Emilio Díaz Valcárcel
Se
detuvo frente al balconcito sin saber qué hacer. Miró por un instante el viejo
sillón de mimbre, la escalera de tablas carcomidas, las puertas cerradas y
pegadas a la faz de la casa como dos ojos enormes. Se quedó inmóvil, la mirada
perpleja, en el mismo momento en que una patrulla de recuerdos lo asaltaba.
Debe de estar en el rosario, dijo, y se volvió para ver si lo habían escuchado.
Pero sólo un perro vagabundo cruzaba la callejuela solitaria, veteándose de luz
al pasar bajo las bombillas que se encarnizaban contra la noche. Volvió a
contemplar el balcón destartalado, el viejo sillón de mimbre, rechazando un
recuerdo. (El cuarto femenino, el olor a cold cream, el suave y
voluptuoso olor a cold cream que él siempre llevó dentro aun sin tener
que percibirlo con los sentidos; el cuarto femenino en penumbras, las piernas
blancas, la mano sobre la redonda rodilla, la madre ausente… ¿Cuánto tiempo
hacía? ¿Cuándo?) “Todavía no”, le había dicho Catalina. “Cuando vuelvas seré
tuya”.
El hombre se llevó las manos a la frente, donde
comenzaban a destellar diminutas gotas. ¿Por qué tengo que volver a esto?, se
dijo.
Cuando llegó al pueblo embutido en su nítido
uniforme, lo recibió la metralla de preguntas: “¿Cuándo llegaste?” “¿Peleaste
mucho?” “¿Y las coreanas, cómo son las coreanas?” Pero no hizo otra cosa que
emprender la retirada. Alguien disparó una interrogación a sus espaldas y él se
apresuró a explicar: “Si me notan algo raro, es la alegría que siento”.
Eso, una hora antes. Ahora se dio a caminar sin
rumbo, saltando la alambrada de su desánimo, sin atreverse a mirar a las
mujeres que de rato en rato lo rozaban con sus miradas.
–Date la fría, mi hermano.
Se había encontrado emboscado entre aquel alborozo de
amigos, con música de vellonera de fondo. Tenía una cerveza pegada a los
labios, el cogote hacia atrás, los ojos fijos al batallón de botellas del
mostrador. Frente a él, borroso, el rostro del dependiente reía y reía, había
mucha alegría. Pero él no comprendía el porqué de aquellos dientes pelados.
–Me invitas a la boda, panita.
Se dio vuelta de repente, alzando un puño con
lentitud hasta la altura de la cabeza. Ya empiezan, se dijo; deben de saberlo.
Bajó el puño y desvió la mirada, avergonzado.
–Están todos invitados –dijo forzando una sonrisa.
Salió a la calle fumando un cigarrillo. Mejor es que le
hable, pensó; no sabe que estoy en el pueblo. Caminó hasta el frente de la casa,
nuevamente. Si lo supiera, se dijo, me hubiera esperado en el balcón, como siempre.
Se detuvo sin saber qué hacer. Allí estaba el viejo sillón de mimbre otra vez, la
escalera un poco deteriorada, las puertas siempre abiertas para él, el cuarto en
penumbra, el espejo de luna donde él se había mirado de reojo al mirarla a ella…
“Cuando vuelvas”, había dicho ella retirándolo con las manos sobre el pecho de él.
“No, ahora, Catalina, vamos a hacerlo ahora”. Encendió otro cigarrillo, lanzando
el fósforo sobre el lomo de un perro que le olfateaba los ruedos del pantalón. “Yo
regresaré pronto”. Chupó hasta colmarse los pulmones. El perro lo miraba receloso,
las orejas tiesas y el rabo erguido. “Cuando vuelvas, no ahora”, sonó la voz de
Catalina. Se estrujó el pañuelo por la frente y miró a todos lados. El perro continuaba
estático, con los ojos como luces de bengala. “Pero yo te quiero ahora, nena”.
Un gato saltó de una lata de basura y se perdió tras una
casa. El perro ladró sin moverse de su sitio y el hombre, sobresaltado, lo amenazó
con un puntapié. Huyó el animal, minando parte del silencio con su aullido. Miró
su reloj pulsera: las ocho y treinta.
Dos mujeres venían hablando animadamente. Cerca ya, dejaron
de hablar y lo miraron de soslayo, rehuyéndole un tanto. Cuando sus figuras comenzaron
a desdibujarse en la distancia recomenzaron su charla, mirando hacia atrás de rato
en rato. Lo último que percibió de ellas fue algo como un leve silbido de admiración.
Chupó hondamente del cigarrillo que ya le quemaba los
dedos. “Vendré enterito para ti”, le había dicho a ella, en el cuarto oloroso a
cold cream y a sueño, tasándola de reojo en el espejo, de pie contra su cuerpo,
mientras la madre estaba en el rosario. Luego vino la lucha inútil sobre la cama,
las piernas cerradas con obstinación para rechazarlo. Y meses más tarde la notificación
de la marcha hacia la guerra, la despedida junto al sillón de mimbre, el eterno
viaje de treinta días por mar, el asalto a la colina Kelly con las luces de bengala
en lo alto, en una noche que ahora es el recuerdo de una pesadilla; los hombres
cayendo por montones, unos sobre otros, como sacos de arroz en una trastienda. Y
él escondido tras un arbusto, haciendo fuego bajo un cielo negro, apedreado por
el miedo, con el recuerdo de ella palpitando en lo más hondo. El estallido de la
mina aquella, casi debajo suyo, y la bruma que le entró por los ojos hasta llenarlo
sordamente como el guano a la almohada. Las luces pálidas del hospital, el olor
mareante del éter, el médico de rostro esculpido en madera vieja diciendo una y
otra vez: “Mal sitio para una herida, mal sitio para una herida”. Y su grito ahogado:
“¡Catalina!” “Cuando vuelvas seré tuya”. Debo hablar con ella, se dijo el hombre
encendiendo otro cigarrillo. No me va a querer, pensó; ninguna mujer quiere a un
hombre así. Caminó en círculo frente a la casa, pisoteándose la sombra.
Un perro ladró en la esquina. El hombre columbró una silueta
en la punta de la callejuela y se pegó a una pared, el aliento contenido. La vio
cruzar bajo un chorro de luz con aquel paso resuelto que él conocía tan bien. El
canto de un gallo se escuchó ronco y prolongado detrás de las últimas casas del
barrio. La sentía avanzar, y el rumor de sus pasos quedaba suspendido en el aire
lento y vacío de la noche. Ágiles reflejos de luz se agitaban en los pliegues de
su falda; las sombras le apretaban la cintura.
La vio subir la escalera, contoneándose, abrir la puerta
y encender la luz de la sala. Ahora cruzaba las piernas al sentarse a la mesa con
papel y pluma en las manos. Me va a escribir, pensó él, recordando las cartas recibidas
en Corea, y las recibidas luego en el campamento norteamericano.
Minutos después ella se levantó y puso la carta sobre
el cristal del chinero. Él la vio hundirse ahora en la oscuridad de la cocina y
salió de su escondite en el instante en que se encendía sobre ella una bombilla.
He venido a hablarle, pensó, y así lo haré. Subió temblando al balcón, con pasos
suaves como si temiese pisar el resorte de una mina, y acarició por un instante
la baranda donde ambos se habían reclinado infinitas veces. “¿Por qué tengo que
volver a esto?”, se preguntó, dudando un momento. Luego se irguió con resolución
y tocó a la puerta. La voz de la mujer serpenteó desde el fondo de la casa:
–¿Quién es?
“Cuando vuelvas”. No pudo contestar. Ella volvió a preguntar,
al cabo de un largo minuto, un poco sobresaltada:
–¿Quién está ahí, ah?
Sintió resonar sus pasos, lentos, medrosos, a través de
la sala. “Cuando vuelvas seré tuya”. Los pasos estaban ya junto a la puerta. “Cuando
vuelvas…” El hombre saltó la baranda y se perdió entre los callejones.
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