José María Aroca
Le
cogieron en París.
Los seres misteriosos habían desaparecido. Pero
unas cuantas chozas de brillante metal en la tundra siberiana daban mudo
testimonio de que no había sido una pesadilla.
En realidad, podía haber sido una pesadilla. Una
pesadilla durante la cual la Tierra había permanecido indefensa, incapaz de
resistir o de huir, mientras las extrañas formas aleteaban sobre sus verdes
campos y sus hermosas ciudades. Y el despertar no había aportado la convicción
de que todo había sido un mal sueño. No, había sido una espantosa realidad. Y
los terrestres no habían sido capaces de resistir a los seres misteriosos, del
mismo modo que un chiquillo no es capaz de matar al ogro de su cuento favorito.
Un curioso parangón, porque lo que finalmente había
salvado a la Tierra había sido un cuento infantil. Una fábula.
La antigua fábula del león y el ratón. Cuando el
león hubo agotado su orgullosa ciencia contra los invencibles e inmortales
invasores de la Tierra, el ratón atacó y los venció.
El ratón, en este caso, fueron los microbios, una
de las formas de vida más diminutas: como en el cuento de Wells, los seres
misteriosos no estaban inmunizados contra las infecciones bacterianas. Sus
monstruosos cuerpos fueron fácil presa de las enfermedades que sus poderosas
inteligencias desconocían, y los pocos que sobrevivieron emprendieron una
precipitada fuga en su ingenio espacial y desaparecieron definitivamente.
Si el traidor hubiera sabido el efecto que las
bacterias iban a tener sobre ellos, les hubiera advertido, desde luego. Les
habría informado de todo lo demás, cuando le recogieron en una calle de una
gran ciudad como ejemplar de ser humano destinado a la experimentación. Una
medida imprescindible antes de efectuar la gran invasión.
Habían escogido bien. A cambio
de la recompensa que le ofrecieron, el traidor estaba dispuesto a vender a toda
la raza humana. No era un hombre culto, pero era inteligente. Y les dijo todo
lo que querían saber acerca de la probable reacción de la humanidad ante una
situación con la cual no se había enfrentado nunca. Les dijo todo lo que sabía,
sin que tuvieran que presionarle lo más mínimo. Por la recompensa que le habían
ofrecido, hubiera sido capaz de cualquier traición.
Le cogieron en París. La multitud lo arrancó de
manos de la policía, que no puso demasiado entusiasmo en impedirlo: su traición
era del dominio público.
Cuando la multitud hubo saciado un poco su furor y
el traidor había perdido la mayor parte de sus vestidos y el dedo pulgar de la
mano derecha, le arrojaron al Sena y le mantuvieron debajo de las aguas grises
con unas largas pértigas, como si fuera un venenoso reptil.
El traidor se tumbó tranquilamente sobre el lecho
del río y sonrió con malignidad mientras un centenar de miles de personas se
retorcían en la agonía de la muerte. Luego, el traidor ascendió a la superficie
y echó a andar por las desiertas calles de París hasta que llegó al edificio de
las Naciones Unidas. Allí se dio a conocer a un teniente de los servicios de
vigilancia, diciéndole que había ido a entregarse voluntariamente y que estaba
dispuesto a someterse a juicio en cualquier lugar del mundo que desearan.
Sonreía, convencido de su superioridad, de la
eficacia de los poderes ultraterrenos que le habían conferido los seres
misteriosos. El aparato de seguridad de las Naciones Unidas se hizo cargo de
él.
El juicio fue una farsa legal. El acusado se
reconoció culpable de haber traicionado al género humano, pero no permitió que
le interrogaran. Cuando un abogado insistió, ante sus amables negativas, cayó
repentinamente al suelo como herido por un rayo, muerto.
A continuación, el traidor se dirigió al Presidente
del Tribunal y le dijo que estaba dispuesto a aceptar cualquier condena que le
impusieran, excepto la de muerte. No podían matarle, explicó. Aquello era una
parte de la recompensa que los seres misteriosos le habían concedido. La otra
parte era él quien podía matar o inmovilizar a cualquier persona desde
cualquier distancia.
Cuando terminó de hablar y volvió a sentarse, era
evidente que el traidor se sentía muy satisfecho de sí mismo.
Uno de los abogados se puso en pie y se encaró con
él.
Si lo que acababa de decir era cierto, preguntó,
¿por qué no habían utilizado aquel poder los seres misteriosos? ¿Por qué no
habían matado a todos los habitantes de la Tierra para ocupar después el
planeta vacío?
El traidor contempló sus dedos y se encogió de
hombros. El dedo pulgar que le había sido arrancado por la furiosa multitud
unos días antes empezaba a crecer de nuevo.
–Necesitaban esclavos –respondió.
–¿Y al final, cuando algunos de ellos estaban
todavía sanos?
El traidor miró fijamente al abogado, el cual se
sentó bruscamente, dando por terminado su interrogatorio. Pero el hombre que
había traicionado a su propia raza sonrió y le permitió seguir viviendo.
Incluso terminó la pregunta por él, y la contestó.
–¿Por qué no mataron entonces? Tenían otra cosa en
el cerebro: ¡bacterias!
Y el traidor rio estruendosamente su macabro
chiste.
Los azules ojos del abogado se clavaron en su
rostro y el traidor dejó de reír. Casi afablemente, dijo:
–Es una verdadera lástima que yo no sea uno de
aquellos seres misteriosos. ¡Las bacterias me hubieran destruido!
Y se echó a reír de nuevo, hasta que las lágrimas
corrieron por sus mejillas.
El Presidente del Tribunal aplazó entonces la
sesión, y el traidor fue conducido de nuevo a su confortable prisión, por un
grupo de aterrorizados policías.
Aquella noche, el abogado no durmió. Permaneció
horas enteras sentado en una butaca, contemplando las blancas paredes de su
despacho. Se alegraba de que los seres misteriosos no le hubieran concedido
también al traidor el don de la telepatía.
Había descubierto su talón de Aquiles.
Las parálisis, las muertes a distancia, eran actos
de una voluntad consciente. Él mismo había admitido que si su cerebro era
destruido, sus poderes quedarían también destruidos. Los seres misteriosos no
habían pensado en vengarse, porque sus mentes estaban enteramente ocupadas en
la tarea de salvarse a sí mismos.
Pero el abogado se daba cuenta de lo inútil de su
descubrimiento. No había medio de atacar el cerebro del traidor sin que él lo
supiera.
Posiblemente podían anular su conciencia
drogándole, o propinándole un fuerte golpe en la cabeza, pero el intentarlo
equivaldría a un suicidio colectivo. Al traidor le bastaría una fracción de
segundo para matar a todos los seres humanos. No iba a permitir que le operasen
el cerebro, convirtiéndole en un idiota para el resto de su vida. Para siempre,
rectificó inmediatamente. Pero luego pensó en aquel pulgar que volvía a crecer
después de haber sido arrancado… No, extirparle el cerebro no serviría de nada,
puesto que volvería a crecerle.
Era inútil seguir pensando en el asunto. No podían
hacer absolutamente nada contra su invencibilidad. Aunque…
El abogado consultó su reloj. Eran las cuatro de la
mañana. Se puso en pie y se dirigió a la cocina; salió casi inmediatamente, y a
continuación se encaminó, a través de las calles silenciosas, hacia el hotel
donde se hospedaba el traidor en calidad de prisionero. Al llegar allí, tomó el
ascensor hasta el sexto piso.
Dos soñolientos policías se pusieron en pie de un
salto al verle llegar. El abogado se llevó un dedo a los labios,
recomendándoles silencio, y empujó la puerta de la habitación, que no estaba
cerrada. Entró de puntillas, y se acercó a la cama donde reposaba el hombre que
era invencible e inmortal… y humano. Humano, y sujeto a la involuntaria
inconsciencia que la naturaleza exige a todos los hombres.
El traidor estaba durmiendo.
El abogado sacó de su bolsillo una larga aguja de
acero, que utilizaba normalmente para pinchar la carne en la cocina de su casa.
Sin que le temblara el pulso, la hundió en uno de los cerrados ojos del traidor
y la hizo girar una y otra vez, hasta que el cerebro del durmiente quedó
convertido en una informe pulpa.
El
juicio continuó celebrándose normalmente. El acusado había perdido su aire
insolente. Ahora miraba enfrente de él con una expresión vacua, y todos sus
movimientos tenían que ser dirigidos. Pero estaba vivo, y su dedo pulgar había
vuelto a adquirir su tamaño normal.
El abogado tuvo en cuenta el detalle y no dejó de
señalarlo al Tribunal. El dedo pulgar se había regenerado por completo en el
período de seis semanas: tenían que partir de la base de que su cerebro se
regeneraría en un plazo de seis semanas.
Los jueces deliberaron por espacio de cuatro días.
El problema era muy peliagudo, ya que la inmortalidad al servicio del mal
estaba más allá de toda posible solución humana. No se trataba de imponer una
pena justa a un delincuente: se trataba de proteger a la raza humana de un
aniquilamiento repentino. Un problema insoluble… pero que tenía que ser
resuelto. El hecho de que el juicio se celebrara en Francia facilitó la
solución.
El traidor fue condenado a prisión perpetua –nunca
mejor aplicado el término–, pero la sentencia contenía una cláusula especial.
Mientras viviera, el condenado sería guillotinado
una vez al mes.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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