Enrique Galindo
Ni lo soñé ni me desperté transformado. Más bien fue
algo progresivo, lento y embaucador. Lo que no recuerdo es cuándo comenzó aquel
sabor –exquisito, por cierto–, a hacerse presente, a avanzar como primera línea
de ejército napoleónico hasta conquistarlo todo.
El precio que tuve
que abonar por la invasión fue lo peor: la pérdida de sabores, de instantes y riquezas
paladeando la vida, de anhelos esperados en forma de manjares, desde un plátano
hasta un beso, pasando por el instante sublime del vino en los labios y el juego
de relames que deja una tarta de fresa y nata.
Chocolate negro,
70%, con toques de coco.
El sueño de niño,
cuando me regalaron aquella chocolatina, envuelta en papel rojo y bronce, era una
realidad tangible. Entonces llegó un tío, que dijeron que era mío, hermano de mi
madre y me la entregó. Yo, tímido al principio, dudé en abrir aquel atrayente envoltorio.
Cuando lo hice, tres horas y un agujero de deseo y temor en el estómago después,
descubrí la fantasía; y con ella el sabor de lo perfecto. También es verdad que
hay agasajos envenenados que transforman el tiempo y el porvenir, y aunque aquel
regalo ya había pasado hace tantos años, y mi mente lo había olvidado, mis deseos
no lo hicieron. Recibía la gracia de lo concedido con dieciocho años de retraso.
Lo sentí como una ofrenda de los dioses, un milagro hecho ambrosía.
Que el sabor a cacao
lo inundara todo fue una gran alegría, una triste locura.
Como digo, no comenzó
de golpe, por lo que la sorpresa me la podía haber ahorrado, pero sí fue repentina
la toma de conciencia de lo inevitable. El fenómeno: una tarde, la cama de mi novia
fue el testigo mudo. Sus labios, en los besos que anteceden al momento del acoplamiento,
no sabían, no desprendían el sentido de la vida, solo eran una sensación neutra
de saliva y humedad; pero al sopesar su pezón izquierdo con mi boca… Dudé y la duda
me llevó a meterme en la boca y chupar con glotonería toda su teta, con la mente
abierta al viejo sabor recién descubierto. El pecho era un mundo redondo de sabor.
–¿Qué… sabe a leche?
–me dijo, sorprendida de mi súbita avidez.
–A leche… no; mejor
dicho a chocolate con leche. Espera… –succioné otra vez comprobando con más detenimiento
el nuevo sabor–, ligeramente amargo y con un poquito de coco.
El pecho entero
se había transformado en cacao, todo era poco para lamer, además con ese tamaño
que supera la boca abierta… Nunca había probado una onza de chocolate igual, con
las dimensiones y el deje de un pecho femenino. Continué goloso degustando aquel
pezón que extendía todo su universo a la mujer entera de chocolate.
Me separó la boca
de un empellón, se tapó con la sábana y me echó de su casa sin contemplaciones,
pero con insultos. Me ahorro los calificativos, pero iban de la obscenidad a la
demencia, pasando por la acusación psicoanalítica de acomplejado de Edipo. Me vi
en calzoncillos en el descansillo de la escalera y pidiendo a gritos, como un picapiedra
más llamando a su Wilma particular, rogando por entrar a recuperar mis ropas y pidiendo
perdón mientras me pasaba la lengua por los labios para prolongar el gusto.
Mientras abandonaba
el lugar, rememoraba aquellos instantes: sus labios sabían a tableta de chocolate,
su piel se deshacía en cacao. La bebida de los dioses se había hecho carne. El pecho
pasó a ser afrodisíaco, no por sí mismo –como objeto sexual–, sino por el poder
contagioso de su sabor.
El recorrido a mi
casa, bueno, de mis padres, que aún no tenía el trabajo ni el dinero para dejarlos
y tener cueva independiente, se mecía entre la crisis de pareja recién abierta entre
ella y yo (los gruñidos sonaban dentro del casco cerebral), y ese paladar que deja
la felicidad en la memoria. Comenzaba a llover. La noche comenzaba a abrirse en
un grifo lento. Abrí la boca al cielo para refrescarla y las gotas de colacao entraron
tibias. En casa, la sopa de la cena era una sorpresa de consomé chocolateado. El
pescado parecía rebozado de polvo de cacao al setenta por ciento. Era un sueño cumplido
desde niño. La vida era pura delicia, un globo deseado de ser comido con avidez.
Los días siguientes
se mezclaron de dicha y sentimientos encontrados. Aunque la ruptura era una realidad
confirmada, todo sabía a bombón. No había gusto que escapara a la dulce sensación
del chocolate. Si me hubieran dicho, en aquellos cinco años, firma, lo hubiera hecho
sin dudar. El mundo empezó a ser de un dulce ligeramente amargo. Carnes, verduras,
zumos, incluso el agua, tenía esa degustación tan encantadora. Mi novia me había
dejado pero no importaba. Si otros apagaban sus penas en alcohol, hachís o riesgo,
yo no. Me bastaba con chuparme un dedo para ser otra vez feliz. Si alguna aventurilla
se cruzaba, que no fueron muchas, todo sea dicho, disfrutaba más que del sexo, de
sentir unas tetas de chocolate que no se deshacían en la boca. Tal vez por eso,
mis candidatas a pareja no pasaban de ser eso: candidatas efímeras, amantes transitorias,
chocolatinas de paso.
Pero lo obvio había
de ocurrir. Me sentí solo, echaba en falta a mi chica, no su sabor a nocilla con
coco, sino su charla, su risa, su olor a hembra. También mis amigos se fueron desvaneciendo
progresivamente como los sueños cuando pones el pie en la alfombra, apenas llamaban
para ir a un concierto, al cine o de birras. Tal vez se cansaron de mi monólogo
perenne sobre la bebida de los dioses; no pensé que les aburriría mi dicha compartida
¿Sabíais que Hernán Cortes daba a sus hombres un vaso de chocolate porque con ello
eran capaces de resistir marchas de una jornada completa en la selva sin más alimento?
Es bueno para el colesterol. Antes de llegar los españoles a hacer de las nuestras,
en México había dos dioses relacionados al cacao, uno azteca: Quetzalcóatl; y otro
de origen maya: Ek-Chuah. En algunas culturas se le considera afrodisíaco…
Quería ir al cine
y comer palomitas con sabor a maíz reventado y caliente, pero no, eran de chocolate,
yo las quería de grano de mazorca. Quería tomarme un cubata y que el güisqui con
cola me refrescase la garganta, en lugar del sabor dulzón a crema de cacao con alcohol.
Querría disfrutar de la barbacoa del domingo en el campo, de la carne a punto de
quemarse oliendo a leña. Que mis amigos volvieran. Que mi piel supiera a sudor y
poderme lamer una mano, como hacía mi perro; él también se aparta, no me lame ni
hace cariñitos, ni que tuviera el sabor ese impregnado en la cara y lo oliera antes
de esconder el rabo y gruñir con destino a su caseta y su hueso.
La vida iba perdiendo
gusto progresivamente, no disfrutaba ya tanto del único sabor posible, empezaba
a olvidar cómo era aquel Reserva manchego. Sufría por paladear un entrecot bien
pasado, degustar la textura del pulpo con su aceite y su pimentón en una mesa de
feria, hincharme a paella de mariscos, saborear una fuente de mejillones. Incluso
la pizza cuatro quesos, ¡ah, la pizza…!
Sería la soledad,
la preocupación de mis padres, el aburrimiento o qué se yo, pero hice un intento
de ir a médicos, pero temía que se rieran de mí. Además, a cuál solicitar cita previa:
la de cabecera, el estomatólogo, un psiquiatra. O tal vez fuera competencia de un
curandero o un sacerdote especializado en exorcismos. No, si me veo en una unidad
de salud mental de esas, compartiendo sopa boba (encima de chocolate) con los psicópatas
y dementes de turno. Mi madre no hace nada más que preguntarme por mi salud, a veces
llora; teme que enferme de pálido que me voy volviendo. Ya sé que tengo que hacer
un esfuerzo y comer algo, que en el espejo se me van dibujando los huesos, pero
no puedo. Odio el sabor, no aguanto que una naranja sepa a eso, que la cerveza no
sea la misma, que ni un bizcocho se libre del encantamiento. Todo lo llena, todo
es uno. Hasta la palabra misma es una maldición. Hernán Cortés debería estar borrado
de los libros de historia junto con Cristóbal Colón y todos los que se acercaron
a aquel continente insípido.
Tengo hambre. Mucha
hambre. Cada día más. No quiero comer, me niego a ingerir nada que me pueda recordar
a lo de siempre. Me han traído en una ambulancia. Entraron por la noche, a traición
y con alevosía. Llevaban batas blancas. Me dieron unas gotas de un líquido con sabor
a cacao para tranquilizarme. Creo que ahora estoy en una unidad para anoréxicos.
A veces el psicólogo quiere hablar conmigo, pero no, no deseo hablar de comida.
En el grupo no aguanto cuando alguna dice “Yo no estoy enferma, en mi casa hago
unos excelentes pasteles de chocolate”. Entonces, si no fuera por mis pocas fuerzas,
me levantaría y le haría tragar todos los bombones que ponen sobre la mesa, con
su envoltorio tramposo de oro y plata.
Mi madre viene a
verme cada día, de cinco a siete, y suspira.
(Tomado
de www.tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com)
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