Philip K. Dick
La luz amarillorrojiza del sol se filtraba por las gruesas
ventanas de cuarzo del dormitorio. Tony Rossi bostezó, se movió un poco, abrió sus
ojos negros y se incorporó al instante. De un solo movimiento apartó las sábanas
y posó los pies sobre el cálido suelo de metal. Desconectó el despertador y abrió
el ropero.
El día era espléndido. El paisaje
estaba inmóvil, sin que lo perturbaran vientos ni corrientes de polvo. El corazón
del muchacho saltaba dentro de su pecho. Se puso los pantalones, subió la cremallera
de la malla reforzada, luchó hasta ajustarse la pesada camisa de lona, y después
se sentó en el borde de la litera para calzarse las botas. Cerró las costuras superiores
e hizo lo mismo con los guantes. A continuación, ajustó la presión de su unidad
respiratoria y la sujetó con correas entre los omóplatos. Cogió el casco que había
dejado sobre la cómoda y se dispuso a iniciar el día.
Sus padres habían terminado de desayunar
en el compartimento-comedor. Oyó sus voces mientras bajaba la rampa. Un murmullo
airado. Se detuvo a escuchar. ¿De qué estaban hablando? ¿Había hecho algo malo otra
vez?
Y entonces lo comprendió. Otra voz
que dominaba las suyas. Estática y crujidos. La emisora de Rigel IV. La habían puesto
a todo volumen. La voz del locutor atronaba el compartimento. La guerra. Siempre
la guerra. Suspiró y entró en el compartimento.
–Buenos días –murmuró su padre.
–Buenos días, querido –dijo su madre,
como ausente.
Estaba sentada con la cabeza vuelta
a un lado, la frente surcada por arrugas de concentración. Sus labios delgados formaban
una línea apretada que delataba preocupación. Su padre había apartado los platos
sucios y fumaba, los codos apoyados sobre la mesa, con los peludos y musculosos
brazos al aire. Toda su atención estaba concentrada en el altavoz que tronaba sobre
el fregadero.
–¿Cómo va? –preguntó Tony. Ocupó
su silla y alargó la mano de forma automática hacia las toronjas sintéticas–. ¿Alguna
noticia de Orión?
Nadie respondió. Ni siquiera lo habían
oído. Empezó a comerse la toronja. Ruidos indicadores de actividad se escuchaban
en el exterior de la pequeña unidad de alojamiento, hecha de plástico y metal. Gritos
y estampidos ahogados, procedentes de los camiones de mercaderes rurales que se
arrastraban por la autopista hacia Karnet. La luz rojiza del día aumentó de intensidad.
Betelgeuse ascendía con lentitud y majestuosidad.
–Bonito día–dijo Tony–. Ni una pizca
de viento. Creo que iré un rato al centro. Estamos construyendo un espaciopuerto,
una maqueta, por supuesto, pero hemos conseguido obtener suficientes materiales
para poner tiras de…
Su padre lanzó un salvaje alarido
y descargó el puño sobre el altavoz. La transmisión enmudeció al instante.
–¡Lo sabía! –se levantó de la mesa,
enfurecido–. Les dije que ocurriría. Se fueron demasiado pronto. Antes tenían que
haber construido bases de aprovisionamiento de clase A.
–Pero nuestra flota principal ha
salido de Bellatrix para intervenir –la madre de Tony manoteó, nerviosa–. Según
el resumen de anoche, lo peor que puede pasar es que Orión IX y X caigan.
Joseph Rossi lanzó una áspera carcajada.
–A la mierda el resumen de anoche.
Saben tan bien como yo lo que está pasando.
–¿Y qué está pasando’? –preguntó
Tony, mientras apartaba la toronja y se servía cereales–. ¿Estamos perdiendo la
batalla?
–¡Sí! –su padre torció los labios–
terrestres, derrotados por… escarabajos. Se los dije, pero no pudieron esperar.
Dios mío, diez años desperdiciados en este sistema. ¿Por qué tuvieron que apresurarse?
Todos sabíamos que Orión sería difícil. Toda la maldita flota de escarabajos nos
había rodeado, esperándonos. Y nos lanzamos contra ella.
–Pero nadie pensaba que los escarabajos
lucharían –protestó sin convicción Leah Rossi–. Todo el mundo pensó que dispararían
unos cuantos rayos y luego…
–¡Tienen que luchar! Orión es el
último baluarte. Si no luchan aquí, ¿dónde carajos van a hacerlo? Pues claro que
luchan. Hemos capturado todos sus planetas, excepto el anillo interior de Orión.
Si hubiéramos construido bases de aprovisionamiento fuertes, habríamos hecho trizas
la flota de escarabajos.
–No digas “escarabajos” –murmuró
Tony, mientras terminaba sus cereales–. Son pas-udeti, lo mismo que aquí. La palabra
“escarabajo” proviene de Betelgeuse. Es una palabra árabe que nosotros mismos inventamos.
La boca de Joe Rossi se abrió y cerró.
–¿Qué pasa, te gustan los escarabajos?
–Joe, por el amor de Dios –lo reprendió
Leah. Rossi se encaminó a la puerta.
–Si tuviera diez años menos, estaría
ahí fuera. ¡Les enseñaría lo que es bueno a esos insectos de caparazón brillante!
A ellos y a sus cascarones de nuez. ¡Cargueros reconvertidos! –echaba chispas por
los ojos–. Cuando pienso que están disparando contra los cruceros terranos, con
nuestros chicos dentro…
–Orión es su sistema–murmuró Tony.
–¡Su sistema! ¿Desde cuándo eres
una autoridad en materia de ley espacial? Debería… –se interrumpió, estremecido
de cólera–. Mi propio hijo –masculló–. Una estupidez más y te arreo una que no
podrás sentarte en toda la semana.
Tony empujó su silla hacia
atrás.
–Me voy a Karnet con mi EEP.
–¡Sí, a jugar con tus
escarabajos!
Tony no dijo nada. Se puso el
casco y lo aseguró con las abrazaderas. Mientras pasaba por la puerta posterior
a la membrana de enlace, desenroscó el tapón de oxígeno y conectó el filtro del
depósito. Un acto reflejo, condicionado por toda una vida pasada en un planeta
de un sistema extraterrestre.
***
Una leve corriente de aire agitó polvo rojo
amarillento alrededor de sus botas. El sol arrancaba destellos del tejado
metálico de su unidad de alojamiento, una más entre las interminables filas de
cajas cuadradas que se extendían a lo largo de la pendiente arenosa, protegidas
por las numerosas instalaciones para refinamiento de minerales que se
recortaban contra el horizonte. Hizo un ademán de paciencia y su EEP salió del
cobertizo de almacenamiento. El sol se reflejó sobre su chapa de cromo.
–Nos vamos a Karnet –dijo Tony,
adoptando sin darse cuenta el dialecto de los pas–. ¡De prisa!
El EEP se situó detrás de él y
se encaminaron sin más hacia el mercado. Se veían pocos comerciantes. Era un
buen día para ir al mercado. Sólo se podía viajar durante una cuarta parte del
año. Beltegeuse era un sol errático, imprevisible, en nada parecido al Sol
terrano, según las educacintas que pasaban a Tony cuatro horas al día, seis
días a la semana. De hecho, él jamás había visto el Sol.
Llegó a la ruidosa carretera.
Había pas-udeti por todas partes. Grupos compactos, con sus primitivos camiones
de combustión, destartalados y sucios, cuyos motores protestaban y chirriaban.
Movió la mano en dirección a los camiones. Al cabo de un momento, uno de los
vehículos aminoró la marcha. Iba abarrotado de tis, montones de verduras
grises, secas y preparadas para servir. El elemento principal de la dieta
pas-udeti. Tras el volante se acomodaba un pas de edad avanzada y rostro
oscuro, con un brazo apoyado en la ventanilla abierta y una hoja enrollada
entre los labios. Era como los demás pas-udeti: flaco y con caparazón, embutido
en una vaina quebradiza en la que vivía y moría.
–¿Quieres que te lleve? –murmuró
el pas.
Era el protocolo acostumbrado
cuando se topaban con un terrícola que iba a pie.
–¿Hay sitio para mi EEP?
El pas hizo un ademán de
indiferencia con su garra.
–Que corra detrás –una expresión
sardónica se dibujó en su rostro viejo y feo–. Si llega a Karnet, lo venderemos
como chatarra. Aprovecharemos los condensadores y los cables. Andamos escasos
de material eléctrico.
–Lo sé –afirmó con gravedad
Tony, mientras trepaba a la cabina del camión–. Todo ha sido enviado a la gran
base de reparaciones de Orión I. Para la flota de guerra. El rostro correoso
perdió su expresión alegre–. Sí, la flota de guerra.
Apartó la cabeza y puso en
marcha el camión. En la parte trasera, el EEP de Tony había tropezado con la
carga de tis y se aferraba precariamente con sus cabos magnéticos.
Tony reparó en el súbito cambio
de humor del pas-udeti, y se quedó asombrado. Se disponía a hablar de nuevo con
él, pero se dio cuenta del extraño silencio que guardaban los pas de los demás
camiones que los precedían o seguían. La guerra, por supuesto. Había barrido
este sistema un siglo antes; esta gente había quedado olvidada. Ahora, todos
los ojos estaban fijos en Orión, en la batalla librada entre la flota militar
terrana y los cargueros armados de los pas-udeti.
–¿Es verdad que van ganando?
–preguntó Tony con cautela.
El pas gruñó.
–Hemos oído rumores.
Tony reflexionó unos momentos.
–Mi padre dice que Terra se
precipitó. Dice que teníamos que habernos consolidado. No construimos las bases
de aprovisionamiento adecuadas. Cuando era más joven, fue oficial. Estuvo dos
años en la flota.
El pas permaneció unos instantes
en silencio.
–Es cierto que, cuando te
encuentras lejos de casa, el aprovisionamiento es un gran problema –dijo por
fin–. Nosotros, por otra parte, no tenemos ese problema. No debemos salvar
ninguna distancia.
–¿Conoces a alguien en el
frente?
–Tengo parientes lejanos.
La respuesta era vaga; era
evidente que al pas no le gustaba hablar del tema.
–¿Has visto alguna vez tu flota?
–Tal como es ahora, no. Cuando
este sistema cayó derrotado, la mayoría de nuestras unidades fueron destruidas.
Los supervivientes se unieron a la flota de Orión.
–¿Tus parientes se contaban
entre los supervivientes?
–Exacto.
–Entonces, ¿estabas vivo cuando
conquistaron este planeta?
–¿Por qué lo preguntas? –replicó
con furia el viejo pas–. ¿Qué más te da?
Tony se asomó por la ventanilla
y vio que los muros y edificios de Karnet se alzaban ante ellos. Karnet era una
ciudad antigua. Se había erigido miles de años antes. La civilización pas-udeti
era estable; había alcanzado cierto nivel de desarrollo tecnocrático, para
estancarse a continuación. Los pas poseían naves intersistemas que habían
transportado gente y mercancías entre los planetas durante los días anteriores
a la Confederación Terrana. Tenían coches de combustión, audiófonos, una red
energética de tipo magnético. Sus instalaciones sanitarias eran satisfactorias
y su medicina muy avanzada. Poseían formas de arte, conmovedoras y sensibles.
Tenían una vaga religión.
–¿Quién crees que ganará la
batalla? –preguntó Tony.
–No lo sé –el viejo pas detuvo
el camión de repente–. Hasta aquí hemos llegado. Sal y llévate a tu EEP, por
favor.
–Tony se encogió, sorprendido.
–¿Pero no ibas…?
–¡Ni un metro más!
Tony abrió la puerta. Estaba
algo inquieto. Había una expresión dura y fija en el rostro correoso, y en su
voz vibraba un tono cortante que nunca había oído.
–Gracias –murmuró.
Saltó al polvo rojizo y llamó al
EEP con una señal. El robot liberó sus cabos magnéticos, y el camión arrancó
con gran estrépito, penetrando en la ciudad.
Tony lo vio alejarse, todavía
perplejo. El caliente polvo se pegó a sus tobillos. Movió los pies y se sacudió
los pantalones de forma automática. Sonó un bocinazo y el EEP lo apartó de la
carretera y lo condujo hacia la rampa peatonal. Enjambres de pas-udeti,
interminables filas de campesinos se dirigían a Karnet como cada día. Un
inmenso autobús se detuvo ante el portal y descargó pasajeros. Pas de ambos
sexos, y niños. Reían y chillaban; sus voces se fundían con el rumor sordo de
la ciudad.
–¿Vas a entrar? –una aguda voz
pas-udeti resonó a su espalda–. No te pares, estás bloqueando la rampa.
Era una joven que sostenía un
gran bulto entre sus garras. Tony se sintió violento. Las mujeres pas poseían
cierto don telepático, una característica de su sexualidad. Obraba efecto en
los terrestres a distancias cortas.
–Échame una mano –dijo la
hembra.
Tony cabeceó y el EEP cogió el
pesado bulto.
–Vengo de visita a la ciudad
–explicó Tony, mientras avanzaban entre la multitud hacia las puertas–. Me
recogió un camión, pero el conductor me bajó aquí.
–¿Eres de la colonia?
–Sí.
Ella le dirigió una mirada
crítica.
–Siempre has vivido aquí,
¿verdad?
–Nací aquí. Mi familia llegó de
la Tierra cuatro años antes de que yo naciera. Mi padre era oficial de la
flota. Consiguió una Prioridad de Emigración.
–Eso quiere decir que nunca has
visto tu planeta. ¿Cuántos años tienes?
–Diez años. Terranos.
–No tendrías que haber hecho
tantas preguntas al camionero.
Pasaron el filtro de
descontaminación y entraron en la ciudad. Había un panel informativo más
adelante, rodeado de hombres y mujeres pas. Rampas móviles y coches de
transporte retumbaban por todas partes. Edificios, cintas transportadoras y
máquinas que funcionaban al aire libre; la ciudad estaba encerrada en una
envoltura protectora a prueba de polvo. Tony se quitó el casco y lo colgó del
cinturón. El aire era enrarecido, artificial, pero respirable.
–Voy a decirte algo –continuó la
joven, mientras subía la rampa al lado de Tony–. Me pregunto si has venido a
Karnet en un día intempestivo. Sé que vienes con frecuencia para jugar con tus
amigos, pero tal vez hoy deberías haberte quedado en casa, en tu colonia.
–¿Por qué?
–Porque hoy todo el mundo está
de mal humor.
–Lo sé. Mi madre y mi padre
estaban de mal humor. Escuchaban las noticias de nuestra base en el sistema de
Rigel.
–No me refiero a tu familia.
También las escuchaba otra gente. La gente de aquí. Mi raza.
–Ya sé que están disgustados
–admitió Tony–, pero siempre vengo aquí. En la colonia no puedo jugar con nadie
y, en cualquier caso, estamos trabajando en un proyecto.
–La maqueta de un espaciopuerto.
–Exacto –Tony experimentó cierta
envidia–. Ojalá fuera telépata. Debe de ser divertido.
La hembra pas-udeti guardó
silencio, absorta en sus pensamientos.
–¿Qué pasaría si tu familia se
marchara y regresara a la Tierra? –preguntó.
–Eso es imposible. En la Tierra
no hay sitio. Las bombas C destruyeron la mayor parte de Asia y América del
Norte en el siglo veinte.
–¿Y si tuvieran que regresar?
Tony no comprendió la pregunta.
–Si no podemos. Las partes
habitables de la Tierra están superpobladas. El principal problema que tenemos
los terranos es encontrar sitios donde vivir, en otros sistemas. En cualquier
caso, no tengo ganas de ir a la Tierra. Estoy acostumbrado a esto. Todos mis
amigos están aquí.
–Cogeré mis paquetes –dijo la
hembra–. Me voy por esta rampa del tercer nivel.
Tony cabeceó en dirección a su
EEP y este depositó los bultos en las garras de la hembra. Esta vaciló un
momento, como si intentara encontrar las palabras precisas.
–Buena suerte –dijo.
–¿En qué?
La hembra sonrió casi con
ironía.
–En tu maqueta de espaciopuerto.
Espero que tú y tus amigos consigan acabarla.
–Pues claro que la terminaremos
–dijo Tony, sorprendido–. Casi lo está.
¿Qué quería decir aquella
pas-udeti?
La hembra se alejó antes de que
pudiera preguntárselo. Tony estaba preocupado, indeciso, acosado por las dudas.
Al cabo de un momento pasó a la cinta que conducía a la parte residencial de la
ciudad, más allá de las fábricas y las tiendas, el lugar donde vivían sus
amigos.
El grupo de niños pas-udeti lo
miró en silencio cuando se acercó. Estaban jugando a la sombra de un inmenso
bengelo, cuyas viejas ramas caían y oscilaban al compás de las corrientes de
aire que se bombeaban en la ciudad. Se quedaron inmóviles.
–No te esperaba hoy –dijo
B’prith, con voz inexpresiva. Tony se detuvo, sin saber qué hacer, y su EEP le
imitó.
–¿Cómo va todo? –murmuró.
–Bien.
–Hice una parte del trayecto en
camión.
Tony se acuclilló a la sombra.
Ningún niño pas se movió. Estos eran más pequeños que los niños terranos. Sus
caparazones aún no se habían endurecido, no se habían vuelto oscuros y opacos,
como el cuerno. Esto los dotaba de una apariencia suave, informe, pero al mismo
tiempo aligeraba su peso. Se movían con más agilidad que sus mayores; aún
podían saltar y brincar. Sin embargo, ahora estaban quietos.
–¿Qué paso? –preguntó Tony–.
¿Qué les pasa a todos?
Nadie contestó.
–¿Dónde está la maqueta?
–insistió–. ¿Han continuado trabajando?
Al cabo de un momento, Llyre
cabeceó levemente. Tony empezó a enfadarse.
–¡Digan algo! ¿Qué paso? ¿Por
qué están enfadados?
–¿Enfadados? –coreó B’prith–. No
estamos enfadados.
Tony removió la arena por hacer
algo. Ya sabía lo que pasaba. La guerra, una vez más. La batalla que tenía
lugar cerca de Orión. Su rabia estalló de repente.
–Olviden la guerra. Todo iba
bien ayer, antes de la batalla.
–Claro –dijo Llyre–. Todo iba
bien.
Tony captó su tono seco.
–Ocurrió hace cien años. No es
culpa mía.
–Claro –dijo B’prith.
–Esto es mi patria, ¿no? Tengo
los mismos derechos que cualquiera. Nací aquí.
–Claro –repitió Llyre, en tono
indiferente. Tony apeló a su amistad.
–¿Tienen que comportarse así?
Ayer era diferente. Ayer estuve aquí… Todos estuvimos aquí. ¿Qué ha pasado
desde entonces?
–La batalla –contestó B’prith.
–¿Y eso qué más da? ¿Por qué lo
cambia todo? Siempre hay guerra. Siempre ha habido batallas, hasta donde
alcanzan mis recuerdos. ¿Cuál es la diferencia?
B’prith arrancó un trozo de
tierra con sus fuertes garras. Al cabo de unos segundos lo tiró lejos y se puso
poco a poco en pie.
–Bien –dijo, en tono pensativo–,
según nuestra emisora de radio, da la impresión de que nuestra flota va a ganar
esta vez.
–Sí –admitió Tony, sin
comprender–. Mi padre dice que no construimos las bases de aprovisionamiento
adecuadas. Es probable que debamos retroceder –y entonces todo quedó claro–.
¿Quieres decir que por primera vez en cien años…?
–Si–respondió Llyre, y también
se levantó. Los demás lo imitaron. Se alejaron de Tony, hacia la casa cercana–.
Estamos ganando. Forzaron el flanco terrano hace media hora. El ala derecha de
ustedes ha sido desmantelada por completo.
Tony se quedó de una pieza.
–Y eso es importante. Es
importante para todos ustedes.
–¡Importante! –saltó B’prith,
enfurecido–. ¡Claro que es importante! Por primera vez, en un siglo. La primera
vez en nuestra vida que los vencemos. Huyen a la desbandada, pandilla de… –casi
escupió la palabra– … ¡gusanos blancos!
Desaparecieron en el interior de
la casa. Tony siguió sentado. Contempló la tierra, atontado; después movió las
manos sin objeto. Había oído antes la expresión, la había visto garrapateada en
las paredes y en el polvo, cerca de la colonia. Gusanos blancos. El término
despectivo con que los pas se referían a los terranos. A causa de su piel
blanca y blanda, la falta de caparazones. Sin embargo, nunca se habían atrevido
a pronunciarla en voz alta delante de un terrano.
A su lado, el EEP se agitó,
inquieto. Su complejo mecanismo de radio percibía el ambiente hostil. Relés
automáticos se conmutaron; los circuitos se abrieron y cerraron.
–No pasa nada –murmuró Tony, y
se reincorporó sin prisa–. Será mejor que regresemos.
Caminó con paso inseguro hacia
la rampa, aturdido. El EEP le precedió con calma, su rostro metálico
inexpresivo y confiado, sin sentir nada, sin decir nada. La cabeza de Tony era
un remolino de pensamientos. La agitó, pero el huracán no amainó. No conseguía
calmar su mente, doblegarla.
–Espera un momento–dijo una voz.
Era la voz de B’prith, desde la
puerta abierta. Fría y contenida, casi desconocida.
–¿Qué quieres?
B’prith se acercó, las garras
enlazadas a la espalda, la postura formal utilizada por los pas-udeti para
hablar con desconocidos.
–Hoy no tenías que haber venido.
–Lo sé.
B’prith sacó un trozo de su
tallo de tis y empezó a enrollarlo. Fingió concentrarse en el trabajo.
–Escucha, dijiste que tenías
derecho a estar aquí, pero te equivocas.
–Yo… –murmuró Tony.
–¿Entiendes el motivo? Dijiste
que no era culpa tuya. Yo opino lo mismo, pero tampoco es culpa mía. Tal vez no
sea culpa de nadie. Hace mucho tiempo que te conozco.
–Cinco años. Terranos.
B’prith enderezó el tallo y lo
tiró.
–Ayer jugamos juntos. Trabajamos
en la maqueta del espaciopuerto. Pero hoy no podemos jugar. Mi familia no
quiere verte nunca más por casa –titubeó, sin mirar a Tony–. Quería decírtelo
yo, antes que ellos.
–Ah.
–Todo lo que ha ocurrido hoy, la
batalla, el éxito de nuestra flota… No lo sabíamos. No nos atrevíamos a abrigar
la menor esperanza. ¿Lo entiendes? Un siglo huyendo. Primero de este sistema,
después del sistema Rigel, de todos los planetas. Luego, de las demás estrellas
de Orión. Hemos librado batallas aisladas, un poco en todas partes. Los que
huyeron se unieron a la base de Orión. Ustedes no lo sabían. Sin embargo, no
había esperanza; al menos, nadie pensaba que la hubiera –se produjo un momento
de silencio–. Es curioso lo que ocurre cuando estás acorralado contra una
pared, y no hay otro lugar al que puedas ir. En esos casos, hay que luchar.
–Si nuestras bases de
aprovisionamiento… –empezó Tony con voz ronca, pero B’prith lo interrumpió con
brusquedad.
–¡Sus bases de
aprovisionamiento! ¿Es qué no lo entiendes? ¡Les estamos dando una paliza!
Ahora tendrán que largarse. Todos los gusanos blancos. ¡Fuera del sistema!
El EEP de Tony avanzó con aire
amenazador. B’prith se dio cuenta. Se agachó, cogió una piedra y la tiró contra
el EEP. La piedra rebotó en la superficie metálica. B’prith cogió otra piedra.
Llyre y los demás salieron a toda prisa de la casa, seguidos de un pas adulto.
Todo sucedía a demasiada velocidad. Más piedras se estrellaron contra el EEP.
Una alcanzó a Tony en el brazo.
–¡Vete! –chilló B’prith–. ¡No
vuelvas! ¡Este es nuestro planeta! –sus garras se clavaron en Tony– Te
despedazaremos si…
Tony lo golpeó en el pecho. El
suave caparazón cedió como si fuera de goma y el pas cayó al suelo, lanzando
fuertes gemidos y chirridos.
–Escarabajo –dijo Tony con voz
ronca.
Estaba aterrorizado. Una
multitud de pas-udeti se había concentrado a gran velocidad. Surgían de todos
lados, rostros hostiles, sombríos y coléricos, una creciente oleada de furor.
Llovieron más piedras Algunas se
estrellaron contra el EEP, otras cayeron alrededor de Tony, cerca de sus botas.
Una rozó su cara. Se colocó el casco. Estaba asustado. Sabía que el EEP ya
había enviado la señal, pero la nave tardaría unos minutos en llegar. Además,
había que proteger a otros extraterrestres en la ciudad. Había terrestres por
todo el planeta. En otras ciudades. En los veintitrés planetas de Betelgeuse.
En los catorce planetas de Rigel. En los otros planetas de Orión.
–Hemos de salir de aquí –susurró
al EEP–. ¡Haz algo!
Una piedra lo alcanzó en el
casco. El plástico se rompió. Se escapó aire, pero el sellado automático
funcionó. No cesaban de caer piedras. Los pas se aproximaban, una masa
vociferante de seres quitinosos. Percibió su acre olor a insecto, oyó el
chasquido de sus garras, notó su peso.
El EEP lanzó su rayo energético.
El rayo describió una amplia curva y se dirigió hacia la muchedumbre de
pas-udeti. Hicieron aparición toscas armas manuales. Una lluvia de balas cayó
alrededor de Tony; estaban disparando contra el EEP. Apenas era consciente del
cuerpo metálico erguido a su lado. Un repentino estruendo: el EEP se derrumbó.
La muchedumbre se lanzó sobre él, ya no pudo ver el bulto metálico.
La muchedumbre, como un animal
enloquecido, descuartizó al EEP, que se revolvió en vano. Algunos le aplastaron
la cabeza; otros arrancaron piezas y partes de los brazos. El EEP se quedó
inmóvil. La multitud, jadeante, con restos de robot en la mano, se apartó.
Vieron a Tony.
Cuando los primeros estaban a
punto de cogerlo, la envoltura protectora se rompió. Una nave terrana descendió
como una furia y barrió el suelo con rayos energéticos. La masa se disolvió en
total confusión Algunos dispararon, otros tiraron piedras, la mayoría buscó
refugio.
Tony consiguió serenarse y
avanzó con paso vacilante hacia el punto en que había aterrizado la nave.
***
–Lo siento –dijo Joe Rossi con dulzura. Tocó el
hombro de su hijo–. No tendría que haberte dejado ir. Debí figurármelo.
Tony estaba sentado en la butaca
de plástico. Se mecía adelante y atrás, aún pálido del susto. La nave que lo
había rescatado había regresado de inmediato a Karnet. Tenían que sacar a los
demás terrestres. El muchacho no decía nada. Tenía la mente en blanco. Aún oía
el rugido de la multitud, percibía su odio, un siglo de furia y rencor
reprimidos. Sus recuerdos no abarcaban otra cosa; todo seguía vivo en su
memoria, incluso ahora. Y la visión del EEP caído, el sonido metálico de las
piernas y brazos a medida que eran arrancados.
Su madre curó sus cortes y
rasguños con un antiséptico. Joe Rossi encendió un cigarrillo con mano
temblorosa.
–Si no te hubiera acompañado el
EEP, te habrían matado. Escarabajos –se estremeció–. No debí dejarte ir, nunca.
Todos estos años… Podrían haberlo hecho en cualquier momento, cualquier día.
Apuñalarte, destriparte con sus asquerosas garras.
El sol amarillo rojizo arrancaba
destellos de los cañones. Sordas detonaciones despertaban ecos en las colinas
circundantes. El anillo defensivo había entrado en acción. Formas oscuras
corrían por la ladera de la pendiente. Manchas negras salían de Karnet en
dirección a la colonia terrana, atravesaban la línea divisoria que los
supervisores de la Confederación hablan trazado un siglo antes. Karnet bullía
de actividad. Toda la ciudad era presa de un entusiasmo febril.
Tony levantó la cabeza.
–Han… han forzado nuestro
flanco.
–Sí –Joe Rossi aplastó su
cigarrillo–. Ya lo creo. A la una. A las dos rompieron el centro de nuestra
línea. Partieron la flota en dos. Huimos. Nos fueron cazando de uno en uno. Son
como maníacos, carajo. Ahora que han probado el sabor de nuestra sangre, han
enloquecido.
–La situación mejora–murmuró
Leah–. Las unidades de nuestra flota principal están empezando a intervenir.
–Acabaremos con ellos –dijo
Joe–. Tardaremos un tiempo, pero por Dios que los borraremos del espacio. Hasta
el último de ellos. Aunque tardemos mil años. Seguiremos a todas y cada una de
las naves. Los cazaremos a todos –su voz adquirió un tono de histeria–.
¡Escarabajos! ¡Repugnantes insectos! Cuando pienso en ellos intentando hacer
daño a mi chico, con sus asquerosas garras negras.
–Si fueras más joven, estarías
en el frente –dijo Leah–. No es culpa tuya que seas demasiado viejo. La tensión
sería demasiado fuerte para tu corazón. Ya cumpliste tu cometido. No pueden
permitir que una persona mayor corra el riesgo. No es culpa tuya.
Joe apretó los puños.
–Me siento tan… inútil. Si
pudiera hacer algo…
–La flota se ocupará de ellos
–lo calmó Leah–. Tú mismo lo has dicho. Los cazarán a todos. Los destruirán. No
hay por qué preocuparse.
Joe se derrumbó.
–Es inútil. Ya basta. Dejemos de
engañarnos.
–¿Qué quieres decir?
–¡Seamos francos! Esta vez no
vamos a ganar. Hemos ido demasiado lejos. Nuestra hora ha llegado.
Se hizo el silencio.
Tony se incorporó un poco.
–¿Cuándo lo supiste?
–Lo sé desde hace mucho tiempo.
–Yo lo he averiguado hoy. Al principio,
no lo entendía. Vivimos en una tierra robada. Nací aquí, pero es una tierra
robada.
–Sí, es robada. No nos
pertenece.
–Estamos aquí porque somos más
fuertes, sólo que ahora ya no lo somos. Nos están derrotando.
–Saben que es posible liquidar a
los terranos. Como a todo el mundo –Joe Rossi estaba pálido–. Les robamos sus
planetas. Ahora, los están recuperando. Tardarán un tiempo, desde luego. Nos
iremos retirando poco a poco. Tardaremos otros cinco siglos. Hay muchos
sistemas entre este y Sol.
Tony movió la cabeza, aún sin
comprender.
–Incluso Llyre y B’prith. Todos.
Esperaban que llegara su momento. Que perdiéramos y nos fuéramos a nuestro
lugar de origen.
Joe Rossi paseaba de un lado a
otro.
–Sí, a partir de ahora
retrocederemos. Cederemos terreno, en lugar de conquistarlo. Será como hoy…
Combates perdidos, retiradas y cosas peores.
Levantó sus ojos febriles hacia
el techo de la pequeña unidad de alojamiento, el rostro descompuesto.
–¡Pero, por Dios, haremos que
paguen caro! ¡Por cada centímetro!
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