Isaac Asimov
Tony era alto y de una belleza sombría, con un increíble aire patricio dibujado
en cada línea de su inmutable expresión. Claire Belmont lo miró por el resquicio
de la puerta, con una mezcla de horror y desaliento.
–No puedo, Larry. No puedo tenerlo en casa…
Buscaba febril en su paralizada mente una manera más enérgica
de expresarlo, algo que tuviera sentido y zanjara la cuestión, pero acabó por reducirse
a una simple repetición.
–¡De verdad, no puedo!
Larry Belmont contempló con severidad a su mujer y en sus
ojos asomó aquel destello de impaciencia que Claire odiaba ver, puesto que le daba
la impresión de reflejar su propia incompetencia.
–Nos comprometimos, Claire. No puedo desdecirme ahora. La
compañía me envía a Washington con esa condición, lo cual con toda seguridad significa
un ascenso. No presenta ningún peligro y tú lo sabes. ¿Qué tienes, pues, que objetar?
Ella frunció el entrecejo, desvalida.
–Me da escalofríos: No puedo soportarlo.
–Es tan humano como tú o como yo. Bueno… casi. Así que nada
de tonterías. ¡Vamos, apártate!
Apoyó su mano en el talle de ella, empujándola, y Claire se
encontró temblando en su propia sala, donde se encontraba aquello, mirándola con
precisa cortesía, como evaluando a la que había de ser su anfitriona durante las
próximas tres semanas. También la doctora Susan Calvin estaba presente, envaradamente
sentada, con los labios apretados como síntoma de abstracción. Presentaba el aspecto
frío y distante de alguien que ha trabajado durante tanto tiempo con máquinas que
un poco de acero ha penetrado en su sangre.
–Hola –castañeteó Claire, como un saludo ineficaz y general.
Larry salvó la situación, exhibiendo una falsa alegría:
–Mira, Claire, quiero que conozcas a Tony, un tipo magnífico.
Ésta es mi mujer, Tony.
La mano de Larry se posó amistosa sobre el hombro de Tony,
pero éste permaneció inexpresivo, sin responder a la presión, limitándose a decir:
–¿Cómo está usted, señora Belmont?
Claire dio un respingo al oír la voz de Tony, profunda y pastosa,
suave como el pelo de su cabeza o la piel de su rostro.
Sin poder contenerse, exclamó:
–¡Ah…! ¡Habla usted!
–¿Y por qué no? ¿Acaso esperaba que no lo hiciera?
Claire sólo consiguió esbozar una débil sonrisa. No sabía
bien lo que había esperado. Miró hacia otro lado, lanzándole una ojeada con el rabillo
del ojo. Tenía el pelo suave y negro, como pulido plástico… ¿O se componía en realidad
de cabellos separados? Y la piel lisa y olivácea de sus manos y cara, ¿era una continuación
de su oscuro y bien cortado traje?
Estaba paralizada por un estremecido asombro. Tuvo que hacer
un esfuerzo para poner en orden sus pensamientos, a fin de prestar atención a la
voz sin inflexiones ni emoción de la doctora Calvin, que decía:
–Señora Belmont, espero que sabrá apreciar la importancia
de este experimento. Su esposo me dijo que la puso ya en algunos antecedentes. Por
mi parte, desearía añadir algunos más, como sicóloga jefe de la U. S. Robots &
Mechanical Men Inc. Tony es un robot. Su designación en los ficheros de la compañía
es TN-3, pero responde al nombre de Tony. No se trata de un monstruo mecánico, ni
simplemente de una máquina calculadora del tipo de las desarrolladas durante la
Segunda Guerra Mundial, hace cincuenta años. Posee un cerebro artificial casi tan
complicado como el nuestro. Como un inmenso cuadro de distribución telefónica reducido
a escala atómica, con billones de posibles “enlaces telefónicos” comprimidos en
un instrumento encajado en el interior de su cráneo. Tales cerebros se fabrican
específicamente para cada modelo de robot, y contienen una serie calculada de conexiones,
de forma que, para empezar, cada uno de ellos conoce el idioma inglés, y lo suficiente
de cualquier otra cosa que se considere necesaria para cumplir su tarea. Hasta ahora,
la U. S. Robots había limitado su manufactura a los modelos industriales para su
empleo en lugares donde resulta impracticable el trabajo humano… en minas profundas,
por ejemplo, o en la labor subacuática. Pero ahora deseamos extendernos a la ciudad
y el hogar. Y para ello, hemos de conseguir que el hombre y la mujer corrientes
se muestren dispuestos a aceptar sin temor estos robots. Como comprenderá, no hay
nada que temer.
–No lo hay, Claire –intervino muy serio Larry–. Te doy mi
palabra. Le es imposible causar daño alguno. Ya sabes que si no fuese así no te
dejaría con él.
Claire lanzó una ojeada rápida y disimulada a Tony y habló
en voz muy baja:
–¿Y qué pasaría si se enfadara conmigo?
–No necesita cuchichear –respondió la doctora Claire con voz
sosegada–. Él no puede enojarse con usted, amiga mía. Ya le dije que el cuadro de
conexiones de su cerebro está predeterminado. Y la primera conexión, la más importante
de todas, es la que denominamos “la primera ley de la robótica” y que se reduce
a esto: “Un robot no dañará en ningún caso a un ser humano, ni, por inacción, permitirá
que un ser humano reciba daño alguno”. Todos los robots están construidos según
esta norma. Ninguno puede ser obligado a causar daño a un ser humano. Así pues,
ya ve que necesitamos que usted y Tony lleven a cabo un experimento preliminar para
nuestra propia información, mientras su esposo se desplaza a Washington para las
pruebas legales supervisadas por el gobierno.
–¿Quiere decir que esto no es legal?
Larry carraspeó e intervino de nuevo:
–No todavía, pero todo está en orden. Él no abandonará la
casa, y tú no permitirás que nadie lo vea. Eso es todo. Me quedaría contigo, Claire,
pero sé demasiado sobre los robots. Necesitamos que lo compruebe una persona experimentada,
a fin de que las condiciones sean lo más severas posible. Es necesario.
–Bueno, está bien –murmuró Claire. Y luego, como si la asaltara
una idea, preguntó–: ¿Pero qué hace él?
–Labores caseras –respondió escuetamente la doctora Calvin.
Y acto seguido, se levantó para marcharse. Fue Larry quien
la acompañó a la puerta, mientras Claire se quedaba detrás, llena de melancolía.
Lanzó una mirada al espejo colocado sobre la repisa de la chimenea y la apartó presurosa.
Estaba más que harta de su carita ratonil y de su cabello sin brillo, peinado en
una forma carente de imaginación. Luego observó que los ojos de Tony se hallaban
posados en ella. Casi sonrió, antes de recordar…
Se trataba sólo de una máquina.
Larry Belmont iba camino del aeropuerto cuando reparó en Gladys Claffern. Le
lanzó una ojeada. Era el tipo de mujer que parecía hecha para ser vista en ojeadas…
Perfectamente hecha, vestida con mano y ojo exquisitos, demasiado rutilante para
mirarla con fijeza.
La tenue sonrisa que la precedía y el sutil aroma que la seguía
eran como un par de dedos que le dirigieran señas invitadoras. Larry se dio cuenta
de que había interrumpido sus zancadas y, tocándose ligeramente el ala del sombrero,
apresuró el paso.
Sentía el mismo vago enojo de siempre. ¡Cuánto le ayudaría
que Claire se decidiera a meterse en la pandilla de Claffern…! ¡Bah! ¿De qué serviría,
de todos modos?
¡Claire! Las pocas veces que se había visto cara a cara con
Gladys, aquella pequeña tonta había permanecido con la lengua atada. No se hacía
ilusiones. La prueba de Tony constituía su gran oportunidad, pero todo dependía
de Claire. ¡Cuánta mayor seguridad sentiría de encontrarse en manos de alguien como
Gladys Claffern!
La segunda mañana, Claire despertó al oír un suave golpe con los nudillos en
la puerta del dormitorio. Su mente lanzó un silencioso quejido y luego se quedó
helada. Había evitado a Tony el primer día, sonriendo con vaguedad cuando lo veía
fregoteando o manejando la escoba.
–¿Es usted… Tony?
–Sí, señora Belmont. ¿Puedo entrar?
Sin duda respondió que sí, puesto que él apareció en la habitación,
de manera repentina y silenciosa. Los ojos y la nariz de ella se percataron simultáneamente
de la bandeja que Tony portaba.
–¿El desayuno? –preguntó.
–Si gusta…
No se atrevió a rehusar, al parecer. Se encontró incorporándose
poco a poco hasta adoptar una cómoda postura y recibiendo la bandeja, que contenía
huevos cocidos, pan con mantequilla y café.
–Traje por separado el azúcar y la crema –explicó Tony–. Aprenderé
sus gustos con el tiempo, tanto en esto como en otras cosas.
Ella esperó. Tony, en pie, erguido y flexible a la vez como
una regla metálica, preguntó tras un instante:
–¿Prefiere comer en privado?
–Sí… Quiero decir, si no le importa.
–¿Necesitará después ayuda para vestirse?
–¡Dios mío, no!
Su mano se asió frenéticamente a la bandeja, de manera que
el café estuvo al borde de la catástrofe. Permaneció así, rígida. Cuando se cerró
la puerta y Tony desapareció de su vista, se echó atrás con desesperanza contra
la almohada.
De todos modos, logró pasar el desayuno. No era más que una
máquina y a no ser por su aspecto llamativo, no se asustaría de tal modo. Si por
lo menos cambiara de expresión… No había manera de saber lo que había tras aquellos
ojos pardos y aquella especie de piel olivácea. La taza de café tintineó por un
momento, vacía ya, sobre la bandeja.
Y de pronto, se dio cuenta de que se había olvidado de echarle
crema y azúcar al café, tal como acostumbraba, pues lo aborrecía solo.
Después de vestirse, se encaminó con paso decidido desde el dormitorio a la
cocina. Después de todo, aquélla era su casa. No es que fuera muy remilgada, pero
le gustaba la cocina bien limpia. Tony debió haber esperado sus órdenes…
Pero, al entrar, halló una cocina que bien podía haber salido
momentos antes de la fábrica, en todo su reluciente esplendor.
Se detuvo, la contempló, volvió sobre sus pasos y casi tropezó
con Tony. Lanzó una especie de gruñido.
–¿Puedo ayudarla en algo?
–Tony –dijo, apelando a todo su enojo para rechazar el pánico–,
quisiera que hiciera algún ruido al andar. No me gusta que se acerque furtivamente…
¿No utilizó usted la cocina?
–Sí que la utilicé, señora Belmont.
–No lo parece.
–La limpié después. ¿No es ésa la costumbre?
Claire abrió mucho los ojos. ¿Qué podía objetarse a eso? Revisó
el compartimiento del horno donde guardaba las cacerolas y, percibiendo un insólito
fulgor metálico en su interior, asintió temblorosa:
–Muy bien. Perfecto.
Si en aquel momento él hubiera mostrado su satisfacción, si
hubiera sonreído, sólo con que hubiera plegado la comisura de la boca, cualquiera
de esas manifestaciones la habrían acercado a él. Pero Tony permaneció tan imperturbable
como un lord inglés en reposo al responder:
–Gracias, señora Belmont. ¿Desea usted pasar a la sala?
Así lo hizo, y al punto notó como una conmoción.
–Veo que ha estado dando brillo a los muebles.
–¿Quedó a su gusto, señora Belmont?
–Pero, ¿cuándo lo hizo? Ayer no, seguro.
–La noche pasada, desde luego.
–¿Así que tuvo encendidas las luces toda la noche?
–No, no… No las necesito. Dispongo de un foco de rayos ultravioleta.
Puedo ver en el ultravioleta. Y desde luego, no necesito dormir.
No cabía duda de que resultaba admirable, pensó. Y también
había de reconocer que empezaba a agradarle. Sin embargo, no se decidía a confesarse
que él le proporcionaba placer. Sólo acertó a decir agriamente:
–Su especie dejará sin empleo al habitual servicio doméstico.
–Hay trabajos de mucha mayor importancia a los que dedicarse
en el mundo, una vez liberados de tan pesadas tareas. Después de todo, señora Belmont,
las cosas como yo se fabrican. Pero nada es capaz de imitar la creatividad y la
versatilidad de un cerebro humano como el suyo.
Y aunque su rostro no lo expresara en lo más mínimo, el tono
de su voz tenía tal grave acento de temor y admiración que logró que Claire se sonrojara
y murmurara:
–¡Mi cerebro! Se lo regalo.
Tony se aproximó un poco a ella.
–Debe de sentirse muy desgraciada para decir tal cosa. ¿Puedo
hacer algo para remediarlo?
Por un instante, Claire creyó que iba a echarse a reír. La
situación era tan ridícula… Allí estaba aquel sacudidor de alfombras, fregona, vajillas,
lustrador de muebles y factótum general animado, surgiendo del catálogo de la fábrica…
y ofreciendo sus servicios como consolador y confidente. Sin embargo, dijo con una
explosión de súbito pesar:
–¿Sabe? El señor Belmont no cree que yo tenga un cerebro…
Y supongo que en efecto no lo tengo.
No debió de haberlo proclamado ante él. Por una razón desconocida,
se sentía depositaria del honor de la raza humana ante aquella simple creación suya.
–Es cosa reciente –añadió–. Todo iba bien entre nosotros cuando
él no era más que un estudiante, cuando empezaba. Pero no sirvo como esposa de un
gran hombre, y él está a punto de convertirse en un gran hombre. Le gustaría que
fuera una excelente anfitriona y que me dedicara a la vida social… como esa Gle…
Ga… Gladys Claffern.
Tenía la nariz enrojecida. Apartó la vista. Pero Tony no la
miraba. Sus ojos recorrían la habitación.
–Puedo ayudarla a llevar la casa.
–No serviría de nada –respondió ella con vehemencia–. Necesita
un toque que soy incapaz de darle. Sólo sé hacerla confortable… Ni siquiera convertirla
en algo semejante a las que aparecen en las fotografías de las revistas de decoración.
–¿Desea algo por el estilo?
–¿Sirve de algo desearlo?
Los ojos de Tony se fijaron en ella.
–Puedo ayudar.
–¿Posee conocimientos sobre la decoración de interiores?
–¿Toda buena ama de casa debe poseerlos?
–En efecto.
–Entonces dispongo de las capacidades necesarias para aprender.
¿Por qué no me proporciona libros sobre la cuestión?
Y aquello fue el principio de algo.
Claire, sujetándose el sombrero contra las alborotadas libertades del viento,
se trajo a casa dos gruesos volúmenes sobre artes del hogar que pidió prestados
en la biblioteca pública. Observó cómo Tony abría uno de ellos y lo hojeaba. Era
la primera vez que veía el revoloteo de sus dedos entregados a una labor delicada.
“No sé cómo lo hacen”, pensó. Y en un súbito impulso, le cogió
una mano y la atrajo hacia sí. Tony no resistió, dejándola flojamente sometida a
la inspección.
–¡Qué formidable! –comentó ella–. Hasta sus uñas parecen naturales.
–Un efecto buscado –explicó Tony. Y añadió locuaz–: La piel
es de plástico flexible, y el esqueleto de una aleación metálica. ¿Le divierte eso?
–No, no… –su rostro enrojeció–. No deseo en modo alguno hurgar
en sus interioridades. No es cuestión que me afecte. Tampoco ha de preguntarme usted
por las mías.
–La programación de mi cerebro no incluye tal tipo de curiosidad.
Debo someterme a mis propias limitaciones, ¿sabe?
En el silencio que siguió, Claire sintió que algo la oprimía
en su interior. ¿Por qué olvidaba siempre que se enfrentaba a una máquina? El propio
objeto había de recordárselo. ¿Experimentaba un anhelo tan grande de simpatía que
incluso aceptaría como su igual a un robot, sólo por el hecho de que la compadecía?
Observó que Tony continuaba pasando las páginas –casi como
si no pudiera evitarlo– y experimentó una sensación rápida y punzante de aliviada
superioridad.
–Así que sabe leer, ¿no? –preguntó.
Tony alzó la vista hacia ella, respondiendo con su voz tranquila
e irreprochable:
–Estoy leyendo, señora Belmont.
–Pero…
Señaló el libro con gesto ambiguo.
–Paso los ojos por las páginas, si es eso a lo que se refiere.
Mi sentido de la lectura es fotográfico.
Oscurecía ya cuando Claire fue a acostarse. Tony seguía enfrascado
en el segundo volumen, sentado en la oscuridad o al menos en lo que la limitada
visión de Claire consideraba como tal.
Un último y singular pensamiento relampagueó en su cerebro
antes de dejarse vencer por el sueño. Recordó la mano del robot, una mano cálida
y suave, como la de un ser humano.
“¡Qué habilidad la de esos fabricantes!”, pensó. Y se durmió
sosegadamente.
La biblioteca ocupó todo su tiempo durante varios días. Tony sugería los campos
de estudio, que empalmaba y ramificaba con gran velocidad. Pidió libros sobre combinación
de colores y sobre cosmética, sobre ebanistería y modas, sobre arte e historia del
vestido.
Pasaba las páginas de cada libro ante sus solemnes ojos, leyéndolas
tan pronto como las pasaba, sin olvidar nada, al parecer, de su contenido.
Antes de finalizar la semana, insistió en que se cortara el
pelo, ideando para ella un nuevo peinado, decidiendo una ligera modificación de
la línea de sus cejas y cambiando el tono de sus polvos y lápiz de labios.
Claire había palpitado con nervioso temor, por espacio de
media hora, bajo el delicado toque de los inhumanos dedos de él. Al finalizar, se
contempló en el espejo.
–Aún puede mejorarse –dijo Tony–, sobre todo en lo que respecta
a la ropa. ¿Qué le parece, de momento?
No respondió en seguida. Necesitó algún tiempo para absorber
la identidad de la desconocida reflejada en el espejo y atenuar el asombro ante
su belleza. Luego, sin apartar la vista de la reconfortante imagen, dijo de manera
incongruente:
–Sí, Tony, está muy bien… de momento.
En sus cartas, no le comunicó nada de esto a Larry. Que lo
descubriera de sopetón. Y algo en ella le hacía sospechar que no sólo disfrutaría
de su sorpresa. Sería asimismo una especie de venganza.
Tony dijo cierta mañana:
–Ya va siendo hora de empezar a hacer compras, y a mí no me
está permitido abandonar la casa. Si le escribo exactamente lo que necesitamos,
¿puedo confiar en que lo adquiera? Necesitamos cortinas y mobiliario, papel para
las paredes, alfombras, pintura, ropa… y otras pequeñas cosas.
–No resulta fácil obtener todo eso de golpe, ajustándose a
todos los detalles –objetó Claire, con aire de duda.
–Siempre que no haya problemas de dinero, lo encontrará casi
todo en la ciudad.
–¡Pero Tony, desde luego que el dinero supone un problema!
–En absoluto. Vaya primero a la U. S. Robots, con una nota
que le daré. Entrevístese con la doctora Calvin y dígale de mi parte que esto forma
parte del experimento.
En esta ocasión la doctora Calvin no la atemorizó tanto como la tarde en que
la conoció. Con su nuevo rostro y su sombrero también nuevo, no se parecía ya a
la antigua Claire. Escuchó con atención a la sicóloga, formuló unas cuantas preguntas,
asintió y se encontró en camino, armada de un crédito ilimitado contra la cuenta
de U. S. Robots & Mechanical Men Inc.
Es maravilloso el poder del dinero. Con todas las existencias
de un almacén a tus pies, el dictado de una vendedora no significa forzosamente
una voz bajada del cielo, ni la ceja alzada de un decorador reviste la majestad
del rayo de Júpiter.
En cierto momento, el excelso modisto de una de las más señoriales
casas de modas se mofó con insistencia de su descripción del guardarropa que deseaba,
haciéndolo con la más correcta pronunciación y el más puro acento francés de la
calle Cincuenta y Siete. Claire llamó a Tony y luego le pasó el teléfono a Monsieur.
–Si no tiene inconveniente –le dijo con voz firme, aunque
retorciéndose un poco las manos–, me agradaría que hablara con… con mi secretario.
El pomposo gordinflón se acercó al teléfono con un brazo solemnemente
doblado a la espalda. Alzó el receptor con dos dedos y dijo en tono delicado:
–Sí…
Una breve pausa, un segundo “sí”, luego una pausa mucho mayor,
un tímido comienzo de una objeción que murió en ciernes, otra pausa, otro humilde
“sí”, y el teléfono volvió a su lugar.
–Si Madame quiere acompañarme –invitó, dolido y distante–,
intentaré cumplir sus deseos.
–Un segundo, por favor.
Claire corrió de nuevo al teléfono y marcó de nuevo el número
de su casa.
–Tony, no sé lo que le diría, pero sirvió. Gracias. Es usted
un… –titubeó, buscando la palabra adecuada, pero desistió y terminó con un leve
gallo–: ¡Un amor!
Al volver del teléfono, se encontró con que Gladys Claffern
la estaba mirando, con el rostro un tanto vuelto a un lado y aire entre divertido
y asombrado.
–¿Señora Belmont?
Claire sintió que se le helaba la sangre, ni más ni menos.
Al fin, asintió. Estúpidamente, como una marioneta.
Gladys sonrió, con una imperdonable insolencia.
–No sabía que comprara usted aquí… –dijo, con un tonillo que
daba a entender que por ese simple hecho, aquel establecimiento había perdido ya
toda categoría.
–Por lo general no lo hago –confesó Claire con humildad.
–¿Y qué se ha hecho en el pelo? Le ha quedado muy curioso…
¡Ah! Dispense. Tenía entendido que el nombre de su esposo era Lawrence. Sí, en efecto,
me parece que es Lawrence…
Claire apretó los dientes, pero no le quedó más remedio que
explicar:
–Tony es un amigo de mi marido. Me está ayudando a elegir
algunas cosas.
–Comprendo. En efecto, debe ser un amor.
Y sin añadir una palabra más, se marchó sonriente, llevándose
consigo la luz y el calor del mundo.
Claire no puso en duda el hecho de que era en Tony en quien buscaría consuelo.
Diez días la habían curado de su aversión. Ahora lloraba ante él sin problemas.
Lloraba y rabiaba.
–Me porté como una completa estúpida –estalló, retorciendo
su pañuelo mojado–. ¡Hacerme eso a mí! No sé por qué, pero lo hizo. Debiera haberle…
dado un puntapié. Debiera haberla tirado al suelo y pisoteado.
–¿Cómo odiar tanto a un ser humano? –preguntó Tony con perpleja
suavidad–. Esa parte de la mente humana supone un misterio para mí.
–Bueno… No es a ella a quien odio –gimió Claire–. Creo que
me odio a mí misma. Ella es todo lo que yo desearía ser… Por lo menos exteriormente.
Pero no está a mi alcance.
La voz de Tony sonó fuerte y queda a la par en sus oídos:
–Sí lo está, señora Belmont. Sí que lo está. Disponemos aún
de diez días, y durante ellos la casa habrá cambiado. ¿No lo hemos planeado así?
–¿Y de qué me sirve eso? Quiero decir, respecto a ella…
–Invítela. Invite a sus amistades. Hágalo la noche anterior
a… mi partida. Será en cierto modo una fiesta de inauguración.
–No aceptará.
–Sí aceptará. Vendrá para reírse… Y no tendrá de qué.
–¿Lo cree usted de veras, Tony? ¿Piensa que lo lograremos?
–le tomó ambas manos entre las suyas. Pero en seguida volteó–. No. ¿De qué serviría?
No sería yo. Todo el mérito le corresponde a usted. No puedo adornarme con plumas
ajenas.
–Nadie vive en un espléndido aislamiento –murmuró Tony–. Han
puesto en mí ese conocimiento. Lo que usted y los demás ven en Gladys Claffern no
es la verdadera Gladys Claffern. Se adorna con todas las plumas que proporciona
el dinero y la posición social. Y no se preocupa por eso. ¿Por qué habría de preocuparse
usted? Considérelo de ese modo, señora Belmont. Me han fabricado para obedecer,
pero soy yo mismo quien ha de determinar la extensión de mi obediencia. Puedo limitarme
a cumplir las órdenes o interpretarlas de manera amplia. Con usted actúo de esta
última forma, porque pertenece al tipo de ser humano para el cual he sido fabricado.
Es usted amable, amistosa, modesta. En cambio la señora Claffern, tal como usted
la describe, no lo es. No la obedecería de buen grado, como lo hago con usted. Por
lo tanto, es usted, señora Belmont, y no yo, quien está haciendo todo esto.
Retiró sus manos de las de ella, y Claire descubrió en aquel
rostro inexpresivo, en el que nadie podía leer, una verdadera admiración… de pronto,
se atemorizó de nuevo, pero esta vez de manera muy distinta.
Tragó nerviosamente saliva y contempló sus manos, que le hormigueaban
aún por la presión de los dedos de él. No, no se lo había imaginado. Los dedos de
Tony habían oprimido los de ella de manera afectuosa y tierna, un momento antes
de retirarse.
¡No!
Los dedos de aquello… los dedos de aquello…
Y corrió al cuarto de baño para lavarse las manos, frotándoselas
una y otra vez, ciega e inútilmente.
Al día siguiente, se mostró un tanto tímida y cautelosa con él. Lo vigiló con
atención, esperando lo que seguiría. Durante un rato, no ocurrió nada.
Tony estaba trabajando. Si la técnica del empapelado de las
paredes o la utilización de la pintura de secado rápido presentaba alguna dificultad,
Tony no lo demostraba. Sus manos se movían con precisión, y sus dedos eran hábiles
y seguros.
Trabajaba también durante toda la noche, aunque ella no lo
oyese, y cada mañana suponía una nueva aventura. No alcanzaba a enumerar todo lo
que había hecho. Al atardecer, seguía descubriendo aún nuevos detalles… Y así llegaba
otra noche.
Sólo una vez intentó cooperar, fallando con humana torpeza.
Él trabajaba en la habitación contigua, y ella colgaba un cuadro en el lugar marcado
por los ojos matemáticos de Tony. Allí estaba la pequeña señal, y el cuadro también.
Y asimismo había en ella una repentina revulsión contra la ociosidad.
Pero se sentía nerviosa, o bien la escalera estaba desvencijada,
pues la sintió ceder. Lanzó un grito. Sin embargo, no pasó nada. Tony había acudido
con la rapidez de un rayo.
Sus tranquilos ojos pardos no manifestaron nada, y su cálida
voz se limitó a pronunciar las siguientes palabras:
–¿Se ha hecho daño, señora Belmont?
Por un instante, se fijó en que su mano había desordenado
el pelo liso de él, pues por primera vez vio que estaba compuesto de distintas hebras,
finas y negras.
Y luego, de pronto, tuvo conciencia de sus brazos rodeándola
por los hombros y las rodillas… sosteniéndola en su caída, estrecha y cálidamente…
Se puso en pie de un salto. El chillido que dejó escapar traspasó
sus propios oídos. Pasó el resto del día en su habitación, y para dormir, además
de cerrar bien la puerta con llave, la atrancó con una silla.
Envió las invitaciones y, tal como Tony dijera, fueron aceptadas. Sólo faltaba
esperar la última velada.
Llegó también, como todas las demás, en el lugar que le correspondía.
La casa no parecía la misma. La recorrió por última vez. Todas las habitaciones
habían cambiado. Ella también se vestía con ropas que jamás se habría atrevido a
llevar antes. Ropas de las que podía enorgullecerse y con las que se sentía segura.
Se miró al espejo, remedando un mohín de divertido desdén, y el pulido cristal se
lo devolvió con expresión burlona.
¿Qué diría Larry…? ¿Qué importaba, después de todo? No iban
a venir con él los días excitantes. Desaparecerían con la marcha de Tony. ¡Qué cosa
tan extraña! Intentó recobrar su talante de tres semanas atrás. Fracasó por completo.
El reloj dio las ocho, ocho toques que la dejaron sin respiración. Se volvió
hacia Tony:
–No tardarán en llegar. Será mejor que se meta al sótano.
No podemos permitir que…
Se quedó mirándolo con fijeza un momento, y después dijo débilmente:
–¿Tony? –Y luego más fuerte– ¡Tony! –Y al final, casi con
un chillido–: ¡Tony!
Pero sus brazos la rodeaban ya, y su cara estaba junto a la
suya. La presión de su abrazo era implacable. Oyó su voz a través de una bruma de
confusión emotiva.
–Claire –decía su voz–, hay muchas cosas cuya comprensión
me está vedada, y ésta debe ser una de ellas. He de marcharme mañana y no quiero
hacerlo. Creo que en ello hay algo más que el deseo de complacerla. ¿No le parece
raro?
Su cara se acercó más aún. Sus labios eran cálidos, aunque
sin aliento tras ellos, pues las máquinas no respiran. Casi se habían posado sobre
los de ella.
Y sonó el timbre de la puerta.
Durante un instante, se debatió jadeante. De pronto, él se
marchó, desapareciendo de la vista, mientras el timbre seguía sonando con insistente
y aguda intermitencia.
Las cortinas de las ventanas delanteras habían sido descorridas.
Quince minutos antes habían estado cerradas. Lo sabía. Tenían que haberla visto.
Todos debieron haberlo visto… ¡Todo!
Entraron cortésmente, en grupo, posando sus penetrantes ojos en todos los detalles.
Habían visto. ¿Qué más preguntaría Gladys sobre Larry, a su impertinente manera?
Claire se veía enfrentada a un desafío desesperado e implacable.
“Sí, está fuera. Volverá mañana, creo. No, no he estado sola.
He pasado unos días estupendos, emocionantes”.
Se echó a reír. ¿Por qué no? ¿Qué le importaban ellos? Larry
sabría la verdad, si alguna vez le llegaba la historia de lo que pensaban que vieron.
Pero ellos no rieron.
Leyó la furia en los ojos de Gladys Claffern, en el falso
chispear de sus palabras, en su deseo de marcharse pronto. Y cuando se fue con todos
los demás, captó un cuchicheo final y anónimo:
“Nunca había visto un hombre… tan guapo”.
Y Claire supo que fue aquello lo que le permitió dejarlos
con un palmo de narices. Que se soltaran las lenguas. Todos sabían… ¡Y qué si Gladys
era más guapa que Claire Belmont, más rica y más brillante! Todos sabrían que nadie,
nadie, podía tener un amante más guapo que ella.
Y luego recordó de nuevo… una vez y otra, que Tony era una
máquina. Se le puso la carne de gallina.
–¡Fuera! ¡Déjenme en paz! –gritó a la habitación vacía, y
corrió hasta su lecho.
Toda la noche la pasó desvelada y llorando. A la mañana siguiente,
casi al amanecer, con las calles aún vacías, una camioneta vino y se llevó a Tony.
Lawrence Belmont pasó ante el despacho de la doctora Calvin y, obedeciendo
a un súbito impulso, llamó a la puerta. La encontró en compañía del matemático Peter
Bogert, mas no vaciló por ello.
–Claire me dijo que la casa corre con todos los gastos hechos
en mi hogar… –manifestó.
–Así es –respondió la doctora Calvin–. Lo consideramos una
parte valiosa y necesaria del experimento. Con la nueva posición que ocupa usted
ahora como ingeniero asociado, supongo que podrá mantenerla al mismo nivel.
–No es eso lo que me preocupa. Con la conformidad dada por
Washington a las pruebas, dispondremos de un modelo TN propio para el año próximo,
creo.
Se volvió vacilante, como para marcharse, pero giró otra vez,
sobre sus talones, dudando todavía.
–¿Y bien, señor Belmont…? –le acució la doctora Calvin, tras
una pausa.
–Me pregunto… –comenzó Larry–, me pregunto qué sucedió realmente
allí durante mi ausencia. Ella… Claire, quiero decir, parece tan distinta… No me
refiero a su aspecto… aunque la verdad, estoy maravillado –rio nervioso–. Es toda
ella. No parece mi mujer… No puedo explicarlo.
–¿Para qué intentarlo? ¿Acaso se siente desilusionado respecto
a alguna parte del cambio?
–Todo lo contrario. Pero, verá, resulta un poco atemorizador…
–Yo no me preocuparía por eso, señor Belmont. Su mujer se
ha comportado de un modo excelente. Con franqueza, jamás pensé que el experimento
aportara una prueba tan completa y definitiva. Sabemos ya las correcciones exactas
que han de hacerse en el modelo TN, y todo gracias a la señora Belmont. Si quiere
que le sea sincera, opino que su esposa se merece el ascenso más que usted.
Larry titubeó visiblemente.
–Bueno, todo queda en la familia –murmuró sin convicción.
Y se marchó.
Susan Calvin se le quedó mirando mientras se retiraba. Luego dijo:
–Creo que le duele… al menos así lo espero… ¿Leyó usted el
informe de Tony, Peter?
–De cabo a rabo –respondió Bogert–, ¿y no le parece que el
modelo TN-3 necesita algunos cambios?
–¡Ah! ¿También piensa usted así? –preguntó la doctora Calvin
con acento incisivo–. Expóngame su razonamiento.
–No necesito ninguno –manifestó Bogert frunciendo el entrecejo–.
Es evidente que no podemos sacar al mercado un robot que haga el amor a su ama…
si no le importa el retruécano.
–¡Amor! Peter, me da usted asco. ¿Es que no lo comprende?
Esa máquina tiene que obedecer a la primera ley. ¿Cómo iba a permitir que un ser
humano sufriera? Y el sufrimiento se lo causaba a Claire Belmont su propio complejo
de inferioridad. Así pues, le hizo el amor. Ninguna mujer dejaría de apreciar el
cumplido que supone ser capaz de despertar la pasión en una máquina… en una fría
e inanimada máquina. Y por eso Tony descorrió aquella noche las cortinas con toda
deliberación, a fin de que los otros vieran y envidiaran… sin riesgo alguno para
la felicidad matrimonial de Claire. Creo que fue muy inteligente por parte de Tony.
–¿Ah, sí? ¿Y qué diferencia hay entre si fue una ficción o
no, Susan? El horror se mantiene. Vuelva a leer el informe. Ella lo evitaba. Chilló
cuando la tomó en sus brazos. No logró dormir aquella última noche, atacada de histerismo.
No, no podemos fabricar algo así.
–Peter, está usted ciego. Está tan ciego como lo estuve yo.
El modelo TN será reconstruido por entero, pero no por las razones que usted expone,
sino por otras muy distintas. Y es raro que a mí se me pasara por alto al principio
–los ojos de la doctora se enturbiaron a causa de la cavilación–. Tal vez la deficiencia
radique en mí misma. Mire, Peter, las máquinas no se enamoran. Pero… a pesar de
que no tiene remedio y por mucho que nos horrorice… ¡las mujeres sí!
(Tomado de Asimov, Isaac,
Cuentos completos. Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)
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