Marco Denevi
La señora Smithson, de Londres
(estas historias siempre ocurren entre ingleses), resolvió matar a su marido, no
por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio.
Se lo dijo:
–Thaddeus,
voy a matarte.
–Bromeas,
Euphemia –se rio el infeliz.
–¿Cuándo
he bromeado yo?
–Nunca,
es verdad.
–¿Por
qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
–¿Y
cómo me matarás? –siguió riendo Thaddeus Smithson.
–Todavía
no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida.
Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera,
aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de
plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El
señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito.
Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció.
Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado
de ser una asesina.
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