Emilia Pardo Bazán
No cuento ni conseja,
sino historia.
La costa de
L*** es temible para los navegantes. No hay abra, no hay ensenada en que puedan
guarecerse. Ásperos acantilados, fieros escollos, traidoras sirtes, bajíos que
apenas cubre el agua, es cuanto allí encuentran los buques si tuercen poco o
mucho el derrotero. Y no bien se acerca diciembre y las tempestades del
equinoccio, retrasadas, se desatan furiosas, no pasa día en que aquellas
salvajes playas no se vean sembradas de mil despojos de naufragio.
Favorable para
la caza la estación en que el otoño cede el paso al invierno, con frecuencia la
pasábamos en L***, y más de una vez sucedió que Simón Monje –alias el Tío
Gaviota– nos trajese a vender barricas de coñac o cajas de botellas pescadas
por él sin anzuelo ni redes. El apodo de Simón dice bien claro a qué oficio se
dedicaba desde tiempo inmemorial el viejo ribereño.
Las gaviotas,
como todos saben, no abaten el vuelo sobre la playa sino al acercarse la
tormenta y alborotarse el mar. Cuando la bandada de gaviotas se para graznando
cavernosamente y se ven sobre la arena húmeda millares de huellas de patitas
que forman complicado arabesco, ya pueden los marineros encomendarse a la
Virgen, cuya ermita domina el cabo: mal tiempo seguro. A la primera racha
huracanada, al primer bandazo que azota el velamen de la lancha sardinera,
Simón Monje salía de su casa, y así que la mar se atufaba por lo serio en las
largas noches del mes de Difuntos, solía verse vagar por los escollos una
lucecica. El farol de Gaviota, que pescaba.
No era bien
visto en la aldea Simón. Al fin y a la postre, mientras los demás se rompían el
cuerpo destripando terrones o exponían la vida saliendo a la costera del múgil,
él, en unos cuantos días revueltos, garfiñaba, sabe Dios cómo, lo suficiente
para prestar onzas a rédito y pasar descansadamente el año. Además, el aspecto
de Gaviota confieso que también a mí me parecía antipático y una miaja
siniestro… Cara amarilla, nariz ganchuda, barba saliente que con la nariz se
juntaba, mirar torvo y receloso, párpados amoratados, greñas color ceniza,
componían una cabeza repulsiva, aunque con rasgos inteligentes. Sin embargo,
aparte de su equívoca profesión de pescador de despojos, no daba Simón pretexto
a las murmuraciones de la aldea. Puntual en el pago del canon de la renta de su
vivienda, foro nuestro, servicial y respetuoso con los señores, moro de paz con
sus iguales, demostraba además una devoción extraordinaria, desviviéndose por
el culto de la Virgen de la ermita. Gracias a Simón, la lámpara no se apagaba nunca,
sobraba la cera y dos veces al año se celebraba en el santuario función solemne
costeada por el viejo. Una de las funciones se verificaba invariablemente
durante el mes de Ánimas y en sufragio de las almas de los náufragos cuyos
restos escupía a veces el oleaje contra los escollos o sobre el playal. Y esta
misa de Difuntos la oía Gaviota postrado, la faz contra el suelo, barriendo el
piso con las canas, repitiendo por centésima vez la súplica de perdón de su
horrendo pecado que no se resolvía a confesar, pues el que se confiesa ha de
restituir, y si él restituyese tendrá que despojarse de su oro, y su oro lo
tenía aún más adentro en el corazón que el remordimiento y que el temor de la
divina Justicia…
En la estación
veraniega, mientras el mar luce sonrisa de azur, mientras el arenal es de oro,
las olas fosforecen de noche y las algas flotan suavemente bajo el cristal del
agua nítida, Gaviota olvida a ratos la historia terrible y disfruta en paz sus
ganancias. Lo malo es que llega octubre, que el celaje se espesa en cúmulos de
plomo, que gimen y rugen el viento y la resaca, y que la bruma, al desgarrar
sus densos tules en los picos de los peñascos, finge fantasmas envueltos en
sudarios blanquecinos… Y viene el mes de los muertos, el mes en que el otro
mundo se pone en relación con nosotros, el mes en que la atmósfera se puebla de
espíritus invisibles, en que un vaho de lágrimas, ascendiendo del Purgatorio,
humedece el aire… y entonces Gaviota, a cada viaje a la playa en busca de
botín, siente el terror helarle más la sangre en las venas, y sus dedos, que un
día se ciñeron al pescuezo de un hombre vivo aún para acabar de asfixiarle y
quitarle a mansalva el cinto pletórico de monedas, se crispan y se fijan
paralizados, como si ya los agarrotase la agonía. “Confesarse, restituir”,
sugiere la conciencia; pero el instinto repite: “Adquirir, adquirir más”, y
afianzando el farolillo, dejando que la áspera brisa seque el sudor del miedo
en las sienes, allá va Gaviota entre las tinieblas a espigar lo que lanzan los
abismos…
Bien se
acuerdan en la parroquia de L***; el último merodeo de Simón fue la noche de
Difuntos del año pasado. Aunque pudiesen olvidar lo que a Gaviota sucedió no
olvidarían la tempestad tan horrible que se llevó el campanario de la ermita y
arrancó de cuajo muchos pinos del pinar que la rodea. Frenético, delirante, el
Océano quería tragarse la orilla; el trueno asordaba, el rayo cegaba y el
empuje del vendaval parecía estremecer las rocas hasta sus profundas bases,
alzando montañas líquidas que empezaban por ser una línea gris en el horizonte;
luego, un monstruo de enormes fauces y cabellera blanquísima, galopando hacia
tierra como para devorarla. Ninguna barca salió a la mar; las mujeres acudieron
al santuario a pedir por los que en ella anduviesen, y como si la Virgen
hubiese extendido la mano, al anochecer se quedó el viento y se adormecieron
las olas. A poco, si los de la aldea no se hubiesen encerrado en sus casuchas,
podrían ver la luz del farolillo de Gaviota oscilando entre las tinieblas por
lo más escabroso de la orilla.
Al pie de los
bajos que llamaremos de Corveira fijose la vagarosa luz. Simón la había dejado
en el hueco de una peña y registraba el playazo. Conocía perfectamente los
sitios adonde las corrientes traen la presa, y tanto los conocía, que
cabalmente había sido “allí”… Los dientes de Simón castañeteaban: ¡aquella
noche de noviembre pertenecía a los muertos! Saltando de charco en charco y de
escollo en escollo, dirigiose a un recodo del cantil, donde su mirada
penetrante distinguía un bulto de extraña forma, probablemente un mueble, un
lío de ropa, señal cierta del desastre de una gran embarcación. Frío espanto
clavó a la arena los pies de Gaviota al advertir que no era sino un cuerpo
humano… el cuerpo de un náufrago. Entre las sombras blanqueaba vagamente el
rostro, negreaba la vestimenta, se dibujaban y acusaban las formas…
El primer
impulso de Simón fue huir. Duró un instante. La codicia se la disfrazaba de
humanidad. “Puede estar vivo, y quién sabe si ‘a éste’ lo salvo”. Cogió el
farolillo y acercose titubeante como un ebrio. Llegó la claridad a la cara del
náufrago: un rostro juvenil, tumefacto, congestionado, helado. “Bien muerto
está…”. Entonces reparó en el traje rico, en la cadena de oro que cruzaba el
chaleco: el infeliz, sin duda, se había arrojado vestido al agua, y los dedos
ganchudos del Gaviota deslizáronse, afanosos, hasta los bolsillos del chaleco,
repletos, abultados. Probablemente en esta tarea hizo el peso de Simón jugar
los músculos pectorales del cadáver que ya se creían inmóviles hasta el solemne
día del Juicio. Sólo así explicaron los médicos que el rígido brazo pudiera
erguirse de pronto y la yerta mano caer sobre las mejillas de Simón.
A la gente de
L***, la explicación no le satisface; es más, no la comprende siquiera. ¿Quién
mueve el brazo de un difunto para abofetear a un criminal empedernido sino esa
misma fuerza que alza en el mar la ola y agrupa en el cielo las nubes: la
fuerza de la eterna Justicia?
Guardó cama
dos días el Tío Gaviota: uno vivo, otro de cuerpo presente: al tercero lo
enterraron. Se había confesado con muchas lágrimas y ejemplar arrepentimiento.
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