Juan José Saer
para Jean Didier
Wagneur
La lluvia es tan densa que, al cabo de unos minutos
de rodar por la estación, el colectivo de Buenos Aires se vuelve borroso, tragado
por las masas de agua grisácea, tan ruidosas que hasta la vibración del motor se
ha vuelto inaudible a partir del momento mismo en que retrocedía desde el andén,
maniobraba brevemente rumbeando hacia el sur, y se alejaba a poca velocidad para
salir de la terminal. Nula lo contempla perderse en dirección a la avenida del Puerto,
porque ya a treinta o cuarenta metros se ha vuelto invisible, excepción hecha de
los dos puntitos rojos de las luces traseras. Un relámpago terrible y prolongado
lo restituye en su instantánea verdosa durante unos segundos, imagen fantasmal inserta
en el fragmento fantasmal de ciudad que la enmarca, y casi al mismo tiempo, un trueno
interminable, consecuencia de ese relámpago o de alguno anterior –tanta es la rapidez
con que se suceden– hace vibrar los ventanales, los andenes, el esqueleto entero
de la estación de ómnibus, de la que todas las luces vacilan unos instantes para
seguir por fin, como por milagro, prendidas. Prefiriendo que el viento disminuya
un poco antes de arrancar, lo que sucede casi de inmediato cuando se larga la lluvia,
el chofer ha salido con diez minutos de atraso, obligando a Nula a esperar con aire
solícito en el andén, “por cualquier cosa”, que la partida se produzca. Y puesto
que la salida del colectivo con el gerente de ventas de Amigos del Vino a
bordo es un hecho consumado, y que hasta los puntos rojos de las luces traseras
han desaparecido en las profundidades gris-verdosas de la lluvia, Nula se da vuelta
y entra en el gran vestíbulo de la estación casi desierto a esa hora –no falta mucho
para medianoche– y se encamina despacio hacia la entrada principal.
Han sido dos días arduos de los que,
al fin y al cabo, Nula sale satisfecho. En medio de un calor matador, anormal a
fines de marzo, ha ido ayer a esperar al gerente que llegaba en el avión de la mañana
y, aparte de las pocas horas de sueño de la noche anterior, ha estado en su compañía
todo el tiempo hasta que, con la salida del colectivo que ya debe estar rodando
por la avenida del Puerto en dirección a la de circunvalación, ha podido quedarse
otra vez a solas consigo mismo. El programa, ambicioso, bautizado El tiempo del
vino, aludiendo a la llegada del otoño, si bien resultó un tanto anacrónico
con un clima tan caluroso, fue cumplido religiosamente, paso por paso, a partir
del cuartel general instalado en el hotel Iguazú, lugar obligado de todas las operaciones
promocionales que se realizan en la ciudad: reuniones de trabajo el primer día con
los representantes de las zonas más importantes del litoral, que culminaron con
una cena, y apertura al público durante el día transcurrido –un coloquio sobre el
vino y la salud– más un banquete en el salón Premier del Iguazú con personalidades
locales, políticos, deportistas, profesionales, estrellas de la televisión, etcétera,
que todavía no ha terminado y del que él ha tenido la suerte de salir antes del
final para traer al gerente al colectivo de las once y media, pensando ahora, mientras
atraviesa el vestíbulo bajo el estruendo de la lluvia, que la tormenta sería tal
vez un excelente pretexto para no volver.
En su vida, las cosas siempre ocurren
demasiado temprano, y cuando las posee, al tiempo se da cuenta de que ya no las
desea, o más incluso: que siempre ha perseguido la posesión de cosas que, en el
fondo, no deseaba. Interpretada de esa manera, su corta vida –recién está por cumplir
veintiocho años–, es una mezcla de responsabilidad y de fuga, igualmente agobiantes
y secretas, que le da la impresión de vivir en varios mundos simultáneamente, y
a la cual se adapta bien el corretaje de vino, que le permite ganarse la vida y
a la vez gozar de muchas horas de tiempo libre, de soledad y de vagabundeo. A los
diecinueve años empezó a estudiar medicina; a los veintitrés, se pasó a la filosofía,
y al cumplir los veintiséis, como ya se había casado y tenía un hijo de un año y
el segundo estaba en camino, se vio obligado a trabajar, y un seminario de iniciación
a la enología en el mismo hotel Iguazú al que, si paraba la lluvia, no iba a quedarle
más remedio que volver, lo lanzó al comercio del vino. “Va mejorando”, comentó distraídamente
Tomatis cuando alguien le describió una vez su evolución. Pero Nula, que gana un
poco de dinero para no depender de su mujer, y que aprecia el tiempo libre de que
dispone, no llegaría a la misma conclusión si tuviese que formular una apreciación
imparcial de su existencia.
El estruendo de la lluvia retumba
en el gran hall semidesierto. Las masas gruesas, pesadas, de agua ruidosa, han sacudido
la somnolencia de las pocas personas que se pasean, acercándose a los ventanales
para ver la tormenta, o se incorporan en los bancos de metal, donde se habían recostado
contra sus bultos y valijas para esperar los colectivos de la madrugada o de la
mañana siguiente, y cuando Nula llega a la entrada principal, el estruendo aumenta,
reforzado por la explosión de los truenos, y teatralizado por los fogonazos gris-verdosos
de los relámpagos. El verano inmóvil, ardiente, seco, que empezó en noviembre y
que se ha prolongado hasta esta noche de fines de marzo después de varias tormentas
abortadas, está llegando a su fin. Nula alcanza la puerta principal de la estación
y, manteniéndose a distancia del umbral para estar al abrigo del remolino de gotas
que mojan las baldosas de la entrada, se para a mirar la calle, sabiendo ya que,
durante un buen rato, le será imposible salir para llegar hasta el coche, estacionado
a un par de cuadras, del otro lado de la plaza España.
En el medio de la calle, gracias
al asfalto abovedado, el agua densa y grisácea no se acumula, pero en los costados,
junto a los cordones, corre en torrentes hacia los desagües, y en muchas partes
ya ha desbordado sobre las veredas. Uno o dos autos pasan lentos, precavidos, relucientes
y silenciosos, como si se deslizaran por un mundo submarino. El bar de la esquina
parece remoto del otro lado de la calle, y junto a las mesas y a las sillas de metal,
amontonadas contra la pared con precipitación y sin orden para mantenerlas a resguardo
del viento, bajo el toldo plegadizo, también metálico, que chorrea agua por los
bordes, un grupito de personas apretujadas en el espacio más o menos seco para evitar
las salpicaduras, contempla la calle y la lluvia, y como se encuentra en un punto
de observación opuesto al suyo, también el portal de la estación en el que Nula
está parado. De pronto, después de un leve tumulto, como si el tiempo de tomar la
decisión hubiese variado para cada una de ellas, tres siluetas masculinas, borrosas,
se largan a correr en su dirección, tomando impulso para saltar por sobre el torrente
del cordón, rebotando contra el asfalto abovedado, alcanzando la vereda de enfrente,
bordeando los palos borrachos y pisoteando sus flores tardías, blancas, rosas o
marfil, derribadas por el viento, hasta subir por fin, con euforia precipitada,
los dos o tres escalones que conducen al portal. A medida que van entrando, Nula
puede comprobar que llegan chorreando agua. Soldi, como es el más joven, es el primero
en llegar para ponerse a resguardo, dándole una palmada en el hombro al pisar el
portal, siguiendo de largo durante dos o tres metros a causa del impulso que trae,
y volviendo atrás mientras lanza una risotada jadeante. El segundo, un tipo rubio,
bastante calvo, vestido con un pantalón blanco y una camisa amarilla que Nula ve
por primera vez en su vida y por último, resoplando y con bastante retraso, Carlos
Tomatis, tan resignado ya a la mojadura, que los últimos metros los recorre caminando.
–¡Me cago en la mierda! –dice, apenas
atraviesa el portal–. Miren cómo me quedó el cigarro.
Pero, a causa quizás de la carrera,
que es una pequeña aventura en su vida sedentaria, o tal vez de la mojadura que
lo ha despabilado un poco de los tragos que probablemente ha estado tomando en algún
restaurant de los alrededores, parece más contento que contrariado. En la mano izquierda,
entre el índice y el medio, mantiene la mitad de un grueso cigarro apagado, ennegrecido
y fofo y ya tan deshecho por el agua que donde antes había estado la punta encendida
cuelgan unos retazos aguachentos de hoja. Y mostrándole a Nula los restos deshilachados
de tabaco, le explica:
–Un Romeo y Julieta que me
regaló Pichón. ¿Se conocen? El turco Nula, Pichón Garay: uno me vende vino, y el
otro se lo toma.
Los presentados se dan un apretón,
y mientras siente la mano húmeda del otro adherida a la suya, Nula comenta.
–Los Amigos del Vino vendemos
también cigarros. No toleramos que falte nada en la mesa del nuevo rico. ¿De veras
que era un Romeo y Julieta?
–De veras –dice Tomatis. Y sacudiendo
los restos del cigarro con lentitud, adopta una expresión pensativa y reflexiona
en voz alta–: Así se le debe haber quedado a Romeo después de la noche de bodas.
–Fue la única noche que tuvieron,
pero le sacaron el jugo –dice Soldi. Y Pichón:
–¡Pobres chicos! Podríamos calificar
el acontecimiento de homérico y shakespiriano a la vez, que es la definición que
dan de Laertes las palabras cruzadas.
Sacudiendo la cabeza al mismo tiempo
que se ríe, para significar que los dislates que está escuchando lo superan pero
que se ha resignado a tolerarlos, Nula interviene:
–Si el señor aquí –por Pichón– no
se ofende, debo informarles, por si no se han dado cuenta, que parecen salir de
un baile de carnaval.
–Anda de corbata y nos dice eso –dice
Soldi.
–Obligaciones laborales –dice Nula,
sabiendo que no necesita justificarse, ya que Soldi, al que conoce desde la escuela
secundaria, y con el que suele tomar un café de vez en cuando, está perfectamente
al tanto de la situación.
–Corbata y manguitas cortas –dice
Soldi, tironeando con suavidad, y con admiración simulada, el borde blanco de la
manga que llega hasta un poco más arriba del codo.
Quedan en silencio, oyendo el estruendo
de la lluvia, cuando un nuevo trueno interminable hace temblar otra vez la ciudad
entera. A lo lejos, aunque tal vez, en el espesor de la lluvia, sólo da esa impresión
de lejanía, pero viene de la vereda de enfrente, o de algún punto distante en el
interior mismo de la terminal, alguien saluda la explosión con un grito jocoso,
un sapucay, que expresa euforia, admiración, entusiasmo. Al cabo de un minuto
de contemplar el diluvio ensordecedor, Soldi propone que se trasladen al bar de
la estación a esperar que el agua pare. Las instalaciones de la terminal conservan
todavía el calor acumulado durante el día transcurrido y aun, podría decirse, el
verano entero, lo que hace que el aire del bar, en el que deben mantener las ventanas
cerradas a causa del viento y de la lluvia, le resulta a Nula sofocante, pero los
otros tres, que llegan empapados de la calle –la barba negra de Soldi está blanda
y húmeda como si su titular acabara de salir de la ducha, y la camisa azul de Tomatis
se pega a su torso macizo– parecen satisfechos de la temperatura. A decir verdad,
también Nula está satisfecho, pero por otras razones: habiéndose resignado desde
hace tiempo a dedicarle dos días enteros a los Amigos del Vino, gracias a
la tormenta y al encuentro casual con Soldi y los otros dos en el umbral de la estación,
vislumbra la perspectiva de terminar la noche de manera más agradable que la que
venía temiendo, a saber que al final del banquete se vería obligado a ir a tomar
unas copas con un grupo de vendedores y clientes, en algún bar de putas del centro
o de las afueras. Así que apenas están sentados, anuncia con decisión:
–Esta vuelta es mía –y le hace una
seña al mozo que, sentado en una mesa cercana a la puerta para aprovechar una ilusoria
corriente de aire, está leyendo un ejemplar manoseado de La región.
Mientras esperan el pedido –tres
cervezas y un café para Soldi– Soldi le explica que, con los otros dos, han pasado
el día en el río, ya que han ido en lancha hasta Rincón Norte a visitar a la hija
de Washington Noriega, que hicieron un picnic en la isla a la hora del almuerzo,
y que volvieron al anochecer; y que estaban terminando de comer una picada en el
patio cervecero de la otra cuadra, cuando se vino la tormenta; que se habían largado
a correr en dirección al auto, pero que el aguacero era demasiado fuerte como para
permitirles llegar, así que no habían tenido más remedio que protegerse del agua,
con otra gente que se había juntado por razones similares a las de ellos, bajo el
toldo metálico del bar; y como él, Soldi, y según sus palabras textuales, gracias
a la intervención de la divina providencia, lo había visto esperando en el portal
de la estación, le había propuesto a los otros cruzar de vereda afrontando los elementos
desencadenados para venir a su encuentro. Nula sacude la cabeza con una expresión
deliberadamente exagerada de reconocimiento, pero a decir verdad se ha distraído
un poco del relato de Soldi, tratando de escuchar el diálogo que mantienen Tomatis
y el de camisa amarilla.
–¿Y por qué no? –dice Tomatis, refutando
al parecer una objeción del otro que Nula no ha alcanzado a escuchar–. Para un tipo
que es capaz de volver a poner el corcho en una botella de champán sin que se note
que ya ha sido abierta, es de lo más fácil entrar en un departamento del que no
tiene la llave. Y no hay que olvidar que ya había entrado no se sabe cómo en otros
veintisiete.
Pichón aprueba riéndose, y como Nula
no logra entender de qué están hablando, Soldi le informa:
–Un caso auténtico de asesino en
serie, que ocurrió hace unos años en París.
–Yo estoy planeando un texto sobre
uno que tuvo lugar hace unos cincuenta años en Inglaterra –dice Tomatis–: el envenenamiento
de una enfermera y de dieciséis recién nacidos. Y si lo escribo, el detective sería
ni más ni menos que Sherlock Holmes –no puedo rebajarme a no poder usar, para un
relato mío, los mejores productos que ha dado el género disponibles en plaza– y
de quien se trataría, a causa de su edad avanzada, del último caso. Si me decidiese
a hacerlo, no lo escribiría en prosa: sería un largo poema narrativo en verso libre,
con algunos pasajes rítmicos y ciertos finales de estrofa en versos regulares, alejandrinos
probablemente, y rimas consonantes. De esa manera ocuparía en la historia de la
literatura un lugar junto a Edipo rey, ya que Sófocles y yo seríamos los
únicos dos autores que hubiésemos tratado en verso un enigma policial. En cambio,
en cuanto a mi asesino en serie, reivindico la exclusividad: sería, si me decidiese
uno de estos días a escribirlo, el único relato en el que un asesino suprime simultáneamente
diecisiete víctimas.
–Está el caso de Harry Truman, que
el 6 de agosto de 1945, alrededor de las ocho de la mañana, exterminó en unos pocos
segundos ciento cuarenta mil personas en Hiroshima –dice Pichón.
–Que no se me interrumpa por favor
–dice Tomatis. Y después de una pausa y de una mirada falsamente severa que no se
dirige a nadie en particular, continúa–: La historia transcurriría en Londres, un
poco antes de la segunda guerra mundial. Holmes y Watson, retirados desde haría
mucho tiempo, serían muy viejos, pasados los ochenta ya, probablemente. Estarían
cenando en el departamento de Holmes, en el 221 bis de Baker Street, en compañía
del inspector Lestrade, jubilado de Scotland Yard desde por lo menos quince años
atrás, y un inspector joven todavía en actividad, sobrino de Lestrade, que desde
haría varios años habría estado rogando a su tío que lo llevase a conocer al detective
legendario. Ya habrían pasado muchos años, más de cincuenta, desde el día en que
el médico recién llegado de Afganistán, habiendo ido a tomar una copa al Criterion
Bar se encontró con el ex enfermero Stamford el cual, al enterarse de que Watson
necesitaba subalquilar una habitación, le propuso presentarle a un tal Sherlock
Holmes que justamente buscaba un inquilino para compartir su departamento situado
en 221 bis de Baker Street; y si bien un tiempo más tarde, en razón de su casamiento,
Watson se mudó a su propia casa, y si durante largos períodos dejaban de verse,
Holmes y Watson mantuvieron, como es sabido, y como se dice, una sólida amistad.
Con la vejez sus encuentros volverían a hacerse más espaciados, pero el teléfono
ayudaría a mantenerlos en contacto. Cincuenta años antes más o menos de la noche
sobre la que yo escribiría si escribiese un día mi relato, el atardecer del 20 de
marzo de 1888 para ser más exactos, tiempo después de haberlo perdido de vista a
causa de su matrimonio, Watson, pasando por casualidad por Baker Street, tal vez
sin sospechar que ese reencuentro los uniría para siempre, no en la realidad cotidiana
sino en las regiones estilizadas del mito, decidió hacerle una visita a su amigo
bohemio que, según sus propias palabras, se adaptaba mal a cualquier forma de
sociedad y, sepultado entre sus viejos libros, alternaba la cocaína y la ambición.
En mi relato en verso, deberían flotar esas constantes implícitas y explícitas del
ciclo narrativo –estrellas fugaces del acontecer en el firmamento fijo de la leyenda.
La idea es que, después de haber
tratado de presentarle varias veces a su sobrino, quien justamente habría sugerido
desde la semana anterior una visita para esa noche, Lestrade recibiría una llamada
de Holmes esa misma mañana, con la que Holmes confirmaba la visita, pero imponiéndole
misteriosamente al sobrino la condición de venir provisto de un par de esposas y
de su pistola reglamentaria. Lestrade y su sobrino podrían pensar en un primer momento
que se tratase de un capricho senil de Holmes, pero Lestrade, reflexionando un poco
más, podría llegar a la conclusión de que Holmes debería tener algún motivo para
actuar de esa manera. Watson por su lado y los otros dos tendrían que llegar a las
siete en punto a Baker Street, encontrarse en la puerta y subir las escaleras conducidos
por la señora Hudson, portera-gobernanta-cocinera de Holmes desde hacía varias décadas
que, por tener por ejemplo un nieto empleado en la sucursal romana de un banco inglés,
se habría puesto a experimentar después de cierto tiempo la cocina italiana, mereciendo
la más firme reprobación de Holmes y Watson, que sin embargo no se atreverían de
ninguna manera a hacérselo notar. Me gustaría también agregarle, a esas posibles
incursiones de la anciana por la cocina internacional, los errores y confusiones
en los que podría caer a causa de su edad avanzada, equivocándose en los distintos
ingredientes, leyendo mal las proporciones y los tiempos de cocción, etcétera, etcétera.
Únicamente las bebidas –single malt, oporto, armagnac, chablis para los blancos
y chambolle musigny en lo relativo a los tintos– serían perfectas, debido tal vez
al hecho de que Holmes las encargaría al mismo proveedor de vinos y alcoholes al
que vendría comprándoselos desde por lo menos treinta y cinco años atrás. Estoy
pensando en trabajar con la situación siguiente: me gustaría contrastar las reacciones
de los personajes a propósito de la comida, ya que Lestrade y su sobrino se declararían
encantados ante el vitello tonnato, los penne a l’arrabiata y los
involtini, el gorgonzola, la provola affumicatta y el tiramisù,
expresando su admiración a Holmes prácticamente a cada bocado y felicitándolo por
gozar de los servicios de tan maravillosa cocinera, en tanto que Holmes y Watson
disimularían todo el tiempo la desolación que les producen las fantasías culinarias
y los errores técnicos de la anciana, que tiene a su cargo el departamento de Holmes
desde hace cincuenta y un años, y no admitiría la menor sugerencia y mucho menos
la menor crítica u observación en cuanto al modo de poner en práctica sus atribuciones.
Pero todavía vacilo en incluir esa situación porque tal vez no encontraré los versos
apropiados para relatarla, y además porque ya vi una situación semejante en algunas
películas, y porque en el fondo pienso que esa digresión cómica me haría correr
el riesgo de retardar demasiado la historia principal.
A los postres, justamente, o cuando
pasarían al salón a fumar una pipa –el joven inspector en ejercicio podría fumar
cigarrillos rubios, lo que resultaría quizás más verosímil– y a saborear un single
malt o un armagnac del siglo anterior, los hábitos profesionales prevalecerían,
y los cuatro investigadores, o los tres investigadores y el memorialista si prefieren,
podrían evocar algunos hechos criminales recientes para terminar comentando el crimen
horrible que desde haría unos pocos días vendría conmoviendo no solamente a Inglaterra
sino a como se dice por un abuso de lenguaje todo el mundo civilizado: la enfermera
que en la maternidad de una pequeña ciudad situada al oeste, o al sur, o al norte
de Londres –a algunas horas de tren de la capital en resumen– hubiese envenenado
durante un ataque de demencia a dieciséis recién nacidos y se hubiese suicidado.
La radio y los diarios no hablarían de otra cosa; en los anales mundiales del delito
privado, nunca se hubiese visto un crimen más espantoso. Hasta el gobierno, e incluso
la corona podrían tomar como dicen cartas en el asunto.
Aquí aparecería el personaje clave
de toda la historia, un miembro de la más alta nobleza de Inglaterra, perteneciente
a uno de los pocos linajes que, aparte de los Windsor, podrían aspirar al trono.
En este punto, debido a las exigencias de la intriga y a la tiranía de la verosimilitud,
me vería obligado a introducir cierta cantidad de información sobre el tema más
ininteresante y fútil que un escritor se encuentre en la penosa obligación de tratar:
la aristocracia inglesa. La perspectiva es tan desalentadora que sería capaz de
obligarme a abandonar el proyecto, pero creo que podría arreglármelas para mantenerme
en lo más general respecto de esos detalles, aunque dejaría en claro el más importante,
ya que constituiría un elemento fundamental de la intriga: el hecho de que los dos
hijos varones, adolescentes todavía, de este hombre al que podríamos llamar Lord
W. por ejemplo, podrían aspirar con toda legitimidad al trono de Inglaterra. Todos
estos detalles, en el caso de que mi relato en verso se escribiese, irían saliendo
durante la conversación de sobremesa en el salón de Baker Street.
Imagino que durante un buen rato,
Holmes permanecería callado, un poco ausente, con los ojos entornados, como si no
escuchase la conversación o como si –y esto habría que decirlo lindamente, acentuando
el ritmo de los versos hacia el final de la estrofa y buscando las palabras adecuadas
para subrayar la idea poética sin que un impulso lírico exagerado perturbe la fluidez
de la narración– desde la somnolencia habitual que es el vivir del hombre, Holmes,
internándose en la vejez, hubiese caído en un letargo más profundo. Si algún día
me decidiese a escribirlo a este dichoso relato que se me ha ocurrido desde hace
bastante tiempo a decir verdad, haría desfilar durante un buen rato muchos de los
hechos principales de la trama ante la cara impasible de Sherlock Holmes, su boca
fina y apretada, su nariz de águila cuya curva filosa habría sido subrayada por
la vejez, su cabello revuelto más gris que blanco y bastante abundante a pesar de
los años transcurridos, y su piel lisa atravesada por unas arruguitas imperceptibles
pero numerosas que la ajarían sin resquebrajarla. La pipa apagada reposaría en la
palma de la mano izquierda, mientras que la derecha acogería la copa de armagnac
para entibiarla entre los dedos que se adherirían al vidrio. Después de cierto tiempo,
sus párpados entornados se replegarían, pero su mirada, ausente de lo exterior por
un intenso retraimiento que para el doctor Watson sería bastante familiar, al posarse
otra vez sobre las cosas de este mundo, buscaría la del joven inspector en ejercicio,
y después de recordar un detalle de último momento, sacaría el reloj del bolsillo
superior de su fumoir de terciopelo verde oscuro, y miraría con preocupación
y cierta dificultad la hora antes de empezar a hablar.
–Inspector –le diría gravemente al
inspector en ejercicio–, usted que considera tal vez con razón que su talento no
ha sido lo bastante valorado en Scotland Yard, y su ascenso injustamente postergado
en relación con el de muchos de sus colegas, tal vez tenga esta noche la oportunidad
de demostrar una vez más lo que realmente vale y vea sus méritos por fin recompensados.
Al oír estas palabras, los ojos
del inspector en ejercicio se abrirían desmesurados de asombro, pero de
inmediato, asumiendo una actitud reprobatoria, en la que se adivinaría una
súbita indignación, el policía lanzaría una mirada de reproche a Lestrade quien,
medio incorporándose en su asiento, con la escasa agilidad con que sus viejas
articulaciones se lo permitirían, se pondría a balbucear unas protestas
deshilvanadas y confusas.
–Por favor, inspector, no se
confunda –diría Holmes con una sonrisa conciliadora–. Nuestro viejo amigo
Lestrade no ha cometido ninguna indiscreción y, créame, aunque mis facultades
se debilitan día tras día, todavía dispongo de algunos recursos en el plano
deductivo, y aunque mi vista disminuye inexorablemente, no he perdido del todo
mi capacidad de observación. El primer detalle que orientó mi razonamiento es
el hecho de que, por su edad, usted tendría que haber llegado mucho más alto en
la jerarquía de la institución a la que pertenece, lo cual desde luego podría
deberse a su falta de talento o de rigor profesional. Sin embargo, los casos
que hemos comentado durante la cena, en los que usted ha trabajado,
resolviéndolos en forma brillante, y de alguno de los cuales he podido seguir
en su momento las peripecias en los diarios sin que una sola vez su nombre
figurara en ellos, demuestran que no se debe a su incapacidad sino a las
injusticias habituales de las decisiones burocráticas que su ascenso ha sido
varias veces postergado. Y es la amable visita de esta noche la que me sugiere
doblemente su legítimo descontento ante esa inadmisible postergación. En primer
lugar, su interés por conocernos, al doctor Watson y a mí, y el hecho de que un
hombre en pleno vigor físico y mental haya querido pasar una velada apacible
entre ancianos, mostraría desde un punto de vista psicológico un desapego ante
las cosas del presente y una idealización del pasado, que suele ser frecuente
en las personas que no se sienten del todo satisfechas con su suerte o con su
situación. No niego que esa tendencia podría originarse en factores que no
tienen nada que ver con la vida profesional, pero un segundo detalle, mucho más
decisivo, me ha convencido de lo contrario. En todos los diarios de la semana
ha habido el anuncio de que esta noche –en este mismo momento a decir verdad–
tiene lugar en un hotel céntrico el baile anual de Scotland Yard, del que desde
luego usted no podía ignorar ni la existencia ni la fecha. Le hago notar que
cuando usted propuso que la cena que veníamos proyectando tuviese lugar esta
noche, la fecha del baile ya había sido fijada y anunciada con profusión, lo
que me induce a pensar que usted optó deliberadamente por venir a encerrarse
con tres ancianos moribundos entre estas viejas paredes en lugar de compartir
una fiesta brillante con lo más granado de la policía londinense. Esa
preferencia de su parte me confirmó que existe en usted cierta amargura a causa
de su situación profesional, que le impide sentirse a gusto entre sus colegas.
–De la asistencia, las más
variadas expresiones admirativas deberían saludar la hazaña –dice Tomatis, con
una sonrisa al mismo tiempo satisfecha y ligeramente escéptica en cuanto al
valor genuino de la supuesta proeza deductiva. Y después, dirigiéndose a sus
oyentes con calculado aire doctoral–: Al personaje mítico hay que presentarlo
no a través de los detalles psicológicos de su personalidad verdadera, en el
plano aleatorio de la duración, sino en un orden protocolar de rasgos
cristalizados que nos permiten reconocerlo de inmediato y aceptar en él
cualquier manera de pensar y de actuar, por inverosímil que parezca, siempre y
cuando se adapte al esquema de ese reconocimiento. Pero ya van a ver que, si
logro traspasarlo a lo escrito, mi Sherlock Holmes no habrá sido totalmente
refractario a la contingencia.
Sus interlocutores sonríen, pero
de manera diferente. El tal Pichón Garay exhibe una sonrisa ausente, como si
las palabras de Tomatis hubiesen despertado en él no una emoción inmediata,
sino una reminiscencia. Soldi, en cambio, mientras revuelve su café, esperando
tal vez que se enfríe un poco, alza la cabeza y de un modo fugaz cruza su
mirada alerta y sonriente con los ojos sardónicos de Tomatis; y él, Nula, sin
haber perdido una sola palabra del relato, inicia una sonrisa distraída que no
llega a manifestarse claramente en sus facciones ya que, desde hace un momento,
y sin saber bien por qué, observa al mozo que, después de haberles traído el
pedido, se ha vuelto a sentar cerca de la puerta de entrada para continuar la
lectura del diario de la tarde. Por una especie de curiosidad sin objeto, como
sabe serlo por otra parte casi siempre la curiosidad, Nula trata de adivinar en
cuál de las secciones del diario el mozo ha recomenzado la lectura y juzga que
por la cantidad de páginas que sostiene en la mano izquierda, más numerosas que
las que aferra en la derecha, hacia las cuales dirige la vista con la cabeza
inclinada, debe tratarse de las noticias deportivas. El mozo pertenece en forma
demasiado evidente al tipo “criollo viejo” como para que las páginas de sociales
o de espectáculos, dirigidas más bien a la clase media y a la burguesía,
inmediatamente anteriores a las de deportes en la diagramación del diario,
invariable desde tiempos inmemoriales, puedan atraer su atención, aunque Nula
no descarta que de las primeras le interesen las necrológicas y de las
segundas, más adecuadas a sus posibilidades de ocio, los programas de
televisión del día siguiente. En cuanto al estado del tiempo, no es difícil,
gracias a la lluvia densa y ruidosa que sigue cayendo, acompañada de relámpagos
prolongados y de truenos interminables, verificar si el pronóstico de La
región, viejo ya de varias horas, y por lo tanto caduco para toda la
eternidad, era acertado o erróneo. Nula descarta en el mozo, por lo
reconcentrado de su expresión o su indiferencia notoria ante la tormenta
presente, esa curiosidad arqueológica, y opta por la página de deportes. Y,
justo en ese momento una impresión, curiosa aunque ya familiar de tanto
repetirse, lo absorbe por entero, como tantas otras veces en los últimos
tiempos, en los momentos más variados y en los lugares más imprevistos –puede
estar en su casa o en la calle, en la ciudad o de viaje, solo o acompañado,
puede ser de día o de noche, a la mañana o a la tarde, en invierno o en verano,
en circunstancias agradables o desagradables, serias o divertidas– una
presencia vívida de lo que lo rodea, como si de pronto se acrecentara la
rugosidad y el espesor de la materia, o como si cada cosa inserta en el
presente hubiese ganado súbitamente una dosis suplementaria de realidad, se
impone nítida a sus sentidos y, por una especie de automatismo asociativo,
suscita en él un pensamiento análogo, una convicción no verbal que, si se
intentase traducirla en palabras, podría ser formulada de esta manera: Esto
y ninguna otra cosa es el mundo y no parece ni hostil ni acogedor, sino más
bien neutro. Y esta impresión de ahora, sin ningún añadido o prolongación
extramaterial, es realmente lo que soy yo. Mientras dure este mundo de materia
pura que ha expelido de sí toda leyenda, ni amigo ni enemigo, y más bien claro
y brillante para los sentidos, estoy al abrigo del tiempo, del dolor, de la
muerte, aunque haya tenido que dar a cambio lo familiar, la alegría, el
éxtasis. Pero ya está empezando a pasar, ya pasa. Ya pasó. En los pocos
segundos que ha durado su retraimiento y que, en el orden de los fenómenos ha
abarcado las últimas palabras de la digresión de Tomatis, algunos movimientos
de la cucharita de Soldi en el pocillo de café y unos leves sacudimientos de
cabeza reflexivos del mozo, motivados por alguna evidencia de la lectura, la
expresión se ha presentado y se ha vuelto a ir, y la sonrisa de Nula, que
apenas si se había insinuado en sus labios, se vuelve más franca y amplia –casi
que demasiado– cuando su mirada se dirige hacia Tomatis quien, después de una
pausa sopesada, y puramente retórica, decide proseguir.
–Sí –dice–. Sí. Es así como lo
escribiría. Sherlock Holmes podría, después de esa demostración un poco
pedante, de la cual Watson, por haber asistido a numerosas demostraciones
similares a lo largo de los años consideraría, con un amago de impaciencia, más
bien superflua, expresarse de la manera siguiente, en verso desde luego, aunque
yo por ahora lo resuma oralmente en prosa, lo que daría algo así como: los
acontecimientos terribles que se han difundido en estos días despertaron en mí
una comprensible curiosidad, de modo que a través de la prensa, con la ayuda de
mis archivos y también gracias al auxilio de ese benefactor moderno de la
vejez, el teléfono, pude reunir una cantidad considerable de elementos que me
permitieron hacerme una idea lo más completa posible de la situación. La
enfermera en cuestión, a la que se le atribuye el horrendo crimen, envenenó la
leche y otras substancias en la maternidad, e ingirió el mismo veneno que les
suministró a las dieciséis criaturas, es decir todos los niños que habían
nacido en la región la última semana y que, lo mismo que muchas de las madres,
todavía no habían sido dados de alta en la maternidad. Envenenó las substancias
a la madrugada, en la cocina, y después se suicidó, antes de que el veneno
mortal fuese distribuido por medios diversos a los recién nacidos,
circunstancias que hacen del caso presente un hecho curioso en los anales del
crimen, no únicamente por los detalles particularmente horrendos que lo
caracterizan, sino también porque, si bien el arma del crimen parece haber sido
preparada con anticipación, las víctimas habrían sido asesinadas varias
horas después de la muerte del criminal. En cuanto a los motivos de ese
crimen espantoso, los observadores y especialistas en general, como he podido
deducirlo de sus declaraciones más o menos explícitas pero difícilmente
comprensibles para los legos, han formulado tres hipótesis. La primera atribuye
la muerte de los recién nacidos a una negligencia de la enfermera que, al darse
cuenta de su error, profundamente perturbada por las consecuencias que
acarreaba, decidió suprimirse. Pero esta hipótesis se desmorona de inmediato
por lo que he señalado más arriba, a saber que el veneno fue suministrado a los
recién nacidos por lo menos dos horas después del suicidio de la enfermera, y
ese lapso de tiempo le hubiese permitido corregir su error evitando de esa
manera la tragedia. La segunda hipótesis favorece el acto deliberado y el
suicidio, y la tercera, el crimen de la enfermera y su asesinato, por parte de
alguien que decidió vengar a las criaturas, cometido de tal manera que, aun
para la policía, debería presentar la apariencia de un suicidio. Éstas son las
hipótesis que circulan más o menos confusamente en el dominio público, pero hay
una cuarta que, para que podamos aceptarla como verdadera, depende de la
realización efectiva de ciertos acontecimientos que no se han producido
todavía. Si, tal como vengo calculándolo desde esta mañana, esos
acontecimientos se producen en el orden en que los tengo previstos, se
convertirían en la demostración, sin necesidad de pruebas suplementarias, de la
última hipótesis que, como ya habrán adivinado, he elaborado yo mismo. Ya les
diré cuáles serán esos acontecimientos, pero puesto que tenemos bastante tiempo
por delante, utilicémoslo para hacer un resumen general de la situación.
Podemos dividir el caso en cuatro aspectos diferentes: 1°) la maternidad; 2°)
su principal benefactor; 3°) la enfermera; 4°) los dieciséis recién nacidos.
La maternidad en la que
sucedieron los hechos es una institución reciente: tiene poco más de un año de
existencia, y fue inaugurada por el ministro de Salud Pública en persona, por
tratarse de un hospital dotado de los mayores adelantos científicos y técnicos
en su especialidad, y también un acto político considerable en período
electoral, en un distrito en el que el ministro era candidato a su propia
reelección a los comunes. El día de la inauguración, en el palco oficial se
encontraba también Lord W., miembro hereditario, naturalmente, de la cámara de
los Lores, que había sido uno de los principales benefactores de la nueva
maternidad, ya que la misma fue construida en unos terrenos que pertenecían a
su familia y que donó a las autoridades sanitarias, además de presidir una
campaña para recolectar fondos privados que, en su momento, obtuvo una enorme
publicidad ya que como he podido comprobarlo en mi archivo personal, varios
diarios nacionales y regionales publicaron en la primera página una fotografía de
Lord W. firmando, en la municipalidad donde se implantaría el edificio, el acta
de donación de los terrenos.
Confieso que esa mezcla de
propaganda política, de cuestiones de salud pública y de beneficencia no es
enteramente de mi agrado –¿no es verdad que usted y yo coincidimos en eso, mi
querido Watson?– pero reconozco que la donación era importante y que la
construcción de la maternidad representó un verdadero progreso en esa pequeña
ciudad durante demasiado tiempo olvidada por los poderes públicos y que, por
una triste paradoja, desde hace dos o tres días se ha vuelto mundialmente
célebre. Por otra parte, la intervención de Lord W. fue decisiva para la
realización de la empresa, y sería mezquino de mi parte negarle ese mérito,
pero aunque el doctor Watson me haya atribuido alguna vez un desinterés total
por la filosofía, el ocio y la reclusión de los últimos años me permitieron
frecuentar las obras de un pensador alemán no desprovisto de talento, el
profesor Emmanuel Kant –no sé si habrán oído hablar de él porque se trata de un
personaje bastante oscuro, yo mismo el año pasado escuché su nombre por primera
vez– de quien, ante tanta ostentación de generosidad y de nobleza, me viene a
la memoria la siguiente reflexión, a saber si no sería deseable de un
carácter noble que evitase los títulos y que los desdeñara en lugar de
aceptarlos y de andar exhibiéndolos. Ya veremos si nuestro lord es también
noble por su carácter, pero en todo caso es el representante principal de una
de las familias más antiguas de Inglaterra, y como les decía, la única que
podría constituir una alternativa a la dinastía reinante –si este detalle puede
darles a ustedes la medida de su importancia política. Su familia tiene
influencia y ramificaciones en toda Europa, y su patrimonio representa una de
las fortunas más importantes del mundo, no solamente en campos, propiedades,
obras de arte, sino también en industrias, inversiones comerciales, bancarias y
bursátiles. En el país, su influencia es tan grande como la de la corona, y aún
mayor, ya que está menos expuesta a la indiscreción de la actualidad. Es sabido
también que, si bien se mantiene siempre en una posición discreta, es uno de
los principales líderes de la Cámara de los Lores y la referencia ideológica
del partido Conservador. A los cincuenta años se encuentra en el apogeo de su
poder social, político y financiero, y puedo afirmar sin exagerar en lo más
mínimo que, por todos los atributos que acabo de enumerar, más una salud
excelente, un físico de atleta y una familia ideal, su posición es, hoy por
hoy, una de las más envidiables del mundo.
Ocupémonos ahora de la
enfermera. Esta joven, según los diarios, trabajaba en la maternidad desde
hacía siete meses solamente, y había sido recomendada para su cargo por algún
miembro oscuro de la familia de Lord W., probablemente una de sus sobrinas, hija
de su hermana mayor, que murió después de una larga enfermedad el año pasado.
Para estar seguro, llamé esta mañana a la sección necrológica del Times,
donde me confirmaron que Lady M. murió de un tumor evolutivo en diciembre del
año pasado. Ese tipo de enfermedad requiere una atención permanente, de modo
que los servicios de una enfermera son imprescindibles, y fue la persona que
hoy ocupa la primera plana de la actualidad la que tuvo a su cargo a la enferma
durante los largos meses que precedieron su deceso. Y debe haberse desempeñado
de manera óptima para que la familia que la había empleado la recomendara a la
maternidad, donde no podían negarle nada a quienes habían permitido su
construcción, arreglando por ese medio la situación de la enfermera que, a causa
de la muerte de su paciente, se quedaba sin empleo.
Ya habrán visto ustedes su
fotografía en los diarios: una joven muy atractiva, un poco ingenua quizás,
pero con aire decidido, que andaría por los veintitrés o veinticuatro años, de
orígenes modestos sin duda, pero con la suficiente personalidad como para no
sentirse incómoda si le tocaba frecuentar, por razones profesionales o de
cualquier otro tipo, a miembros de clases sociales superiores a la suya. Según
los diarios, desde que empezó a trabajar en la maternidad, todo el mundo pudo
apreciar sus méritos profesionales, si bien algunos de sus colegas le
reprochaban una reserva excesiva en su vida privada, que dos o tres llegaron
incluso a calificar de “misteriosa”, y aunque nunca esquivaba las tareas
difíciles y aceptaba siempre las más penosas, tenía una predilección por el
servicio nocturno, durante el cual, a causa del personal reducido que quedaba
de guardia, le resultaba más fácil preservar su intimidad, lo que dio como
consecuencia que ninguno de sus colegas llegase a tener relaciones estrechas
con ella. Después de su muerte, los que la frecuentaban cayeron en la cuenta de
que sabían poco y nada de la enfermera. Una colega pretendía que debía tomar
alcohol en secreto, porque al mes de empezar a trabajar en la maternidad tuvo
un par de descomposturas, y había engordado bastante últimamente. En realidad,
lo único que podía decirse de ella en concreto era que la semana anterior a los
hechos había dado parte de enferma y había faltado a su trabajo hasta la noche
antes del crimen. Con esos pocos elementos uno de los médicos del
establecimiento diagnosticó, a posteriori desde luego, y en ausencia definitiva
de la paciente, una depresión nerviosa de origen etílico, hipótesis que, estoy
seguro, la autopsia inminente echará por tierra sin dificultad.
Ahora debo referirme brevemente
a los recién nacidos. En ese medio rural, la maternidad cubre una zona de
influencia bastante grande, y de muchos pueblos de los alrededores vienen a dar
a luz en ella. Eso explica el número relativamente elevado de recién nacidos
que se encontraba esa noche en el establecimiento: dieciséis. Ahora bien, un
hecho muy sugestivo me llama poderosamente la atención (no sé si ustedes lo
habrán observado también): en la lista de familias de los bebés asesinados,
figuran solamente quince nombres. Me he tomado el trabajo de cotejar todos los
diarios, y el resultado ha sido concluyente. En todas las listas publicadas
aparecen siempre quince nombres, jamás dieciséis. En un primer momento se me
ocurrió que alguna de las madres podría haber tenido mellizos, pero en seguida
descarté la hipótesis, porque la prensa amarilla, que extrae sus dividendos de
lo luctuoso, no hubiese dejado de explotar ese detalle doblemente doloroso. No,
la explicación había que buscarla en otra parte, y después de un buen rato de
reflexión, la solución me pareció evidente: el decimosexto recién nacido había
sido introducido clandestinamente en la maternidad, y las autoridades, por
razones obvias, con el fin de proteger la reputación del establecimiento,
habían decidido ocultarlo.
Los tres miembros del auditorio,
inmóviles y silenciosos, están como en un segundo plano respecto de su propia
atención, que ocupa el centro de la mente, absorbiendo uno a uno los pormenores
del relato, la intención explícita o tácita de las palabras, y movilizando al
mismo tiempo las otras funciones que se ponen a su servicio, la inteligencia,
la memoria, la intuición, la percepción auditiva que registra el sonido de las
palabras y la observación visual que va sacando, de la mímica, las miradas y
los ademanes del narrador, un suplemento de sentido que solamente otorga la
relación oral de la historia. Cuando un trueno fuertísimo hace vibrar la ciudad
entera e, individualmente, cada uno de los objetos vibrátiles depositados en
cada una de las habitaciones de cada una de las casas que forman la ciudad,
Tomatis efectúa una pausa fugaz destinada a considerar el estruendo, y haciendo
una mueca admirativa que podría ser considerada como una especie de digresión
gestual, se queda unos segundos pensativo, y después continúa.
–En la presentación que
podríamos llamar analítica de los hechos, a la que optaría para hacer más clara
su exposición, Holmes ya iría evocando suficientes elementos que otorgarían
verosimilitud a su propia hipótesis sobre lo ocurrido. El poema narrativo –si
llego a escribirlo alguna vez– subrayaría con vigor lo siguiente: esa
hipótesis, Holmes la habría elaborado sin salir de su habitación, y casi podría
decirse sin sacarse más que para ir a dormir su fumoir de terciopelo
verde oscuro, y casi sin levantarse de su sillón favorito como no fuese para
dar algunos pasos por la habitación con el fin de consultar sus archivos
personales, desplegar sobre su escritorio recortes de diarios de distintas
épocas –algunos incluso de muchos años atrás– y proceder a su estudio
comparativo, o consultar alguna obra sobre la aristocracia inglesa, un tratado
acerca de diferentes variedades de substancias venenosas, su procedencia y
sobre todo sus efectos, o si no una guía completa de los ferrocarriles, sus
tarifas, sus horarios, sus principales combinaciones, etcétera. Después de esa
introducción minuciosa, Holmes expondría rápidamente lo que él llamaría a
partir de ese momento “la cuarta hipótesis” fórmula que, por otra parte, si lo
escribiese, le pondría como título a mi poema narrativo. Y esa cuarta hipótesis
de Holmes sería más o menos la siguiente: durante los meses en que había
atendido a Lady M., la enfermera debería haber tenido varias veces la ocasión
de cruzarse con el hermano de la enferma, el deportivo y sobresaliente Lord W.,
de quien Holmes habría podido leer en las notas sociales de algunos viejos
diarios que, antes de fundar una familia, habría tenido una vida sentimental
agitada. Para Holmes, un temperamento semejante no se perdería con el
matrimonio; simplemente se volvería más discreto. Holmes, entonces, según la
cuarta hipótesis, les atribuiría una relación íntima a Lord W. y a la
enfermera. Después de la muerte de su hermana, Lord W., a través de su sobrina
para no exponerse personalmente, recomendaría a la enfermera para el puesto en
la maternidad, y durante las primeras semanas continuaría viéndola en secreto,
aunque en determinado momento se produciría una ruptura impuesta no por Lord
W., que hubiese preferido seguir gozando discretamente de los atractivos de una
hermosa muchacha de veintitrés años, sino por la enfermera, que se habría
separado de él con un pretexto cualquiera, sin decirle que estaría embarazada y
que deseaba tener la criatura, lo que, debido a su posición social y política
eminente, su amante no estaría dispuesto a permitir. Las indisposiciones de las
primeras semanas de su llegada al hospital y el hecho de que hubiese engordado
bastante en los últimos meses habrían orientado las sospechas de Holmes en ese
sentido y quizás también las de Lord W. Ciertos embarazos no son difíciles de
ocultar, y la enfermera podría tener probablemente, según Holmes, dos proyectos
diferentes; uno, desaparecer con el niño pocos días después de su nacimiento,
otro, exigirle a Lord W. una reparación amenazándolo con un escándalo, lo que
se llama vulgarmente un chantaje. Holmes podría comentar con una sonrisa
amarga, en tres o cuatro versos sentidos, que eso ya el mundo no lo sabría
nunca, pero que de todos modos para Lord W. las dos opciones eran igualmente
peligrosas, ya que el padre de dos hijos legítimos que podían aspirar al trono
de Inglaterra, no admitiría jamás la posibilidad de que un bastardo anduviese
suelto por el mundo. De modo que comenzaría un asedio para obligar a la
enfermera a deshacerse de la criatura. Como para un aborto ya sería demasiado
tarde, la enfermera empezaría a temer por su propia vida, así que
probablemente, según Holmes, debería haber previsto algún seguro, una carta, un
documento en el que, si le ocurría algo grave, se daría a conocer públicamente
la situación. Ésa, según Holmes, debería ser la razón por la cual la enfermera
había llegado viva hasta el momento del parto, pero las disposiciones que había
tomado para sí misma no protegían al bebé, por la simple razón de que el mundo
entero, aparte de ella y del eminente miembro de la Cámara de los Lores,
ignoraría su existencia. Porque justamente la semana anterior, cuando faltaría
varios días del hospital, se habría encerrado en algún lugar secreto a dar a
luz a la criatura. Como buena profesional, habría tenido ya todo preparado, y
desde los primeros síntomas, se apartaría del mundo en el sitio adecuado,
provisto de todo lo necesario, al abrigo de miradas indiscretas y, sin la ayuda
de nadie, traería al mundo a la criatura. Holmes –dice Tomatis– haría silencio
en ese momento y se quedaría pensativo, absorto en lo que estaría a punto de
decir, y su cara adquiriría una expresión de profunda gravedad, más afín con la
tristeza que con la indignación. Y sería en este punto del relato si, desde luego,
lo escribiese, donde introduciría los cambios que, en los últimos años se
habrían producido en la personalidad de Holmes, ilustrando una vez más cómo la
supuesta inmutabilidad del mito se resquebraja y se transforma cuando lo mella,
día a día, minuto a minuto, el asedio tenaz de la contingencia. Las ideas
políticas y morales de Holmes, que hasta la primera guerra mundial fueron
decididamente conservadoras, se habrían ido modificando en la versión que daría
de ellas mi poema narrativo, bajo la influencia de ciertos hechos históricos,
como la Revolución Rusa, el asesinato de Rosa Luxemburgo, la crisis económica
de 1929, el ascenso del fascismo y del nazismo, la guerra de España y las
innegables conquistas sociales del Frente Popular. Habiéndose retirado de la
escena pública a la existencia monótona de un rentista desocupado, no sin haber
dejado como muchos otros pequeños ahorristas ingenuos, algunas plumas en la
Bolsa, con el ocio suficiente para leer cosas un poco más independientes que
las que aparecen en los diarios (Spinoza vivía de la óptica, Schopenhauer era
rentista, y Nietzsche recibió una pensión vitalicia de la Universidad de
Basilea por sus notables servicios prestados como filólogo durante diez años,
cuando por problemas de salud tuvo que renunciar a la cátedra, de modo que
ninguno de los tres estaba obligado a moderar sus ideas y su expresión para no
malquistarse con los que pagan los avisos publicitarios, como lo hacen las
empresas periodísticas), Holmes habría ido adoptando poco a poco ideas socialistas,
incluso anarco-sindicalistas, para las que, según el juicio clarividente del
doctor Watson, por su modo de vida singular y por su personalidad por cierto
inclasificable, parecía tener una predisposición innata. Y el doctor podría
contar, sacudiendo suavemente la cabeza al tiempo que sonreiría, que Holmes una
vez le habría dicho: ¿Qué se gana con defender el orden establecido, aparte
de la aprobación mezquina de aprovechadores y de usureros, y de la admiración
equívoca de las almas convencionales?
–Inspector –dice Tomatis que, si
él escribiese su poema, diría Holmes dirigiéndose al inspector en ejercicio–,
los que pretenden que no hay nada nuevo bajo el sol, ignoran que la conciencia
de los hombres, emancipándose de las condiciones históricas que la determinan,
es el factor novedoso que analiza y juzga el acontecer de manera diferente cada
vez, y por lo tanto es nuestra conciencia siempre renovada lo que hace que nada
se repita. El plan de la enfermera consistía en ocultar el niño entre otros niños,
traspapelándolo por decir así entre los quince recién nacidos de la maternidad.
Nada resultaba más fácil; los niños estaban todos en la sala común, de la que
los sacaban a horas fijas para alimentarlos, y dejarlos durante un rato
solamente, varias veces por día, con las madres que compartían de a tres o
cuatro distintas habitaciones de la maternidad. Nunca estaban todos los niños
en la sala común; siempre faltaban algunos y, desde luego, porque no existía
ninguna razón para que eso sucediera, a nadie se le hubiese ocurrido contarlos.
Después del crimen, se silenció la presencia del bebé desconocido para no
perjudicar como ya lo he dicho la reputación del establecimiento, pero también
hasta no haber averiguado a ciencia cierta de dónde provenía. De todos modos,
cuando se efectúe la autopsia de la madre, que creo está prevista para mañana
por la tarde, ya no quedarán dudas sobre el origen de la criatura.
Por horrendo que parezca, el
crimen de Lord W. no es sin embargo original; es el mismo crimen de Herodes, y
en los dos casos, la masacre de los inocentes tuvo lugar por las mismas
razones, porque con su sola aparición el recién nacido ponía en evidencia, en
aquellos que estaban dispuestos a aniquilarlo, que el rango superior que se
atribuían y que harían cualquier cosa por preservar, lo habían obtenido por
medio del crimen, del disimulo y de la usurpación, y que ningún fundamento,
como no fuesen la propaganda y la dominación en todas sus formas, les permitía
mantenerse en él. Cuando el crimen, como en el caso de Herodes, encuentra un
pretexto político, debe volverse ostentatorio para poder predicar su
legitimidad. La abominación presente es un acto privado; al realizarlo, el
autor ha puesto en juego su nombre, su estirpe, y su propia cabeza, sobre la
que ya se proyecta la sombra del patíbulo. Sin embargo, aparte del documento
oculto de la enfermera y de algún otro detalle, nada podría probar lo que
sostiene la cuarta hipótesis, a saber que Lord W., cuando comprendió dónde
estaba escondido el bastardo, como no pudo obtener de la enfermera que lo
identificara, la envenenó disfrazando el crimen de suicidio, y después echó
veneno en la leche y en otras substancias que estarían en contacto con los
recién nacidos, ya que el veneno es tan poderoso y sus efectos tan fulminantes
y singulares, que aun a través del contacto externo es mortal, en todo caso
para un recién nacido. Tal es, estimados amigos, mi propia hipótesis –dice
Tomatis que Holmes diría si él escribiese su poema narrativo, y que al terminar
su largo relato, sacaría otra vez su reloj del bolsillo superior de su fumoir
verde oscuro, y alejándolo un poco para corregir un fuerte astigmatismo,
intentaría descifrar la hora con no poca dificultad.
Durante el verano demasiado
largo, la atención se empaña y la inteligencia cabecea; únicamente el cuerpo, a
pesar del sopor general, parece gozar por su cuenta de placeres que son más
bien compensatorios, como la frescura, táctil o gustativa, que reequilibra la
temperatura, el esfuerzo físico que, aumentando el sudor y el cansancio,
permite adquirir por contraste después del reposo una impresión de levedad, o
el sexo que, llevando el esfuerzo y la esperanza hasta el paroxismo es capaz de
obtener, durante unos segundos, la anulación del Todo, cuya carga, sin saberlo,
llevamos siempre a cuestas, o, más modestamente quizás, un relajamiento
muscular y mental de lo más agradable. Pero con la primera gran tormenta de
otoño, cuando la temperatura, en unas pocas horas, o incluso en unos pocos
minutos, baja de varios grados, la alerta es general, y si los sentidos
perciben de inmediato, eufóricos, la novedad, el cristal empañado de la mente,
desembarazado del vaho del verano, se vuelve otra vez límpido, transparente, ubicuo,
rápido y vivaz. En ese estado están ahora, en el bar de la terminal de ómnibus,
en el que empieza a sentirse el primer frescor de la lluvia que retumba en la
ciudad entera, Soldi, Pichón y Nula, que escuchan casi sin parpadear las frases
bastante bien redondeadas que Tomatis va dejando salir de entre los labios
irónicos y oscuros.
En su poema, si él lo
escribiese, Holmes diría que, cuando la prueba de un crimen horrendo no existe,
habría que incitar al propio criminal a suministrarla. Y guardando otra vez su
reloj en el bolsillo superior del fumoir de terciopelo verde oscuro,
Holmes advertiría a su auditorio: dentro de siete minutos más o menos, mi
hipótesis será confirmada o negada según el giro que tomen (o no tomen) los
acontecimientos. Y Tomatis dice: Holmes, en verso desde luego, si él escribiese
el poema narrativo, les explicaría a sus oyentes, que paladearían escuchándolo
su single malt o su armagnac del siglo anterior, cuál habría sido su
manera de proceder. Un tal Danny el Rata, el ladrón más hábil de todo el bajo
fondo inglés, le estaría debiendo un favor a Holmes, que habría ayudado a
mandarlo un año entero a la cárcel –El año más feliz de mi vida, diría
Danny aliviado y agradecido– salvándolo de esa manera de la horca, porque Danny
sería un ladrón tan perfeccionista que, cuando Scotland Yard lo acusaría de un
triple asesinato, a él le sería imposible demostrar que a la hora en que ese
triple asesinato había sido cometido en Leeds, él estaba en Cornuailles
desvalijando una mansión burguesa, a tal punto era el maestro indiscutido en el
arte de borrar todo indicio de su paso por los lugares que visitaba. Holmes,
que lo habría empleado dos o tres veces antes de esos acontecimientos, sabría
que el robo era la pasión exclusiva del Rata y habría demostrado –el inspector
Lestrade se acordaría todavía del caso– su culpabilidad en el robo, salvándolo
de la horca. De modo que Danny, dice Tomatis que diría Holmes, no podría
negarle ningún favor, y como se habría retirado al campo y viviría a dos pasos
de donde habrían tenido lugar los acontecimientos, podría cumplir con el
encargo de Holmes de la manera más rápida y eficaz. Y la tarea, diría Holmes en
el relato del que Tomatis pretende que, si lo escribiese, compartiría con Edipo
Rey la particularidad de ser en toda la historia de la literatura los
únicos dos relatos policiales escritos en verso, consistió en deslizar, en el
departamento de la enfermera, un falso telegrama, fechado hace un mes y medio,
redactado en términos misteriosos que únicamente el autor de la cuarta
hipótesis y la persona al que esa hipótesis designa como al presunto culpable
podrían entender, un telegrama que sugiere veladamente que el “documento”
revelador está en buenas manos, en el departamento del firmante, un tal S. H.,
en 221 bis Baker Street. Holmes diría que el Rata debía dejar el telegrama,
como si hubiese estado oculto ahí desde semanas atrás, entre las hojas del
Nuevo Testamento, en el capítulo 2 del Evangelio según San Mateo, y que, antes
de irse, tenía que marcar con una cruz bien visible, el versículo 16 de ese
capítulo ya que, con todos esos detalles, el asesino comprendería que sus
intenciones ya habrían sido previstas por la enfermera y que otra persona
estaría al tanto de la verdad, por lo cual no le quedaría más alternativa que
venir a buscar la carta en la que la enfermera explicaría en detalle la situación.
Lo que el asesino ignoraría según Holmes, dice Tomatis, es que al venir a
buscar una prueba inexistente, traería consigo dos pruebas verdaderas,
irrefutables, aplastantes, que bastarían para mandarlo a la horca. La primera,
de orden material, lo condenaría de inmediato; y aunque la segunda sería de
orden puramente intelectual y tal vez ningún jurado la aceptaría, para Holmes
tendría un valor más decisivo que todos los indicios materiales reunidos,
porque el telegrama habría sido redactado de tal manera, en acuerdo tan
estrecho con la cuarta hipótesis, que únicamente el asesino podría comprender
su verdadero significado, arriesgándose por esa razón a venir a Londres a
buscar el “documento”, aunque sin duda pretextaría haber hecho el viaje para
consultar al gran detective con el fin de solucionar el caso, secretamente
convencido de que las facultades de Holmes habrían disminuido con la vejez, y
que no corría ningún riesgo consultándolo sino que, muy por el contrario, con
su elaborado sentido de la publicidad, mostrándose en público con el gran
detective, del que muchos ignorarían que siguiera todavía vivo, acentuaría ante
la opinión su supuesto deseo de querer resolver realmente el enigma.
Holmes diría que Danny el Rata
habría puesto el Nuevo Testamento en ligera evidencia esa mañana, y, según
Tomatis, Lord W. habría registrado por segunda o tercera vez el departamento de
la enfermera (en tanto que principal benefactor de la maternidad y en tanto que
personaje eminente podría permitírselo todo y cualquier pretexto le serviría
para entrar y salir a sus anchas por todas partes) y habría terminado por
encontrar el telegrama, ya que si Danny el Rata lo decidía así, las cosas no
podrían desarrollarse de otra manera. Tal vez podría declarar su intención de
contratar a un gran detective londinense, sin dar nombres, pero Tomatis
confiesa que ese punto todavía no lo tiene resuelto. Y Holmes diría que el
único tren de la tarde que para en esa pequeña ciudad sale de ella a las 18.30
y le pone tres horas diez hasta Londres, de modo que habría llegado a las
21.40. El tiempo de recorrer el andén y el hall de la estación, llegar a la
parada de taxis y esperar el turno de tomar uno, oscilaría para Holmes entre
ocho y once minutos, y de Charing Cross a Baker Street, a esas horas de la
noche un día de semana, calcularía entre veinte y veintidós minutos, lo que en
total agregaría a las tres horas diez entre treinta y treinta y tres minutos. O
sea que si ha tomado el tren como lo tengo previsto, dice Tomatis que si él
escribiese su poema diría Holmes, tendría que estar aquí entre las diez y diez
y las diez y trece minutos. Yo miré mi reloj a las diez y seis minutos. ¿Qué
hora marca su reloj pulsera, inspector? Y dice Tomatis que el inspector en
ejercicio, con la voz un poco ronca, respondería: “Las diez y doce minutos,
señor Holmes”. Y dice Tomatis: un silencio total reinaría como se dice después
de esas palabras en la habitación, un silencio semejante al que podría reinar
en un universo extinguido. Durante treinta o cuarenta segundos no se oiría en
todo Londres el más imperceptible ruido. Y de pronto podría empezar a oírse el
motor inconfundible de un taxi, una frenada, el ronroneo del motor en marcha
que deja oír en general un auto provisoriamente detenido, y unos instantes más
tarde un portazo, el taxi que arrancaría nuevamente y se alejaría por Baker
Street al oeste, y un ruido de pasos y por fin, después de un silencio
vacilante de cinco a seis segundos, el timbre de la puerta de calle.
Mientras oirían a la señora
Hudson abrir la puerta, intercambiar dos o tres frases con el visitante e
invitarlo a subir las escaleras, Holmes, en un murmullo casi inaudible según
Tomatis, explicaría a sus visitantes que el veneno empleado para cometer la
abominable masacre sería una substancia rarísima, inconfundible por sus
efectos, extraída de una planta que únicamente crece en la selva brasileña y
que una sola tribu, ignorada por el mundo entero, salvo por los especialistas
en substancias tóxicas, lo fabricaría. Ahora bien, sería notorio, según
Tomatis, que Lord W., poniendo en práctica el conocido espíritu deportivo de
los ingleses, habría remontado el Amazonas en canoa, y que se habría hecho
fotografiar con los miembros de esa tribu –sin mencionar para nada el veneno
desde luego– y que esa fotografía habría aparecido en todos los diarios a su
regreso de la expedición. Holmes agregaría que, habiendo observado atentamente
la otra fotografía de Lord W., la fotografía de la cesión de los terrenos para
la construcción de la maternidad, habría podido comprobar que Lord W.
aparecería en ella firmando el documento con la mano izquierda. Así que, si
como Holmes lo pensaría, Lord W. vendría con la intención de recuperar el
“documento” y suprimirlo después, debería ser en el bolsillo izquierdo del saco
donde traería el frasco de veneno. Y que en ese momento golpearían a la puerta
–Holmes le habría recomendado a la señora Hudson que si un hombre preguntaba
por él alrededor de las diez de la noche le indicara la puerta del salón y lo
dejara subir sin acompañarlo– y Holmes le haría una seña al inspector en
ejercicio para que fuese a abrir. En el umbral, Lord W., desconcertado, echaría
una mirada al interior, sin ver más que a los tres ancianos que lo
contemplaban, porque el inspector en ejercicio habría quedado oculto, con un
movimiento deliberado, detrás de la puerta abierta. Con una expresión que
después de unos segundos de vacilación aparecería en su rostro y que traducida
a palabras significaría más o menos: Después de una enfermera y de dieciséis
criaturas, tres viejos decrépitos no le cambian nada al asunto, Lord W. se
decidiría a dar algunos pasos hacia el centro de la habitación, pero al oír la
puerta que se cerraría a sus espaldas y al descubrir la presencia del inspector
en ejercicio, y sobre todo la expresión con la que el inspector en ejercicio lo
observaría, comprendería confusamente lo que estaba sucediendo. La apariencia
civilizada de su cara se borraría y, en su lugar, los belfos intolerables de la
bestia que, a causa de su deseo demente de supremacía y de persistencia,
humilla, desgarra y mata, se harían manifiestos en sus rasgos atormentados.
Dando un salto hacia atrás, metería la mano en el bolsillo izquierdo del saco y
la volvería a sacar aferrando un frasquito de vidrio marrón, al mismo tiempo
que el inspector en ejercicio se arrojaría sobre él. Y mientras tanto,
parándose con agilidad y recobrando la voz imperativa y firme de sus años de
madurez, Tomatis dice con voz calma en el bar de la estación que si él
escribiese algún día su poema, Holmes gritaría:
–¡Impídale tomarlo, inspector!
¡La horca estaría menos ocupada en sofocar a los hijos del pueblo si recibiese
con más asiduidad las testas coronadas!
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