Arturo Uslar Pietri
Ahora
sólo veía el ojo. Un ojo grande, próximo,
extraviado, solo, que llenaba aquel pedazo triangular del espejo roto. Era un ojo
joven, quieto, que parecía interrogar. Era el suyo. Mirando hacia el vidrio, mirando
del vidrio hacia el ojo. Los otros pedazos estaban en luz y en sombra, cuadrados,
triangulares, pequeños, granulados, grandes. Al moverse se llenaban de trozos dispersos
del ambiente. Salía un fondo de pared, un maniquí hinchado con su flaca cabeza de
madera torneada, el arabesco de la cornisa de un armario, un mechón de su pelo.
Un pelo que no parecía suyo, que podía ser una vieja peluca olvidada, un puñado
de cerdas, una estopa, o, tal vez, un alborotado mechón de la adolescencia. Cuando
había tenido bucles. Ahora desaparecía el ojo y en otro pedazo asomaba aquella dura
ceja pintada e inerte. Pintada como pintaban a los muertos en las funerarias elegantes.
Con carmín, azul en los ojos cerrados y una especie de cera traslúcida que cubría
la piel.
Había topado con
el espejo sin querer. Debía estar desde años y años allí, en el fondo de aquel viejo
baúl abollado. Desde que se le rompió, tal vez. Desde que se le escapó de la mano
mientras se contemplaba distraídamente y chocó con un golpe seco y sordo contra
el pavimento del cuarto. No quiso verlo. Debía haberse roto. ¿En cuántos pedazos?
Cada pedazo sería un año de desgracia. Por cada pedazo asomaba una lechuza del tiempo
agorando males e infortunios. Fue un descuido imperdonable. Siempre le había tenido
temor a los espejos, a aquel hueco sin fondo que le devolvía su rostro, a aquella
aparición tan extraña que era ella misma y en que se reconocía y se desconocía sin
término. Pasaba largos ratos ante ellos, moviendo los ojos, la boca, las mejillas,
girando la cara para abarcarse desde todos los ángulos. Mirándose como una extraña,
como otro ser que la acechara. Pero siempre con cuidado extremo. Podían romperse.
Era como si se rompiera el mundo que reflejaban. Como si se rompiera la imagen que
estaba frente a ella. Y cada pedazo anunciaba un año de desventura. Un año de malas
noticias, de muertes, de alejamientos, de mala sombra, de esperanzas fallidas, de
caras tristes, de enfermedades, de dolorosas e irreparables pérdidas.
Aquel espejo se
lo había regalado Santiago. Su primer marido. Una pieza de marfil lustroso, suave
al tacto, con esfumadas vetas y con sus iniciales grabadas en negro profundo en
el reverso. En el anverso estaba la redonda lámina límpida que la había reflejado
tantas veces, hasta aquel día en que le resbaló de las manos y se partió en muchos
pedazos que no quiso contar. No saltaron, sino que se quedaron dentro como formando
una caprichosa telaraña de rayas opacas, un rompecabezas de pedazos desiguales que
se mantenían juntos de un modo exacto. Todo lo que reflejaban estaba igualmente
partido. Cuando miró hacia abajo, con horror, miró una desordenada convergencia
de reflejos, de ella misma y de lo que la rodeaba, como si todo se hubiera desintegrado
con el vidrio.
Quedó sobrecogida
y sin saber qué hacer. Tardó en llamar a la criada. “Mira este horror”. La criada
puso cara de susto. “Llévatelo. Tíralo donde no lo vea”. No supo más de él, pero
no se le iba de la memoria un solo momento. Cuando se enfermó el primer niño se
acordó del espejo. Estuvo muy grave pero logró salvarse. Cuando vinieron a hacer
preso a su marido se acordó del espejo. Nada tenía que ver con la política y, sin
embargo, por una fatal coincidencia cayó preso. Había estado en contacto con alguien
que era cómplice o amigo de un conspirador o de un supuesto conspirador. Cuando
después de ser puesto en libertad regresó su marido, no había vuelto a ser el mismo.
Inapetente, flaco, asustadizo. Hasta que se le desató aquella enfermedad desconocida,
rápida, que lo mató en cortos días. No se atrevía a contar las desgracias grandes
y pequeñas que le habían pasado y no sabía tampoco cuántos eran los pedazos del
espejo.
Pedazo pequeño,
desgracia pequeña, pedazo grande, desgracia grande. Pero no había desgracia pequeña.
La mancha sobre el traje nuevo, el perro extraviado en el vecindario, el canario
que amaneció muerto en la jaula, de espaldas, con los flacos alambres de las patas
vacíos en el aire. Todas eran desventuras, todas dolían. La más pequeña que hubiera
cabido en el pedazo más pequeño del espejo tendría que hacerla sufrir. Por eso había
querido eliminarlo, no verlo más. Pero tampoco podían tirarlo al azar, en la basura
o en el descampado, porque seguiría partiéndose en nuevas ocasiones de infortunio.
No había vuelto
a saber de él hasta ahora. Hasta que subió al desván entre aquel amontonamiento
de cosas viejas y abandonadas que olían a clausura y a humedad. Hasta que abrió
el viejo baúl y se puso a sacar aquellas cosas olvidadas.
Una mantilla rota
de fino encaje negro. Una mantilla de ir a la misa. Cuando se usaban mantillas para
ir a la misa. Hacía tantos años. Hacía aquel juego de hilos oscuros que se combinaban
sobre la piel, con sus breves nudos y sus pequeñas escalas perdidas. Y unas peinetas
de carey. Estaba rota la mantilla. Desgarrada. Había sido, ahora recordaba, aquel
rapto de ira ciega, aquel disputarse. Estaba recién casada con el segundo marido.
Ella salía para la iglesia, era el domingo en la mañana, y él le había dicho algo
desagradable. Ella intentó seguir como si no lo oyera. “No me estás oyendo”. Eran
gritos. Y aquel manotazo para detenerla. Crujió la mantilla desgarrada. Era un hombre
violento. Por lo demás era bueno. El mal humor y el juego eran sus defectos. Llegaba,
con frecuencia, en la alta madrugada. Ella hablaba con él, entre dormida y despierta.
Por el timbre de la voz sabía si había ganado. Cuando ganaba, ganaba mucho. Hablaba
de “luises”. Quinientos luises, dos mil luises. Eran también las ocasiones de regalos.
Aquella esmeralda. Se miró la mano pero no la tenía. Un pedazo de luz verde cuajada
sobre el dedo. O aquel brillante de tintes rosados. Lo había vendido más tarde.
A la hora de venderlo no le querían dar ni lo que él había pagado. Así era siempre.
A la hora de vender las cosas valen mucho menos. Fue en uno de aquellos días de
gruesas pérdidas. Cuando él regresaba casi con la mañana, reconcentrado y maldiciente.
Nada había que preguntarle. Era la hora de vender joyas, de hipotecar la casa. “Una
racha increíble de mala suerte”. Contaba cómo los albures habían venido todos en
contra. Tenía puntos muy buenos, puntos para arriesgarlo todo, pero había otro que
tenía un punto mejor. Cuando la suerte se pone así no hay nada que hacer. “Ya cambiará”.
Lo veía entonces con aquel mismo ojo que ahora se reflejaba en el pedazo de espejo.
Un ojo joven, seguro y confiado. Así se veía entonces. Eran días de disputa, de
mala voluntad y de no hablarse. “No se puede vivir así”. Cada despertar en la madrugada
era como una visión de aparecidos. Era como si cada vez llegara una persona distinta.
Aquel hombre contento y dicharachero que hablaba de millares de luises, de la nueva
joya que le iba a regalar, de los nuevos muebles, del viaje que iban a hacer. “Despiértate.
No pierdas el tiempo durmiendo”. O aquel otro, envejecido, doblado, silencioso,
con los ojos en sombra. “Mal. La cosa estuvo mal”. Era aquel mismo ojo el que lo
veía, era sobre aquella misma mirada que pasaban las palabras. Hasta que resolvió
separarse de él.
No era con aquella
boca que ahora aparecía en otro fragmento de espejo. Esta era una boca envejecida,
con estrías de arrugas, con un menudo rayado sobre los labios como si el aliento
de una larga vida los hubiera ido quemando. Aquellos labios envejecidos y aquellos
dientes lustrosos que seguían siendo jóvenes. Era una mueca lo que estaba haciendo
ante el vidrio que la reflejaba. Siempre había pensado con horror en que llegaría
a ser así. Una máscara ajena.
Tropezó en el
baúl con una muñeca rota. La hinchada cabeza de pasta de colores sobre el cuerpo
de almohadilla. ¿De cuál de sus tres hijas había sido? De las dos del primer matrimonio
o de la del segundo. Jugaba con las niñas como una niña. Se embebía con ellas en
aquella representación en que ella se iba poniendo pequeña y ellas se iban poniendo
grandes. Vestían a las muñecas para distintas ceremonias, las casaban, las llevaban
a bailes en que la música no se oía sino en la memoria de los que jugaban. Llegaba
a pelearse con las niñas por las muñecas hasta que el juego terminaba en disputa.
Después de sus hijas, habían sido las nietas las que venían a tomar la merienda
de vez en cuando. Y le decían “Mamá vieja”. Y también “Yayá”.
La vejez que estaba
en aquella boca que reflejaba el fragmento de espejo. Habían salido tantas palabras
por aquella boca, había cambiado tantas veces la voz. Ahora parecía una voz más
lejana, más ajena, casi como si no la dijera sino que la oyera con la mente.
Había hecho muchas
ceremonias con las muñecas. Jugando con las hijas y con las nietas y con las biznietas.
Era siempre el mismo juego. Vestirlas para el baile. Para encontrar un galán de
corbata negra y pechera blanca. O para la ceremonia del matrimonio. Los de las muñecas
y los de la familia. El matrimonio de la primera hija. Los largos preparativos.
El traje, los adornos, el ramo, las invitaciones. Días y días escribiendo tarjetas
con listas interminables de nombres. No iba a caber en la casa tanta gente. No era
entonces muy grande la casa. Era en los tiempos del primer marido. Llegaba gente
desde que comenzó la recepción casi hasta el fin. Llenaban los salones, los corredores,
los pasadizos, las alcobas. Había varios cuartos llenos de regalos. Lámparas, floreros
de cristal, figuras de terracota y largas filas de platos, de vasos y de cubiertos.
Parecía una tienda.
También había
venido gente en los entierros y se había llenado la casa. Humo, calor, velas y el
catafalco que asomaba entre las cabezas como un arrecife entre el agua. Y aquella
cantidad de coronas. Toda la casa olía a flores y hasta muchos días después aparecía
una azucena marchita debajo de una poltrona.
Más grande fue
la casa que tuvo al comienzo de su segundo matrimonio. Ahora veía la mano que sostenía
el espejo roto. Era como una mano ajena, esquelética, huesuda, cubierta de manchas
oscuras, con las coyunturas demasiado gruesas. De nada, servían las cremas. Precisamente
lo que había tenido más bonito eran las manos. Se las alababan todos. “Para tocar
la viola de amor”, decía aquel poeta que se había enamorado de ella. ¿Cuándo fue?
Entre el primero y el segundo marido. Cuando vivió en la casa pequeña. Venían poetas
y pintores amigos de sus hijas. Se recitaba, se ponía en el fonógrafo “El mediodía
del fauno” y se hacía el elogio de sus manos. Uno de los pintores las pintó. Solas
como si volaran en un espacio vacío.
El matrimonio
de la segunda hija fue en la primera casa grande del marido jugador. La recepción
había sido todavía mucho más numerosa que la primera vez. Pero poco después habían
tenido que mudarse a una casa más pequeña. Al azar de las madrugadas de ganancias
o de pérdidas se cambiaba de casa o de muebles, o de cuadros o de joyas y automóviles.
Habían sido muchas casas. La del Paraíso, la primera del Este, con aquel jardín
tan extenso, la de la colina que dominaba media ciudad, el pequeño apartamento de
la mala racha.
Estaba allí, en
el baúl, aquel pedazo amarillo de vela a medio quemar. Apartó la mirada. Era del
velorio de la segunda hija. La única ceremonia que no había jugado con las muñecas
era la de los entierros. Pero, en cambio, cuántos había habido en la casa y en la
familia. Los de una hija y dos nietos. Los del primero y el tercer maridos. El último
fue el que más le duró. Ya era viejo cuando se casó con ella y parecía que no iba
a terminar de envejecer nunca. Con una piel lustrosa y muerta como de máscara de
cera. Con un bigote entre blanco de canas y amarillo de tabaco. Delgado, alto, fino,
muy bien puesto siempre. Los trajes y las camisas debían estar impecablemente aplanchados.
Si le ponían más almidón del necesario protestaba, si le ponían menos también.
Fue con él que
vivió más largo tiempo en una misma casa. En la penúltima. Después se había venido
o la habían mudado los hijos a esta otra, donde estaba ahora, a la que no acababa
de acostumbrarse. Con su segundo marido había perdido mucho el apego de las cosas.
Aquel constante cambiar de casas y de muebles no le daba tiempo para acostumbrarse
a nada. Aquella silla de Viena, con la esterilla rota, que estaba allí contra una
pared del desván, era todo lo que quedaba de una de aquellas mudanzas. Las grandes
mecedoras de Viena se movían en un ancho corredor con jaulas de pájaros, sobre un
jardín lleno de flores y de palmeras. Era así como se usaba entonces. Hubo también
aquellos muebles de mimbre blanco, muy adornados. No quedó ninguno de ellos. Como
no quedó nada de aquellos paisajes que estuvieron colgados en uno de los salones.
Uno borroso, con mucha bruma dorada, que debía ser extranjero. Un río, un bosque
y, más allá, los techos de una aldea muy puntudos. Y a lo lejos algunas figuras
borrosas de gente entre los árboles. O aquel otro, tan lleno de luz, que representaba
un trapiche con su torre rojiza frente a un inmenso monte verde lleno de luz. Un
paisaje que se parecía a muchos que ella había visto cuando todavía había haciendas
de caña y trapiches en los alrededores de la ciudad.
Ése era el paisaje
que le gustaba más a la primera nieta que se le casó. Fue su regalo de boda. Del
matrimonio de la última hija al de la primera nieta parecía que había pasado muy
poco tiempo. Ahora asomaba en el espejo aquella nariz que se le había ido poniendo
ganchuda y tejida de estrías. Apartó la vista. El matrimonio de la primera nieta
había sido distinto. Había aparecido mucha gente nueva. Mucho joven desconocido.
“¿De quién es hijo?”. Era como reconocer fisonomías cambiadas en fisonomías nuevas.
Estaban también allí su hija con su marido haciendo el papel de padres de la desposada.
Ella estaba en segundo término. Con su tercer marido, muy elegante dentro de su
frac impecable.
Empezó luego el
tiempo de los biznietos. Otra vez las meriendas y las muñecas. Ella se empeñaba
en repetir los juegos y las ceremonias pero aquellos niños nuevos no parecían interesarse.
Hablaban de otras cosas, de películas, de actores, de atletas, o de personajes de
televisión. Pero ella se ponía impertérrita a organizar para las niñas su ceremonia
de muñecas. El casorio solemne de una muñeca con velo y un muñeco de corbata negra.
Los niños no la seguían. Se iban a correr por el patio de la casa o encendían el
televisor. Jugaban juntos los varones y las niñas y se peleaban como iguales. No
oían su voz que los llamaban al orden. Tenía que intervenir una sirviente y poner
orden con amenazas. Vendrían nuevos matrimonios y nuevas ceremonias. Terminado el
turno de los biznietos iba a comenzar el de los tataranietos.
Recordaba cuando
le habían llevado el primero. Ya su nombre no tenía nada que ver con el de ella
ni con el de ninguno de sus maridos. Era aquel niño menudo en cuyo rostro buscaba
huellas de recuerdo de los rasgos de la familia. En cuya boca torpe recomenzaba
aquel mismo balbuceo de aes que tantas veces había oído comenzar en tantas
menudas cabezas. Con el mismo baboso ahogo. Con la misma mirada inexpresiva. Lo
que cambiaba era la vestimenta. Desde las enormes sayas bordadas de bautizo en las
que desaparecía entre lazos la cabeza llorosa, hasta aquellos niños recientes casi
desnudos que pataleaban al aire como animalitos abandonados. Pero era el mismo corto
y ahogado fuelle de buche. De los varones y las niñas, de los hijos y del primer
tataranieto.
No recordaba de
cuál de los niños de cuál de las generaciones había sido aquella muñeca rota. Podía
haber sido de tantos. Pasaban confusamente por su memoria. Gordos infantes, con
gorros, sin gorros, con chupones en la boca, con llanto, rodeados de aquel eco atiplado
de voces de mimo.
Ahora también
le ocurría confundirlos. En los días de celebración, el día del Santo, el nuevo
año, venían niños, los hijos de los hijos, los más jóvenes, los primeros hijos de
los nietos, mezclados con madres, cargadoras, visitantes y resplandor de muchas
velas encendidas sobre tortas nevadas. El nombre de la última nieta se lo daba a
la primera biznieta. “Tú eras Teresa”. No era Teresa. Podía ser Elvira o Livia o
Julieta. Julieta no, ya era más grande. Ya vestía con coquetos alardes su traje
de adolescente. Ésa había sido más bien la tercera hija. La última biznieta usaba
siempre aquellos horribles pantalones de varón que parecían viejos y usados.
Siempre se cumplía
un aniversario o un santo. Los días iguales no habían cambiado sino por las casas,
por los muebles y por los que aparecían y desaparecían. Se celebraban bodas, nacían
nuevos niños. Moría el tercer marido. Ella estaba siempre con su traje pulcro, llena
de gentileza, sonriente y repitiendo aquellas frases que siempre decía como si nunca
las hubiera dicho antes: “Estás muy bella”. “Qué alegría me da verte”. Eran besos
en las frentes y en las mejillas. Eran los regalos. Los postres, los floreros de
cristal, los frascos de perfume. La niña que entraba un día de bautizo volvía a
salir otro día de matrimonio. ¿Era Julia o Ana?
Entre el primero
y el segundo marido había estado poco tiempo sola. Entre el segundo y el tercero
fue más largo. Pero fue más largo el matrimonio con el tercero. Un hombre más quieto,
en una misma casa, con un ritmo inalterable de horarios y costumbres. Llegó casi
a suplantar a los otros en el recuerdo, a ponerlos lejos. Era también de quien le
habían quedado más cosas, bastones, paraguas, estuches de cigarrillos y algunos
trajes que nunca se decidió a regalar. Fue al lado de él que envejeció. En años
lentos y sin cambios. No cambiaban sino los nuevos niños de los hijos, de los nietos
y ahora de los biznietos. Era como la sucesión de las mañanas y las tardes, de las
noches y los días. Todos habían terminado por llamarla con el mismo nombre que le
habían dado los niños: “Yayá”. Los hijos más viejos y los últimos niños decían y
retomaban aquel nombre como un eco. Era menos fácil distinguirlos. Aquellas dos
sílabas de balbuceo que salían de todas las bocas como en un juego de escondite
y simulación. Como cuando venían en el Carnaval los más pequeños con los mismos
disfraces que año tras año había visto reaparecer con cada nueva generación. El
pirata, el vaquero, el indio, el mosquetero. Con la misma voz nasalizada: “¿A que
no me conoces?”. Era aquel mismo adivinar de todos los días para poner un nombre
sobre aquel rostro parecido a otros que decían las mismas palabras.
Con las memorias
de los maridos la confusión crecía. Había descendientes del primero. Eran los más.
Algunos del segundo. Del tercero no había tenido hijos, pero era el que por más
tiempo había hecho el papel de padre de la familia.
A veces decía
a un niño: “Tu abuelo Antón” o “Tu abuelito Santiago”. ¿Pero era realmente aquél
su abuelo? No era ésta la biznieta de Antón, sino la de Santiago. “Tu abuelo”, decía
y se quedaba en suspenso como buscando en el recuerdo.
Desde que murió
el tercero había pasado mucho tiempo. Tanto tiempo que ahora le parecía que siempre
había vivido sola, como ahora. Sola en aquella casa llena de viejas cosas, con sus
viejas sirvientes y la visita continua de la multiplicada familia que crecía todos
los días. Siempre había un nuevo matrimonio o un nacimiento que iba a ocurrir.
Lo que aparecía
en el pedazo de vidrio ahora era aquel cuello flaco y descolgado, aquella piel que
se plegaba como una tela usada. Era lo mejor que había tenido. Aquel cuello largo,
elástico, que parecía una columna viva. Ahora era tan sólo aquel nudo de tendones,
de surcos, de grietas de ancianidad. Apartó la vista.
Cada pedazo del
espejo debía ser un año de desgracia. Si se pusiera a contarlos ahora podría ver
cuántos le faltaban. Tal vez no muchos. No le gustaba recordar su edad, no se la
decía a nadie. “¿Tú eres muy viejita, Yayá?”, preguntaba uno de los niños. “No tanto,
no tanto”. Podía recordar muchas cosas remotas. Su primer traje de bodas que era
una catarata de raso blanco y de encajes, o el segundo y el tercero que fueron unos
“tailleur” de colores alegres. Uno fue rosado, el otro azul pálido. O todos los
trajes de novia tan diferentes y cambiantes que, año tras año, había ayudado a escoger
para hijas y nietas y biznietas. Y ahora venía el tiempo de las tataranietas. ¿Cuál
era el matrimonio que se preparaba ahora en la familia?
Desfilaban rostros,
desfilaban voces, desfilaban nombres. Se daba cuenta de que confundía. Procuraba
no ponerse los anteojos, pero aun cuando los tenía puestos no veía con claridad.
A ciertas distancias las fisonomías se fundían en un empastado blando y casi informe.
Era más por la silueta, o por la voz que podía reconocer. Además, los presentes
se parecían mucho a los ausentes. A veces estaba pensando en un ausente o en un
muerto cuando tenía que responder a aquella presencia confusa que se le había puesto
por delante. Y era al ausente o al muerto a quien nombraba. “Santiago”. Santiago
era el primer marido, ya muerto, y el primer hijo, ya viejo, y también uno de los
nietos y uno de los biznietos. Cuando lo nombraba no sabía a cuál de ellos estaba
nombrando o ni siquiera con quien hablaba. Era una voz de niño o de hombre, que
volvía en respuesta, pero no era en él en quien estaba pensando cuando lo había
nombrado. Lo mismo pasaba con el nombre del segundo marido y hasta con el del tercero,
a pesar de que no habían tenido hijos. No había tenido hijos de Antón, pero por
darle placer le habían puesto el nombre a uno de los nietos y éste, a su vez, se
lo había puesto a un hijo. Era un juego de adivinanzas y de sombras. ¿Con cuál Santiago
hablaba? ¿Cuál respondía? Podía a veces creer que le respondían los que no estaban
presentes. Porque tampoco oía bien. Las voces le llegaban incompletas, asordinadas
y lejanas. O hablaban demasiado rápido o demasiado bajo. Era más adivinar lo que
decían que oír. Y luego no sabía si le hablaban a ella o hablaban entre ellos. Si
esperaban respuesta o no. O ni siquiera si era una voz de persona o un ruido de
mueble o de puerta o de ladrido lejano. A veces oía voces y buscaba con los ojos
turbios sin topar con nadie en la estancia vacía. A veces, también, se ponía a hablar
sola. Era entonces cuando hablaba con los muertos y los ausentes. Cuando casi oía
las réplicas que no le daba nadie. Cuando reanudaba viejas discusiones. Las que
había tenido con el segundo marido en las madrugadas de regreso de la casa de juego.
Pero a cada vez, sin darse cuenta, modificaba y mejoraba su parte en el diálogo.
Decía mejor lo que había dicho antes o lo que hubiera debido decir. Alzaba la voz,
sin darse cuenta, y entraba una criada. “¿Usted llamaba?”. “No, no. Estaba… recitando”.
Porque también a solas recitaba a veces. No sabía de quién eran aquellos versos
que se le habían quedado de niña. No pasaban de un cuarteto. Tenían un tono enfático
y pleno que la halagaba.
Había ido oscureciendo
y el espejo se había ido llenando de sombra. Ahora no se divisaban facciones sino
estrías de luz sobre la lámina quebrada. Con sumo cuidado lo volvió a colocar en
el baúl. Recogió la muñeca y los trapos dispersos y los colocó encima. Cerró la
tapa con lentitud.
Fue entonces cuando
oyó que la llamaban. Desde abajo, como un eco, había oído su nombre. Puso la mano
en el oído para recoger mejor. Ahora no oía nada. Pero había oído. Se levantó con
dificultad.
Tomó el bastón
que tenía apoyado al respaldo de la silla y buscó a tientas la escalera. Comenzó
a bajar. A cada pisada crujían los peldaños de vieja madera. La casa estaba oscura
y no se sentía ruido alguno. A medida que descendía le iba pareciendo más extraña
la soledad y hasta la dimensión de la casa.
Era de abajo que
la habían llamado. Tal vez desde la puerta. No había distinguido si era voz de hombre
o de mujer. Pero la habían llamado. No se veía nadie. No se oía nada. Todo parecía
solo.
Comenzó a llamar.
¿A quién llamaba? A la criada. A las criadas también les confundía el nombre. Habían
sido tantas y se habían llamado de tantas maneras diferentes. Era la suya aquella
voz maullada que parecía disolverse en el espacio oscuro. Llamó con más fuerza.
¿A quién llamaba? A un nombre de mujer o de hombre. A Santiago o Antón, el marido
o el hijo, o a una de las tantas Teresas o Julietas, que pasaban desde las hijas
ya canosas hasta alguna biznieta.
Le habían respondido.
Era tal vez un eco de su propia voz, de su propio paso, del sonido de aquel mueble
con que había tropezado. Alguien estaba. No podía distinguir en la penumbra. Alguien
que le había dirigido una palabra, que le había dicho su nombre. ¿De quién era aquella
voz? Iba avanzando lentamente y nombrando nombres. Con el bastón buscaba el paso
entre las sillas y las mesas, junto a los tiestos de palmas. No debía ser una voz.
No debía haber nadie. ¿Qué día era hoy? ¿Martes o jueves? ¿Quiénes eran los que
iban a venir esta tarde? Se oían ahora voces pero lejos y de la calle.
Se detuvo y sintió
miedo. La casa estaba vacía.
(Tomado de www.literatura.us)
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