José Carlos Canalda
Ser
comerciante independiente tiene innegables ventajas; no estás sometido al
arbitrio ni a los caprichos de nadie y puedes vagar libremente por todos los
mundos de la galaxia sin estar sometido a más voluntad que la tuya propia. Para
alguien con un carácter tan indómito como el mío, ésta es una bendición del
cielo que no cambiaría por nada.
Pero también tiene, no cabe duda, sus
inconvenientes, algunos de los cuales resultan ser bastante importantes como
para no ser tenidos en cuenta. Y lo peor no son, como pudiera pensarse, las
malas rachas que a todos nosotros nos ha tocado atravesar alguna vez. Como es
sabido, el descubrimiento repentino de los motores hiperlumínicos provocó una
expansión caótica y explosiva de la humanidad que se tradujo en la aparición de
multitud de nuevas colonias en mundos vírgenes, cada cual sujeta a su libre
albedrío –aún hoy el gobierno de la Tierra es incapaz de domeñar a la mayor
parte de ellas– y, en muchas ocasiones, evolucionada según parámetros que
cualquier visitante consideraría, como poco, heterodoxos, cuando no
decididamente aberrantes. De hecho, la Gran Expansión permitió que todos los
grupos sociales minoritarios del planeta madre, que hasta entonces habían
vegetado cuando no habían sido abiertamente perseguidos, pudieran poner en pie
sus propias y particulares utopías sin que nadie viniera a impedírselo.
Algunos fracasaron, otros fueron reconducidos hacia
la normalidad y otros, por último, lograron salir adelante pese a todo
pronóstico, consolidando sus peculiares maneras de entender la vida. Esto hizo
que la vasta región de la galaxia colonizada por la especie humana, y en
especial los mundos más alejados y por ello más a salvo de las corrientes
imperialistas que desde hacía mucho dominaban en la Tierra, se convirtiera en
un variopinto mosaico de culturas y sociedades capaces, según los casos, de
escandalizar hasta al más templado.
Éstos suelen ser también los mundos en los que
nuestra actividad es más rentable, ya que al tratarse de planetas aislados –la
mayor parte de las veces voluntariamente– de sus vecinos, los comerciantes
independientes somos su única fuente de mercancías y suministros provenientes
del exterior, amén de los únicos extranjeros tolerados en sus particulares
paraísos. En contraprestación, lo único que se nos exige es que respetemos
escrupulosamente los tabúes locales, algo que no siempre resulta fácil dado lo
estrambótico de sus costumbres.
Éste es precisamente el caso de Edén, un planeta
rico en toda clase de materias primas, a la par que ávido de productos
manufacturados procedentes del exterior, poblado por los descendientes de una
secta religiosa radical que, en su fanatismo, pretendía retornar a las idílicas
condiciones de vida que, según ellos, reinaban en el Paraíso Terrenal antes de
que Adán y Eva cometieran el nefando Pecado Original. Sus intentos de imitación
habían llegado a tal extremo que, argumentando que nuestros primeros padres
iban desnudos, se habían convertido por decisión propia en la primera religión
nudista integral, prohibiéndose cualquier tipo de vestimenta e incluso la menor
pieza de tela capaz de cubrir siquiera una mínima parte del cuerpo. Y esto
rezaba, por supuesto, no sólo para los nativos, sino también para los escasos
visitantes a los que se les permitía la entrada.
Bien, no es que me importara
demasiado tener que ir en pelota picada por ahí; aunque al principio puedas
sentirte cohibido, al fin y al cabo el pudor por la desnudez no deja de ser un
hábito cultural, y cuando todo el mundo anda igual que tú acabas acostumbrándote
a ello. Tampoco me importó que, en una nueva vuelta de tuerca de su celo
religioso, me obligaran a depilarme hasta el último centímetro de mi cuerpo
dado que, según sus santones, el pelo no dejaba de ser un tipo de vestimenta
natural tan reprobable ante los ojos de Dios como la artificial; me sentía
raro, por supuesto, pero no se trataba de nada que resultara especialmente
molesto. Además, el pelo no tarda en crecer de nuevo.
Lo que ya fue harina de otro costal, era el
repudio, impuesto por los sectores más extremistas de su religión, de la propia
piel, considerada asimismo como una indumentaria impura que impedía la comunión
completa con Dios. Así pues, muy a mi pesar tuve que aceptar someterme a un
desollado total, tal como era obligatorio desde hacía algún tiempo en el
dichoso planeta. Por fortuna los cirujanos locales eran hábiles –cómo si no
podrían llevar adelante tan desquiciada intervención– e inmediatamente después
de arrancarte la piel te colocaban en su lugar una fina capa de un polímero
transparente que protegía al desguarnecido cuerpo de posibles heridas e
infecciones sin impedir la deseada exhibición del cuerpo ante la gloria de
Dios, ya sin obstáculos de ninguna clase. Y eso me dolió bastante a pesar de la
anestesia, amén de que resultaba turbador verse convertido en un atlas de
anatomía ambulante.
Por fortuna, una vez concluidos mis negocios, ya
estoy de vuelta en mi astronave, refugiado en la cálida soledad del espacio y
libre al fin de imposiciones absurdas y caprichosas. Gracias a los metales
valiosos que abarrotan la bodega, los cuales venderé a buen precio en lugares
más civilizados de la galaxia, podré permitirme el lujo de no volver al maldito
Edén en una buena temporada; tengo bastante aprecio a mi pellejo, y puedo
asegurar que no es ninguna frase hecha.
Eso sí, antes de aterrizar será conveniente esperar
a que se me regeneren por completo la piel y las uñas, no sea que me vayan a
detener por escándalo público.
No hay comentarios:
Publicar un comentario