Juan José Saer
Las criaturas oscuras que observo todos los días desde
mi oficina –trabajo en el sector administrativo de los ferrocarriles nacionales–
dan la impresión de haber reglamentado al milímetro no únicamente su funcionamiento
biológico, sino también su vida imaginaria. Parecen atrapadas en el círculo vicioso
de sus costumbres, de sus creencias irrazonables, de sus fantasías. Las he bautizado
para mí mismo la gens nigra, a causa como es obvio de su común aspecto exterior,
pero también de las muchas afinidades que saltan a la vista cuando comparo sus diferentes
comportamientos.
El verano pasado, alrededor de mediodía,
a la hora del aperitivo, que tomaba en la terraza de una pensión modesta en una
playa del Mediterráneo, me gustaba seguir con la mirada desde mi perezosa el vuelo
de una gaviota que, todos los días a la misma hora, recorría tres o cuatro veces
el perímetro en semicírculo de la bahía, para ir a asentarse después en la misma
roca, desde la que organizaba, planeando lento y bajo esta vez, expediciones de
pesca por los alrededores. Esas expediciones cortas y casi siempre exitosas eran
imprevistas y variadas, impuestas por algún estímulo exterior, la aparición de una
presa por ejemplo o algún movimiento o brillo del agua que podía dar esa impresión,
y su carácter aleatorio resaltaba todavía más comparado al vuelo circular con el
que recorría el perímetro de la bahía, a una altura constante e impulsándose con
un aleteo tan regular que daba la impresión, ese aleteo, de ser el motivo principal
del vuelo, como si se tratase de un ejercicio deliberado. Parecía una reina recorriendo
todos los días sus dominios para verificar, menos con el fin de exhibir su poder
que con el de experimentar una exaltación íntima, que cada uno de los elementos
que los constituían seguía estando en su lugar.
Si en esta gran ciudad de Europa
occidental en la que vivo (su nombre es secundario) algunos miembros de la gens
nigra actúan en forma similar, no debemos engañarnos: no se trata para nada
de casos idénticos. La gens nigra es más complicada; puede ser que la voluntad
de poder y el éxtasis como fin en sí la tienten de vez en cuando, pero siempre llegarán
hasta ellos por trayectos atormentados.
Vale la pena describir el paisaje
que tengo el privilegio de contemplar todos los días desde mi oficina: aunque es
considerada como una de las ciudades más hermosas de Europa, por la acumulación
justamente de edificios y de conjuntos armoniosos que la componen, conservados de
los siglos pasados, y cuya antigüedad puede llegar a veces hasta más allá de la
Edad Media, el barrio en el que se encuentra mi oficina, si bien está en pleno centro,
es una isla de líneas rectas, de torres de veinte, treinta y hasta cuarenta pisos,
en las que predominan el aluminio, el vidrio, la sucesión interminable de verdaderas
y de falsas ventanas, las superficies blancas que enceguecen o están recubiertas
de un curioso verde metalizado, todo dispuesto alrededor de una gran estación de
ferrocarril (lo que explica la presencia de mi oficina), de un rascacielos administrativo,
de un centro comercial, y de un hotel de lujo de treinta pisos. En el límite este,
el conjunto que estoy describiendo termina brusco contra una avenida del siglo diecinueve
y hacia el oeste, en una plaza amplia y circular, ventosa y desolada, más vieja
por su aspecto que los barrios medievales aunque apenas si tiene una década de existencia,
y que con sus falsas columnatas integradas a los frentes, sus dinteles dóricos añadidos
caprichosamente como pretendidas citas clásicas, muestran la verdadera finalidad
de la estética postmoderna, que es convencer a concejales mareados por la argumentación,
de la necesidad de poner dinero en costosas obras públicas, asegurándoles que lo
clásico y lo moderno se armonizan lo más bien, para hacerles perder, con esos argumentos,
el miedo a las vanguardias supuestamente dogmáticas y turbulentas.
Mi oficina es un punto privilegiado
de observación: desde mi ventana puedo ver, del otro lado de la calle ancha, el
hotel internacional que, con su torre de treinta pisos de un blanco deslumbrante,
aplasta el centro comercial, los restaurantes y los bares que, a la altura de la
planta baja, se abren a sus costados a todo lo largo de la cuadra. En ese rascacielos
blanco de renombre mundial en el que se alojan temporariamente reyes, estrellas
de cine y jugadores de fútbol, grupos de turistas japoneses y grandes industriales,
vive aunque parezca mentira una pareja de cuervos, tan renegridos como blanco es
el edificio que los cobija. Me es difícil descubrir en qué lugar exacto del edificio
está el nido, pero es en la altura, cerca del techo, donde se los ve más seguido,
intensidad negra y en movimiento recortándose allá arriba contra los planos inmóviles
y blancos del hotel, tan grandes y tan negros, con su pico amarillo y su vuelo singular,
merodeando por las salientes geométricas del rascacielos, y tan perfectos en su
género que, más que verdaderos cuervos, parecen esquemas de cuervos, el arquetipo
ideal que presidió, antes de la repetición injustificada y demente de individuos
más o menos idénticos, durante millones y millones de años, las diversas tentativas
de la materia y las variaciones imperceptibles que se produjeron hasta dar con la
forma definitiva. (Es evidente que en lo que llaman naturaleza, algún mecanismo
empezó a funcionar mal a partir de cierto momento, y ese desperfecto es la única
explicación más o menos racional de la sempiterna y superflua repetición de lo idéntico
que practica).
Pues bien: esa pareja de cuervos,
instalada a espaldas y casi podríamos decir a costillas de las luminarias mundiales
del espectáculo y de los autores de best-sellers planetarios, efectúa todas
las mañanas, más o menos a la misma hora que, como por casualidad, entre las doce
y la una, es la del aperitivo, el mismo vuelo circular de la gaviota, sacudiendo
las alas con un ritmo regular y a velocidad constante, abarcando un perímetro bastante
amplio que engloba, con exactitud maniática, todo el espacio ocupado por la edificación
reciente, monoblocs administrativos, instalaciones y jardines de la estación, parques
simétricos, canchas de tenis rojizas y rectangulares, circunferencia postmoderna
declamatoria y desolada. El resto de la ciudad, con sus así llamados tesoros arquitectónicos
de los siglos evaporados, no parece interesarles. Tal vez los colores claros de
la arquitectura reciente son un estímulo sensorial que, en medio del océano de pizarra
y de fachadas grises desplegado a su alrededor, motivan su expedición cotidiana
de reconocimiento, o quizás adivinan, por la posición del sol en el cielo que a
nosotros, seres horizontales, nos es indiferente, que algo esencial sucede en el
universo y ellos, a su modo, con su vuelo solemne, lo celebran. Lo cierto es que
rigurosamente puntuales no según el convencional tiempo humano, sino el más férreo
del cosmos, los cuervos realizan un par de veces su vuelo circular. Aun cuando su
perímetro pudiera explicarse por los estímulos sensoriales específicos de la edificación
moderna, queda todavía por explicar la razón de la hora y, sobre todo, la renovación
cotidiana de la ceremonia, detalles que no parecen presentar el menor fin utilitario,
ya que para alimentarse tienen varios jardines vecinos a su disposición, que no
se abstienen de visitar, ruidosa e incluso brutalmente, a cualquier hora del día.
Tales son, entre otros, los comportamientos crípticos de la gens nigra, y
es obvio que la ciencia ornitológica debe tener para explicarlos una serie de argumentos
inconvincentes pero razonables.
Otros miembros de la gens nigra
no son menos extravagantes: un jardincito de tres por cinco, en el sentido figurado
y literal del término, ya que es un espacio rectangular de quince metros cuadrados,
enmarcado por un cerco de arbustos bien recortados, con una alfombra de pasto y
un círculo de rosales en el centro, recibe varias veces por día la visita de una
pareja de mirlos, él de un negro renegrido, ella tirando a marrón. Vienen a comer
con una aparente urbanidad burguesa, pero de tanto observarlos me parece haber detectado
en ellos una ligera perversión.
Un gato del lugar, color noche cerrada,
miembro eminente de la gens nigra, sin domicilio fijo, nacido en algún rincón
discreto de los jardines de la estación, viene a darles caza, varias veces por día,
pero únicamente cuando no están: en ausencia de los mirlos, el micifuz despliega
todas las artes, todas las astucias, todas las mímicas y todas las actitudes del
felino que rastrea, acecha, y salta por fin, sin error posible, sobre su presa,
reptante, cuadrúpeda o alada, hasta que por fin, un poco melancólico por lo superfluo
de su representación, con la misma indolencia aparente con la que ha llegado, se
retira, no sin evocar esa comprobación corriente entre los teólogos, según la cual
cuando el demonio exagera de un modo teatral, para darnos miedo, su propia ferocidad,
podemos considerar su conducta como un signo inequívoco de impotencia. Durante semanas
realiza una y otra vez su expedición fantasmática, cuando no hay ningún ser viviente
en el rectángulo verde. Pero apenas se ha retirado, digamos entre cinco y diez segundos
más tarde, la pareja de mirlos, como si no hubiese advertido nada, salida quién
sabe de dónde, aterriza con displicencia y gracia en el pasto desteñido y raleado
por el invierno. Ese ir y venir dura desde hace tiempo, pero más allá del aparente
aire casual que adoptan los acontecimientos, me parece que, como sucede con cualquier
hijo de vecino, para los miembros de la gens nigra espacio y tiempo, deseo
y objeto, error y esperanza, desdén y crueldad, tienen la misma esencia problemática
de todo aquello que, por capricho o indiferencia, nos pierde o nos salva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario