Leopoldo Alas “Clarín”
Oíd un cuento… ¿Que no
le queréis naturalista? ¡Oh, no! será idealista, imposible… romántico.
***
Monasterio
tendió el brazo, brilló la batuta en un rayo de luz verde, y al conjuro,
surgieron como convocadas, de una lontananza ideal, las hadas invisibles de la
armonía, las notas misteriosas, gnomos del aire, del bronce y de las cuerdas.
Era el alma de Beethoven, ruiseñor inmortal, poesía eternamente insepulta, como
larva de un héroe muerto y olvidado en el campo de batalla; era el alma de
Beethoven lo que vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los
espíritus de la ideal melodía, edificante y seria de su música única; como un
contagio, la poesía sin palabras, el ensueño místico del arte, iba dominando a
los que oían, cual si un céfiro musical, volando sobre la sala, subiendo de las
butacas a los palcos y a las galerías, fuese, con su dulzura, con su perfume de
sonidos, infundiendo en todos el suave adormecimiento de la vaga contemplación
extática de la belleza rítmica.
El
sol de fiesta de Madrid penetraba disfrazado de mil colores por las altas
vidrieras rojas, azules, verdes, moradas y amarillas; y como polvo de las alas
de las mariposas iban los corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres y
mágicos a jugar con los matices de los graciosos tocados de las damas, sacando
lustre azul, de pluma de gallo, al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de
la morena de un palco, y más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora boreal
a las flores, a la paja, a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos
que anunciaban la primavera como las margaritas de un prado.
***
Desde un
palco del centro oía la música, con más atención de la que suelen prestar las
damas en casos tales, Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda,
frente purísima, solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que,
no se sabía por qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como por un
escultor en ébano. Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las
volutas y las hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce
armonía con la majestad hierática del busto, de contornos y movimientos
canónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con sencillez y
hasta con gracia. Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba enamorada del
modo de amar de algunos hombres. Era coqueta como quien es coleccionista. Amaba
a los escogidos entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los
ejemplares raros y preciosos. Amaba, sobre todo, sin que nadie lo sospechara,
la constancia ajena: para ella un adorador antiguo era un incunable. A su lado
tenía aquella tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de hombres, su
biblia de Gutenberg, es decir, el ejemplar más antiguo, el amador cuyos
platónicos obsequios se perdían para ella en la noche de los tiempos.
Aquel
señor, porque ya era un señor como de treinta y ocho a cuarenta años, la
quería, sí, la quería, bien segura estaba, desde que Elisa recordaba tener
malicia para pensar en tales cosas; antes de vestirse ella de largo ya la
admiraba él de lejos, y tenía presente lo pálido que se había puesto la primera
vez que la había visto arrastrando cola, grave y modesta al lado de su madre. Y
ya había llovido desde entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya
no era niña, y si no empezaba a parecer desairada su prolongada soltería, era
sólo porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a patadas, a
hermosísimas patadas de un pie cruel y diminuto; pues era cada día más bella y
cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de ciertos buenos
negocios de la familia.
Aquel
señor tenía para Elisa, además, el mérito de que no podía pretenderla. No sabía
Elisa a punto fijo por qué; con gran discreción y cautela había procurado
indagar el estado de aquel misterioso adorador, con quien no había hablado más
que dos o tres veces en diez años y nunca más de algunas docenas de palabras,
entre la multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían
que era casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio;
otros que era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso de
conciencia y ciertos compromisos legales… ello era que a la de Rojas le
constaba que aquel señor no podía pretender amores lícitos, los únicos posibles
con ella, y le constaba porque él mismo se lo había dicho en el único papel que
se había atrevido a enviarle en su vida.
Elisa
tenía la costumbre, o el vicio, o lo que fuera, de alimentar el fuego de sus
apasionados con miradas intensas, largas, profundas, de las que a cada amador
de los predilectos le tocaba una cada mes, próximamente. Aquel señor, que al
principio no había sido de los más favorecidos, llegó a fuerza de constancia y
de humildad a merecer el privilegio de una o dos de aquellas miradas en cada
ocasión en que se veían. Una noche, oyendo música también, Elisa, entregada a
la gratitud amorosa y llena de recuerdos de la contemplación callada, dulce y
discreta del hombre que se iba haciendo viejo adorándola, no pudo resistir la
tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y maleante, de clavar los ojos en
los del triste caballero y ensayar en aquella mirada una diabólica experiencia
que parecía cosa de algún fisiólogo de la Academia de ciencias del infierno:
consistía la gracia en querer decir con la mirada, sólo con la mirada, todo
esto que en aquel momento quiso ella pensar y sentir con toda seriedad: “Toma
mi alma; te beso el corazón con los ojos en premio a tu amor verdadero,
compañía eterna de mi vanidad, esclavo de mi capricho; fíjate bien, este mirar
es besarte, idealmente, como lo merece tu amor, que sé que es purísimo, noble y
humilde. No seré tuya más que en este instante y de esta manera; pero ahora
toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen mis ojos y el acompañamiento de esa
música, toda amores”. Y casi firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de
comprender aquel señor; porque se puso muy pálido y, sin que lo notara nadie
más que la de Rojas, se sintió desfallecer y tuvo que apoyar la cabeza en una
columna que tenía al lado. En cuanto le volvieron las fuerzas se marchó del
teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Elisa recibió, bajo un sobre,
estas palabras: “Mi divino imposible!”. Nada más, pero era él, estaba segura.
Así supo que tal amante no podía pretenderla, y si esto por una temporada la
asestó y la obligó a esquivar las miradas ansiosas de aquel señor, poco a poco
volvió a la acariciada costumbre y, con más intensidad y frecuencia que nunca,
se dejó adorar y pagó con los ojos aquella firmeza del que no esperaba nada.
Nada. Llegó la ocasión de ver el personaje imposible, pretendientes no mal
recibidos al lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de sinceridad y humildad
y cordura, compatible con la dignidad más exquisita, que Elisa, en vez de
encontrar desairada la situación del que la adoraba de lejos, sin poder decir
palabra, sin poder defenderse, viese nueva gracia, nuevas pruebas en la
resignación necesaria, fatal, del que no podía en rigor llamar rivales a los
que aspiraban a lo que él no podía pretender. Lo que no sabía Elisa era que
aquel señor no veía las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por
ráfagas, creía no estar en ridículo. Lo que más le iba preocupando cada mes,
cada año que pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo impropia
para tales contemplaciones. Cada vez se retraía más; llegó tiempo en que la de
Rojas comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y sólo cuando se encontraban
por casualidad aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla, siempre con
discreto disimulo, por no poder otra cosa, porque no tenía fuerza para no
admirarla. Con esto crecía en Elisa la dulce lástima agradecida y apasionada, y
cada encuentro de aquellos lo empleaba ella en acumular amor, locura de amor,
en aquellos pobres ojos que tantos años había sentido acariciándola con
adoración muda, seria, absoluta, eterna.
Mas
era costumbre también en la de Rojas jugar con fuego, poner en peligro los
afectos que más la importaban, poner en caricatura, sin pizca de sinceridad,
por alarde de paradoja sentimental, lo que admiraba, lo que quería, lo que
respetaba. Así, cuando veía al amador incunable animarse un poco, poner gesto
de satisfacción, de esperanza loca, disparatada, ella, que no tenía por tan
absurdas como él mismo tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en probarle,
como el bronce de un cañón, para lo que le bastaba una singular sonrisa, fría,
semiburlesca.
***
La tarde de
mi cuento era solemne para aquel señor; por primera vez en su vida el azar le
había puesto en un palco codo con codo, junto a Elisa. Respiraba por primera
vez en la atmósfera de su perfume. Elisa estaba con su madre y otras señoras,
que habían saludado al entrar a alguno de los caballeros que acompañaban al
otro. La de Rojas se sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan
cercana de aquel hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a
llorar a solas sin saber por qué, o hablar mucho y destrozar el alma con lo que
dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas que no sentía, despreciando lo
digno de amor… en fin, como otras veces. Tenía una vaga conciencia, que la
humillaba, de que hablando formalmente no podría decir nada digno de la Elisa
ideal que aquel hombre tendría en la cabeza. Sabía que era él un artista, un
soñador, un hombre de imaginación, de lectura, de reflexión… que ella, a pesar
de todo, hablaba como las demás, punto más punto menos. En cuanto a él… tampoco
hablaba apenas. Ella le oiría… y tampoco creía digno de aquellos oídos nada de
cuanto pudiera decir en tal ocasión él, que había sabido callar tanto…
Un
rayo de sol, atravesando allá arriba, cerca del techo, un cristal verde, vino a
caer sobre el grupo que formaban Elisa y su adorador, tan cerca uno de otro por
la primera vez en la vida. A un tiempo sintieron y pensaron lo mismo, los dos
se fijaron en aquel lazo de luz que los unía tan idealmente, en pura ilusión
óptica, como la paz que simboliza el arco iris. El hombre no pensó más que en
esto, en la luz; la mujer pensó, además, en seguida, en el color verde. Y se
dijo: “Debo de parecer una muerta”, y de un salto gracioso salió de la
brillante aureola y se sentó en una silla cercana y en la sombra. Aquel señor
no se movió. Sus amigos se fijaron en el matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo
de luz echaba sobre él. Seguía Beethoven en el uso de la orquesta y no era
discreto hablar mucho ni en voz alta. A las bromas de sus compañeros el
enamorado caballero no contestó más que sonriendo. Pero las damas que
acompañaban a Elisa notaron también la extraña apariencia que la luz verde daba
al caballero aquel.
La
de Rojas sintió una tentación invencible, que después reputó criminal, de
decir, en voz bastante alta para que su adorador pudiera oírla, un chiste, un
retruécano, o lo que fuese, que se le había ocurrido, y que para ella y para él
tenía más alcance que para los demás.
Miró
con franqueza, con la sonrisa diabólica en los labios, al infeliz caballero que
se moría por ella… y dijo, como para los de su palco solo, pero segura de ser
oída por él:
–Ahí
tenéis lo que se llama… un viejo verde.
Las
amigas celebraron el chiste con risitas y miradas de inteligencia.
El
viejo verde, que se había oído bautizar, no salió del palco hasta que calló
Beethoven. Salió del rayo de luz y entró en la obscuridad para no salir de ella
en su vida.
Elisa
Rojas no volvió a verle.
***
Pasaron años
y años; la de Rojas se casó con cualquiera, con la mejor proposición de las
muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después del matrimonio sus ensueños,
sus melancolías y aun sus remordimientos fueron en busca del amor más antiguo,
del imposible. Tardó mucho en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio
sintió su ausencia más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo
pudiera sentir la desaparición de su culto. Se vio Elisa como un dios en el
destierro. En los días de crisis para su alma, cuando se sentía humillada,
despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos siempre fieles, como si
fueran los de un amante verdadero, los ojos amados. “¡Aquel señor sí que me
quería, aquél sí que me adoraba!”.
Una
noche de luna, en primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas, visitaba el
cementerio civil, que también sirve para los protestantes, en cierta ciudad
marítima del Mediodía de España. Está aquel jardín, que yo llamaré santo, como
le llamaría religioso el derecho romano, en el declive de una loma que muere en
el mar. La luz de la luna besaba el mármol de las tumbas, todas pulcras, las
más con inscripciones de letra gótica, en inglés o en alemán.
En
un modesto pero elegante sarcófago, detrás del cristal de una urna, Elisa leyó,
sin más luz que aquella de la noche clara, al rayo de la luna llena, sobre el
mármol negro del nicho, una breve y extraña inscripción, en relieve, con letras
de serpentina. Estaba en español y decía: “Un viejo verde”.
De
repente sintió la seguridad absoluta de que aquel viejo verde era el suyo.
Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo que el de su remordimiento, le
estalló en la cabeza el recuerdo de que una de las poquísimas veces que aquel
señor la había oído hablar, había sido en ocasión en que ella describía aquel
cementerio protestante que ya había visto otra vez, siendo niña, y que la había
impresionado mucho.
“¡Por
mí, pensó, se enterró como un pagano! Como lo que era, pues yo fui su diosa”.
Sin
que nadie la viera, mientras sus amigas inglesas admiraban los efectos de luna
en aquella soledad de los muertos, se quitó un pendiente, y con el brillante
que lo adornaba, sobre el cristal de aquella urna, detrás del que se leía “Un
viejo verde”, escribió a tientas y temblando: “Mis amores”.
***
Me parece
que el cuento no puede ser más romántico, más imposible…
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