Sergio Pitol
El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico
de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque
la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de
un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de
la costa de Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto
a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra
disipar la perturbación que la escena final le produjo.
Todo tiende a asegurarle la tranquilidad, el buen reposo.
Manos competentes, ojos previsores, mentes exclusivamente destinadas a imaginar
sus exigencias y deseos y a procurar satisfacérselos, se han esforzado en crear
aquel ambiente, tan necesario en los momentos en que una reafirmación se vuelve
indispensable. El teléfono a la mano; las cortinas de brocado espeso; la rugosa
colcha de cretona con rayas de un verde suave que combina con otro aún más suave,
imperceptible casi; una reproducción de Guardi, otra de Carpaccio. Algún broche
de cromo o aluminio inteligentemente entreverado entre los muebles oscuros. Todo
en la medida necesaria para recordarle al turista que no está solo, que no se ha
derrumbado en otra época, que el Carpaccio y el Guardi y el falso brocado que cubre
los muros son exclusivamente atmósfera, que continúa inmerso en su siglo, que una
de las puertas conduce a un baño donde brilla el azulejo, el plástico, los metales
cromados. Hacerle saber, en fin, que basta oprimir un botón para que surja un camarero
y minutos después, sobre una mesa, aparezca el whisky, el hielo y también, si uno
lo desea, un buen rizzotto de pesce, la cassatta, el café.
Carlos hablaba con frecuencia de las ventajas que podía
proporcionar la vida en un hotel. En realidad, buena parte de su existencia transcurrió
en ellos; conocía toda la gama, desde ese tipo de hoteles hasta las casas de huéspedes
más inmundas, cuartos de alquiler de aspecto y hedor inenarrables. ¡A saber cómo
sería aquel sitio en que pasó sus últimos días!
En la película aparecía un viejo caserón de madera de
dos plantas. En el piso de arriba se hallaban los cuartos. Habitaciones rectangulares
con seis o siete camastros. Abajo, una sala de té donde se reunía la localidad a
comentar las noticias, a jugar a las cartas, a matar el tiempo. Llueve sin interrupción.
La lluvia torrencial forma, como a Rashomón, cortinas sólidas, grises, densas, que
no solo incomunican a las personas sino a los objetos mismos. El hotel está casi
vacío. No es temporada. En su cuarto es el único huésped. La humedad y el frío lo
torturan, lo hacen sentir permanentemente enfermo. Ha llamado varias veces a la
encargada para mostrarle las dos goteras del techo, pero la vieja se conforma con
gruñir y no tomar medida alguna. Termina por poner un recipiente de lámina bajo
una y bajo la otra una toalla; cada cierto tiempo debe levantarse para exprimir
la toalla por la ventana. Recoge las mantas de las otras camas para cubrirse. Sus
días transcurren en una neurastenia casi intermitente. Se pasa horas enteras en
la cama, acurrucado bajo la montaña de cobijas, pensando sólo en el frío que le
atiere las manos. Su imagen es la de un animal enfermo, por momentos gime suavemente:
un animal que se recoge para morir. Y sabe que apenas ha empezado el invierno, que
deberá resistir esa canallada de la naturaleza durante largos meses y que los peores
aún no se presentan.
Abre un bote; mastica unas galletas untadas con algo
parecido a una pasta de pescado que humedece en un vaso. Hace movimientos de gimnasia
para tratar de entrar en calor; a veces toma su libreta y baja a la sala de té.
Los tres o cuatro campesinos que acuden al lugar apenas hablan; el frío y la penumbra
los reconcentran, los aíslan. Tiene la preocupación de esquivar a la otra inquilina
de la pensión y a su nieto; en días pasados se había sentado a tejer a su lado para
espetarle un discurso nauseabundo sobre sus padecimientos: diarreas, resfriados,
punciones, los nervios, el hígado, la pus que no cesa, inyecciones, lavativas, baños
de azufre. Por la ventana se ve sólo el manto gris de la lluvia. La cámara hace
prodigios para recrear ese mundo de oscuridad en que de golpe hay uno que otro destello
luminoso: las gotas que rebotan en la acera como balas en una superficie metálica,
el viejo desvencijado automóvil oscuro que cruza el pueblo en medio de un derrumbe
de cielos. Tras el auto, el poeta menesteroso, envuelto en un abrigo harapiento
que le llega a los pies, se abre paso a la carrera; agita los brazos como si luchara
contra la misma sustancia espesa de la vida. En una mesa, cerca de una estufa de
hierro, cuyo calor a nadie parece llegar a beneficiar, el obeso protagonista (¡qué
lejos ya del atildado joven de las escenas de pasión de Macao!), intenta trazar,
con desgana, algunos signos en su cuaderno. Las ideas no fluyen. Escribe unas frases,
las tacha; el plumón comienza a bailar, a titubear, traza líneas, dibuja flores,
perfiles de mujer, números, vuelve a detenerse; recomienza la tarea de esbozar aquel
párrafo que con tantas dificultades parece avanzar. Arranca al fin la página, la
estruja y la tira. Pide una botella de licor y llena un vaso. En ese momento irrumpe
en el local, empapado, tembloroso, el viejo bardo.
Es evidente que el modo de manejar la luz entraña una
intención simbólica. La atmósfera psicológica, al menos, se concentra o se distiende
con su ayuda. En las primeras escenas, las de la juventud, la claridad es radiante
y va en aumento hasta la parte de Macao donde la luminosidad se vuelve a momentos
intolerable. Todo contribuye a ello, no sólo el sol siempre a plomo sobre los personajes;
los trajes claros y vaporosos de la bellísima actriz que reproduce a Paz Naranjo,
los sombreros de paja de los jóvenes, los toldos color crema de los cafés al aire
libre.
–Ciega esta luz –dice en el momento de embarcarse.
Luego, la luz disminuye gradualmente hasta desaparecer
casi del todo en las últimas escenas: la aldea de pescadores donde se ha terminado
por refugiar el protagonista. El sol, las pocas veces que aparece, es como su triste
parodia. No hay sino niebla, lluvia y frío: una grisura que cae del cielo, mancha
los plafones, se filtra por las paredes. Aun en la sala de té parece flotar una
nube húmeda que rodea a los escasos parroquianos.
Algo recuerda de la última carta. ¿La conservará todavía
en México, entre sus papeles? Era una carta larga, quejumbrosa, irritante. Hablaba
de la melancolía que se había apoderado de aquella diminuta ciudad tan pronto como
el otoño comenzó a dar paso al invierno, de la oscuridad y la lluvia y la falta
de incentivos, de la carencia de personas con quienes conversar. De su encuentro
reciente con un viejo poeta desdentado de barba rala y larga que había preferido
la soledad de un escondrijo en la montaña; su único compañero, no de paseos porque
el tiempo ya no se los permitía (“el pinche frío ha sentado la garra en este, que
hasta hace una semana parecía un inmutable paraíso solar al margen de las leyes
climáticas. De repente una helazón bestial comenzó a bajar de la montaña a la hora
del crepúsculo…”), sino de copas, de taberna.
Por más que ha intentado pasear, perderse, despotricar
a sus compañeros, ser absorbido por la ciudad, leer un poco, dormir, pensar en la
conversación telefónica con Emily, la película lo tiene por entero poseído; le ha
avivado su mala conciencia. Piensa que él y otros amigos debieron haberlo obligado
a volver a México, enviarle un pasaje, meterlo en una clínica de desintoxicación
si era eso lo que necesitaba; en fin, algo seguramente se hubiera podido hacer,
cualquier cosa, menos dejarlo morir en aquel pueblo perdido, olvidado por todos.
Es imprescindible que concierte un encuentro con Hayashi, el director japonés, que
le informe cómo pudo enterarse de aquellas circunstancias finales; decirle, a pesar
de que no va a creerle (como buen oriental fingirá que sí, sonreirá cortésmente,
pero sin ocultar del todo una expresión de tedio) hasta que él no comience a darle
nombres y detalles, tendrá que decirle que no sólo fue amigo de Carlos, sino que
es el original de ese muchacho un tanto absurdo, el joven ofuscado que aparece en
un pasaje de la película, el que por una noche, por poquísimas horas de una noche,
fue el amante real de una mujer real que vivía ahora, si es que aún vivía, decrépita,
maniática, empecinada en su rencor por Carlos, recluida en una clínica de lujo de
las proximidades de Londres. Que por favor le diga si la muerte de Charlie, de cuyas
circunstancias nadie logró enterarse, fue tal como la describe en su película. Añadirá
(¡si tuviere a la mano aquella carta para poder mostrársela!) que estaba enterado
de la existencia del viejo harapiento que abandonó la gloria literaria para refugiarse
en una choza en las montañas, que por favor le explique cómo fueron sus últimas
semanas en las Bocas de Kotor.
Porque en la película, después del primer encuentro
de los dos hombres de letras, las visitas se repiten, siempre en la taberna, junto
a una ventana, no lejos de la chimenea, desde donde contemplan la lluvia. La primera
vez el poeta se dirigió hacia la estufa, dejando a su paso un arroyo. Se sentó en
la mesa de al lado del protagonista, el supuesto Carlos.
Cambian unas cuantas palabras; algo los lleva a identificarse
como escritores; hablan un poco de literatura, muchos de los pros y contras del
lugar, del paisaje y también de sus sueños, aspiraciones y proyectos. Parecen dos
muchachos decididos a conquistar y transformar el mundo, el arte, la literatura,
¡la vida, nada menos! (non jef t’es pas tout seul!). Entrechocan los vasos
con frecuencia; se saben hermanos, cofrades, aedas incomprendidos por los tiempos
que corren; en un momento maldicen a su época y al siguiente la califican de extraordinaria,
germinal, de algo que está por llegar. Una época grandiosa a pesar de la fatiga
y el desaliento que sabía producir.
Y un día le confía que se encuentra en dificultades;
le habla de su miseria, del cheque que no llega. La patrona lo ha amenazado con
incautarle el equipaje y expulsarlo del hotel; no sabe qué hacer, no le queda dinero
ni para poner un telegrama. Desearía vender algunas prendas de ropa, pero no conoce
a nadie en el lugar. El poeta le asegura que no obtendrá gran cosa por los trajes;
por el reloj, en cambio, podrían darle una buena suma. Pero él se resiste; se excusa
diciendo que es un antiguo regalo; además, no saber la hora le hace sentir mal,
le produce mareos, náuseas. El poeta insiste. Le asegura que conseguirá el dinero
en menos de media hora. Por fin se desprende del reloj. Luego espera, víctima de
la mayor postración nerviosa. Está seguro de que otra vez lo han timado, que esa
noche lo echarán de la pensión; el reloj era lo único con lo que contaba para que
algún chofer lo devolviera a la civilización; cuando regresa el otro con el dinero
apenas lo puede creer. Llaman a la patrona, paga la cuenta; le sobran todavía unas
monedas. Piden una botella de licor; luego otra. Se emborrachan. El protagonista
escucha cómo aquel viejo desdentado, sucio, desaliñado hasta lo imposible, que no
ha dejado, ni siquiera en los momentos de mayor fraternidad, de producirle cierta
repulsión (pues en cierto modo es como verse reproducido en un espejo que le obsequia
una imagen futura, una imagen que casi le pisa los talones), le confecciona con
gran locuacidad y un enorme despliegue de muecas, de carcajadas que dejan al desnudo
las encías, los restos de dientes putrefactos, con guiños que ponen todo el rostro
en movimiento hasta formar un crucigrama de arrugas, suciedad y pelos, un porvenir
despojado de preocupaciones económicas. Lo oye, al principio, con asombro, luego
con un tembloroso deseo de participación, al final con entusiasmo, narrar sus experiencias
en aquella cabaña donde escribe cuando le viene en gana, sin preocupaciones de ninguna
especie, y de la que muy de tarde en tarde bajaba al pueblo para comprar algún periódico,
aunque ahora lo hacía más a menudo para conversar con él, pues no era frecuente
encontrarse en esos tiempos con gente de la ciudad, mucho menos de su categoría,
y lo invita a compartir con él su casa. Allí conocerá la calma que buscaba y podrá
terminar esa novela de la que en varias ocasiones le ha hablado.
Siguen bebiendo.
Luego, tambaleantes, con pasos inseguros, suben al cuarto.
Con la ayuda del poeta recoge sus cosas y las guarda en la maleta. Meten la ropa
revuelta, en desorden, las latas de alimentos, un par de zapatos de lona; ponen
los libros, las carpetas y los papeles dispersos por el cuarto en una cesta que
cubren con periódicos. Después, bajo una lluvia fina, en medio de la oscuridad,
caminan por la larga y estrecha calle principal (la única) del pueblo, al lado del
mar. Comienzan a ascender la montaña por una vereda empedrada. La lluvia los ciega
a momentos; caen de cuando en cuando, maldicen estrepitosamente, se detienen a tomar
aliento. La botella pasa de mano a mano con cierta regularidad. Ambos, él sobre
todo, están del todo ebrios. Siguen caminando. Al final aparece el reducto de su
amigo, unas grandes peñas mal arracimadas, como gajos desprendidos de la misma montaña,
cubiertas con un techo de paja. El poeta empuja la puerta y lo invita a pasar. En
ese momento, fulminado, se da cuenta de todo. Contempla el montón de paja húmeda
que compartirán esa noche, los restos de una fogata, el suelo de tierra empapada.
Advierte, con indecible horror, que la vida ha logrado aprehenderlo, que le ha dado
cuerda durante varios años, reduciéndole cada vez más el cordel. Sabe que aquel
vejete inmundo ha sido el cebo que lo condujo a la trampa, que el mundo ha logrado
por fin desembarazarse de él, ponerle, ¡y con qué rigor!, los puntos sobre las íes,
excluirlo definitivamente. Sabe que no podrá vivir en aquella pocilga, pero que
tampoco le permitirán volver al hotel, que ha trascendido esa etapa. La modesta
pensión es ya para él tan inaccesible como los restaurantes de Tokio, el hermoso
jardín de su casa en Macao, sus cuadros, su buen sastre, el champaña. Sabe que a
partir del día siguiente deberá buscar ramas secas para calentarse, que se ha convertido
en el criado del poeta. De vez en cuando bajará al pueblo a mendigar y comprar víveres
y alcohol. Para la gente del lugar no será sino un loco más. También a él se le
pudrirán los dientes. Sale de la cabaña, comienza a correr, equivoca el sendero.
La lluvia se ha vuelto, otra vez, torrencial. Corre al lado del acantilado, resbala,
emite un grito breve, más bien un gemido. La cesta queda flotando sobre el agua.
Ícaro ha vuelto a hundirse en el mar. En la cabaña, entretanto, el poeta hurga en
la maleta. Se prueba con júbilo los pantalones, las camisas, un suéter; olfatea
con deleite la bolsa de tabaco.
Por un momento el recuerdo de aquella escena le hace
sentir la necesidad, la urgencia de volver a oír la voz de Emily. Está a punto de
pedir otra llamada a México. Pero después de un momento de incertidumbre resuelve
que sería insensato llamar por segunda vez, daría una falsa impresión. Lo mejor,
pues, será acostarse, tratar de leer un poco, tomar un luminal, dormirse a buena
hora. El día siguiente será, puede asegurarlo, atroz. Tiene la agenda copada de
compromisos de la mañana a la noche. Ni siquiera podrá hablarle a Hayashi. Será
mejor dejarlo para otro día. A fin de cuentas, ¿qué importancia podía tener el enterarse
de algún nuevo detalle sobre la muerte de Carlos? Oprimió el botón de la lámpara.
El paisaje de Guardi, las rameras de Carpaccio, los brocados, The Towers of Trebizond
sobre la mesa de noche, el teléfono, fueron absorbidos por la oscuridad. Está exhausto.
Mete una mano bajo la almohada y de inmediato se sume en un sueño que borra toda
la fatiga, el estupor, la culpa o el rencor que aquel abigarrado día le había producido.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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