Ana Nicholson Leos
La
puerta no se abría y yo no sabía qué iba a hacer. Estaba borracha. Todas mis
cosas abajo y la pinche puerta cerrada por afuera. Ahí escuché “¿Quién va
primero?” y algo como “¿Quién es el primer
valiente en cogerse a la gorda?”. Y risas, risas horribles. Yo de pendeja grité “La
puerta no abre”. Y me contestaron “Ahorita vamos a ir por ti”. Y más risas. Se me distorsionaron sus
caras. Se me salió de la cabeza todo lo guapos que se me hacían. Se me bajó la peda.
Qué miedo. Nunca me imaginé que de esas cabezas tan bien peinadas salieran palabras
tan malas, ideas tan cochinas. A uno de ellos lo conocía de misa, de la iglesia
de Bosques. Son de mi edad. Güeritos de ojo verde. Son vecinos de mis primos.
Me asusté también por eso. A Liliana le pasó algo así. Cuando se fueron a Vallarta con sus
papás y
su hermano. Su hermano llevó a sus amigos. Un día fueron a un
antro y
la invitaron, le pagaron una pedota. Se gastaron en una
noche,
con las tarjetas de sus papás, como 15 mil pesos en
chupe. Los papás no les dicen nada porque ellos hacen lo mismo. Lili se puso muy
peda y estaba como desmayada. Se la cogieron entre todos, dicen que hasta su
hermano. Todos se enteraron. Ahora ella es una puta. Para todos. Hasta para su papá.
Me dio mucho miedo conocerlos. Yo grité un rato más, primero haciéndome la chistosa
“No hay pedo si me dejan aquí otra media hora, eh”. Después desesperada. Pero
empezaron a llegar más. Yo sabía qué iba a pasar si no hacía algo. Música de
banda y las risas que dejaron de sonar a risas. Eran casi gritos, como de diablo.
A mí lo que me pasó fue un milagro. Con ver
la ventana supe que me iba a salvar. Primero no abría, pero le recé a San José. Nada más acabé de pedir y se me abrió la ventana. Vi
cómo se abría. Sin tronar, sin escándalo. Como había pedido. Estaba temblando. Si
me oían valía madre. Ahí sí subían todos y no uno por uno. Traía vestido y tacones
y no me importó. Recé poquito para dar las gracias y me aventé. Brinqué un piso
entero. Del miedo no me dolió nada, pero me dolieron las costillas por semanas.
Salí a un patio sin reja y luego, luego a la calle. Corrí como loca a donde
había más luz y agarré un taxi. Tenía sangre en las rodillas y en las palmas de las manos.
Luego me pasó algo muy raro. A veces creo que también fue parte del milagro. El
taxista
me dijo: “Señorita, así como anda no
debería salir. Aquí nomás, a una cuadra, dejé a unos muchachos y no sabe las cosas que venían diciendo que iban a hacerle a una chamaca que tenían encerrada”. Yo no me la creía. Eran ellos,
claro. Me dijo: “Hacen esas cosas por pura maldad”,
pero no es cierto, no es que sea por eso. No son malos, ni son buenos. Es que para
ellos todo es fácil. Van y se confiesan y se acaba todo. Son los que van a
heredar todo el dinero. Los que pagan todo en el antro. Los que tuvieron las infancias felices. Sus papás les perdonan todo. Son los que se casan con las más bonitas.
Todos los quieren en
la escuela, siempre. Todos saben cómo se apellidan, dónde viven. Todos dicen que son sus amigos, aunque
ni los conocen. Entonces ellos
hacen y deshacen lo que sea con quien sea. Tienen tanto dinero que si alguien se entera pagan
para que se “desentere”. Con esta mano dan limosna y con esta te ponen
pastillas en lo que tomas. Y aun
así a todos nos gustan. Me
empezó a contar lo que me habría pasado. Que las grababan, que las dormían, que
se burlaban. Que usaban
pastillas, que habían sido muchas. Que era porque se lo merecían, por fáciles. Que de
todas formas llegaban solas. Y eso era verdad, yo fui sola. También
tenía el vestido muy corto, y sí, estaba buscando un novio.
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