Adolfo Bioy Casares
La niña se llamaba Carlota; la niñera, Celia; tomadas de la mano, estaban
reunidas en una fotografía en el álbum de la estancia El Portón. Celia llevaba suelta
la cabellera –le caía hasta la mitad de la espalda–, vestía un largo chaleco de
lana, con gruesas rayas blancas y negras, con bolsillos bajos, y una falda que se
diría formada de capas superpuestas y acariciaba con la mano izquierda un gato negro,
manchado de blanco en el pescuezo. Carlota sujetaba con la mano derecha un arco.
Tal vez porque estaba arrodillada junto a la figura anterior, un tanto estatuaria,
parecía muy pequeña y delgada.
Atentas a los dibujos trazados en el mantel de la mesa
del té por la luz del poniente, que llegaba a la ventana a través del estremecido
follaje de un olmo, esas mismas personas, en la misma estancia, en el cuarto conocido
por la sala de armas, ahora conversaban. Antes de seguir adelante diré dos palabras
acerca de aquella sala y de la casa que la contenía. A lo largo de los años la casa
había crecido por agregación de cuartos, levantados por varias generaciones de albañiles
y de peones albañiles. Necesidades reales o imaginarias activaban, cada tanto tiempo,
el proceso, que no siguió plan alguno: el resultado fue una obra tan extensa como
caótica. La sala de armas se había originado en un sueño de esplendor de los que
eventualmente aquejan a los estancieros (he conocido a quien se jacta de poseer
el tanque australiano más grande de la provincia –vacío, porque no hay cómo juntar
tanta agua–, a quien ha colocado letreros con nombres de avenidas del Bois de
Boulogne a las alamedas del caso, a quien –el más triste– se pasea, con su mujer,
cuando quiere acompañarlo, o si no solo, por los caminos circulares que van y vienen
de la estancia al galpón, cruzando por la huerta y por el tambo, en la calesa que
adquirió en una casa de remates). Aunque no era probable que alguna vez encontrara
a alguien para intentar una carambola o para cruzar un florete, el dueño de El Portón
juzgó que en su casa no debía faltar la sala de billares ni la sala de armas; la
primera no se había edificado todavía; la última era amplia, famosa por las goteras,
con una chimenea escondida bajo una campana enorme (una casa dentro de la casa,
para Carlota), que bajaba del techo hasta metro y medio del piso, blanca, con listones
de madera oscura, con dos antiguos fusiles de chispa y una pistola de caño largo,
también de chispa, que conservaba aún la piedra en la parte del gatillo, colgados
en su frente. Esa campana no resultaba excesiva, porque el fuego, ni bien encendido,
volcaba furiosamente el humo sobre la habitación, que ya mostraba buena parte de
las paredes y del techo de color tostado. El dueño de casa atribuía la culpa de
todo a la humedad de la leña. De otra pared colgaba una panoplia revestida de terciopelo
rojo, apolillado, con mohosos floretes y caretas. Había también en el cuarto una
mesa, en la que tomaban el té y en la que Carlota estudiaba sus lecciones, cuatro
o cinco sillas, un diván, con descolorido forro verde, una monumental cuna dorada,
de madera esculpida, quizá manuelina, comprada, en otro sueño de grandeza, para
Carlota, que no llegó a usarla, por superstición de los padres (de Alonso Cano podría
haber un cuadro con un niño dormido en una cuna así, junto al emblema de la muerte),
un piano vertical, un ropero gris, que guardaba, entre la fragancia grata de pelotas
de tennis, una red y cuatro raquetas (dos con cuerdas blancas y rojas, dos
con blancas y verdes).
Carlota preguntó:
–¿Por qué le pusiste Jim al gato Moño?
Celia contestó:
–Porque Jim es un hombre como un gato.
Luego Celia comparó al gato con el perro.
–Le das de comer –dijo– y tu perro te paga con la famosa
fidelidad. Lo que pasa con el perro es que no sabe vivir libre: depende del amo.
Yo lo encuentro tan bajo como a esas mujeres que se cuelgan de los hombres. En cambio
el gato es una persona extraordinaria. Entre tú y yo: el gato no se casa con nadie.
No nació para esclavo. Cuando nos necesita o cuando tiene ganas de estar con nosotros,
llega como una sombra. Como una sombra desaparece cuando se aburre. Lo mismo que
Jim conmigo. Jim también es una persona extraordinaria.
Carlota no compartía la opinión de Celia contra los
perros y estaba segura de que había argumentos para rebatirla, pero no protestó,
porque se quedó meditando sobre los argumentos en favor de los gatos: le parecían
atendibles.
Carlota era una niña alta para su edad, pálida, grave,
con pelo castaño, anudado atrás, con una cinta celeste o rosada, con ojos de color
azul plomizo, pensativos y grandes, con nariz chata (mal terminada, según la expresión
de su padre), con boca picuda (según otra expresión de su padre). Celia era una
muchacha de veintitrés o veinticuatro años, hija de ingleses, rubia, con ojos celestes,
con pecas. A primera vista, alguna saludable vulgaridad acentuaba su belleza, pero
quienes la conocieron mejor afirman que de tarde en tarde la delicada efusión de
una pena le asomaba a los ojos y que la aparente vulgaridad encubría el coraje de
un alma que no se dejaba doblegar. Se abstraía con facilidad y, últimamente, cuando
se abstraía, silbaba unas notas de la Balada de Fauré.
–¿Lo ves? –exclamó Celia, jubilosamente–. ¿Lo ves? Ahí
está de nuevo Jim, ahí está Jim.
Señaló los dibujos de la luz en el mantel. En ese momento
entró Teo, la cocinera, y anunció:
–Miss, tiene el agua caliente para su baño.
–Voy a bañarme y vuelvo en seguida –dijo Celia; agregó
en un tono que pretendía ser imperioso–: Mientras tanto, aprende la historia de
Elías. No quiero que te muevas de este cuarto.
Cuando Celia y la cocinera se fueron, Carlota bajó de
la silla, salió por otra puerta, cruzó el antiguo escritorio de su abuelo, cruzó
la habitación en que su madre había muerto, el cuarto de huéspedes, el comedor,
con las tablas del piso flojas, el antecomedor y, por una escalera endeble, pintada
de rojo, llegó al altillo de la despensa: desde allí, por la rotura de un vidrio
de una luneta con vidrios azules, espió y escuchó, como era su costumbre, a las
personas que hablaban alrededor de la mesa de la cocina (la cocinera, la muchacha
que lavaba y planchaba, la mucama, el casero). Carlota no ignoraba que estaba cometiendo
un acto reprobable, pero ignoraba por qué era reprobable; en cambio podía apreciar
sus ventajas: por ese medio sabía más que nadie sobre cada una de las personas de
la estancia y había aprendido que aun la gente que nos quiere tiene mala opinión
de nosotros. Observando las pláticas de los criados, descubrió que todo el mundo
trataba a los presentes con irritación y a los ausentes con desprecio. Sin asombro
Carlota advirtió que en la cocina, esa noche, hablaban de ella y de su padre.
La cocinera protestaba:
–¿Pobre? No diga usted que la Carlota es pobre.
–Y bastante, porque perdió –vaya tomándole el peso–
a su madre, que hay una sola y que era una buena mujer –respondió el casero.
–Por mala comparación –insistió la cocinera– pobre soy
yo, pobres son estas chicas, pobre es toda la gente pobre que tiene que trabajar.
Un roce en una pierna sobresaltó a Carlota: era el gato
Moño, que había llegado silenciosamente.
El casero replicó:
–No me llore pobreza, doña Teo, que usted le presta
al Banco del Azul. ¿Me va a negar que a la Carlota le sobra la mala suerte, que
tenía a la Pilar, que la entendía, porque mire usted que la niña es rarita, y se
fue a España?
–Yo conocí a una nena –dijo la mucama– que se murió
como pichón que no quiere comer, es una comparación, cuando los patrones echaron
a la niñera, que era amiga mía. Los patrones tuvieron que tragarse el orgullo y
pedirle que volviese, pero la muchacha, es claro, no volvió, porque era muy recta.
–¿Y qué tiene de malo la miss? –preguntó la cocinera–.
Sepan por descontado que si no fuera una buena chica, no soy yo quien le prepara
el agua para el baño, como si fuera una señora, ¿qué se ha creído, que porque es
extranjera va a venir a mandarnos?
–¿Y dónde me deja el genio del padre? –interrogó el
hombre–. La pobre niña parece tonta con el miedo.
–La pobre niña –repitió, con ironía, la cocinera– cuenta
con el padre más serio y más tacaño del mundo, amasando el oro que le dejará, porque
nunca oí de nadie que se lo llevó.
Carlota creía recordar que antes, mucho antes, su padre
la visitaba y que hasta en alguna ocasión llegó a jugar con ella. El juego consistía
en pescar, con cañas que traían en la punta del hilo imanes, a modo de anzuelo,
peces de cartón, con un anillo metálico. Su padre no tardó en arrojar la caña y
los peces y en salir del cuarto golpeando puertas. No faltaban anécdotas sobre el
carácter de su padre; Carlota recordaba la del viaje en el Almanzora: a un oficial
que se había equivocado en los tantos de un partido de deck tennis lo arrancaron
de los brazos de su padre cuando éste se disponía a dejarlo caer en el océano. Carlota
siempre lo había conocido como un hombre respetado y solitario, que sólo perdía
totalmente el dominio de su pésimo carácter en los días previos a una visita de
la señora. Cuando Carlota lo veía así, pensaba “no tardará” y, en efecto, al poco
tiempo ataban el alazán en la volanta y su padre partía a la estación. Carlota espiaba
de lejos: la señora no era joven. De día solía andar con guantes de paño amarillo
y sombreros de ala ancha; de noche bajaba al comedor con vestidos de terciopelo
granate o negro, con escotes que descubrían una espalda empolvada, carnosa e interminable.
La señora era alta, le llevaba a su padre por lo menos diez centímetros. Carlota
no podía creer a Celia, cuando ésta decía: “Pobre hombre, con esa mujer colgada”.
Celia soltaba la risa y agregaba con seriedad: “Graba en tu mente mis palabras.
El día menos pensado le aplica un puntapié en la espalda”. La verdad es que su padre
trataba a la señora con tanta consideración que parecía sin sangre cuando estaba
con ella. La mañana en que la llevaba a tomar el tren, volvía con la cara encendida,
con brillo en los ojos, haciendo sonar la lengua y agitando el látigo en lo alto
del faetón, para animar al alazán. Carlota no temía a su padre. Aun sospechaba que
él estaba más incómodo con ella, que ella con él. ¿No lo sorprendió una vez mirándola
por la puerta de vidrios del jardín de invierno, con la cara demudada?
De su madre, Carlota recordaba muy poco; de Pilar, sí.
Pilar era la primera niñera que había tenido. Cuanto habían hecho juntas –paseos
vis á vis por el campo, el hallazgo de unos huevos de tero (pero desde que
alguien comparó la cara de Celia con un huevo de tero, éstos se habían convertido
en el símbolo de Celia), tempranos desayunos, con blancas tajadas de galleta y bizcochos
en forma de animales, mientras una luz deslumbrante penetraba por la ventanita de
la alcoba– cuanto habían hecho juntas quedaba en una época feliz y lejana. La partida
de Pilar le había enseñado que todo se acaba y que las personas de pronto parten,
sin que uno sepa muy bien por qué; pero ella no era desdichada, porque ahora la
tenía a Celia. Nadie, antes que Celia, la había tratado como persona grande.
Mientras tanto Celia, sumergido el cuerpo en el agua
caliente, recordaba y meditaba. ¡Qué loco era Jim! La imagen de Jim que primero
acudía a su imaginación era la más lejana en el tiempo, la del día en que se conocieron.
Carlota y ella habían caminado, como tantas veces, por la calle de entrada. Estaban
al principio del otoño y las hojas empezaban a cambiar de color. El límite del paseo
era el portón de hierro que daba el nombre a la estancia: con los dos leones rampantes,
con las orgullosas iniciales de bronce entrelazadas bajo una corona, era un objeto
considerable, no desprovisto de hermosura, pero melancólico (pensaba Celia), como
todas las cosas viejas. Los abuelos de Carlota lo habían comprado en un castillo
de Louvencienne, en los alrededores de París, y tenía una historia triste: los leones
y los hierros no pudieron contener, en una noche de la Revolución Francesa, a las
turbas desbordadas, que penetraron en el parque, incendiaron el castillo y degollaron
a los moradores. “Parece el portón de un sueño”, se dijo Celia y se estremeció.
Jim caminaba, silbando alegremente la Balada de Fauré, por la carretera de
Las Flores. ¡El hijo segundo de una buena familia inglesa, viajando sin sombrero,
con el saco de tweed con remiendos en los codos, con los raídos pantalones de franela,
con una valijita de fibra en la mano, como un vagabundo de los caminos! En cuanto
la vio, interrumpió el silbido, abrió el portón y le preguntó si no habría trabajo
en la estancia para un ayudante de mayordomo. Celia le dijo:
–Hable con el patrón; pero le prevengo que tiene mal
genio.
–Eso no importa –respondió Jim, y retomando el silbido
se alejó rápidamente hacia la estancia.
Debieron arreglarse, porque esa misma noche la visitó.
Ella dormía en el cuarto de Carlota. La cama de Carlota estaba en una alcoba, en
la que había una ventanita cuadrada, con persiana corrediza; por esa ventana entraba
a veces el gato y a veces la luz de la luna, que se reflejaba en el espejo del ropero
de cedro oscuro, colocado entre las camas. En lo alto del ropero, en la parte central,
había unas pequeñas figuras de madera: un caballero, en un caballo encabritado,
acometiendo con la lanza un dragón. Ella creía que el caballero era San Jorge, pero
Jim le señaló que llevaba el pelo largo, porque era Santa Marta, matando a la Tarasca,
y le dijo que esa alegoría probaba la victoria del alma sobre el cuerpo. El miedo
de despertar a la niña y la risa que les causaba ese miedo se combinaban voluptuosamente;
de pronto Jim la tomó por las muñecas y le dijo:
–Éste es el amor puro. Sin cavilación, sin traición,
sin mentira.
Durante la primera semana vivió un poco atormentada,
porque nunca logró arrancarle una promesa, ni siquiera sobre cuándo la visitaría
de nuevo. De noche luchaba contra el sueño y, en cuanto se dormía, la despertaba
Jim, que la miraba mientras le acariciaba el pelo, o el gato, que había entrado
por la ventanita de la alcoba, o la campana del reloj, que señalaba el término de
una noche vacía. En una ocasión no pudo contenerse y le preguntó:
–¿No hay nada serio para ti, en esta vida, Jim?
–Sí, la otra –contestó, mirándola de frente.
Jim un día le dijo: “Esta vida no es más que un pasaje”.
Se deslizaba por ella tan levemente que nada terrestre lo alcanzaba; pero no podía
evitar que su encanto alcanzara a los otros. Sin duda porque las conversaciones
graves lo contrariaban, pasó un mes antes de hablarle de religión.
–Debemos evitar que muera el alma –explicó.
–¿Cómo sabes que hay otra vida? –preguntó ella, que
nunca había dudado.
–Por los sueños.
–Temo que la otra vida no me guste –dijo Celia–. Los
sueños son horribles.
–La otra vida no es horrible; los sueños sí, mientras
no aprendemos a orientarnos en la eternidad. Un rato, cada noche, a ciegas, no basta.
Hay que practicar ¿cómo diré? el sonambulismo del alma.
Jim obtuvo que ella lo ayudara a practicarlo (Jim obtenía
de ella cualquier cosa). No en seguida, porque al principio estaba aterrada; pero
noche a noche, a través del amor, la llevó de la mano, insensiblemente, firmemente.
Jim se echaba en la cama, cara al techo, y se dormía; se dormía con notable facilidad;
entonces era ella la que lo sujetaba de la mano, o, mejor dicho, de la muñeca, atenta
al pulso, atenta al espejo, cuando había luna, o al menor susurro de la brisa. Este
género de sonambulismo consistía en salir por un rato el alma del cuerpo, y luego
volver. Según explicaba Jim, había que adiestrar el cuerpo abandonado –un animal
excesivamente torpe– a no morir cuando el alma salía.
¿Cómo sabré que tu alma está afuera? –preguntó.
Jim le dijo que la incidencia de un alma, que estaba
fuera del cuerpo, sobre el mundo material, era tenue. Si de pronto Celia creía oír,
mezclada al ruido del viento, una melodía de la Balada de Fauré, silbada
imperfectamente, era él, que le enviaba la señal. O si no la señal podría ser un
estremecimiento de la luz de la luna, que reflejaba el espejo; o cambio momentáneo
en la sombra de unas hojas, sobre cualquier superficie.
Pero no descuides el pulso –agregó–. En cuanto afloje,
me llamas. Si se detiene estando yo afuera, no podré volver.
Oh, en ese tiempo cómo deseaba que volviera. Siempre
lo despertaba con besos. Progresivamente Jim se demoraba más, y llegó el día en
que le dijo:
–Por fin me acostumbré al otro mundo. Ahora estoy seguro
de que mi alma no morirá con el cuerpo.
Esa noche ella debió sujetarle la muñeca hasta que se
detuvo el pulso.
–Ya está –dijo entonces, con voz trémula.
Le contestaron. Hubo un alegre parpadeo en la claridad
del espejo. Después, nada; la soledad y el desconsuelo. Qué duro fue, al principio,
continuar la vida. Jim, con sus apariciones, la alentaba. Pero ya se sabe cómo era
Jim: no se manifestaba cuando ella quería, sino cuando él quería. Podría reprocharle
el poco trabajo que se tomaba para tenerla contenta; pero no, prefería aguardar,
prefería aguardar el momento en que lo alcanzara, sólo que entonces estaría feliz
y no pensaría en reproches. No recordaba cómo se formó en ella la resolución de
llegar hasta Jim por el camino que él le había indicado. ¡Cuánto más coraje que
los hombres tenían las mujeres! Jim contó con ella, desde el primer experimento
hasta el último; pero a ella, ¿con quién la dejó Jim? Con nadie. Una noche en que
miraba el resplandor de la luna en el espejo y escuchaba el murmullo de los árboles,
más allá de la ventanita de la alcoba, donde dormía plácidamente Carlota, entendió,
en una revelación paulatina, la hondura de su soledad. Había dejado partir a Jim
y ahora se encontraba con que no había puentes para seguirlo. Tal vez Jim previó
la situación –era lúcido, no se aturdía como ella– y levantándose de hombros pensó:
Una atadura menos. Tal actitud, aparentemente cruel, encuadraba en el carácter de
ese hombre extraordinario. Celia creía saber que desde el otro mundo, sonriendo
burlonamente, no sin compasión, con alegre indiferencia, Jim la miraba debatirse
en la angustia. ¡Pobre Jim! ¡Qué seguro estaba! ¡Qué poco sabía del tesón de una
mujer como ella! Pero ¿quién se atrevería a asomar a una niña sobre el más allá?
Como con el espejo de la fábula, después de mirarlo, todo cambiaba. Cualquiera,
no solamente Carlota, podría volverse loca. Uno por uno consideró a los moradores
de la estancia; no podían ayudarla. Su mano, al buscar el candelero en la mesa de
luz, lo derribó. El ruido despertó a Carlota.
–¿Qué hay? –preguntó la niña.
–El gato Jim volteó el candelero –mintió ella.
–¿No duermes?
–No.
–¿En qué piensas?
–En Jim.
–¿En el gato?
–No, en el hombre.
Se levantó, fue a sentarse en el borde de la otra cama
y explicó a Carlota:
–A cada persona le corresponde en la vida… –cuando iba
a pronunciar las palabras “un gran amor”, quién sabe por qué temió que la niña las
encontrara ridículas, y las cambió por una expresión absurda, que se le ocurrió
en el momento; dijo: –una aventura de oro.
Carlota era perspicaz; preguntó:
–¿Jim era tu aventura de oro?
–Sí –contestó ella– pero se fue al otro mundo, cruzando
un sueño. Desde allá me manda señales.
Describió las señales. Carlota la escuchaba atentamente
y miraba fascinada la claridad del espejo.
De pronto Celia se encontró diciendo:
–Si me ayudas, me reuniré con él.
Sabía que Carlota no podía negarse, porque ella también
estaba enamorada de Jim.
–¿Cómo es el otro mundo? –preguntó Carlota.
–Maravilloso –contestó Celia.
–¿Después yo podré irme con ustedes?
Celia prometió todo. Explicó la parte de cada una en
el experimento, se echó en la cama, colocó su muñeca entre los dedos de Carlota,
cerró los ojos. Aquella primera noche sólo consiguió desvelarse; pasaron muchas
antes de que Celia saliera del cuerpo y franquease el otro mundo, pero cuando lo
hizo, volvió aterrada.
–¿Es peor que ir de noche hasta el portón? –preguntó
Carlota.
–Mucho peor –contestó gravemente Celia–. Cuando estás
a punto de llegar, te encuentras de nuevo en la mitad del camino.
–¿Lo viste a Jim?
Celia contestó con brevedad:
–No.
Perseveró, noche a noche, sin dejar que los fracasos
ni el miedo la vencieran. Mientras Carlota le cuidaba el pulso, ella se aventuraba
en la eternidad, por donde vagaba extraviada, como por un sueño angustioso, buscando
a Jim, que la eludía, por burla.
Todavía estaba Celia recostada en el agua caliente de
su baño, cuando se dijo que por fin había llegado la ocasión esperada, que las últimas
veces no se encontró tan perdida en el otro mundo y que no postergaría más su partida
en busca de Jim. Salió del baño, cantando se fregó con la toalla, se vistió y en
la mesa, durante la comida, conversó alegremente con Carlota; creo que, por excepción,
bebió un vaso de vino. Después, en el dormitorio, pidió a Carlota que le sujetara
la muñeca hasta que cesara el pulso. Con los ojos cerrados, quizá dormida, prometió:
–Allá te esperaré.
Muy pronto partió en busca de su amigo. A los pocos
minutos, Carlota murmuró:
–Ya está.
Carlota miró el espejo del ropero. Cuando advirtió un
parpadeo en el reflejo de la luna, caminó resueltamente hasta la alcoba y, arrodillada
en la cama, cerró la persiana. Como si recitara, con una voz que se volvía, a cada
palabra, más soñolienta, dijo:
–¡Pobre Celia! La espera va a ser larga. Tengo mucho
que hacer: despachar a la señora y arreglarme con mi padre y la aventura de oro
y dormir esta noche. –Después de una pausa, agregó–: Yo los quería mucho a los dos,
pero no me gusta el otro mundo (no te enojes); aquí estoy contenta.
Súbitamente el cuarto quedó en un silencio al que la
respiración de la niña dormida comunicaba un ritmo apacible.
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