Ana Laura Lissardy
Francisco podía ver vientos,
tormentas, volcanes y olas en una gota de lluvia en la ventana. Y podía ver un mundo
entero en un grano de arroz. Cuando echaba azúcar a su Vascolet, por ejemplo, veía
a los sembradores y cortadores de caña en esa cascada blanca que caía en su taza.
Cuando se acostaba y un rayo de luna entraba por su ventana, veía una galaxia entera
y hasta la explosión del Big Bang. Podía ver toda la vida en su verdadera dimensión.
Cuando podía, porque muchas veces le llamaban
la atención y lo rezongaban, por “distraído” o por “no prestar atención”. Como le
pasaba en la escuela.
Porque Francisco también salía a volar con
las palabras. Cuando la maestra hacía un dictado, por ejemplo, mientras sus compañeros
de clase iban escribiéndolas, él corría y pegaba un salto sobre ellas como si fueran
un skate y salía volando por la clase, por los pasillos, por la puerta de
entrada de la escuela, las calles, la plaza, la canchita del barrio.
Siempre había una palabra que lo hacía salir
a volar y que, con el impulso, le quitaba la capucha de la cabeza y hacía bailar
a sus rulos negros con el viento.
Desde lo alto, Francisco lo veía todo. Un perro
salchicha, un afilador, el moño de una niña, la cola de un gato apuntando al cielo…
Hasta que la maestra lo rezongaba, le preguntaba qué diablos estaba haciendo, dónde
andaba, y por qué no era capaz de escribir lo que le dictaba. A lo que algunos de
sus compañeros se reían y burlaban, lo llamaban “distraído”, y recalcaban que sólo
había escrito una palabra.
Francisco intentaba explicar dónde había estado
pero, nervioso por el reto y las risas, entreveraba las palabras e incluso hasta
las letras, mientras escondía todo su cuerpo en aquella capucha que siempre llevaba.
Después, apurado por escribir todas las palabras
que le faltaban, en el atropello, las dibujaba al revés, boca arriba, corridas más
allá o confundidas unas con las otras. La z con la s, la m con la n o la w, la r
dada vuelta. Y siempre todo aquello terminaba con una nota con letras rojas de la
maestra y un rezongo en su casa.
Pero un día llegó una nueva maestra a la clase,
Sofía. Sofía era alta, usaba pollera y botitas verdes, y broches de distintos colores
en su pelo marrón y vertical. El primer día que hizo un dictado, vio a Francisco
salir volando sobre las palabras y lo dejó alejarse por la ventana. Francisco viajó
y viajó como hacía siempre, y vio un gorrión en un semáforo, una media en un tendedero,
y muchas cosas más.
Cuando se cansó, volvió a la clase, y lo primero
que vio fue la sonrisa de Sofía, que le dijo, apenas llegó:
–Bienvenido, Francisco. Tenemos curiosidad
por saber por dónde anduviste. ¿Nos contás?
Francisco miró a sus compañeros, casi tan sorprendido
como ellos, que no entendían cómo esa “rareza” podía ser tomada en serio por una
maestra.
–Sí, Francisco. Me encantaría saber qué hay
allá, donde yo no puedo ver nada. Contanos.
–Eh… –dudó un momento mirando el banco–. Estaba
escribiendo la palabra “solo” y entonces vi un calcetín colgado solo y triste en
un tendedero. Pero el calcetín salió volando con el viento y cayó sobre un gorrión
que estaba parado en un semáforo y que, al levantar vuelo, hizo señalar a una nena
que estaba esperando para cruzar la calle con su madre, que hablaba por celular.
La mamá dejó de hablar por un segundo para ver lo que señalaba la hija y, por algo
que vio, cambió una respuesta que iba a dar de “no” a “sí”. Entonces, la persona
que estaba del otro lado del teléfono pegó un salto de alegría e hizo caer dos libros
del estante de una librería en la que estaba comprando. Y un hombre que estaba ahí
al lado vio uno de los libros caídos, lo levantó y se rio porque era justo lo que
necesitaba. Entonces…
Y así siguió Francisco, contando todo lo que
había visto en el viaje y cómo una media rota y sola se había convertido en varias
alegrías. Y todo eso había pasado mientras escribía la palabra “solo”. Pero a Sofía
parecía importarle mucho menos el tiempo que le llevó escribir que todo lo demás;
que todo ese viaje que acababa de contar.
–Gracias, Francisco, por esta aventura –le
dijo Sofía cuando terminó–. La palabra “solo” se transformó a través de las personas
y de las historias en algo cada vez mejor, hasta hacer saltar de alegría. ¡Es una
gran aventura! –y lo felicitó.
Los niños miraron sorprendidos y no dijeron
nada. Pero el que más se sorprendió fue Francisco, que dibujó en su cara unos ojos
redondos y una sonrisa tímida pero decidida.
Más se sorprendió los días siguientes, cuando
sus compañeros se empezaron a acercar a él para pedirle que les contara qué veía
en palabras que le decían: pato, renglón, hormiga, lápiz… Muchas veces eran palabras
tristes (llanto, injusto, rabia…), y tal vez era algo que sentían. Francisco nunca
preguntaba. Sólo salía a volar sobre ellas (sin capucha, que ya casi nunca usaba)
y, cuando volvía, les contaba todo lo que había visto. Sus compañeros lo escuchaban
atentos y siempre, siempre, se iban de ahí con una sonrisa o hasta reían con él
de la aventura. Nunca más lo llamaron “distraído” entre burlas. Quizás porque entendieron
que distraídos andaban ellos, todos los demás.
Dicen que los contadores de historias y los
escritores fueron alguna vez como Francisco. Y que cada vez que los leés, hacés
que salgan a volar. Y también dicen que tú mismo podés ser Francisco, si te dejás
llevar.
(Tomado
de www.tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com)
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