ruy, mal prevenido por bien enamorado.
¿Pero cómo? ¿Cuándo?
Confusamente se acordaba de un mozo que un domingo se había cruzado con ella en
el atrio, la había esperado en el portal de la iglesia, con un ramo de claveles
en la mano… ¿Sería ese? Era de noble apariencia, muy pálido, con grandes ojos
negros y calientes. Ella había pasado, ni había pensado… Los claveles que
sujetaba en la mano eran rojos y amarillos… ¿A quién se los llevaba?… ¡Ah! ¡Si
le pudiese avisar, bien temprano, de madrugada!
¿Cómo, si no había en Cabril
criado o ama de quien se fiase? ¡Pero dejar que una bruta espada atravesase
traicioneramente aquel corazón, que venía lleno de ella, palpitando por ella,
todo con la esperanza de ella!…
¡Oh! ¡La desabrida y ardiente
correría de don Ruy, desde Segovia a Cabril, con la promesa del encantador
jardín abierto, de la escalera colocada contra la ventana, bajo la mudez y
protección de la noche! ¿Mandaría realmente el señor de Lara apoyar una escalera
a la ventana? De cierto, para poderlo matar con más facilidad, pobre, y dulce,
e inocente mozo, cuando él subiese, poco seguro sobre un frágil peldaño, las
manos impedidas, la espada durmiendo en la vaina… ¡Y así, la otra noche, ante
su lecho, su ventana estaría abierta, y una escalera levantada contra su
ventana esperando un hombre! Emboscado en la sombra del cuarto, su marido
seguramente mataría a ese hombre…
Pero ¿y si el señor de Lara
esperase fuera de los muros de la finca, asaltase brutalmente, en algún
sendero, a aquel don Ruy de Cárdenas, y, o por menos diestro, o por menos
fuerte, en un terciar de armas, cayese él traspasado, sin que el otro conociese
a quién había matado? Y ella, allí, en su cuarto, sin saberlo, y todas las
puertas abiertas, y la escalera levantada, y aquel hombre asomado a la ventana
en la sombra suave de la noche tibia, y el marido que la debía defender muerto
al fondo de un sendero… ¿Qué haría ella, madre mía? ¡Oh! Seguro que repelería,
soberbiamente, al joven temerario. ¡Pero su espanto y la cólera de su deseo
engañado! “¡He venido llamado por vos, señora!” Y allí traía, sobre el corazón,
la carta de ella, con su nombre, trazado por su mano. ¿Cómo le podría contar la
emboscada y el dolo? Era tan largo de contar, en aquel silencio y soledad de la
noche, mientras los ojos de él, húmedos y negros, le estuviesen suplicando y la
estuviesen traspasando… ¡Desgraciada ella si el señor de Lara muriese, la
dejase solitaria, sin defensa, en aquella vasta casa abierta! Pero qué
desgraciada también si aquel mozo, llamado por ella, y que la amaba, y que por
ese amor venía corriendo deslumbrado, encontrase la muerte en el sitio de su
esperanza, que era el sitio de su pecado, y, muerto en pleno pecado, rodase
hacia la eterna desesperanza… Veinticinco años, él, si era el mismo de quien se
acordaba, pálido y tan airoso, con un jubón de velludo cárdeno y un ramo de
claveles en la mano, a la puerta de la iglesia, en Segovia…
Dos lágrimas saltaron de los
cansados ojos de doña Leonor. Y doblando las rodillas, levantando su alma toda
hacia el cielo, en donde la luna se empezaba a levantar, murmuró, en un
infinito dolor y fe:
–¡Oh! ¡Santa Virgen del Pilar,
señora mía, vela por nosotros, vela por todos nosotros!…
III
Don Ruy entraba, a la hora de la calma, en el
fresco patio de su casa, cuando de un banco de piedra, en la sombra, se levantó
un mozo del campo, que sacando de dentro del zurrón una carta, se la entregó,
murmurando:
–Señor, daos prisa en leer, que
tengo que volver a Cabril, a quien me mandó…
Don Ruy abrió el pergamino; y,
en el deslumbramiento que lo tomó, se golpeó con él contra el pecho, como para
enterrarlo en el corazón…
El mozo del campo insistía,
inquieto:
–¡Dese prisa, señor, dese prisa!
Ni necesitáis contestar. Sólo con que me deis una señal de haber venido el
recado…
Muy pálido, don Ruy arrancó uno
de los guantes bordados en torzal de seda, que el mozo enrolló y guardó en el
zurrón. Y partía en la punta de las alpargatas leves. Con un gesto, don Ruy
todavía lo detuvo:
–Escucha, ¿qué camino tomas tú
para Cabril?
–El más corto y sólo para gente
osada, que es por el Cerro de los Ahorcados.
–Está bien.
Don Ruy saltó las escaleras de
piedra, y en su aposento, incluso sin quitarse el sombrero, de nuevo leyó junto
a la celosía aquel pergamino divinal, en el que doña Leonor lo llamaba de noche
a su cuarto, a la posesión entera de su ser. Y no lo había maravillado este
ofrecimiento, después de una tan constante, imperturbada indiferencia. Por el
contrario, percibió en ella un amor muy astuto, por ser muy fuerte, que, con
gran paciencia, se esconde ante los estorbos y los peligros, y mudamente
prepara su hora de contentamiento, mejor y más deliciosa por tan preparada.
Ella siempre lo había amado, pues, desde la mañana bendita en que sus ojos se
habían cruzado en el portal de Nuestra Señora. Y mientras él rondaba aquellos
muros del jardín, maldiciendo una frialdad que le parecía más fría que la de
los fríos muros, ya ella le había dado su alma, y, llena de constancia, con
amorosa sagacidad, sofocando el menor suspiro, adormeciendo desconfianzas,
preparaba la noche radiante en que le daría también su cuerpo.
¡Tanta firmeza, tan fino ingenio
en las cosas del amor, todavía la hacían más bella y apetecible!
¡Con qué impaciencia miraba
entonces el sol, con tan poca prisa esa tarde en bajar hacia los montes! Sin
reposo, en su cuarto, con las celosías cerradas para concentrar mejor su
felicidad, todo apuntaba amorosamente a la triunfal jornada: las finas ropas,
los finos encajes, un jubón de velludo negro y las esencias perfumadas. Dos
veces bajó a la caballeriza a comprobar si su caballo estaba bien herrado y
bien holgado. Sobre el pavimento, doblegó y volvió a doblegar, para
comprobarla, la hoja de la espada que llevaría a la cintura… Pero su mayor
cuidado era el camino para Cabril, a pesar de conocerlo bien, y la aldea
apiñada en torno al monasterio franciscano, y el viejo puente romano con su
Calvario, y la vereda honda que llevaba a la heredad del señor de Lara. Todavía
ese invierno había pasado por allí, yendo a montar con dos amigos de Astorga, y
había divisado la torre de los Lara, pensando: “¡He ahí la torre de mi
ingrata!”. ¡Cómo se equivocaba! Las noches ahora eran de luna, y él saldría de
Segovia calladamente, por la puerta de San Mauro. Un galope corto lo pondría en
el cerro de los Ahorcados… Bien lo conocía también, ese sitio de tristeza y
pavor, con sus cuatro pilares de piedra, en donde se ahorcaba a los criminales,
y donde quedaban, balanceándose al viento, resecos al sol, hasta que las
cuerdas se pudriesen y las osamentas cayesen, blancas y limpias de la carne por
el pico de los cuervos. Por detrás del cerro estaba la laguna de las Dueñas. La
última vez que por allí anduvo, fue el día del apóstol san Matías, cuando el
corregidor y las cofradías de caridad y paz, en procesión, iban a dar sepultura
a las osamentas caídas en el suelo negro, descarnadas por las aves. De ahí el
camino, después, seguía liso para Cabril.
Así don Ruy meditaba su jornada
venturosa, mientras la tarde iba cayendo. Después, cuando oscureció, y
alrededor de las torres de la iglesia empezaron a revolotear los murciélagos, y
en las esquinas del atrio se encendieron los nichos de las almas, el valiente
joven sintió un miedo extraño, el miedo de aquella felicidad que se acercaba y
que le parecía sobrenatural. ¿Era, pues, cierto, que esa mujer de divina
hermosura, famosa en Castilla, y más inaccesible que un astro, sería suya, toda
suya, en el silencio y seguridad de la alcoba, dentro de breves instantes,
cuando todavía no se hubiesen apagado ante los retablos de las almas aquellos
fuegos devotos? ¿Y qué había hecho para lograr tanto bien? Había pisado las
losas del atrio, había esperado en el portal de la iglesia, buscando con los
ojos otros dos ojos, que no se elevaban, indiferentes o desatentos. Entonces,
sin dolor, había abandonado su esperanza… Y he aquí que de repente aquellos
ojos distraídos lo buscan, y aquellos brazos cerrados se le abren, largos y
desnudos, y con el cuerpo y con el alma aquella mujer le grita: “¡Oh mal
avisado, que no me has entendido! ¡Ven! ¡Quien te desanimó ya te pertenece!”.
¿Habría jamás igual ventura? ¡Tan alta, tan rara, que seguramente detrás de
ella, si no yerra la ley humana, ya debía caminar la desventura! ¡Ya de verdad
caminaba, pues cuánta desventura al saber que después de tal ventura, cuando de
madrugada, saliendo de los divinos brazos, él se recogiese en Segovia, su
Leonor, el bien sublime de su vida, tan inesperadamente adquirido por un
instante, recaería enseguida bajo el poder de otro amo!
¡Qué importaba! ¡Viniesen
después dolores y celos! ¡Aquella noche era espléndidamente suya, el mundo todo
una apariencia vana, y la única realidad ese cuarto de Cabril, mal alumbrado,
en donde ella lo esperaría, con la cabellera suelta! Con ansiedad bajó la
escalera, se lanzó sobre su caballo. Después, por prudencia, atravesó el atrio
muy lentamente, con el sombrero bien levantado del rostro, como en un paseo
natural, buscando fuera de los muros el frescor de la noche. Ningún encuentro
lo inquietó hasta la puerta de San Mauro. Allí, un mendigo, agachado en la
oscuridad de un arco, y que tocaba monótonamente su zampoña, pidió, en un
lamento, a la Virgen y a todos los santos, que llevasen a aquel gentil
caballero en su dulce y santa guarda. Don Ruy se había parado para darle una
limosna, cuando se acordó de que esa tarde no había ido a la iglesia, a la hora
de vísperas, a rezar y a pedir la bendición de su divinal madrina. Con un
salto, se bajó enseguida del caballo; porque justamente, junto al viejo arco, centelleaba
una lámpara alumbrando el retablo. Era una imagen de la Virgen con el pecho
traspasado por siete espadas. Don Ruy se arrodilló, posó el sombrero en las
losas y, con las manos levantadas, muy celosamente, rezó una salve. La claridad
amarilla de la luz envolvía el rostro de Nuestra Señora, que, sin sentir el
dolor de los siete hierros, o como si le diesen solo inefables gozos, sonreía
con los labios muy encarnados. Mientras él rezaba, en el convento de Santo
Domingo, al lado, la campanilla empezó a tocar a agonía. De la sombra negra del
arco, cesando la zampoña, el mendigo murmuró: “¡Un fraile se está muriendo!”.
Don Ruy rezó un avemaría por el fraile que moría. La Virgen de las siete
espadas sonreía dulcemente: ¡el toque de agonía no era, pues, de mal presagio!
Don Ruy cabalgó alegremente y partió.
Más allá de la puerta de San
Mauro, después de algunas casuchas de alfareros, el camino seguía, alargado y
negro, entre altas pitas. Por detrás de las colinas, al fondo de la planicie
oscura, subía el primer resplandor, amarillo y lánguido, de la luna llena, aún
escondida. Y don Ruy marchaba a paso, con recelo de llegar a Cabril muy
temprano, antes de que las amas y mozos acabasen la velada y el rosario. ¿Por
qué le marcaba doña Leonor la hora en aquella carta tan clara y tan pensada?…
Entonces su imaginación se adelantaba, rompía por el jardín de Cabril, trepaba
aladamente la escalera prometida, y él se quedaba también atrás, en una carrera
anhelante, que arrancaba las piedras del camino mal junto. Después sofrenaba el
caballo jadeante. ¡Era temprano, era temprano! Y retomaba el paso penoso,
sintiendo el corazón contra el pecho, como ave presa que se golpea contra las
rejas.
Así llegó al cruce, en donde el
camino se dividía en dos, más juntos que las puntas de una horquilla, ambas
cortando a través del pinar. Descubierto ante la imagen crucificada, don Ruy
tuvo un instante de angustia, pues no recordaba cuál de ellas llevaba al cerro
de los Ahorcados. Ya se había metido entre las breñas de la más cerrada,
cuando, entre los pinos callados, una luz surgió, danzando en lo oscuro. Era
una vieja en harapos, con las largas melenas sueltas, doblada sobre un bordón y
llevando una candela.
–¿Para dónde va este camino?
–gritó don Ruy.
La vieja balanceó más alto la
candela, para mirar al caballero.
–Para Jarama.
Y luz y vieja inmediatamente se
sumieron, hundidas en la sombra, como si allí hubiesen surgido solamente para
avisar al caballero de su camino equivocado… Ya él había dado la vuelta
arrebatadamente; y, rodeando el Calvario, galopó por el otro camino más ancho,
hasta divisar, bajo la claridad del cielo, los pilares negros, los maderos
negros del cerro de los Ahorcados. Entonces se quedó perplejo, rígido en los
estribos. En un collado alto, seco, sin hierba o brezo, unidos por un muro
bajo, todo agrietado, allí se erguían, negros, enormes, bajo la palidez de la
luna, los cuatro pilares de granito semejantes a los cuatro ángulos de una casa
deshecha. Sobre los pilares se posaban cuatro gruesas vigas. De las vigas
pendían cuatro ahorcados negros y rígidos, en el aire parado y mudo. Todo en su
derredor era muerto como ellos.
Gordas aves de rapiña dormían
elevadas sobre los maderos. Más allá rebrillaba lívidamente el agua muerta de
la laguna de las Dueñas. Y, en el cielo, la luna iba grande y llena.
Don Ruy murmuró el padrenuestro
debido por todo cristiano a aquellas almas culpadas. Después incitó al caballo,
y pasaba, cuando, en el inmenso silencio y en la inmensa soledad, se levantó,
resonó una voz, una voz que lo llamaba, suplicante y lenta:
–¡Caballero, deteneos, venid
aquí!…
Don Ruy cogió bruscamente las
riendas y, erguido sobre los estribos, lanzó sus ojos espantados por todo el
siniestro yermo. Sólo divisó el cerro áspero, el agua rebrillante y muda, los
maderos, los muertos. Pensó que había sido ilusión de la noche u osadía de
algún demonio errante. Y, serenamente, acicateó el caballo, sin sobresalto o
prisa, como en una calle de Segovia. Pero, por detrás, la voz volvió, lo llamó
con más urgencia, ansiosa, casi afligida:
–¡Caballero, esperad, no os
vayáis, volved, acercaos aquí!…
De nuevo don Ruy se paró y,
vuelto sobre la montura, encaró audazmente los cuatro cuerpos colgados de las
vigas. ¡Del lado de ellos sonaba la voz, que, siendo humana, sólo podía salir
de forma humana! Uno de esos ahorcados, pues, lo había llamado, con tanta prisa
y ansia.
¿Quedaría en alguno, por
maravillosa merced de Dios, aliento y vida? ¿O sería que, por mayor maravilla,
uno de esos esqueletos medio podridos lo detenía para transmitirle avisos de
ultratumba?… Pero que la voz rompiese de un pecho vivo o de un pecho muerto,
gran cobardía sería huir, despavorida, sin atenderla y servirla.
Lanzó de inmediato para dentro
del cerro al caballo, que temblaba; y, parando, derecho y tranquilo, con su
mano en la ijada, después de mirar, uno por uno, los cuatro cuerpos suspensos,
gritó:
–¿Cuál de vosotros, hombres
ahorcados, osó llamar a don Ruy de Cárdenas?
Entonces, aquel que estaba de
espaldas a la luna llena respondió, desde lo alto de la cuerda, muy quieta y
naturalmente, como un hombre que charla desde su ventana hacia la calle:
–Señor, he sido yo.
Don Ruy hizo avanzar al caballo
delante de él. No le distinguía el rostro, enterrado en el pecho, escondido por
las largas y negras melenas colgantes. Sólo comprobó que tenía las manos
sueltas y desamarradas, y también sueltos los pies desnudos, ya resecos y del
color del betún.
–¿Qué me quieres?
El ahorcado, suspirando,
murmuró:
–Señor, hacedme la gran merced
de cortar esta cuerda de la que estoy colgado.
Don Ruy arrancó la espada, y de
un golpe certero cortó la cuerda medio podrida. Con un siniestro son de huesos
entrechocados el cuerpo cayó al suelo, en donde yació un momento, estirado.
Pero inmediatamente se enderezó sobre los pies mal seguros y aún durmientes, y
se levantó hacia don Ruy con un rostro muerto, que era una calavera con la piel
muy pegada, y más amarilla que la luna que en ella rielaba. Los ojos no tenían
movimiento ni brillo. Ambos labios se le abrían en una sonrisa empedernida.
Entre los dientes, muy blancos, surgía una punta de lengua muy negra.
Don Ruy no mostró terror, ni
asco. Y envainando serenamente la espada:
–¿Tú estás muerto o vivo?
–preguntó.
El hombre encogió los hombros
con lentitud.
–Señor, no lo sé… ¿Quién sabe lo
que es la vida? ¿Quién sabe lo que es la muerte?
–¿Pero qué quieres de mí?
El ahorcado, con los largos
dedos descarnados, aflojó el nudo de la cuerda que todavía le rodeaba el cuello
y declaró muy serena y firmemente:
–Señor, yo tengo que ir con vos
a Cabril, adonde vos vais.
El caballero se estremeció con
tan fuerte asombro, tirando de las riendas, que su buen caballo se empinó como
asombrado también.
–¿Conmigo a Cabril?
El hombre curvó la columna, a la
que se le veían todos los huesos, más agudos que los dientes de una sierra, a
través de un gran rasgón de la camisa de estameña.
–Señor –suplicó–, no me lo
neguéis. ¡Que yo tengo que recibir gran salario si os hiciere un gran servicio!
Entonces don Ruy pensó de
repente que bien podía ser aquel un ardid formidable del demonio. Y clavando
los ojos muy brillantes en el rostro muerto que ante él se levantaba, ansioso,
a la espera de su consentimiento, hizo una lenta y larga señal de la cruz.
El ahorcado dobló las rodillas
con asustada reverencia:
–Señor, ¿para qué me probáis con
esta señal? Sólo por ella alcanzamos remisión, y yo sólo de ella espero
misericordia.
Entonces don Ruy pensó que, si
ese hombre no estaba enviado por el demonio, bien podría ser enviado por Dios.
E inmediata y devotamente, con un gesto sumiso en el que todo lo entregaba al
Cielo, consintió, aceptó al pavoroso compañero:
–¡Ven conmigo, pues, a Cabril,
si Dios te manda! Pero yo nada te pregunto y tú nada me preguntes.
Bajó de inmediato el caballo al
camino, todo alumbrado por la luna. El ahorcado seguía a su lado, con pasos tan
ligeros que, incluso cuando don Ruy galopaba, se conservaba junto al estribo,
como llevado por un viento mudo. A veces, para respirar más libremente,
estiraba el nudo de la cuerda que le enroscaba el cuello. Y, cuando pasaban
entre setos en donde vagaba el aroma de las flores silvestres, el hombre
murmuraba con infinito alivio y delicia:
–¡Qué bueno es correr!
Don Ruy iba asombrado, con
tormentosos cuidados. Bien comprendía ahora que aquel era un cadáver reanimado
por Dios, para un extraño y encubierto servicio. ¿Pero para qué le daba Dios
tan horroroso compañero? ¿Para protegerlo? ¿Para impedir que doña Leonor, amada
del Cielo por su piedad, cayese en culpa mortal? ¿Y, para tan divina
incumbencia de tan alta merced, ya no tenía el Señor ángeles en el Cielo, que
necesitaba emplear a un condenado?… ¡Ah! ¡Cómo volvería alegremente las riendas
para Segovia, si no fuera la galante lealtad de caballero, el orgullo de nunca
retroceder, y la sumisión a las órdenes de Dios, que sentía que pesaban sobre
él!…
De un alto del camino, de
repente, divisaron Cabril, las torres del convento franciscano apuntando a la
luna, el caserío adormecido entre las huertas. Muy silenciosamente, sin que un
perro ladrase detrás de las cancelas o encima de los muros, bajaron el viejo
puente romano. Ante el Calvario, el ahorcado cayó de rodillas en las losas,
levantó los lívidos huesos de las manos, quedó largamente rezando, entre largos
suspiros. Después, al entrar en el sendero, bebió mucho tiempo, y con gran
consuelo, de una fuente que corría y cantaba bajo la frondosidad de un sauce.
Como el sendero era muy estrecho, él caminaba delante del caballero,
completamente curvado, los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho, sin un
rumor.
La luna estaba alta en el cielo.
Don Ruy consideraba con amargura aquel disco, lleno y brillante, que esparcía
tanta claridad, y tan indiscreta, sobre su secreto. ¡Ah! ¡Cómo se estropeaba la
noche divina! Una enorme luna surgía entre los montes para iluminarlo todo. Un
ahorcado bajaba de la horca para seguirlo y saberlo todo. Dios así lo había
ordenado. ¡Pero qué tristeza llegar a la dulce puerta, dulcemente prometida,
con tal intruso al lado, bajo aquel cielo tan claro!
Bruscamente, el ahorcado se
paró, levantando el brazo, del que la manga pendía en harapos. Era el fin del
sendero que desembocaba en un camino más ancho y más pisado, y ante ellos se
levantaba el largo muro de la finca del señor de Lara, teniendo allí un
mirador, con barandillas de piedra, y todo cubierto de hiedras.
–Señor –murmuró el ahorcado,
sujetando con respeto el estribo de don Ruy–, pocos pasos después de este
mirador está la puerta por la que debéis entrar al jardín. Conviene que dejéis
aquí el caballo, amarrado a un árbol, si lo consideráis seguro y fiel. ¡Que en
la empresa en que vamos ya es demasiado el rumor de nuestros pies!…
Silenciosamente, don Ruy se
apeó, y prendió el caballo, que sabía fiel y seguro, al tronco de un álamo
seco.
Y tan sumiso se había vuelto a
aquel compañero impuesto por Dios, que sin más reparo fue siguiendo junto al
muro en el que se reflejaba la luz de la luna.
Con vagarosa cautela, y en la
punta de los pies desnudos, avanzaba ahora el ahorcado, vigilando el alto muro,
sondeando la negrura del seto, parándose a escuchar rumores que sólo para él
eran perceptibles, porque nunca don Ruy había conocido una noche más hondamente
adormecida y muda.
Y tal susto, en quien debía ser
indiferente a peligros humanos, fue llenando también lentamente al valeroso
caballero de tan viva desconfianza, que sacaba el puñal de la vaina, enrollaba
la capa en el brazo, y marchaba en defensa, con la mirada chispeante, como en
un camino de emboscada y pendencia. Así llegaron a una puerta baja, que el
ahorcado empujó, y que se abrió sin gemir los goznes. Entraron en una senda
ladeada de espesos tejos hasta un estanque lleno de agua, en donde flotaban
hojas de nenúfares, y que toscos bancos de piedra circundaban, cubiertos por
las ramas de arbustos en flor.
–¡Por allí! –murmuró el
ahorcado, extendiendo el brazo desecado.
Era, más allá del estanque, una
avenida que densos y viejos árboles abovedaban y oscurecían. Por ella se
metieron, como sombras en la sombra, el ahorcado delante, don Ruy siguiendo muy
sutilmente, sin rozar una rama, apenas pisando la arena. Un leve hilo de agua
susurraba entre el césped. Por los troncos subían rosas trepadoras, que olían
dulcemente. El corazón de don Ruy volvió a latir en una esperanza de amor.
–¡Chist! –hizo el ahorcado.
Y don Ruy casi tropezó con el
siniestro hombre, que se había parado, con los brazos abiertos como las vigas
de una cancela. Ante ellos cuatro peldaños de piedra subían a una terraza,
donde la claridad era amplia y libre. Agachados, treparon por los peldaños, y
al fondo del jardín sin árboles, todo él con macizos de flores bien perfiladas,
y orladas de murta recortada, divisaron un lado de la casa en el que daba la
luna llena. En medio, entre las ventanas con alféizar cerradas, un balcón de
piedra, con albahaca en las esquinas, conservaba las vidrieras abiertas,
ampliamente. El cuarto, dentro, apagado, era como un agujero de tinieblas en la
claridad de la fachada bañada por la luz de la luna. Y, arrimada contra el
balcón, estaba una escalera con peldaños de cuerda.
Entonces el ahorcado empujó a
don Ruy vivamente desde los peldaños hacia la oscuridad de la avenida. Y allí,
con un gesto urgente, dominando al caballero, exclamó:
–¡Señor! ¡Conviene ahora que me
deis vuestro sombrero y la capa! Vos os quedáis aquí en la oscuridad de estos
árboles. Yo voy a trepar aquella escalera y espiar aquel cuarto… Si fuere como
deseáis, aquí volveré, y con Dios sed feliz…
Don Ruy retrocedió con horror de
que tal criatura subiese a tal ventana.
Y de forma obstinada, gritó
sordamente:
–¡No, por Dios!
Pero la mano del ahorcado,
lívida en la oscuridad, bruscamente le arrancó el sombrero de la cabeza, le
quitó la capa del brazo. Y ya se cubría, ya se embozaba, murmurando ahora, en
una súplica ansiosa:
–¡No me lo neguéis, señor, que
si os hiciere gran servicio, ganaré gran merced!
Y escaló los peldaños: estaba en
la alumbrada y ancha terraza. Don Ruy subió, atontado, y espió. Y, ¡oh
maravilla! Era él, don Ruy, todo él en la figura y en las maneras, aquel hombre
que, entre los macizos y el mirto recortado, avanzaba, airoso y leve, con la
mano en la cintura, el rostro erguido risueñamente hacia la ventana, y la larga
pluma escarlata del sombrero balanceándose de triunfo. El hombre avanzaba bajo
la espléndida luz de la luna. El cuarto amoroso allí estaba esperando, abierto
y negro. Y don Ruy miraba, con ojos que chispeaban, temblando de pasmo y
cólera. ¡El hombre había llegado a la escalera: abrió la capa, asentó el pie en
el peldaño de cuerda! “¡Oh! ¡Ya sube el maldito!”, rugió don Ruy. El ahorcado
subía. Ya la alta figura, que era la suya, de don Ruy, estaba en medio de la
escalera, toda negra contra la pared blanca. ¡Paró!… ¡No!, no había parado:
subía, llegaba, ya sobre el borde del balcón había posado la rodilla cautelosa.
Don Ruy miraba, desesperadamente, con los ojos, con el alma, con todo su ser… Y
he aquí que, de repente, del cuarto negro surge un negro bulto, una furiosa voz
brama: “¡Villano, villano!”, ¡y una lámina de daga chispea, y cae, y otra vez
se levanta, y rebrilla, y baja, y aún refulge, y aún se embebe!… Como un fardo,
desde lo alto de la escalera, pesadamente, el ahorcado cae sobre la tierra
blanda. Vidrios, puertas del balcón, inmediatamente se cierran, con fragor. Y
no hubo sino el silencio, la serenidad blanda, la luna muy alta y redonda en el
cielo de verano.
En un instante, don Ruy había
comprendido la traición, había arrancado la espada, retrocediendo hacia la
oscuridad de la avenida, cuando, ¡oh maravilla! corriendo a través de la
terraza, aparece el ahorcado, que le agarra la manga y le grita:
–¡A caballo, señor, y partid de
inmediato, que el encuentro no era de amor sino de muerte!…
Ambos bajan arrebatadamente la
avenida, rodean el estanque bajo el refugio de los arbustos en flor, se meten
por la calle estrecha orlada de tejos, traspasan la puerta, y un momento paran,
jadeantes, en el camino, en donde la luna, más refulgente, más llena, hacía
como un puro día.
¡Y entonces, solo entonces, don
Ruy descubrió que el ahorcado conservaba clavada en el pecho, hasta los
gavilanes, la daga, cuya punta le salía por la espalda, brillante y limpia!
¡Con esa desesperación corrió entonces por el camino sin fin! En carrera tan
violenta el ahorcado ni oscilaba, rígido sobre la grupa, como un bronce en un
pedestal. Y a cada momento don Ruy sentía un frío más helador, que le helaba
los hombros, como si llevase sobre ellos un saco lleno de hielo. Al pasar el
cruce murmuró: “¡Señor, valedme!”. Más allá del cruce, de repente, se
estremeció con el quimérico miedo de que tan fúnebre compañero, para siempre,
se quedase acompañándolo, y se hiciese su destino galopar a través del mundo,
en una noche eterna, llevando un muerto a la grupa… Y no se contuvo, gritó
hacia atrás, en el viento de la carrera que los espoleaba:
–¿Para dónde queréis que os
lleve?
El ahorcado, acercando tanto el
cuerpo a don Ruy que lo lastimó con los gavilanes de la espada, secreteó:
–¡Señor, conviene que me dejéis
en el cerro!
Dulce e infinito alivio para el
buen caballero, pues el cerro estaba cerca, y ya le veía, en la claridad
desmayada, los pilares y las tinieblas negras… Pronto paró el caballo, que
temblaba, blanqueado de espuma.
Enseguida el ahorcado, sin
rumor, resbaló de la grupa, sujetó, como buen criado, el estribo de don Ruy. Y
con la calavera erguida, la lengua negra más salida entre los dientes blancos,
murmuró en respetuosa súplica:
–Señor, hacedme ahora la gran
merced de colgarme otra vez de mi viga.
Don Ruy se estremeció de horror:
–¡Por Dios! ¿Que os ahorque,
yo?…
El hombre suspiró, abriendo los
brazos largos:
–¡Señor, por voluntad de Dios
es, y por voluntad de aquélla que es más querida a Dios!
Entonces, resignado, sumiso a
los mandatos de lo Alto, don Ruy se apeó, y comenzó a seguir al hombre, que
subía para el cerro pensativamente, doblando el torso, de donde salía, clavada
y brillante, la punta de la daga. Se paran ambos bajo la viga vacía. De las
otras vigas pendían los otros esqueletos. El silencio era más triste y hondo
que los otros silencios de la tierra. El agua de la laguna se había
ennegrecido. La luna bajaba y desfallecía.
Don Ruy consideró la viga en la
que quedaba, corto en el aire, el pedazo de cuerda que él había cortado con la
espada.
–¿Cómo queréis que os cuelgue?
–exclamó–. A aquel pedazo de cuerda no puedo llegar con la mano: ni yo solo
basto para izaros.
–Señor –respondió el hombre–,
ahí en un rincón debe haber un gran rollo de cuerda. Una punta me la ataréis a
este nudo que traigo en el cuello; la otra punta la echaréis por encima de la
viga, y tirando después, fuerte como sois, bien me podéis ahorcar de nuevo.
Ambos curvados, con pasos
lentos, buscaron el rollo de cuerda. Y lo encontró el ahorcado, lo desenrolló…
Entonces don Ruy se sacó los guantes. Y enseñado por él (que tan bien lo había
aprendido del verdugo) ató una punta de la cuerda al lazo que el hombre
conservaba en el cuello, y lanzó fuertemente la otra punta, que ondeó en el
aire, pasó sobre la viga, quedó colgada a ras del suelo. Y el fuerte caballero,
juntando los pies, estirando los brazos, tiró, izó al hombre, hasta que se
quedó suspenso, negro en el aire, como un ahorcado natural entre los otros
ahorcados.
–¿Estáis bien así?
Lenta y sumida, vino la voz del
muerto:
–Señor, estoy como debo.
Entonces don Ruy, para fijarlo,
enrolló la cuerda con vueltas gruesas en el pilar de piedra. Y quitando el
sombrero, limpiando con el dorso de la mano el sudor que lo encharcaba,
contempló a su siniestro y milagroso compañero. Estaba ya rígido como antes,
con el rostro pendido bajo las melenas caídas, los pies inflexibles, todo
desgastado y carcomido como un viejo esqueleto. En el pecho conservaba la daga
clavada. Por encima, dos cuervos dormían quietos.
–¿Y ahora qué más queréis?
–preguntó don Ruy empezando a ponerse los guantes.
Débilmente, desde lo alto, el
ahorcado murmuró:
–¡Señor, mucho os ruego ahora
que, al llegar a Segovia, se lo contéis todo fielmente a Nuestra Señora del
Pilar, vuestra madrina, que de ella espero gran merced para mi alma, por este
servicio que, por mandato suyo, hizo mi cuerpo!
Entonces, don Ruy de Cárdenas lo
comprendió todo, y, arrodillándose devotamente sobre el suelo de dolor y de
muerte, rezó una larga oración por aquel buen ahorcado.
Después galopó hacia Segovia. La
mañana clareaba, cuando él traspasó la puerta de San Mauro. En el aire fino las
campanas tocaban a maitines. Y entrando en la iglesia de Nuestra Señora del
Pilar, todavía con el desaliño de su terrible jornada, don Ruy, de rastros ante
el altar, narró a su divinal madrina la ruin intención que lo había llevado a
Cabril, el socorro que del Cielo había recibido, y, con calientes lágrimas de
arrepentimiento y gratitud, le juró que nunca más pondría su deseo en donde
hubiese pecado, ni en su corazón daría entrada a pensamiento que viniese del
mundo y del mal.
IV
A esa hora, en Cabril, don Alonso de Lara, con los
ojos desencajados de pasmo y terror, escudriñaba todos los senderos, y rincones
y sombras de su jardín.
Cuando al alborear, después de
escuchar a la puerta de la cámara en donde esa noche había encerrado a doña
Leonor, había bajado sutilmente al jardín y no había encontrado, debajo del
balcón, junto a la escalera, como deliciosamente esperaba, el cuerpo de don Ruy
de Cárdenas, tuvo por cierto que el hombre odioso, al caer, aún con un resto
débil de vida, se había arrastrado sangrando y doblándose, en el intento de
alcanzar el caballo y salir rápidamente de Cabril… Pero, con aquella rígida
daga que tres veces le había enterrado en el pecho, y que en el pecho le había
dejado, no se arrastraría el villano por muchos eriales, y en algún rincón
debía yacer frío y tieso. Rebuscó entonces en cada camino, en cada sombra, en
cada macizo de arbustos. Y ¡oh maravilla! ¡No descubría el cuerpo, ni pisadas,
ni tierra que hubiese sido removida, ni siquiera rastro de sangre sobre la
tierra! ¡Y, además, con mano hambrienta y certera, tres veces le había asestado
la daga en el pecho, y en el pecho se la había dejado!
¡Y era don Ruy de Cárdenas el
hombre al que había matado, que muy bien lo había conocido enseguida, desde el
fondo del apagado cuarto desde donde acechaba, cuando él, a la luz de la luna,
vino a través de la terraza, confiado, presuroso, con la mano en la cintura, el
rostro risueñamente erguido y la pluma del sombrero meneándose en triunfo!
¿Cómo podría ocurrir una cosa tan rara: un cuerpo mortal sobreviviendo a un
hierro que tres veces le traspasa el corazón y en el corazón le queda clavado?
¡Y la mayor extrañeza era que ni en el suelo, debajo del balcón, en donde
florecía a lo largo del muro una tira de alhelíes y azucenas, había dejado un
vestigio aquel cuerpo fuerte, cayendo desde tan alto, pesadamente, inerte, como
un fardo! ¡Ni siquiera una flor machacada: todas derechas, exuberantes, con
gotas leves de llovizna! Inmóvil de espanto, casi de terror, don Alonso de Lara
allí se paraba, considerando el balcón, midiendo la altura de la escalera,
mirando desorbitadamente los alhelíes rectos, frescos, sin un tallo u hoja
doblados. Después empezaba a correr locamente por la terraza, la avenida, la
senda de los tejos, con la esperanza todavía de una pisada, de una rama
partida, de una mancha de sangre en la arena fina.
¡Nada! Todo el jardín ofrecía un
inusual arreglo y limpieza nueva, como si sobre él nunca hubiese pasado ni el
viento que deshoja, ni el sol que marchita.
Entonces, al atardecer, devorado
por la incertidumbre y el misterio, tomó un caballo y, sin escudero o
caballerizo, partió hacia Segovia. Curvado y escondidamente, como un forajido,
entró en su palacio por la puerta del pomar: y su primer cuidado fue correr a
la galería de la bóveda, desatrancar los postigos de las ventanas y espiar
ávidamente la casa de don Ruy de Cárdenas. Todas las celosías de la vieja
morada del arcediano estaban oscuras, abiertas, respirando el frescor de la
noche, y a la puerta, sentado en un banco de piedra, un mozo de caballeriza
afinaba perezosamente la bandurria.
Don Alonso de Lara bajó a su
cámara, lívido, pensando que no había habido ciertamente desgracia en casa en
donde todas las ventanas se abren para refrescar, y en el portón de la calle
los mozos huelgan. Entonces tocó las palmas, pidió furiosamente la cena. Y,
apenas se había sentado a la mesa, en su alta sede de cuero labrado, mandó
llamar al intendente, a quien ofreció enseguida, con extraña familiaridad, un
vaso de vino viejo. Mientras el hombre, de pie, bebía respetuosamente, don
Alonso, metiendo los dedos por las barbas y forzando su sombrío rostro a
sonreír, preguntaba por las nuevas y rumores de Segovia. En esos días de su
estancia en Cabril, ¿ningún caso había creado por la ciudad espanto y
admiración?… El intendente limpió los labios, para afirmar que nada había
ocurrido en Segovia de lo que anduviese murmuración, a no ser que la hija del
señor don Gutiérrez, tan joven y tan rica heredera, había tomado hábito en el
convento de las Carmelitas Descalzas. Don Alonso insistía, mirando con ansiedad
al intendente. ¿Y no se había organizado una gran pendencia?… ¿No se había
encontrado herido, en el camino de Cabril, a un caballero joven, muy hablado?…
El intendente encogía los hombros: nada había oído, por la ciudad, de
pendencias o de caballeros heridos. Con un gesto desabrido, don Alonso despidió
al intendente.
Apenas había cenado, parcamente,
enseguida volvió a la galería a acechar las ventanas de don Ruy. Estaban ahora
cerradas; en la última, la de la esquina, cintilaba una claridad. Toda la
noche, don Alonso veló, rumiando incansablemente el mismo espanto. ¿Cómo había
podido escapar aquel hombre con una daga atravesada en el corazón? ¿Cómo había
podido?… Al lucir de la mañana, tomó una capa, un ancho sombrero, bajó al
atrio, todo embozado y encubierto, y quedó rondando por delante de la casa de
don Ruy. Las campanas tocaban a maitines. Los mercaderes, con los jubones mal
abotonados, salían a levantar los postigos de las tiendas, a colgar las
tablillas. Ya los hortelanos, picando los burros cargados de espuertas,
lanzaban los pregones de hortaliza fresca, y frailes descalzos, con la talega a
los hombros, pedían limosna, bendecían a las mozas.
Beatas embozadas, con gruesos
rosarios negros, se dirigían golosamente a la iglesia. Después, el pregonero de
la ciudad, parándose en un rincón del atrio, tocó una bocina, y con una voz
tremenda comenzó a leer un edicto.
El señor de Lara se había parado
junto a la fuente, pasmado, como embebido en el cantar de los tres caños de
agua. De repente pensó que aquel edicto, leído por el pregonero de la ciudad,
se refería quizás a don Ruy, a su desaparición… Corrió a la esquina del atrio,
pero ya el hombre había enrollado el papel, y se alejaba majestuosamente,
golpeando en las losas con su vara blanca. Y, cuando se volvía para espiar de
nuevo la casa, he aquí que sus ojos atónitos encuentran a don Ruy, ¡el don Ruy
que él había matado, y que venía caminando hacia la iglesia de Nuestra Señora,
ligero, airoso, el rostro risueño y erguido en el fresco aire de la mañana, con
jubón claro, con plumas claras, con una de sus manos posando en la cintura, la
otra meneando distraídamente un bastón de borlas y torzal de oro!
Don Alonso se retiró entonces a
su casa con pasos arrastrados y envejecidos. En lo alto de la escalinata de
piedra, encontró a su viejo capellán, que lo había venido a saludar, y que,
entrando con él en la antecámara, después de pedirle, con reverencia, noticias
de la señora doña Leonor, le contó enseguida un prodigioso caso, que causaba
por la ciudad grave murmuración y espanto. La víspera, por la tarde, yendo el
corregidor a visitar el cerro de las horcas, pues se acercaba la fiesta de los
Santos Apóstoles, había descubierto, con mucho pasmo y mucho escándalo, ¡que
uno de los ahorcados tenía una daga clavada en el pecho! ¿Habría sido gracejo
de un pícaro siniestro? ¿Venganza que ni la muerte había saciado?… Y para mayor
prodigio todavía, el cuerpo había sido descolgado de la horca, arrastrado en
huerta o jardín (pues presas a los viejos harapos se encontraban hojas tiernas)
¡y después nuevamente ahorcado y con cuerda nueva!… ¡Y así iba la turbulencia
de los tiempos que ni a los muertos se les ahorraban ultrajes!
Don Alonso escuchaba con las
manos temblando, los pelos de punta. E inmediatamente, en una ansiosa
agitación, vociferando, tropezando contra las puertas, quiso partir, y con sus
ojos constatar la fúnebre profanación. En dos mulas enjaezadas con prisa, ambos
partieron rápidamente para el cerro de los Ahorcados, él y el capellán
arrastrado y aturdido. Numeroso pueblo de Segovia se había juntado allí en el
cerro, pasmado ante el maravilloso horror: ¡el muerto al que habían matado!…
Todos se arremolinaban ante el noble señor de Lara, que se lanzaba por el cerro
arriba; paró la mirada, desencajado y lívido, en el ahorcado y en la daga que
le atravesaba el pecho. Era su daga: ¡había sido él el que había matado al
muerto!
Galopó despavoridamente hacia
Cabril. Y allí se encerró con su secreto, empezando enseguida a palidecer, a
extenuarse, siempre apartado de la señora doña Leonor, escondido por las calles
sombrías del jardín, murmurando palabras al viento, hasta que en la madrugada
de San Juan, una sierva lo encontró muerto, debajo del balcón de piedra, todo
estirado en el suelo, con los dedos clavados en los macizos de alhelíes, en
donde parecía haber escarbado hondamente la tierra, y buscado…
V
Para huir de tan lamentables memorias, la señora
doña Leonor, heredera de todos los bienes de la Casa de Lara, se recogió en su
palacio de Segovia. Pero como ahora sabía que el señor don Ruy de Cárdenas
había escapado milagrosamente a la emboscada de Cabril, y como cada mañana,
espiando entre las celosías medio cerradas, lo seguía, con ojos que no se
cansaban y se humedecían, cuando él cruzaba el atrio para entrar en la iglesia,
no quiso ella, con recelo de las prisas e impaciencias de su corazón, visitar a
la Virgen del Pilar mientras durase su luto. Después, una mañana de domingo,
cuando, en vez de crespones negros, se pudo cubrir de sedas moradas, bajó la
escalinata de su palacio, pálida con una emoción nueva y divina, pisó las losas
del atrio y traspasó las puertas de la iglesia. Don Ruy de Cárdenas estaba
arrodillado delante del altar en donde había dejado su ramo votivo de claveles
amarillos y blancos. Al rumor de las sedas finas, levantó los ojos con
esperanza muy pura y toda llena de gracia celeste, como si un ángel lo llamase.
Doña Leonor se arrodilló, con el pecho jadeante, tan pálida y tan feliz que la
cera de las antorchas no era más pálida, ni más felices las golondrinas que
golpeaban sus alas libres por las ojivas de la vieja iglesia.
Ante ese altar, y de rodillas en
esas losas, fueron casados por el obispo de Segovia, don Martín, en el otoño
del año de gracia de 1475, siendo ya reyes de Castilla Isabel y Fernando, muy
fuertes y muy católicos, por quienes Dios produjo grandes hechos sobre la
tierra y sobre el mar.
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