Rafael Dieste
Sentada al amor de la lumbre, donde un pequeño
fuego todavía se esfuerza en hacerle compañía, la vieja Resenda tiene fijo el
pensamiento en lejanos recuerdos, y puede que en algún presagio que esa noche
le espantó el sueño. A veces se mueve un poco, escucha, y en seguida retorna a
su embeleso…
Le quedó el nombre de Resenda
porque su difunto marido era el señor Resende, y también como un modo de
guardarle respeto.
Aún trabajaba el viejo cuando el mozo gallardo, su
Andresiño, regalo de la casa, se fue en grey con otros, mordiendo un clavel, a
tierras de Morería. Poco supieron decir de él los otros. Sí, lo habían visto
por allá. Pero, debéis tener en cuenta… Allá no es como aquí. Millares y
millares de hombres, una romería impresionante. Unos yendo hacia adelante,
otros aguantando la sed en la cumbre de un cerro, o transportando los víveres…
¿Quién habla de muerte? Se sabría. Y venía entonces el tejer y destejer sospechas,
conjeturas: casos de los que se pierden, de cautivos, de los que andan en
secretas encomiendas. Con aquellas historias la ansiedad de los viejos se
entretenía. Pero el tiempo corría… En fin, se dejó de hablar del asunto, y
pronto el viejo perdió los ánimos y aquel amor a la tierra que levanta a los
labradores. No duró mucho. Un día sintió frío y se encogió en el lecho con el
deseo de un largo, infinito reposo, el rostro perdido en no se sabe qué lejano
amanecer. Estuvo encamado una temporada, sin ningún deseo de hablar. Un día
llamó a la compañera a su lado, le apretó la mano y, muy bajo, murmuró: No
vuelve…
Aquella noche el viejo moría.
La vieja Resenda quedó sola, sola. Pero en su
espíritu una palabra única se levantó para nunca más ser derribada. El viejo
agonizante había dicho: No vuelve. Ella, con una seguridad hecha de anhelos y
presentimientos, dijo: ¡Vuelve! Y esperó a lo largo de muchos inviernos…
Un andar suave, amortiguado, se deslizó por el piso
de arriba.
Después el portón de la cocina se abrió un poco,
silencioso y cauto. Pero de repente se cerró y batió violentamente en el marco
de perpiaño.
Los sueños de la anciana huyeron. Con los ojos
encendidos levantó la cabeza y se puso a escuchar…
Todo enmudece en la casa a no ser las pisadas
blandas, leves.
–¿Quién anda ahí? –gritó. Y su propia voz sin
respuesta la llenó de extrañeza.
Se sintió sola por vez primera, y como pasmada,
todavía más que atemorizada, de aquella soledad.
Entonces comenzó a llamar al hijo como si estuviera
allí adormilado, con la mira de espantar al ladrón, pero también para sentirse
menos desamparada:
–¡Despierta, perezoso, que anda gente por la casa!
Coge esa hacha y corre a ese lobicán que viene a robar a los pobres. Para una
corteza de pan que ha de encontrar en el horno es capaz de estrangularme.
La voz se le ovilló. Alguien parecía ahora empujar
la puerta desde fuera con esa lentitud astuta de los gatos o del viento
tramposo. Chirriaron de improviso los goznes, con un lamento de pereza
importunada, y la puerta quedó franca. Allí, deteniendo el paso, como para dar
tiempo a la madre para serenarse, estaba, erguido y alegre, el hijo de la vieja
Resenda. El resplandor del pequeño fuego, que en aquel instante se avivó de
súbito, relampagueó en su rostro. Era el de siempre… Los dientes, mozos, mordían
todavía el clavel.
Alguna mujer que pasó volando junto a la casa,
sintió gritar a la vieja el nombre de su hijo. Otros dicen que la sintieron
hablar a deshora, y hasta canturrear mientras iba y venía. Otros (tiempo
después) que un mendigo forastero, sospechoso, había estado espiando un
ventanuco de la casa, encima de un emparrado, para ver dónde escondía la vieja
unas onzas de oro que, según rumor corrido por la aldea, tenía costumbre de
contar diciendo: Las guardé para ti, hijo mío. Pasé malos años, pero aquí
están. Y se dice que ese mendigo nada pudo decir de semejante oro… Sí del
terrible acontecimiento, y que fue a confesarse muy arrepentido.
Al día siguiente –ya no calentaba el sol– los
vecinos llamaron hasta hartarse en la puerta de la casa silenciosa. Finalmente
decidieron, después de hablar en grupo con la alegría inconfesada de las
alarmas insólitas, echar la puerta abajo. Por el hueco que abrieron los
empujones del más corpulento se colaron todos.
Muy pronto dieron con la vieja Resenda. A poco
trecho del hogar la encontraron tendida en el suelo, con los ojos tan abiertos
que no parecía que estuviese muerta.
De Andrés nunca se supo. Todos dicen que fue comido
por los cuervos en tierras de Morería.
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