Yukio Mishima
I
El
arte de Mangiku se había apoderado sin remedio de Masuyama. Por ello había
decidido, después de graduarse en literatura clásica japonesa, unirse al elenco
del teatro kabuki. La actuación de Mangiku Sanokawa lo había transportado.
La afición de Masuyama por el kabuki
comenzó cuando era estudiante. En aquel entonces, Mangiku, todavía un onnagata
novel, actuaba en papeles secundarios como el de la mariposa fantasma de Kagami
Jishi o, a lo más, en el de la cortesana Chidori en El repudio de Genta.
La actuación de Mangiku era insegura y ortodoxa; nadie sospechó nunca las
alturas a las que llegaría. Pero, ya en aquel tiempo, Masuyama percibía el
fuego gélido que irradiaba la belleza distante de este actor. No hace falta destacar que el grueso del público no lo notaba. Por esta razón, ninguno de los críticos teatrales atrajo la atención sobre las cualidades especiales de Mangiku que, como regueros de llamas
visibles sobre la nieve, iluminaban sus representaciones desde los albores de
su carrera. Ahora, todos hablaban de Mangiku como de un descubrimiento personal.
Mangiku
Sanokawa era un verdadero onnagata,
una especie difícil de encontrar en nuestros días. A diferencia de los onnagata
contemporáneos,
era casi incapaz de representar con éxito papeles masculinos. Su presencia en escena
estaba colmada de colorido, siempre en tonos sombríos. Cada uno de sus gestos era
la esencia de la delicadeza. Mangiku
nunca expresaba nada. Ni siquiera fuerza,
autoridad, entereza o coraje, excepto cuando interpretaba papeles femeninos. Sólo
así
podía filtrar todos los matices de la emoción humana. Ello es la esencia del onnagata. Su colorida entonación producida por un instrumento
especial, exquisitamente
refinado, no puede ser alcanzada tocando un instrumento común en un tono menor. Tampoco es posible lograrla a través de una mera imitación servil de
las verdaderas mujeres.
Una de sus más exitosas interpretaciones
era la de la Princesa de las Nieves en Kinkakuji.
Masuyama recordaba haber visto a Mangiku
representar a Yukihime diez veces en un solo mes. La repetición
de tal experiencia no disminuía su entusiasmo. En
esa pieza podía encontrarse
todo cuanto simbolizaba Mangiku
Sanokawa desde las primeras palabras pronunciadas por
el narrador: “El Pabellón de Oro, el refugio de la montaña del Señor de Yoshimitsu,
Primer Ministro y Monje del Parque de los Ciervos, tiene tres pisos de altura. Su jardín se ve agraciado por hermosas vistas: la
caverna,
donde la piedra es refugio de la noche, el agua escurriéndose bajo las rocas, el flujo de la cascada grávida de primavera, los sauces
y
los cerezos dispuestos en grupos. La capital es ahora un vasto brocado de variados matices”.
En la obra
teatral todo existe gracias a una mujer: la hermosa y
aristocrática Yukihime. A ella se deben el encandilador brillo del decorado que figura cerezos en flor, un salto de agua y el
resplandeciente Pabellón
de Oro;
los tambores, sugiriendo el sonido opaco de la cascada y creando una agitación
constante en el escenario; el rostro pálido y sádico del lascivo Daizen Matsunaga,
el general rebelde; el milagro de la espada mágica en la cual brilla, bajo el sol
de la mañana, la imagen sagrada de Fudo, que refleja la forma de un dragón cuando
apunta al sol poniente; los destellos del ocaso sobre la cascada y los cerezos;
las flores deshojándose pétalo a pétalo. No hay nada extraordinario en el
ropaje de Yukihime, un vestido de seda púrpura como el que habitualmente usan
las jóvenes princesas. Pero, de acuerdo con su nombre, una presencia
fantasmagórica y nevada revolotea sobre esta nieta del gran pintor Sesshu. Toda
la escena parece invadida por los paisajes de Sesshu impregnados de nieve. La
nieve fantasmal que confiere a las vestiduras púrpura de Yukihime su brillo deslumbrante.
Masuyama se deleitaba en particular con la
escena donde la princesa, atada a un cerezo, recuerda la leyenda de su abuelo
y, con los dedos de los pies, dibuja sobre las flores caídas
una rata que cobra vida y roe las sogas que
la aprisionan. De más está decir que, para esta escena, Mangiku Sanokawa omitía los movimientos titiritescos que usaban algunos onnagata para interpretarla. Las sogas que lo ataban al árbol hacían que Mangiku
pareciera más hermoso que nunca. Todos los arabescos artificiales
de
este onnagata –los delicados gestos de su cuerpo, los movimientos de sus dedos,
el arco de la mano–, que podían parecer inventados cuando se comparaban con los
de la vida cotidiana, adquirían una extraña
vitalidad cuando los ejecutaba Yukihime, atada a un árbol. Las crisis
se sucedían una a una con la fuerza irresistible del flujo de las olas y las actitudes
intrincadas, contorsionadas, impuestas por la estrechez de la soga, hacían de cada
instante una crisis exquisita.
Era
indudable que las representaciones de Mangiku poseían momentos de poder diabólico.
Usaba sus preciosos ojos tan efectivamente que, a menudo, con una sola mirada
podía crear en la audiencia la ilusión de que el personaje de una escena era otro,
muy distinto. Así, cuando sus ojos abarcaban el escenario desde el hanamichi o cuando
lanzaba una rápida ojeada hacia la campana, en Dojoji. En la escena del palacio
de Imoseyama, Mangiku personificaba a Omiwa, a quien la princesa Tachibana
ha arrebatado su amante y de quien se burlan cruelmente las damas de la corte. Finalmente,
Omiwa arremete contra el hanamichi, ciega de celos
y
furia y, en ese momento, escucha las voces de las damas de la corte
que llegan hasta ella desde el fondo
del escenario: “¡Se ha encontrado
un novio
sin igual
para nuestra princesa!” “¡Qué alegría para todos!”. El narrador, sentado a un costado del escenario, declamaba con voz potente: “Omiwa, al oír esto, mira hacia atrás inmediatamente”.
Aquí, el personaje parecía transformarse en forma total. Masuyama experimentaba
una especie de terror cuando presenciaba este momento. Sobre el brillante
escenario con su espléndido decorado y los cientos de espectadores profundamente
atentos, acababa de pasar una sombra diabólica. Esta fuerza emanaba claramente
del cuerpo de Mangiku y, al mismo tiempo, trascendía su carne. Masuyama percibía
en esos pasajes algo como un oscuro manantial fluyendo de esa figura llena de
suavidad, gracia, delicadeza y encanto que ocupaba el escenario. Sin poder identificarla
claramente, creía que una extraña presencia maligna, residuo final de la fascinación
del actor, demonio seductor que pierde a los hombres y los ahoga en un instante
de belleza, era la verdadera naturaleza del oscuro manantial por él detectado.
Sin embargo, nada se explica por el mero hecho de darle un nombre. Omiwa sacude
la cabeza, se despeina. En el escenario, al que retorna desde el hanamichi, la
espada de Funashichi está esperando para matarla. “La casa está colmada de
música y surgen melancolías de otoño en su tono”, declamaba el
narrador. Hay algo horripilante
en la forma en que los pies de Omiwa se apresuran a conducirla a su sentencia. Los blancos pies desnudos precipitándose hacia el desastre
y
la muerte, apartando los pliegues del kimono hacia un lado, parecían
saber cuándo y en qué punto del escenario se terminarían las violentas emociones
que en aquel momento la embargaban y la apremiaban para llegar al lugar
fatídico, jubilosa y triunfante, aun en medio de la tortura de los celos. El dolor
de Omiwa tiene un fondo de alegría, así como en su vestimenta las tonalidades
oscuras contrastan con los relucientes cordones de seda de variados colores que
aparecen en los dobleces.
II
La
primitiva resolución de Masuyama de dedicarse al teatro tenía, como punto de
partida, su embeleso por el kabuki y, en especial, por Mangiku. Masuyama
comprendía perfectamente que sólo podría romper ese hechizo familiarizándose
totalmente con el mundo que se esconde tras el escenario. Sabía, a través de cuanto
otros le relataran, que terminaría por desencantarse. Por ello deseaba
zambullirse en aquel mundo y probar por sí mismo la verdadera desilusión.
Sin embargo, ésta nunca llegó. El mismo Mangiku
lo hacía imposible. Seguía fielmente los mandatos del manual del onnagata Ayamegusa,
escrito en el siglo dieciocho: “Un onnagata,
incluso en su camerino, debe tener las actitudes propias de
un onnagata. Tendrá cuidado, al comer, de no
ser
visto por otra gente”.
Y cuando Mangiku,
por falta de tiempo e imposibilidad de alejarse de su camarín,
se veía obligado a comer en presencia de visitantes, lo hacía de espaldas y con
tal habilidad y prisa, que los intrusos no podían ni siquiera adivinar sus
gestos.
La belleza femenina que mostraba Mangiku en el escenario había cautivado, sin duda alguna, a
Masuyama como hombre. Y por extraño que parezca, este hechizo ni siquiera logró romperse frente a la visión inequívoca del cuerpo de Mangiku en el camerino. El cuerpo de Mangiku era delicado y, al mismo
tiempo, vigoroso. Para Masuyama resultaba enervante cuando Mangiku, sentado frente
a su tocador, lo suficientemente desvestido como para parecer un hombre,
saludaba con amables y femeninos ademanes a alguna visita, mientras se aplicaba
una gruesa capa de polvo sobre los hombros. Si tal era el caso de Masuyama,
viejo admirador del kabuki, ¿cuál no sería el disgusto de aquellos que no gustaban
ni del kabuki, ni de los onnagatas? Sin embargo, Masuyama sentía cierto alivio cuando,
después de la función, veía a Mangiku desnudo bajo la liviana ropa interior que
usaba para absorber la transpiración. La fascinación que experimentaba Masuyama
era de naturaleza tal
que no existía la posibilidad
de que aquel atuendo le resultara grotesco. Aun sin ropa, Mangiku parecía lucir
varias capas de espléndidos ropajes bajo la piel. Su desnudez era, solamente,
una manifestación fugaz. Cuanto volvía exquisita su presencia en el
escenario, estaba oculto en la intimidad de su ser. Masuyama se regocijaba cuando
Mangiku retornaba a su camarín después de haber interpretado un papel de
importancia. Todas las emociones que acababa de representar permanecían todavía
en su cuerpo como el resplandor del sol en el crepúsculo o de la luna en el cielo
al amanecer.
Las grandes emociones de la tragedia clásica
parecían basarse, por lo menos en apariencia, en hechos históricos, pero en
realidad no pertenecían a periodo alguno. Eran las emociones propias de un mundo
estilizado, grotescamente trágico y vívidamente coloreado a la manera de una estampa
moderna. El dolor que sobrepasa los límites, las pasiones sobrehumanas, el amor
que se marchita, el gozo espeluznante, los cortos alaridos de aquellos que se
encuentran atrapados por circunstancias demasiado trágicas como para ser resistidas,
todo ello se había alojado minutos antes en el cuerpo de Mangiku y era sorprendente
que tan frágil estructura hubiera podido albergarlos sin romperse como un delicado
recipiente.
Mangiku había vivido estos sentimientos grandiosos
e irradiado luz desde el escenario, justamente porque las emociones por él
transmitidas iban más allá de las que podía conocer el auditorio. Quizás sucede
esto con todos los actores, pero en el teatro contemporáneo nadie transmite tan
intensamente estas emociones que no pueden
incluirse
en la vida diaria. Un pasaje de Ayamegusa dice: “El encanto
es la
esencia del onnagata. Pero aun el onnagata, naturalmente hermoso, perderá su atractivo si se esfuerza por impresionar a través de sus movimientos. Si realiza un esfuerzo
consciente por aparecer como lleno de gracia, logrará, en cambio, parecer totalmente corrompido. Por esta razón, a menos que el
onnagata
viva como una mujer su existencia cotidiana, nunca logrará ser un buen onnagata. Cuanto más se concentre al
interpretar desde la escena esta o aquella actitud esencialmente femenina, más masculino parecerá. Estoy convencido de que lo esencial es el comportamiento del actor
en la vida real”. Sí,
Mangiku era totalmente afeminado en su hablar
y en sus movimientos
cotidianos. De no ser así, aquellos momentos en los que el esplendor del onnagata
que acababa de representar se diluían gradualmente como el agua del mar sobre la
playa, se hubieran convertido en una zona divisoria entre el mar y la tierra. Una
puerta cerrada entre la realidad y el sueño. La ficción de su vida era el
sostén de sus interpretaciones escénicas. Y Masuyama opinaba que aquello era lo que distinguía al verdadero onnagata. Un onnagata es el hijo nacido de la unión ilegítima entre el sueño
y
la realidad.
III
Al
morir, uno tras otro, los actores veteranos de la generación anterior, la
autoridad de Mangiku se hizo absoluta en las tablas. Sus discípulos onnagata lo
atendían como sirvientes personales y el orden de prioridad que guardaban cuando
seguían a Mangiku en el escenario, como damas de la corte de una princesa o de una gran señora, era el mismo que observaban en el camerino. Quienquiera que
apartara las cortinas del camarín de Mangiku decoradas con el blasón de la familia
Sanowaka y penetrara en su interior, no dejaba de sentir una extraña sensación.
Aquel encantador santuario carecía de hombres. En aquella
habitación,
hasta los mismos integrantes de la compañía tenían la impresión de encontrarse en
presencia del sexo opuesto. Cada vez que Masuyama debía penetrar en los dominios
de Mangiku para cumplir algún encargo, le bastaba descorrer las cortinas para experimentar
la sensación carnal curiosamente vivida de ser hombre. Por asuntos de la compañía,
Masuyama había tenido que ir varias veces al camarín de las coristas.
La
habitación estaba saturada de una feminidad casi sofocante y las
chicas,
de piel curtida, con los brazos y piernas
extendidas como los animales del zoológico, le echaban miradas aburridas. Sin embargo, nunca registró allí la sensación que lo acosaba en el camarín de Mangiku. Nada, en aquellas mujeres
de verdad, lo hacía sentirse particularmente masculino. Los integrantes del grupo
que rodeaba a Mangiku no demostraban ninguna simpatía por Masuyama. Por el
contrario, murmuraban en secreto contra él acusándolo de ser irrespetuoso o de
darse aires sólo por haber ido a la
universidad. A veces, se irritaban
también por su pedante insistencia sobre hechos históricos. En el mundo del kabuki, la sabiduría
académica no tenía gran valor si no iba acompañada de talento artístico.
El trabajo de Masuyama tenía sus compensaciones: cuando, por ejemplo, Mangiku
–sólo en el caso de estar de buen talante– pedía algún favor y volteaba desde
la mesa del tocador y, con un pequeño movimiento de cabeza, sonreía. El encanto
indescriptible de su mirada en tales momentos hacía que Masuyama sólo deseara servir
a aquel hombre como un esclavo, como un perro. Mangiku nunca olvidaba su dignidad
y nunca dejaba de mantener cierta distancia, aun cuando tuviera conciencia de
sus encantos. De haber nacido mujer, todo su cuerpo hubiera estado colmado con
la atracción de sus ojos. La seducción del onnagata es sólo un resplandor momentáneo,
pero ello es suficiente como para que exista independientemente y ponga de
manifiesto el eterno femenino. Mangiku estaba sentado frente al espejo después de
la representación de El señor protector de Hachijin,
primer cuadro del programa. Se había quitado el traje y la peluca que usaba
para personificar a Lady Hinaginu y cubría sus hombros con un albornoz. No tenía que aparecer en la parte intermedia del programa. Le
habían avisado a Masuyama que Mangiku deseaba verlo y desde el vestidor había esperado que cayera el telón de Hachijin.
Cuando Mangiku entró a la habitación haciendo crujir la seda de sus vestiduras, el espejo pareció llenarse de púrpuras
llamaradas. Los acompañantes
comenzaron
a retirarse y sólo quedaron algunos discípulos junto al hibachi en la
habitación vecina. En pocos segundos el camerino se había aquietado. En el
corredor se escuchaba, a través del micrófono, el martilleo con que los asistentes
del escenógrafo desmantelaban la decoración de la obra recién finalizada.
Noviembre estaba avanzado y la calefacción empañaba los vidrios de las
ventanas. Un ramo de crisantemos blancos se inclinaba graciosamente en un florero cloisonné colocado a un lado del tocador
de Mangiku.
Su predilección por aquellas flores se debía quizás a que su propio nombre significaba literalmente “diez mil crisantemos”. Como decíamos, Mangiku estaba sentado en un mullido almohadón de seda
púrpura
frente a su tocador, se refería
a sus profesores de danza y canto por los nombres de las calles en las que
vivían. El actor miraba al espejo mientras hablaba. Desde su rincón Masuyama podía
ver la nuca de Mangiku. El reflejo de su rostro en el espejo todavía mostraba a
Hinaginu. La mirada ignoraba a Masuyama y estaba absorta en la contemplación de
su propio rostro. El rubor, consecuencia de sus esfuerzos en el escenario, era aún visible a través del polvo que cubría sus mejillas, como lo hace el sol de la mañana cuando atraviesa una fina capa de hielo. Mangiku
estaba viendo a Hinaginu en el espejo. Acababa de
personificar a Hinaginu, hija de Mori Sanzaemon Yoshinari
y
novia del joven Sato Kazuenosuke. Ya
rotos los lazos matrimoniales que su lealtad feudal la obliga a sacrificar, Hinaginu se suicida para permanecer fiel
a una unión “cuyos lazos eran tan sutiles que nunca habíamos compartido el
mismo lecho”. Hinaginu había muerto, en escena, a causa de un dolor tan intenso que le
impedía
seguir viviendo. La Hinaginu
del espejo, en cambio, era un fantasma. Un fantasma que estaba abandonando el cuerpo de Mangiku en aquel preciso momento. Los ojos del actor perseguían a Hinaginu; pero, así como se apaga el fulgor de las pasiones ardientes, el rostro de Hinaginu se desvaneció. Aún faltaban
siete días para la representación final y, al día siguiente, los rasgos de Hinaginu volverían sin duda a plasmarse
en el rostro de Mangiku. Gozando al ver a Mangiku en aquel estado de abstracción, Masuyama sonreía con afecto. El actor volteó de pronto. Durante aquellos minutos
había notado que Masuyama lo observaba; pero, con la displicencia que le era
habitual, había seguido ocupado en sus quehaceres cotidianos.
–Estos
pasajes instrumentales no son lo suficientemente largos. No digo
que,
si me doy prisa, no pueda recitar mi parte, pero así se estropea el conjunto –Mangiku se refería a la música
para la nueva obra que
se presentaría al mes siguiente.
–¿Qué opina usted, señor Masuyama?
–Estoy de acuerdo. Usted alude, sin duda,
al pasaje: “Qué lento muere el día en el puerto chino de Seta…”
–Efectivamente. “Qué… len…to…o… mue…re… el día…” –canturreó Mangiku marcando el compás con sus delicados dedos.
–Se
lo transmitiré al caballero
de la
calle Sakuragi. Estoy seguro de que lo entenderá.
–¿Realmente no le importa ir hasta allá? Lamento tanto molestarlo… –Mangiku tenía la costumbre de terminar la conversación poniéndose
de pie–. Ahora tengo que bañarme –dijo, y Musuyama se hizo a un lado para dejarlo
pasar.
Con una ligera inclinación de cabeza, el
actor salió al corredor acompañado por un discípulo. Volteó a medias hacia Masuyama
y, sonriendo, saludó de nuevo. Los afeites en las comisuras de los párpados le prestaban un encanto indefinible. Masuyama sintió que Mangiku percibía su afecto.
IV
La compañía a la cual pertenecía Masuyama actuaba en el mismo teatro durante noviembre, diciembre y enero. El programa
para enero ya había sido objeto de comentarios variados. Se presentaría una nueva
obra de un dramaturgo moderno. El hombre, imbuido de su propia importancia,
había impuesto innumerables condiciones y Masuyama debía ocuparse de complicadas
negociaciones tendentes a poner de acuerdo al dramaturgo no sólo con los actores
sino también con los empresarios del teatro. Masuyama había sido elegido para ese
trabajo por ser considerado un intelectual. Una de las condiciones impuestas por el autor era la de que
la
dirección de su obra fuera confiada a un talentoso joven en quien había depositado toda su confianza. Los empresarios
aceptaron esta imposición, a la cual se adhirió Mangiku sin mucho entusiasmo:
–Si
este joven no está bien compenetrado con el teatro kabuki y nos exige cosas poco razonables, va
a ser difícil entendernos –Mangiku
hubiera deseado confiar la dirección a alguien con más años y más madurez, lo
cual también podía traducirse por un director más complaciente. La nueva obra
era una dramatización en lenguaje moderno de la novela del siglo XII: ¡Si sólo pudiera cambiarlos!
El director ejecutivo de la compañía decidió entregar la producción de este nuevo
trabajo a Masuyama. Éste se preocupó
ante la
perspectiva del trabajo que tendría que realizar; pero, convencido de la calidad de la obra, decidió aceptar. Tan pronto
estuvieron listos los
libretos y los papeles asignados, se efectuó
una
reunión preliminar en el salón de recepciones cercano al despacho del dueño del teatro. A la
reunión concurrieron el director, el autor, el escenógrafo, los actores y Masuyama. Era una mañana de mediados de diciembre. La habitación
estaba bien caldeada y el sol entraba a raudales por las ventanas.
Masuyama siempre se sentía feliz en aquellas reuniones preliminares. Era como desplegar
un mapa y proyectar una excursión. ¿De dónde saldría el autobús? ¿Dónde comenzarían
a caminar? ¿Habría agua potable? ¿Tomarían el tren para regresar o sería mejor prever tiempo suficiente como para volver en bote?
Kawasaki, el director, llegó con retraso.
Masuyama nunca había visto una obra dirigida por él, pero conocía su reputación. Kawasaki había sido elegido,
pese a su juventud, para dirigir a Ibsen y a autores estadunidenses modernos en
el curso del año. Tan brillante había sido el resultado que un periódico de
importancia le había otorgado el premio concedido anualmente a la producción
teatral.
Todos los demás estaban allí. El escenógrafo
parecía no poder esperar un minuto para lanzarse de lleno a su trabajo y
anotaba en un gran cuaderno las sugerencias que se le hacían mientras golpeaba frecuentemente
la punta de su lápiz sobre las páginas en blanco. En determinado momento, el director
de producción comenzó a criticar al director ausente. En ese instante se abrió
la puerta y la secretaria hizo pasar a Kawasaki. Parecía encandilado, como si la
luz fuera demasiado fuerte para él y, sin decir una palabra, saludó con una
rígida reverencia a los demás. Era bastante alto, de rasgos marcados y viriles que
trasuntaban una gran sensibilidad. Hacía mucho frío, pero sólo llevaba puesto un impermeable fino y arrugado. Cuando se lo quitó, todos observaron su chaqueta de pana color ladrillo. El pelo largo y lacio caía, a veces, hasta la punta de su nariz, obligándolo a echarlo constantemente hacia atrás. Este primer encuentro desilusionó a Masuyama. Suponía que un hombre como aquél, que se
había destacado por sus propias
condiciones, debía diferenciarse en algo del común de la gente. Por el contrario, vestía y actuaba exactamente
como el típico joven del teatro moderno. Kawasaki aceptó la cabecera de la mesa sin declinar el
honor con las excusas habituales. Fijó la mirada en su íntimo amigo, el director,
y saludó con algunas palabras a los actores a medida que le iban siendo presentados.
No es fácil para un hombre del teatro moderno, donde la mayoría de los actores son
jóvenes, establecer contacto con los actores de kabuki que, fuera del escenario
suelen ser, por lo general, viejos caballeros que infunden gran respeto. Los actores
se esforzaron, en el transcurso de aquella reunión preliminar, por demostrar su
desprecio hacia Kawasaki. Ello, por supuesto, con grandes muestras de cortesía y
sin palabras de animosidad. Masuyama observó
a
Mangiku, que permanecía modestamente callado, sin darse importancia ni unirse al desprecio de los demás. Masuyama sintió crecer su admiración y afecto por él. El autor describió entonces la obra
a grandes rasgos. Por primera
vez en su carrera, sin
contar sus actuaciones cuando niño, Mangiku iba a representar un papel
masculino. El argumento hablaba de un Gran Ministro y de sus dos hijos, varón y
mujer. Por encontrarse sus dotes naturales en oposición con sus propios sexos,
se les educa en consecuencia. El muchacho (en realidad, la joven) se transforma en General de la Izquierda
y la joven (en realidad el muchacho) llega a ser la primera cortesana en el Senyoden,
el palacio de las concubinas imperiales. Pero al revelarse, más tarde, la verdad,
retoman vidas más apropiadas a su sexo original. El hermano contrae matrimonio con
la cuarta hija del Ministro de Derecho, y la hermana, con un Consejero, con lo
cual todo termina felizmente. Mangiku desempeñaba
el
papel de la chica, que era, en realidad, un hombre. Aunque era un personaje masculino, Mangiku sólo aparecería como tal en los escasos momentos de la escena final. Hasta aquel instante su interpretación de una cortesana principal en el Senyoden, sería la de un verdadero onnagata.
El autor y el director coincidieron en recomendar a Mangiku que se abstuviera,
especialmente en la escena final, de todo esfuerzo por demostrar que era un hombre.
El aspecto humorístico de la obra consistía en que se satirizaba la convención kabuki del onnagata. La dama de la corte sería un
hombre,
del mismo modo que Mangiku encarnaría su papel femenino.
–Me
gustaría que usted actuara
como mujer durante toda la obra –Kawasaki se dirigió por
primera vez a Mangiku y su voz tenía un timbre claro y agradable.
–Todo
será,
entonces, más fácil
para mí.
–De
ninguna
manera –interrumpió Kawasaki con
determinación–. No será fácil –había tanta fuerza en sus palabras que sus mejillas
parecieron encenderse con una luz interior. Su tono violento ensombreció los semblantes
de los presentes. Masuyama buscó a Mangiku con la mirada. Éste trataba de
ocultar la risa con su mano apoyada en la boca. La tensión de los demás se
relajó al observar que Mangiku no se había ofendido–. Bien –dijo entonces el autor–,
les leeré el libro –y bajando sus ojos saltones protegidos por gruesos lentes,
comenzó la lectura del guion que estaba sobre la mesa.
V
Algunos
días después comenzaron los ensayos parciales. Los finales tendrían lugar sólo
en el corto periodo que mediaba entre la terminación de aquel programa y el
comienzo del siguiente. Desde el primer momento se hizo evidente que Kawasaki era
un extraño entre los miembros de la compañía. No tenía el menor conocimiento de
la técnica del kabuki y Masuyama se vio obligado
a colocarse a su lado y
a explicarle, palabra por palabra, el lenguaje del teatro kabuki.
Ello hizo que Kawasaki dependiera,
en todo y para todo, de él. Al término del primer ensayo, Masuyama invitó al
director a compartir un ligero refrigerio. Sabía que, en su posición, no era lo
más acertado unirse con el director; pero también imaginaba cuánto estaba pasando por la mente de Kawasaki. Aquel joven tenía una
visión bien definida de las cosas, sus aptitudes mentales eran sanas y se
zambullía en el trabajo con entusiasmo. Masuyama
comprendió la atracción que Kawasaki despertaba en el autor. La genuina frescura
del muchacho era, de alguna manera, un elemento purificador, una cualidad desconocida
en el mundo del kabuki.
Los
ensayos generales comenzaron a fines de diciembre, al día siguiente de la última
representación de aquel mes. Acababa de festejarse la Navidad y la excitación de fin de año en las calles podía percibirse aún a través de los cristales del vestidor y de la sala. Habían colocado un viejo
escritorio junto a la ventana en el salón de ensayos. Kawasaki
y el escenógrafo estaban sentados de espaldas a ella. Masuyama se situó detrás de Kawasaki y los actores permanecieron sentados
sobre el tatami a lo largo de las paredes. Cada uno fue ocupando el centro de
la habitación a medida que era requerido por el ensayo. El director de escenografía
les dictaba el guion cuando lo olvidaban. La tensión no disminuía entre
Kawasaki y los actores.
–Quisiera
que
se detuviera al decir: “Desearía ir a Kawachi
y terminar con eso”, y luego caminara hasta la columna de la derecha –dijo Kawasaki,
dirigiéndose a uno de ellos.
–No podré ir hasta
allí.
–Por favor, intente hacerlo a mi manera –Kawasaki
sonreía con esfuerzo, dejando traslucir
su orgullo herido.
–Usted podrá pedirme que permanezca aquí hasta las próximas Navidades, pero
no puedo hacerlo. Se supone que estoy confundido por algo.
¿Cómo puedo, entonces, caminar a través
del escenario si estoy pensando?
A pesar de su silencio, la indignación de Kawasaki se
revelaba en todos sus gestos.
Sin embargo, las cosas fueron diferentes cuando
llegó el turno de Mangiku. Obedecía sin resistencia cualquier indicación dada por Kawasaki, y Masuyama pensó que la preferencia
de Mangiku por el papel que
le tocaba en suerte desempeñar, no era tan grande como para
explicar su complacencia desacostumbrada en los ensayos. Masuyama tuvo que ausentarse de la sala cuando Mangiku, después de haber terminado su escena en el primer acto,
volvió a su sitio junto a la pared. Cuando retornó, observó que Kawasaki, echado
sobre el escritorio y sin siquiera apartar el mechón de pelo que le caía sobre el rostro, seguía el ensayo con un furor contenido que hacía
temblar sus hombros bajo la chaqueta de pana. Masuyama tenía a su derecha una
pared blanca sólo interrumpida por una ventana a través de la cual se podía ver
un globo meciéndose en el viento y luciendo una propaganda navideña. Las espesas
nubes invernales parecían dibujadas con gis contra el azul pálido del cielo. Masuyama
vio un altar a Inari y un pequeño torü rojo en el techo de un viejo edificio
cercano. Mangiku estaba sentado al estilo japonés, contra el muro. El libreto
yacía abierto sobre sus rodillas y las líneas de su kimono verde grisáceo estaban
perfectamente derechas. Desde su sitio no podía ver íntegramente la fisonomía de
Mangiku; pero sus ojos permanecían tranquilos y su gentil mirada se fijaba en Kawasaki
sin distracciones. Masuyama se estremeció. Ya había entrado en la sala de ensayos, pero era tarde.
VI
Aquel
mismo día Masuyama fue llamado al camerino de Mangiku. Cuando inclinó la cabeza para pasar entre las cortinas de la entrada, sintió una extraña sensación de rechazo. Mangiku lo saludó sonriente desde el almohadón púrpura en el que estaba recostado. Le
ofreció unos pastelillos que le habían obsequiado visitantes recientes.
–¿Qué opina del ensayo de hoy? –la
pregunta sorprendió a Masuyama. No
era habitual
en Mangiku pedir
opiniones sobre tales temas.
–Si las cosas continúan así, pienso que la
obra será un éxito.
–¿Cree usted? El señor Kawasaki me da
muchísima pena. La cosa es muy dura para él. La forma arbitraria como lo han tratado
me ha puesto nervioso. Usted habrá notado que hice lo posible por seguir las indicaciones del señor Kawasaki. De todos modos,
aquélla era la forma en que yo hubiera interpretado mi personaje, y pensé facilitar
así las cosas. Como no puedo dar directivas a los demás, espero que lo intuyan si
me ven hacer exactamente lo que se me indica. Ellos saben lo difícil que soy
generalmente. Es lo menos que puedo hacer para proteger al señor Kawasaki. Sería
una pena que nadie colaborara cuando él se esfuerza tanto.
Masuyama no sintió ninguna emoción al escuchar
aquellas palabras. Era bastante probable que ni el mismo Mangiku advirtiera
que
se había enamorado. Estaba acostumbrado a describir el amor en una escala mucho más heroica. Por otra parte, Masuyama consideraba que aquellos sentimientos –o como se les
llamara–
que se habían despertado en el corazón de Mangiku eran bastante
impropios. Esperaba del actor un despliegue de emociones mucho más transparente,
artificial y estético. Contra su costumbre,
Mangiku
estaba sentado con displicencia, lo cual impartía cierta languidez
a su delicada figura. El espejo reflejaba su nuca recién afeitada y las flores
púrpura dispuestas en el recipiente cloisonné. Cuando los ensayos pasaron del salón
al escenario la desesperación de Kawasaki se volvió patética. Invitó a Masuyama
a un bar de las cercanías, transmitiéndole, al mismo tiempo, la sensación de
que sus días estaban contados. Masuyama no pudo
acudir de inmediato; pero
cuando,
dos horas después, llegó hasta aquel bar, Kawasaki aún lo esperaba. Había bebido mucho
y estaba muy pálido. Pertenecía a la categoría de quienes palidecen cuando beben.
Al entrar al bar, Masuyama advirtió su
rostro ceniciento y presintió que el joven se había echado encima una carga espiritual
demasiado pesada para él. Masuyama y Kawasaki
vivían en mundos diferentes. La cortesía no era un motivo suficiente como para que
la angustia y la incertidumbre de Kawasaki
recayeran en los hombros de Masuyama.
Como era de esperar, Kawasaki se extendió en afables improperios, acusándolo de ser un espía doble. Masuyama recibió sus palabras
con una sonrisa. Sólo tenía cinco o seis años más que Kawasaki pero tenía una profunda confianza
en sí mismo. No era por falta de integridad moral que Masuyama se mostraba
indiferente a los chismes que, entre bambalinas, recaían sobre él. Su lugar en la
jerarquía kabuki estaba ya asegurado
y
su indiferencia sólo demostraba que no quería manifestarse con una sinceridad que podría llegar a destruirlo.
–Estoy cansado de todo este asunto –suspiró Kawasaki–. Cuando se levante el
telón la
noche del estreno me sentiré feliz y habrá llegado el momento de desaparecer. Los ensayos finales comienzan mañana. Me
siento tan disgustado que no creo poder aguantar más. Éste es el peor trabajo que me
ha
tocado nunca. ¡He llegado al límite y nunca más me comprometeré con un
mundo tan diferente al
mío!
–Pero
¿acaso no lo imaginaba? –la voz de Masuyama resonó fríamente–. Después de todo,
el kabuki no es lo mismo que el teatro moderno.
Las palabras de Kawasaki resultaron sorprendentes:
–Mangiku
es
el peor de todos. Realmente no me
gusta nada. Nunca más trabajaré en una obra en la que él intervenga –Kawasaki
observaba las espirales de humo contra el cielorraso como si se tratara de los rasgos
de
algún enemigo invisible.
–Yo
no diría
eso. Me pareció que se esforzaba
por cooperar.
–¿Qué puede hacerle pensar tal cosa? No hay
nada bueno en él. No me molesta demasiado que
los otros actores no me
escuchen
durante los ensayos
o traten de intimidarme o, también, de sabotear
mi trabajo. Pero
Mangiku
es peor de cuanto puede imaginarse. Me mira fijamente con esa extraña mueca y,
en el fondo, se mantiene inalcanzable
y me trata como a un tonto ignorante. Por eso lo hace todo tal como
yo se lo ordeno. Es el único que obedece mis instrucciones y ello me enoja aún más.
Adivino lo que piensa: “Si así quiere hacer las cosas, no me opondré, pero
quedo libre de toda responsabilidad por lo que pueda suceder durante la representación…”
Esta es la razón por la cual me mira sin decir una sola palabra. Es el peor sabotaje
que conozco.
Masuyama escuchaba atónito, pero se
abstuvo en aquel momento de revelar la verdad
a Kawasaki.
Era evidente que el joven se
sentía desconcertado frente al mundo en el
que se
había sumergido. De conocer los sentimientos
de
Mangiku los hubiera interpretado como una burla más. Aun con
todos sus conocimientos teatrales, sus ojos eran demasiado inocentes y no podía detectar la presencia estética y oscura que acechaba tras el texto.
VII
Llegó el Año Nuevo y, con él, la noche
del estreno. Mangiku estaba enamorado. Sus sagaces discípulos fueron
los primeros en comentarlo. Masuyama, asiduo visitante en el vestidor de Mangiku,
lo intuyó inmediatamente. Mangiku estaba sumergido en su amor como un gusano de
seda en su capullo, listo para
convertirse en mariposa. El camerino se había convertido en el capullo de su amor.
Mangiku era de naturaleza abstraída, pero el contraste con la algarabía reinante en todos lados con ocasión del Año Nuevo confería a su vestidor un toque especialmente solemne. Al pasar frente al camerino la noche del estreno, Masuyama encontró las puertas abiertas de par en par y decidió echar una ojeada allí. Mangiku estaba de espaldas, sentado frente al espejo, envuelto en su
ropaje. Esperaba la señal para comenzar. Masuyama observó el azul lavanda del vestido del actor, la suave
línea de
los hombros empolvados, semidescubiertos, y la peluca negra, brillante como laca. En medio del camerino desierto, Mangiku
parecía una mujer
absorta en la tarea de hilar. Estaba tejiendo
su amor y así continuaría para siempre con la mente ausente. Masuyama
comprendió intuitivamente que aquel amor onnagata había nacido del teatro. El
escenario donde el amor gritaba y lastimaba formaba parte de su vida. La música
que celebraba las sublimes elevaciones del amor, sonaba constantemente en los
oídos de Mangiku y cada gesto exquisito
de su cuerpo era usado para expresarlo.
En Mangiku no había nada
ajeno al amor. Los dedos de
sus pies
enfundados en tabi blancos, los atractivos colores del doblez de su kimono, que apenas podía verse por las aberturas de las mangas, el
largo
cuello de cisne. Todo estaba al servicio
del amor. Masuyama pensó que Mangiku encontraba una guía para su amor en las grandiosas emociones de los papeles
que desempeñaba
en escena. Un actor común puede enriquecer sus actuaciones infundiéndoles las emociones
de la vida real. Mangiku no lo hacía así. Al enamorarse, las heroínas trágicas como Yukihime,
Omiwa e Hinaginu, corrían
en su ayuda. Sin embargo, pensar
en Mangiku enamorado hizo retroceder a Masuyama. Aquellas emociones sublimes que Mangiku evocaba con su presencia en el escenario, encerrando su sensualidad en heladas llamaradas, no tenían asidero en la vida real. El objeto de tantas emociones
no era sino un ignorante respecto al kabuki, un
director joven y talentoso, de aspecto común, cuya única
justificación para motivar el amor de Mangiku consistía en ser un extraño en
aquellas comarcas, un joven forastero que pronto desaparecería del mundo del kabuki para no regresar.
VIII
¡Si
tan sólo pudiera cambiarlos! fue bien recibida. Pese a
su anunciada promesa de desaparecer del teatro después del estreno, Kawasaki iba allí todos los días a quejarse de la representación, a vagar por los pasajes subterráneos del escenario o
a tocar con curiosidad los mecanismos de la puerta-trampa o del Hanamichi.
Masuyama pensó que aquel hombre tenía algo de niño.
Las críticas de los diarios alabaron a Mangiku.
Masuyama se encargó de mostrárselas a Kawasaki, que frunció la boca como un
niño caprichoso:
–Todos son buenos actores, pero parece que no hubo ninguna dirección.
Naturalmente Masuyama no repitió aquellas ásperas palabras a Mangiku y Kawasaki mismo se
comportó
de la mejor manera posible cuando se encontró con el actor. A Masuyama le irritaba
que Mangiku, quien era totalmente insensible para detectar los sentimientos de
los demás, no hubiera averiguado, no obstante, si Kawasaki advertía su buena voluntad.
Por otra parte, Kawasaki también era insensible a los sentimientos ajenos.
Tenía aquel rasgo en común con el actor. Una semana después del estreno, Masuyama fue llamado al camerino de Mangiku. Algunos amuletos provenientes del altar donde se postraba para adorarlos y varias golosinas navideñas estaban diseminados sobre la mesa. Las confituras
se distribuirían después
entre sus discípulos. Mangiku hizo que Masuyama aceptara algunos dulces.
Aquella era una señal de buen humor.
–El señor Kawasaki
estuvo
aquí hace
un momento –dijo.
–Sí, lo vi salir.
–Me pregunto si todavía está en el teatro…
–Supongo que se quedará hasta que finalice
la obra.
–¿No dijo si, luego, tenía algún compromiso?
–No he escuchado nada en tal sentido.
–Entonces, quisiera pedirle un favor…
Masuyama adoptó la expresión más compuesta
que pudo:
–¿Cuál es?
–Esta noche, cuando termine la representación…
En fin, esta noche… –las mejillas de Mangiku se encendieron y su voz sonó más clara
y aguda que de costumbre– cuando termine la representación me gustaría cenar con
él. ¿Le molestaría preguntarle si tiene algún compromiso?
Masuyama asintió.
–¿Hago mal en pedirle una cosa así? –los ojos
de Mangiku dejaron de errar a la deriva
y trataron de leer la expresión de Masuyama. Parecía desear que
Masuyama se turbara. Apenas Masuyama entró al hall se encontró con Kawasaki, que venía en dirección contraria. Este encuentro
casual en medio de la gente que colmaba el hall durante el entreacto, parecía
una maniobra del destino.
El aspecto
de Kawasaki no era acorde con
la
atmósfera festiva que prevalecía en el recinto. El aire ligeramente altanero que adoptaba
habitualmente el joven, parecía ridículo en medio del murmullo de una multitud de sólidos ciudadanos vestidos para la ocasión con sus trajes dominicales.
Masuyama llevó a Kawasaki
a un rincón y le transmitió
la invitación de Mangiku.
–¿Qué puede querer de mí? –se preguntó el joven–.
¡Cenar juntos! Tiene gracia. No existe ninguna razón para no aceptar, pero no veo
el motivo de una reunión de esta clase.
–Supongo que deseará hablarle de la obra.
–Ya dije cuanto tenía que decir al respecto.
En aquel momento, un deseo injustificado de
dañar al prójimo, una emoción siempre asociada en el escenario con villanos
menores, brotó en el corazón de Masuyama sin que él lo advirtiera. Ni siquiera
tomó conciencia de que estaba actuando como un personaje de ficción.
–A lo mejor ésta es la oportunidad para
decirle, sin escatimar palabras, todo lo que piensa al respecto.
–En fin…
–Quizás no tenga coraje como para hablarle francamente…
Las palabras de
Masuyama hirieron al
joven en
su amor propio.
–Está
bien.
Acepto. Durante estos meses supe que, tarde o temprano, tendría la oportunidad de aclarar las cosas con él.
Mangiku
aparecía en la última parte del programa y no quedaba libre sino al finalizar todo
el espectáculo. Por lo general, los actores suelen, al terminar su actuación, cambiarse
de prisa y dejar el teatro precipitadamente, pero Mangiku no daba muestra de impaciencia mientras terminaba de vestirse y cubría su kimono con una capa y una bufanda de colores
apagados. Esperaba a Kawasaki.
Éste llegó finalmente, y, sin molestarse en
sacar las manos de los bolsillos de su sobretodo, saludó brevemente a Mangiku.
El discípulo que siempre acompañaba a
Mangiku como su “doncella”, apareció
de pronto con aires de anunciar una gran calamidad:
–Está nevando –informó apesadumbrado.
Mangiku alzó la capa hacia sus mejillas:
–Necesitaremos un paraguas para llegar hasta
el coche –dijo.
Masuyama los acompañó hasta la salida de artistas. El portero había acomodado
allí los zapatos de Mangiku junto a los de Kawasaki. Bajo la fina nevada, el discípulo-doncella mantenía abierto el paraguas.
La nieve era tan transparente que costaba distinguir sus copos contra la pared de cemento oscuro.
Mangiku hizo una
reverencia a Masuyama:
–Nos vamos.
La sonrisa de sus labios podía distinguirse vagamente bajos la bufanda. Se volvió
hacia
su discípulo:
–Yo
llevaré
el paraguas. Preferiría que avisara al chpfer que ya estamos listos.
Mangiku sostenía el paraguas sobre la cabeza
de Kawasaki. Mientras caminaban uno junto al otro, algunos copos de nieve volaron a su alrededor. Masuyama los vio alejarse. Mangiku, envuelto en su capa y Kawasaki con las manos en los bolsillos del sobretodo.
Fue como si un paraguas grande, negro y húmedo se abriera ruidosamente dentro de
su corazón. La ilusión que sintiera Masuyama de muchacho al ver actuar a
Mangiku, había permanecido intacta aun después de haber integrado el kabuki.
En aquel instante se quebró en mil pedazos como una delicada pieza de cristal.
–Por fin sé lo que es una verdadera desilusión
–pensó–. Hasta podría abandonar el teatro…
Pero Masuyama sabía
que,
junto a la desilusión, lo estaba
invadiendo un nuevo sentimiento: los celos. Y le aterró pensar hasta dónde lo conduciría aquello.
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