Dorothy Parker
El joven pálido se acomodó cuidadosamente en la silla y movió la cabeza a
un lado para que el tapiz fresco le aliviara la sien y la mejilla.
–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, mi amor. Ay.
La muchacha de ojos claros, sentada en el sofá erguida
y tranquila, le sonrió vivamente.
–¿Ya no te sientes tan bien como ayer? –dijo ella.
–Qué va, estoy muy bien –dijo él–. Estoy flotando. ¿Sabes
a qué hora me levanté? A las cuatro de la tarde en punto. Traté de levantarme, pero
cada vez que quitaba la cabeza de la almohada se me iba rodando abajo de la cama.
La cabeza que traigo puesta no es la mía. Creo que esta era de Walt Whitman. Ay,
mi amor. Ay, ay, mi amor.
–¿Tú crees que con un trago te sentirías mejor? –dijo
ella.
–¿Un poco de lo que me noqueó anoche? –dijo él–. No,
gracias. Por favor, ya nunca vuelvas a mencionarme eso. Estoy muerto. Estoy muerto,
completamente muerto. Mira mi mano: tan quieta como un colibrí. ¿Y me vi muy mal
anoche?
–Ay, no inventes –dijo ella–, todos estaban iguales.
Estuviste muy bien.
–Claro –dijo él–. Estuve de maravillas. Todos deben
estar enojados conmigo.
–Por favor, claro que no –dijo ella–. Todos se divirtieron
con lo que hacías. Claro que Jim Pierson se enojó un poco a la hora de la cena.
Pero la gente lo regresó a su silla y lo calmaron. En las otras mesas ni se dieron
cuenta. Nadie se dio cuenta.
–¿Me iba a pegar? –dijo él–. Ay, Dios mío. ¿Qué hice?
–Nada, no hiciste nada –dijo ella–. Estuviste perfectamente
bien. Pero ya sabes cómo se pone Jim a veces, cuando se le ocurre que alguien se
está metiendo con Elinor.
–¿Coqueteé con Elinor? –dijo él–. ¿Eso hice?
–Claro que no –dijo ella–. Sólo estuviste haciéndole
chistes, eso fue todo. Le pareciste simpatiquísimo. Ella estaba muy divertida. Sólo
una vez se desconcertó un poco: cuando le echaste por la espalda el caldo de almejas.
–No, no me digas –dijo él–. Caldo de almejas por la
espalda. Cada vértebra como concha. Ay, Dios mío. ¿Qué voy a hacer?
–No te preocupes, ella no te va a decir nada –dijo ella–.
Sólo mándale unas flores, o algo así. Por eso no te preocupes. No es nada.
–No, si no me preocupo –dijo él–, ni tengo nada de qué
apurarme. Estoy muy bien. Ay, mi amor, ay. ¿Y qué otro numerito hice en la cena?
–Ninguno. Estuviste muy bien –dijo ella–. No te pongas
así por eso. Todo el mundo estaba fascinado contigo. El maître d’hôtel se
apuró un poco porque no parabas de cantar, pero en realidad no le importó. Sólo
dijo que tenía miedo de que con tanto ruido le volvieran a cerrar el lugar. Pero
ni a él le importó. Bueno, estuviste cantando como una hora. Pero después de todo,
no fue tanto ruido.
–Entonces me puse a cantar –dijo él–. Un éxito sin duda.
Me puse a cantar.
–¿Ya no te acuerdas? –dijo ella–. Estuviste cantando
una tras otra. Todo el mundo te estaba oyendo. Les encantó. Lo único fue que insistías
en cantar una canción sobre no sé qué fusileros o qué cosa, y todo el mundo empezó
a callarte, pero tú empezabas de nuevo. Estuviste maravilloso. Hubo un rato en que
todos tratamos que dejaras de cantar, y que comieras algo, pero no querías saber
nada de eso. En serio que estuviste divertido.
–¿Qué, no probé la cena? –dijo él.
–No, nada –dijo ella–. Cada vez que venía el mesero
a ofrecerte algo se lo devolvías porque decías que él era tu hermano perdido, que
una gitana lo había cambiado por otro en la cuna, y que todo lo tuyo era de él.
El mesero estaba doblado de la risa.
–Seguro –dijo él–. Seguro que estuve cómico. Seguro
que fui el Payasito de la Sociedad. ¿Y luego qué pasó, después de mi éxito arrollador
con el mesero?
–Pues nada, no mucho –dijo ella–. Te entró una especie
de tirria contra un viejo canoso que estaba sentado al otro lado del salón, porque
no te gustó su corbata de moño y querías decírselo. Pero te sacamos antes de que
el otro se enojara.
–Ah, conque salimos –dijo él–. ¿Pude caminar?
–¡Caminar! Claro que caminaste –dijo ella–. Estabas
absolutamente bien. Bueno, la acera tenía una capa de hielo y resbalaste. Caíste
sentado con un fuerte golpe. Pero, por favor, eso puede pasarle a cualquiera.
–Sí, claro –dijo él–. A la señora Hoover o cualquiera.
Así que me caí en la acera. Por eso me duele el… Sí. Ya entendí. ¿Y luego qué? Digo,
si te importa.
–¡Vamos, Peter! –dijo ella–. No puedes quedarte sentado
ahí y decir que no te acuerdas de lo que pasó después de eso. Creo que sólo te viste
un poco mal en la mesa; pero en todo lo demás estuviste perfectamente bien, yo sabía
que te estabas sintiendo muy bien. Pero desde que te caíste te pusiste muy serio,
yo no sabía que tú fueras así. ¿No te acuerdas de cuando me dijiste que yo nunca
antes había visto tu verdadero yo? No puedo permitirte, no podría soportar que hayas
olvidado ese hermoso paseo en taxi. De eso sí te acuerdas, ¿verdad? Por favor, me
muero si no te acuerdas.
–Ah, sí –dijo él–. El paseo en taxi. Ah, sí, de eso
sí. Fue un paseo muy largo, ¿no?
–Vueltas y vueltas y vueltas por el parque –dijo ella–.
Los árboles se veían tan hermosos a la luz de la luna. Y dijiste que nunca antes
te habías dado cuenta de que de veras tenías alma.
–Sí –dijo él–. Yo dije eso. Yo fui.
–Dijiste cosas tan pero tan bonitas –dijo ella–. Nunca
me había dado cuenta de todo lo que sientes por mí y no me había atrevido a mostrarte
lo que yo siento por ti. Pero lo de anoche, Peter, creo que la vuelta en taxi es
lo más importante que nos ha pasado en nuestras vidas.
–Sí –dijo él–. Creo que sí.
–Y vamos a ser tan felices –dijo ella–. Quisiera contárselo
a todo el mundo. Pero no sé. Creo que sería más dulce si lo guardamos como un secreto
entre nosotros.
–Yo creo que sí –dijo él.
–¿No es muy hermoso? –dijo ella.
–Sí –dijo él–. Fabuloso.
–¡Encantador! –dijo ella.
–Oye –dijo él–, ¿no te importaría que me tomara un trago?
O sea, médicamente, ya sabes. Estoy muerto; ayúdame, por favor. Creo que me va a
dar un colapso.
–Sí, un trago te va a caer bien –dijo ella–. Pobrecito,
qué pena que te sientas tan mal. Voy a prepararte un trago.
–Yo, la verdad –dijo él–, todavía no me explico cómo
me sigues dirigiendo la palabra después del ridículo que hice anoche. Yo creo que
mi única salida es meterme a un monasterio en el Tíbet.
–¡Estás loco! –dijo ella–. No te voy a dejar ir ahora.
Ya deja de pensar en eso. Estuviste perfectamente bien.
De un salto ella se paró del sofá, lo besó con rapidez
en la frente y salió corriendo de la habitación.
El joven pálido la vio alejarse, movió la cabeza lentamente
y luego la dejó caer sobre sus manos húmedas y temblorosas.
–Ay, mi amor –dijo–. Ay, ay, ay, Dios mío.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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