Juan José Saer
El
hombre, de unos treinta años, se ha detenido hace un momento ante la vidriera de
la confitería: parece absorto en la contemplación de las golosinas, acomodadas con
meticulosidad para hacer resaltar cierta combinación de gustos, formas y colores.
Los bombones, alineados sobre bandejas plateadas, envueltos en papel metálico verde,
azul, colorado, según el relleno tal vez, o si no sin envoltorio ninguno, ocupan,
en profusión ordenada, el centro de la vidriera; masas cuidadosamente colocadas
dentro de unas bandejitas de papel blanco, duro y acanalado, cuyos bordes, terminados
en una especie de puntilla gruesa que recuerda vagamente una prenda interior femenina,
escoltan, alineadas alrededor, el centro ocupado por los bombones. El hombre fuma:
la mano izquierda, metida en el bolsillo del sobretodo de cuero rígido y brilloso,
que parece recién comprado, roza, sin que el hombre sea consciente de ello, los
dos o tres billetes plegados unos dentro de los otros en el fondo del bolsillo.
En realidad, los ojos del hombre no miran las golosinas
de la vidriera, sino el perfil de la nena que está casi pegado al vidrio. La nena,
que por alguna razón se ha demorado a la salida de la escuela, ya que el delantal
blanco se le divisa por debajo del ruedo del tapadito y lleva un portafolios de
tela en la mano, tiene nueve o diez años y su mirada recorre, más como si estuviese
haciendo un inventario imparcial que con verdadera avidez, el orden rococó que se
despliega ante ella, detrás del vidrio. En la cara del hombre, limpia y bien afeitada,
comienza a dibujarse una sonrisa imprecisa, un poco torpe, y se ve bien que está
preparándola con anticipación para cuando la nena se dé vuelta, o tal vez piensa
recorrer, de un momento a otro, sobre la vereda gris, los pocos pasos que lo separan
de ella con el fin de dirigirle la palabra. La gente pasa, apurada, en el anochecer
helado, por la vereda y por la calle, cerrada al tránsito todavía, sin prestar la
más mínima atención a la escena discreta que transcurre junto a la vidriera de la
confitería. Hace demasiado frío; el día nublado se hunde ya en la noche sin estrellas,
y dentro de pocos minutos los negocios empezarán a cerrar, de tal manera que las
escasas personas que se han visto obligadas a salir a la calle se apresuran con
el fin de llegar lo antes posible a sus casas para comer algo rápido antes de que
empiecen los primeros programas nocturnos en la televisión.
Únicamente el Gato presta atención a la escena: sentado
a una mesa junto a la vidriera del bar Gran Doria, en la vereda de enfrente, sin
que nada en su expresión o en sus gestos traicione su interés, el Gato observa lo
que está pasando junto a la confitería mientras su mano, distraída, hace girar sobre
la mesa el vaso de aperitivo rojizo del que ya se ha tomado más de la mitad. Un
cigarrillo a medio consumir humea en la muesca del cenicero amarillo, triangular,
en cada una de cuyas caras exteriores está inscripta la publicidad del vermouth
Cinzano. El Gato lo recoge y le da una pitada profunda antes de aplastarlo en el
cenicero, y a través del humo que sale en chorros espesos por sus labios entreabiertos,
ve ahora que el hombre recorre la distancia que lo separaba de la nena y le dirige
la palabra. Casi en seguida, el hombre señala con la mano la vidriera y la nena,
sin dejar de sonreír, sacude la cabeza. Pero el hombre insiste, y después de una
resistencia blanda y no demasiado larga de la nena, el Gato los ve entrar en la
confitería y dirigirse a una empleada de guardapolvo blanco que comienza a sacar
bombones de la vidriera y a meterlos en una caja. En todo el campo visual del Gato,
la confitería es el punto más iluminado: todo en su interior es nítido, brillante,
ordenado, pulido, y verlo a través de los dos vidrios lo vuelve irreal, visible
pero incorpóreo, quizás como un decorado teatral o como un sueño, o, mejor aún,
como un espejismo. Ahora que han salido de nuevo a la vereda y se han vuelto a parar,
de espaldas a la vidriera esta vez, el Gato, con la imparcialidad esterilizada de
un jefe de laboratorio observando el comportamiento de dos ratas en el interior
de un laberinto transparente, se pregunta cuál será el próximo paso que habrán de
dar. No ha terminado de formularse la pregunta que ya la acción empieza a materializarse:
el hombre de sobretodo de cuero, que llevaba la caja de bombones, la extiende hacia
la nena que, después de vacilar unos segundos, con la misma blandura un poco avergonzada
con que ha recibido la primera invitación, termina por aceptarla. El hombre le dice
algunas frases discretas, rígido, sin inclinarse hacia ella, tratando de no llamar
la atención, y después empiezan a caminar, lentos, el hombre ligeramente vuelto
hacia la nena, como si la vigilara para impedirle arrepentirse, con su solo mirar
férreo clavado en el perfil diminuto y en apariencia indiferente de la nena. Se
desplazan contra el fondo iluminado de la confitería y el Gato, que los observa
desde el Gran Doria, los sigue con la mirada hasta que desaparecen de su campo visual.
Durante un momento, queda la vereda vacía, y si bien nadie pasa por la calle, detrás
de las vidrieras iluminadas de la confitería, en el local iluminado, se inmovilizan
las empleadas de guardapolvo blanco que, en la luz intensa que las favorece, parecen
frescas y sanas aunque un poco fantasmales.
Después de darle la última pitada al cigarrillo y aplastarlo
en el fondo del cenicero, el Gato se ha inmovilizado, siguiendo a la distancia los
acontecimientos sin ningún sobresalto o emoción. Como si hubiese sido una máquina
cuyo funcionamiento se limitase a percibir y a comprender, ha registrado la escena
con una claridad semejante a la del interior de la confitería, en la que, si bien
hay un elemento remoto y fantasmal, nada interfiere el brillo, el orden y la transparencia.
Ahora que se lleva el vaso de aperitivo rojizo a los labios y se toma un largo trago,
su cuerpo, como si fuese de acero macizo por dentro, no manda ningún latido, ninguna
palpitación, ninguna señal. Cuando ve reaparecer al hombre de sobretodo de cuero,
en dirección contraria a la que llevaba al alejarse con la nena, marchando a paso
rápido por la vereda de la confitería y desaparecer otra vez doblando la esquina
sin darse vuelta, y uno o dos minutos más tarde a la nena en compañía de una mujer
que visiblemente es su madre y que, entrando en la confitería, empieza a interrogar
con vehemencia a las empleadas, el Gato se desentiende de la acción. Aunque, tal
como se ha producido, el final no estaba previsto, mientras vacía de un trago su
vaso, el Gato ya ni recuerda los minutos que acaban de transcurrir: es un hombre
rubio, de unos treinta años, que está sentado a la mesa de un bar en un anochecer
de invierno y que, habiendo terminado de un solo trago su aperitivo, empieza a levantarse
con la intención de ponerse el sobretodo de cuero plegado sobre el respaldo de la
silla, antes de salir a la calle porque, en algún barrio oscuro, en un punto alejado
de la ciudad, unos amigos lo esperan para la cena.
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