Luigi Pirandello
Desde la amplia ventana, abierta hacia el jardín colgante de la casa, se
veía, como posada sobre el azul vivo de la fresca mañana, una rama de almendro florecido,
y se oía, mezclado con el ronco y modesto gorgoteo de la fuente en medio del jardín,
el repiqueteo festivo de las iglesias lejanas y el chillido de las golondrinas,
embriagadas de aire y de sol.
Al retirarse de la ventana suspirando, Anna se dio cuenta
de que aquella mañana su marido había olvidado deshacer la cama, como solía hacer
siempre para que los sirvientes no se percataran de que no había dormido en su habitación.
Entonces apoyó los codos en la cama intacta, luego se tumbó con todo el busto, doblando
la hermosa cabeza rubia sobre las almohadas y entornando los ojos, como para saborear
en la frescura del lino los sueños que su marido solía dormir allí. Pasó una bandada
de golondrinas arrojadas al viento, chillando, delante de la ventana.
“Mejor si hubieras dormido aquí”, murmuró para sus adentros,
y se levantó, cansada.
Al abrir el armario, oyó como un chillido en el cajón
interno y enseguida se encogió, asustada. Fue a buscar el bastón de empuñadura curva
a una esquina de la habitación y, apretándose el vestido entre las piernas, cogió
el bastón por la punta e intentó abrir el cajón, manteniéndose alejada. Pero al
tirar, en lugar del cajón, salió fácilmente del bastón una lama brillante e insidiosa.
Anna no se lo esperaba; sintió repugnancia y dejó que la funda del estoque se le
cayera de la mano.
En aquel momento otro chillido hizo que se girara rápidamente,
dudando de si también el primero había llegado de una golondrina que se había deslizado
ante la ventana.
Con un pie apartó el arma desenvainada y sacó, de las
dos puertas del armario abierto, el cajón lleno de la antigua ropa desechada de
su marido. Entonces, empujada por una repentina curiosidad, empezó a revolver en
él y, al coger una americana desgastada y desteñida, sintió en los bordes de la
funda como un pedacito de cartón, que se había deslizado desde el bolsillo roto
en el pecho; quiso ver qué era aquel papel caído quién sabe cuántos años atrás y
olvidado allí. Así, por casualidad, Anna descubrió el retrato de la primera mujer
de su marido.
Palideciendo, con la vista enturbiada y el corazón suspendido,
corrió a la ventana y se quedó allí durante un largo rato, atónita, mirando la imagen
desconocida, al borde de la consternación.
El gran moño en la cabeza y el vestido de estilo antiguo
no le hicieron notar, al principio, la belleza de aquel rostro, pero en cuanto pudo
distinguir las facciones, abstrayéndolas del vestuario –que ahora, después de tantos
años, aparecía torpe– y fijarse especialmente en los ojos, casi se sintió ofendida,
y un arranque de odio le subió del corazón a la mente: odio por los celos póstumos;
el odio mixto de desprecio que había sentido hacia aquella mujer al enamorarse del
hombre que ahora era su marido, once años después de la tragedia conyugal que había
destruido de un solo golpe la primera casa de él.
Anna había odiado a aquella mujer, no conseguía entender
cómo había podido traicionar al hombre que ahora ella adoraba. Sus parientes se
habían opuesto a su matrimonio con Brivio, como si este fuera responsable de la
infamia y de la muerte violenta de la mujer infiel.
¡Era ella, sí, sin duda era ella! La primera esposa
de Vittore: ¡la que se había matado!
Se lo confirmó la dedicatoria en el dorso del retrato:
A mi Vittore, de su Almira - 11 de noviembre de 1873.
Anna tenía informaciones muy vagas acerca de la muerta:
solamente sabía que su marido, descubierta la traición, la había obligado, con la
impasibilidad de un juez, a quitarse la vida.
Ahora recordó con satisfacción esta condena del marido,
irritada por aquel “mío” y por aquel “suya” de la dedicatoria, como si aquella mujer
hubiera querido ostentar, únicamente para desairarla, la estrechez de la relación
que la había unido recíprocamente a Vittore.
A aquel primer relámpago de odio, despertado por la
rivalidad que aún existía, siguió en el alma de Anna la curiosidad femenina de examinar
las facciones de aquel rostro, apenas retenida por la consternación que se siente
ante la vista de un objeto que perteneció a alguien muerto trágicamente; consternación
ahora más viva –aunque no desconocida para Anna–, porque envolvía todo su amor por
el marido, quien había pertenecido a aquella otra mujer.
Examinando el rostro de esta, Anna notó enseguida lo
diferente que era del suyo y al mismo tiempo le surgió una pregunta del corazón:
cómo era posible que su marido, que tanto había amado a aquella mujer, a aquella
joven seguramente muy hermosa para él, se hubiera enamorado luego de ella, que era
tan diferente.
Aquel rostro, que en el retrato se veía moreno, a Anna
le parecía hermoso, mucho más hermoso que el suyo. Y aquellos labios se habían unido
en un beso a los labios de su marido; ¿por qué en los ángulos de la boca había aquel
pliegue doloroso? ¿Y por qué la mirada de aquellos ojos intensos era tan triste?
Todo el rostro exhalaba un duelo profundo y Anna casi sintió despecho por la bondad
humilde y verdadera que aquellas facciones expresaban; y entonces un impulso de
rechazo y de repugnancia la invadió, porque le pareció divisar de pronto, en la
mirada de aquellos ojos, la misma expresión de los suyos cuando, pensando en su
marido, se miraba en el espejo por la mañana, después de haberse arreglado.
Apenas tuvo tiempo de meterse el retrato en el bolsillo:
su marido se presentó, resoplando, en el umbral de la habitación.
–¿Qué hiciste? ¿Ordenaste como siempre? ¡Ay, pobre de
mí! ¡Ahora no encontraré nada!
Luego, viendo el estoque desenvainado en el suelo, dijo:
–¡Ah! ¿Practicaste esgrima con la ropa del armario?
Y rio con su risa que salía de la garganta como si alguien
le hiciera cosquillas en ella; mientras reía así, miró a su mujer como si le preguntara
el porqué de su propia risa. Mirando, parpadeaba rápida y continuamente sobre los
ojos agudos, negros, inquietos.
Vittore Brivio trataba a su esposa como a una niña,
capaz solamente de aquel amor ingenuo y casi pueril que lo rodeaba (a menudo con
fastidio) y al cual se había propuesto prestar atención de vez en cuando, mostrando
–incluso en aquellos momentos– una condescendencia casi teñida de leve ironía, como
si quisiera decir: “¡Pues bien vamos! Durante un rato yo también me volveré niño
contigo: ¡hay que hacerlo, pero no perdamos demasiado tiempo!”.
Anna había dejado caer a sus pies la vieja americana
donde había encontrado el retrato. Vittore la cogió con la punta del estoque y la
levantó en el aire; luego llamó desde la ventana al sirviente que estaba en el jardín
(ejercía de cochero), y que en aquel momento estaba atando el caballo a la carroza.
Apenas el joven se presentó en camiseta debajo de la ventana, Brivio le arrojó a
la cara, desgarbadamente, la americana ensartada, acompañando la limosna con un:
“¡Toma, es para ti!”.
–Así tendrás menos prendas que cepillar –añadió, dirigiéndose
a la mujer– y que ordenar, ¡esperemos!
Y de nuevo rio de aquella manera tan suya y parpadeó
varias veces.
Otras veces el marido se había alejado de la ciudad y no solamente por pocos
días, partiendo incluso de noche como aquella vez; pero Anna, aún dominada por la
impresión del descubrimiento de aquel retrato, sintió un miedo extraño de quedarse
sola y se lo dijo, llorando, a su marido.
Vittore Brivio, apresurado por el temor de no llegar
a tiempo y completamente absorto en sus asuntos, recibió con descortesía aquel llanto:
–¿Cómo? ¿Por qué? ¡Vamos, vamos, son niñerías!
Y se fue con prisa, sin siquiera despedirse de ella.
Anna se sobresaltó por el ruido de la puerta que él
cerró con ímpetu; se quedó en la sala con la lámpara en la mano y sintió que las
lágrimas se le helaban en los ojos. Luego se reanimó y se retiró rápidamente a su
habitación, para irse a la cama de inmediato.
El quinqué ardía en la habitación ordenada.
–Ve a dormir –le dijo Anna a la camarera que la esperaba–.
Yo me ocupo. Buenas noches.
Apagó la lámpara pero, en lugar de ponerla en la ménsula como solía hacer,
la puso en la mesita de noche, presintiendo –aunque contra su propia voluntad– que
tal vez la necesitaría más tarde. Empezó a desvestirse con prisa, con la mirada
clavada en el suelo, ante sí. Cuando el vestido le cayó alrededor de los pies, pensó
que el retrato estaba allí y con viva molestia se sintió mirada y compadecida por
aquellos ojos dolidos, que le habían provocado tanta impresión. Se agachó, decidida,
para recoger el vestido de la alfombra y lo puso en el sillón que había a los pies
de la cama, sin doblarlo, como si el bolsillo que escondía el retrato y la maraña
de la tela debieran y pudieran impedir que reconstruyera la imagen de aquella muerta.
Apenas se tumbó, cerró los ojos y se impuso seguir a
su marido, con el pensamiento, por el camino que llevaba a la estación ferroviaria.
Se lo impuso por la rencorosa rebelión al sentimiento que la había mantenido alerta
durante todo el día, observando y estudiando a su marido. Sabía de dónde surgía
aquel sentimiento y quería expulsarlo de sí.
El esfuerzo de la voluntad le producía una fuerte excitación
nerviosa; con extraordinaria evidencia se representó el camino largo, desierto en
la noche, iluminado por las farolas que difundían la luz sobre el empedrado, que
parecía palpitar por ello: a los pies de cada farola había un círculo de sombra,
las tiendas estaban todas cerradas, y ahí estaba el vehículo que llevaba a Vittore.
Como si hubiera esperado su paso, se dispuso a seguirlo hasta la estación: vio el
tren lúgubre, bajo el techo de cristales, y una gran confusión de gente en aquel
interior amplio, ahumado, mal iluminado, profundamente sonoro. El tren partía y,
como si verdaderamente viera que se alejaba y desaparecía en las tinieblas, Anna
volvió de pronto a sí misma, abrió los ojos en la habitación silenciosa y experimentó
un vacío angustioso, como si algo faltara en su interior.
Entonces sintió confusamente, perdiéndose, que quizás
hacía tres años –desde el momento en que había dejado la casa paterna– que se encontraba
en aquel vacío, del cual empezaba a tener conciencia solamente ahora. Antes no se
había dado cuenta de ello, porque lo había llenado de sí, de su amor; ahora se percataba
de aquel vacío, porque durante todo el día había mantenido su amor casi en suspenso,
para ver, para observar, para juzgar.
“¡Ni siquiera se despidió de mí!”, pensó, y de nuevo
se puso a llorar, como si este pensamiento fuera la razón determinante del llanto.
Se incorporó para sentarse en la cama; pero, al levantarse,
detuvo enseguida la mano extendida para coger el pañuelo del vestido. ¡Vamos, ya
era inútil impedir que viera, que volviera a observar aquel retrato! Lo cogió. Volvió
a encender la lámpara.
¡Qué diferente se había imaginado a aquella mujer! Contemplando
ahora su verdadera efigie, sentía remordimiento por los sentimientos que la mujer
imaginaria le había inspirado. Más bien se había imaginado a una mujer bastante
gorda, rubicunda, con los ojos relampagueantes y sonrientes, propensa a la risa
y a los divertimentos vulgares. Y en cambio: era una joven que expresaba en sus
facciones un alma profunda y doliente; diferente de ella, sí, pero no en el sentido
vulgar: al contrario. Parecía que aquella boca no hubiera sonreído nunca, mientras
la suya había sonreído tantas veces y tan alegremente; y si aquel rostro era moreno
(como parecía en el retrato) seguramente tenía un aire menos sonriente que el suyo,
rubio y rosado.
¿Por qué, por qué estaba tan triste?
Un pensamiento odioso se le ocurrió, y levantó enseguida
los ojos de la imagen de aquella mujer, divisando allí, de repente, no solamente
una trampa para su paz, para su amor que aquel día había recibido más de una herida,
sino también para su orgullosa dignidad de mujer honesta, que nunca se había permitido
un lejano pensamiento contra su marido. ¡Aquella mujer había tenido un amante! ¡Y
por eso quizás estaba tan triste, por aquel amor adúltero, no por su marido!
Tiró el retrato a la mesita de noche y apagó de nuevo
la lámpara, esperando conseguir dormir, esta vez, sin pensar en aquella mujer con
quien no podía tener nada en común. Pero, cerrando los párpados, enseguida volvió
a ver –a pesar suyo– los ojos de la muerta e intentó alejar aquella vista, en vano.
–¡No está triste por él! ¡No por él! –murmuró entonces
con obstinación agitada, como si esperara librarse de ella injuriándola.
Y se esforzó en recordar lo que sabía del otro, del
amante, casi obligando la mirada y la tristeza de aquellos ojos a dirigirse al antiguo
amante, de quien conocía solamente el nombre: Arturo Valli. Sabía que este se había
casado unos años después, casi para demostrar que era inocente de la culpa que Brivio
le quería atribuir. Había rechazado enérgicamente el desafío, protestando que nunca
se batiría con un loco asesino. Después de este rechazo, Vittore había amenazado
con matarlo donde se lo encontrara, incluso en la iglesia; y entonces Valli se había
ido del pueblo con su esposa. Después había vuelto, cuando Vittore, que se había
casado de nuevo, se había ido a su vez.
Pero, por la tristeza de estos eventos evocados, por
la vileza de Valli y –después de tantos años– por el olvido de su marido (quien,
como si nada hubiera pasado, había podido continuar con su vida y casarse de nuevo),
por la alegría que ella misma había sentido al convertirse en su esposa, por aquellos
tres años transcurridos sin pensar en aquella otra, inesperadamente se impuso en
Anna un motivo espontáneo de compasión por aquella mujer muerta. Volvió a ver la
imagen de ella, viva, como desde lejos, y le pareció que con aquellos ojos, intensos
de tanta pena, le dijera, meneando levemente la cabeza:
“¡Pero sólo yo he muerto! ¡Todos ustedes viven!”.
Se vio, se sintió sola en la casa: tuvo miedo. Sí, ella vivía, pero hacía
tres años (desde el día de la boda) que no había vuelto a ver, ni siquiera una vez,
a sus padres ni a su hermana. Los adoraba y siempre había sido dócil y confiada
con ellos, sin embargo había podido rebelarse a su voluntad y a sus consejos por
amor a aquel hombre; por amor a aquel hombre había enfermado mortalmente y habría
muerto si los médicos no hubieran convencido a su padre de que aceptara el matrimonio.
Su padre había cedido, pero no había condescendido; es más, había jurado que Anna
dejaría de existir para él y para su casa, después de aquel matrimonio. Además de
la diferencia de edad (el marido tenía dieciocho años más que ella), el obstáculo
más grave para su padre había sido la posición financiera de Vittore, sujeta a rápidos
cambios por los arriesgados negocios en los cuales solía lanzarse con confianza
temeraria en sí mismo y en la suerte.
En tres años de matrimonio Anna, rodeada de comodidades,
había podido considerar injustas o prejuiciosas las consideraciones paternas acerca
de los bienes de su marido, en quien, por otro lado, ella misma (inconsciente) confiaba
al igual que él en sí mismo. Respecto a la diferencia de edad, hasta ahora no tenía
ningún argumento de decepción por su parte o de maravilla por parte de los demás,
porque Brivio no sufría el mínimo deterioro por los años ni en el cuerpo, muy vivaz
y nervioso, ni aún menos en el ánimo, dotado de energía incansable y alacridad inquieta.
Ahora, por primera vez, Anna encontraba algo muy diferente
de qué quejarse en relación con su marido, observando (sin sospecharlo) en su vida
con los ojos de aquella muerta. Sí, era cierto: otras veces se había sentido herir
por la indiferencia casi desdeñosa de él, pero nunca como aquel día. Y ahora, por
primera vez, se sentía tan angustiosamente sola, separada de sus parientes, que
en aquel momento parecían haberla abandonado allí, como si, casándose con Brivio,
ya tuviera algo en común con aquella muerta y no fuera digna de otra compañía. Y
el marido que tendría que consolarla, su propio marido, parecía no querer darle
mérito alguno por haber sacrificado, en su nombre, su amor filial y fraternal, como
si no le hubiera costado nada, como si él tuviera derecho a aquel sacrificio y por
eso ahora no tenía el deber de compensarlo. Derecho, sí, porque ella se había enamorado
tan perdidamente, en aquel entonces. Y por eso ahora él tenía el deber de compensarla.
Y en cambio…
“¡Será siempre así!”: a Anna le pareció que suspiraban
los doloridos labios de la muerta.
Volvió a encender la lámpara y, de nuevo, contemplando
la imagen, se sintió atraída por la expresión de aquellos ojos. ¿Ella también, por
tanto, había sufrido realmente por él? ¿Ella también, al darse cuenta de no ser
amada, había sentido aquel vacío angustioso?
–¿Sí? ¿Sí? –Anna, ahogada por el llanto, le preguntó
a la imagen.
Y entonces le pareció que aquellos ojos buenos, apasionados,
la compadecían a su vez, se apiadaban de aquel abandono, del sacrificio no retribuido,
del amor que quedaba encerrado en su pecho, como un tesoro en un cofre, del cual
su marido tenía las llaves, que –avaro– no utilizaría jamás.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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