Arturo Uslar Pietri
La casa seguía el declive del terreno hacia la quebrada. En lo alto, junto a la yerbosa calle real del pueblo, estaban los techos de teja, las paredes encaladas, las habitaciones de don Manuel y de misia María y el corredor alto con su baranda de madera. Más abajo, a un lado, después de unos escalones, estaban los techos bajos de la cocina, el depósito, el cuarto de la sirvienta. El resto era el corral, hondo y accidentado, con su mamón copudo, sus guásimos airosos y algunas matas de cayenas rojas a lo largo de la cerca que lo rodeaba.
En la transparente quietud de la tarde se oía el cloquear de las gallinas escarbando en la tierra, el chapotear de los trapos que la muchacha lavaba en la batea y el penetrante silbato de las cigarras, que temblaba en la luz azul sin nubes.
Allí la alcanzó el vozarrón:
–¡Rosita! ¡Rositaa! El cafecito.
Era la voz de don Manuel. Venía de arriba, de las habitaciones. Del otro extremo del corredor surgió otra voz chillona:
–Muchacha, ¿no has oído que don Manuel quiere el café?
–Sí, misia María, ya voy.
Apresuradamente pasó a la cocina, llenó el pocillo de café y subió los escalones hacia el alto. Al cruzar hacia la habitación vio a misia María sentada en el mecedor, abanicándose con un abanico de palma. Agachó la cabeza y entró al cuarto.
Don Manuel estaba tendido en la hamaca, las manos detrás de la nuca, la blusa desabrochada. No hizo ningún gesto para recibir el pocillo que ella tenía en las manos. La luz de la puerta la iluminaba de lado en la penumbra del cuarto. El fresco color terroso se le encendía de luz caliente en la redonda cara y en los brazos torneados.
Don Manuel se pasaba una mano por el bigote cano y por la barbilla huesuda, mientras la contemplaba con pereza. Parecía guiñar los ojos golosamente.
–Aquí está su café.
–¿Qué es ese apuro, Rosita? ¿Te disgusta que te vean?
–Déjeme quieta, don Manuel.
–No seas así. Repugnante. Eres arisca como una potranca. Tienes que amansarte.
Estiró la mano para tomar el pocillo y ella se recogió instintivamente.
–El día está caliente como una cobija. Se siente uno arropado y con flojera –dijo mientras bebía el café.
Bebió lentamente. A cada trago alzaba los ojos y cubría con insistencia la poderosa figura de la muchacha.
Cuando acabó de tomar y le tendió el pocillo, su mano, seca y caliente, tocó la de ella, fresca de agua y suave. Ella se retiró rápida hacia la cocina.
Detrás, con lentitud, salió don Manuel al corredor. De reojo vio el bulto de su mujer en el corredor.
–Bien bravo el día, María.
–Muy caliente, Manuel.
Se asomó a la baranda del corredor. Miró los árboles quietos, las gallinas que se movían en la sombra quieta de los árboles, y a Rosita, inclinada sobre las piedras y los trapos de colores del lavadero.
–No se mueve una hoja, María. Lo que se respira es candela.
El chillido de las cigarras parecía crecer en intensidad.
–Lo que se siente es como un ahogo.
Don Manuel se volvió distraídamente hacia su mujer. Le pareció más gris, más flaca, más vieja.
–Puede que con la nochecita refresque –añadió ella.
Él volvió la cabeza hacia la luminosidad abierta.
–Quién sabe.
De un corral lejano venía poderoso, entrecortado, el rebuzno de un burro.
***
–Buen día, lindura.
Siguió doblada sobre su batea, sin querer volver la cabeza. Se acordó que tenía la falda recogida entre los gruesos muslos, y la estiró con presteza.
–Mal día. Repugnante. Mal agradecida.
Se volvió con ira:
–¿Qué agradecimiento le debo yo a usted? Atrevido. Siga su camino y no me fastidie más.
–¡Jesús, tan brava! No me vaya a matar, pues –dijo el hombre con sorna.
Estaba recostado sobre la cerca. Se había echado el sombrero sobre el cogote y la miraba sonriendo.
–Mire, José Ramón. ¿Usted cree que yo no sé quién es usted? ¿Usted cree que yo no conozco sus vagabunderías? Pues está muy pelado, para que lo sepa.
–No te pongas tan brava, Rosita, que te pones fea. Míreme esa morisqueta tan requetefea que está haciendo para asustarme.
La muchacha sonrió.
–Tan linda que es y tan brava que se pone cuando se lo dicen. La muchacha volvió la cara con angustia hacia la casa. Nadie se veía en el corredor.
Bajando la voz, con prisa y temor, dijo:
–Mire, José Ramón, mejor es que se vaya. Ahorita me ven de la casa y me dan mi regaño. Mejor es que se vaya. Yo no quiero brollos.
–¿Y por qué te van a regañar? ¿Acaso tú no tienes quien te defienda? Para eso estoy yo.
–Será usted mi taita.
–No. Pero sí tu sabrosura y tu querendón.
–Déjeme quieta, le digo.
–Mira, Rosita, no seas arisca. Yo te quiero de verdad, Rosita. Yo lo que quiero es que podamos hablar tranquilos. Para que tú veas de verdad cómo yo te quiero. Yo lo que quiero es que tú me dejes acercarme.
–José Ramón, que van a salir y me van a regañar.
–Bueno, yo sí me voy, Rosita, pero es con la condición de que me esperes a la noche. Me esperas aquí mismito en la cerca, junto a la cocina. Yo te silbo. Tú sales. Y podemos conversar tranquilos. Un ratico no más.
Ella se encendió.
–José Ramón, ¿está loco? No se le ocurra.
–Yo vengo un ratito y tú sales y conversamos, Rosita.
José Ramón hablaba lentamente. No parecía oírla. La miraba golosamente.
–Ese que está ahí, ¿no es tu cuarto?
–¡Váyase, José Ramón, por vida suya!
Del corredor saltó la voz chillona de misia María:
–Rosita, ¿qué estás haciendo ahí?
José Ramón se agachó y se retiró doblado a lo largo de la cerca.
***
Hacía mucho rato que había apagado la luz de la vela. La hamaca se había ido aquietando lentamente. Cerraba los ojos, pero no podía dormir. Los abría y miraba el resplandor de la luna, que pasaba al corredor y se reflejaba en el cuarto. Oía todos los ruidos. La gota de agua del tinajero.
En la cama vecina, a ratos, su mujer se movía nerviosamente, daba vueltas y respiraba con ruido.
–¿Cómo que no puedes dormir, María?
Le respondió con voz pastosa y ausente:
–No he podido dormir, Manuel. Es mucho el calor.
Volvió a oírla suspirar y moverse. El ruido del tinajero. Crujidos de madera.
–Yo tampoco. Como que no voy a pegar los ojos. Ya estoy sudando.
La mujer le contestaba al rato con un gruñido o un quejido.
–Uuujú.
Pasó otro rato.
–Es como si uno tuviera calentura.
–Uuujú…
Además de los crujidos de la madera, de la respiración de la mujer y de la gota continua del tinajero, empezó a oír un silbido.
–Esto era lo que faltaba.
Era un silbido alegre y entrecortado, que se acercaba por la calle. Se iba acercando. Pasaba frente a la casa. Se iba retirando. Era como por el lado del corral. Allí parecía quedarse. Subía, bajaba, temblaba. Se cortaba un momento y volvía a empezar de nuevo.
José Ramón paró de silbar. Escupió una espuma que blanqueó en la luna. Tenía la boca seca. Estaba junto a la cerca.
Todo estaba tranquilo en la casa. Nada se movía.
La luna iluminaba con plena claridad. Veía la puerta del cuarto de Rosita cerrada.
–¡Ah, malhaya!
Volvió a reanudar su silbido. A ratos se le ahogaba en la sequedad de la garganta. Se había abierto la blusa. Se había echado hacia atrás el sombrero. La luna le encendía las gotas de sudor de la cara y el dorso de las manos.
–¡Ah, malhaya! No va a salir la condenada.
No quitaba los ojos de aquella puerta y seguía silbando entrecortadamente. La blancura de la pared y la sombra de la puerta se le descomponían en los ojos. A veces le parecía que la puerta estaba abierta y que aquella sombra era la del interior del cuarto. Tomó un guijarro y lo lanzó con suavidad. La piedra chocó contra la madera de la puerta del cuarto y rebotó. En la quietud de la noche le pareció que había sonado excesivamente. Miró hacia la parte alta de la casa. Hacia el corredor, acuchillado por la luna. Se estuvo quieto y silencioso. Vio hacia el corral. La luna brillaba en las hojas del mamón y blanqueaba en las piedras del embostadero. No se movían las hojas. En las ramas de un guásimo blanqueaban las gallinas quietas.
Fue bajando a lo largo de la cerca.
–¡Ah, malhaya!
Tropezó con una lata desportillada y rota. Cerca estaba el guásimo de las gallinas. Se pasó la mano por la cara sudorosa. Se detuvo como pensando. Después, rápidamente, se agachó a recoger la lata, le metió unas piedras gruesas y, apoyándose sobre la cerca, con mucha violencia, la lanzó a las ramas del guásimo. Como una explosión se alzó la alharaca de las gallinas. Cloqueos, chillidos, aletazos, vuelos cortos, carreras.
Manuel se alzó de la hamaca. Misia María se sentó en la cama.
–¿Que alboroto es ese, Manuel?
–Debe ser el rabopelado que se está comiendo las gallinas. Apúrate, búscame el candil.
La algazara de las gallinas hervía en la noche. Se había transmitido a los corrales vecinos. Se oían furiosos ladridos de perros. Empezaban a escucharse voces.
–Apúrate, María.
Misia María ya había salido al corredor. Rápidamente encendió la mecha del candil que estaba sobre una mesa. Don Manuel salió con la escopeta en la mano. Bajaron los dos los escalones hacia el corral.
Del corral vecino un hombre con otro candil y un machete, rodeado de muchachos, gritaba:
–Está en el mamón. Yo lo vi. Es un rabopelado grande.
Don Manuel, junto al tronco, alzaba el candil, iluminando por debajo de las ramas. La sombra de las ramas se movía sobre el fondo de las hojas, dibujando figuras.
–Ahí está. Ahí, en esa horqueta, Manuel.
Los perros ladraban. El alboroto de las gallinas no había cesado. Rosita oyó el alboroto, las voces, los ladridos. A medio vestir abrió la puerta del cuarto para salir al corral.
–¡José Ramón!… ¡Guá!
Se quedó plantada y sin voz. El hombre ocupaba todo el marco de la puerta. Por detrás de él, a lo lejos, veía moverse el candil y oía las voces.
–José Ramón, ¿cómo se atreve?
El hombre estaba ya del lado de adentro del quicio.
–José Ramón, ¿está loco?
–Rosita, ¿por qué no habías salido, Rosita?
–José Ramón, váyase. Váyase, que nos van a ver. Por vida suya.
El hombre cerró la puerta y todo quedó a oscuras dentro del cuarto. La voz le temblaba.
–Rosita, lindura. ¿Por qué no saliste? Yo tenía que venir. Yo tenía que venir. Tú no sabes lo que es eso.
La voz de ella se hacía delgada y silbante. No se divisaban en la sombra.
–¡Qué locura, José Ramón! ¡Ay, Dios mío, qué angustia! ¡Yo quisiera morirme! ¿Cómo se le ha ocurrido esto?
La voz del hombre temblaba ahogada:
–Rosita…
Se le iba acercando.
–Rosita…
La sentía sobre la cara.
–Rosita. Un ratico nada más, mi amor. Un ratico.
–Déjeme quieta, José Ramón. Déjeme quieta. Mire que voy a gritar. Voy a gritar, José Ramón. Voy a gritar.
La voz le bajó más:
–¡Don Manuel, aquí!
–Rosita, un ratico, Rosita.
En la sombra flotaba el aliento de José Ramón, los brazos de José Ramón, las manos de José Ramón.
–Van a venir, José Ramón. Que van a venir.
–No, Rosita, no. No seas así. No seas maluca. No, Rosita. Un ratico no más.
Le sentía el aliento sofocante sobre los ojos, sobre los oídos, llenando la sombra.
–Déjeme quieta, José Ramón. ¡Por vida suya! ¡Déjeme quieta! Mire que voy a gritar. Voy a gritar.
–Rosita, si yo te quiero. Yo es que te quiero, Rosita.
–¡Suélteme!
–¡Rosita!
–¡Suélteme! ¡Fresco! ¡No me toque! ¡No me toque!
–¡Rosita! ¡Rosita linda!
–¡Suélteme! ¡No me apurruñe! ¡Me está ahogando!
Las dos caras sudorosas se tocaban. Jadeaban. Hablaban sigilosamente entre el jadeo.
–¡Jesús, José Ramón! ¡No!…
No oía la voz del hombre. Lo sentía multiplicado, inmenso.
–¡No!… ¡Puaj! Esa boca le sabe a puro aguardiente y a tabaco en rama. ¡Suélteme! ¡No me muerda!
–¡Ay, Jesús! ¡No… eso no!
Se debatía con fuerza. Asfixiadamente.
–No, negrita. ¿Qué fue? Un ratico nada más.
–¡No… eso no!
Era entre ahogo y llanto.
–Ya está bueno, José Ramón. Ya está bueno. Déjeme.
–Quietecita, mi amor, quietecita. Si no pasa nada. Calladitos así. Calladitos. Sabroso.
Se oía todo tranquilo. Todo quieto. Todo en sombras, en silencio, en paredes, en luna. En el corral. En la casa.
–¿Por qué no saldría la muchacha, María?
–Manuel, quédate quieto. Mira que es muy tarde. A ver si podemos dormir.
–Yo no voy a poder dormir. Con todo ese alboroto que tuvimos ahora estoy más despierto.
–Ujú.
El resplandor de la luna parecía calentar la sombra quieta.
–¿Cuándo acabará de amanecer?
Se oía el ruido del tinajero. A ratos crujía una madera. Todo estaba tranquilo.
–¡Qué calor! No voy a pegar los ojos, María.
–Uuuujú.
Cerró los ojos. A través de los párpados sentía la claridad de la luna.
Volvió a abrirlos. Allí estaba otra vez aquel silbido. Agudo, entrecortado, rápido. Venía como del corral. Pasaba por la calle, cerca de la ventana. Se iba yendo hacia el otro lado del pueblo.
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